Read La interpretación del asesinato Online
Authors: Jed Rubenfeld
Tags: #Novela, Policíaca, Histórica
Nunca me gustó Edipo. No me gustaba la obra; no me gustaba el hombre; no me gustaba la teoría epónima de Freud. Era la parte del psicoanálisis que nunca acepté. Que tenemos una vida mental subconsciente; que reprimimos constantemente nuestros deseos sexuales prohibidos y las agresividades que suscitan; que estos deseos reprimidos se manifiestan en nuestros sueños, nuestros
lapsus linguae
,en nuestras neurosis… En todo esto sí creía. Pero que los hombres quieren sexo con su madre, y las chicas con su padre…, eso me negaba a aceptarlo. Freud diría, por supuesto, que mi escepticismo era una «resistencia». Diría que me negaba a que la de Edipo fuera una teoría acertada. Y no había duda de que tenía razón. Pero la resistencia, fuera lo que fuere, sin duda no probaba lo acertado de la teoría que no se acepta.
Y ésa era la razón por la que yo seguía acudiendo a
Hamlet
y a la solución irresistible aunque exasperante que Freud proponía de su enigma. En dos frases, Freud había demolido la idea largamente aceptada de que Hamlet era, como lo había considerado Goethe, el bisabuelo de Jung, el esteta demasiado intelectual, constitucionalmente incapaz de una acción resuelta. Como señala Freud, Hamlet realiza acciones decididas repetidas veces. Mata a Polonia. Planea y ejecuta su obra-dentro-de-la-obra, engañando a Claudio para que revele su culpa. Envía a la muerte a Rosencrantz y Guildenstern. Al parecer sólo hay una cosa que es incapaz de hacer: vengarse del villano que mató a su padre y se llevó al lecho a su madre.
Y la razón, la verdadera razón, nos dice Freud, es muy sencilla: Hamlet ve en los actos de su tío sus propios deseos secretos, sus deseos edípicos.
Claudio no ha hecho más que llevar a la práctica lo que Hamlet habría querido hacer. «Así el odio que debía llevarle a la venganza», escribe Freud, «es suplantado en él por autorreproches, por escrúpulos de conciencia». Que Hamlet padece su propio reproche es innegable. Una y otra vez se castiga, excesiva, casi irracionalmente. Incluso piensa en el suicidio. O al menos es como se ha interpretado siempre el monólogo
Ser o no ser
. Hamlet se pregunta si se da muerte a sí mismo. ¿Por qué? ¿Por qué Hamlet se siente culpable y tiene ideas suicidas cuando piensa en vengar a su padre? Nadie en trescientos años había logrado explicar el soliloquio más célebre de toda la dramaturgia. Hasta Freud.
Según Freud, Hamlet sabe —inconscientemente— que también él quería matar a su padre, y que también él quería reemplazar a su padre en el lecho de su madre. Que era lo que Claudio había hecho. Claudio es, por tanto, la encarnación de los deseos secretos de Hamlet. Es el espejo de Hamlet. Los pensamientos de Hamlet van directamente de la venganza a la culpa y el suicidio porque se ve a sí mismo en su tío. Matar a Claudio será a un tiempo una recreación de sus deseos edípicos y una suerte de autoinmolación. Por eso se siente paralizado Hamlet. Por eso no puede decidirse a actuar. Es un histérico; padece la insufrible culpa de unos deseos edípicos que no ha logrado reprimir del todo.
Y sin embargo, razonaba yo, tenía que existir otra explicación.
Ser o no ser
tenía que encerrar otro sentido. Imaginaba que si fuera capaz de resolver ese soliloquio podría vindicar mi objeción a la totalidad de la teoría de Edipo. Pero nunca he logrado hacerlo.
En el desayuno encontré a Brill y a Ferenczi en la misma mesa que habían ocupado el día anterior. Brill atacaba valientemente un bistec con huevos. Ferenczi no estaba tan en forma: insistió en que no iba a probar bocado en todo el día. Ambos parecían un poco forzados en su conversación conmigo; creo que interrumpí una charla privada.
—Los camareros —decía Ferenczi— son todos negros. ¿Es eso normal en los Estados Unidos?
—Sólo en los mejores establecimientos —respondió Brill—. Los neoyorquinos se opusieron a la emancipación, no lo olvide, hasta que se dieron cuenta de lo que significaba: podrían tener a los negros como criados, y además les costarían menos.
—Nueva York no se opuso a la emancipación de los negros —intervine yo.
—¿Una revuelta no es oposición? —preguntó Brill.
Ferenczi dijo:
—No le haga caso, Younger. De veras.
—Sí, no me haga caso —respondió Brill—. Nadie me lo hace. Debemos, por el contrario, hacer caso a Jung, porque es más importante que el resto de nosotros juntos.
Vi que Jung había sido el tema de conversación antes de mi llegada. Pregunté si podían aclararme un poco la naturaleza de la relación de Jung con Freud. Y lo hicieron.
Recientemente, en el curso de los dos últimos años, Freud había atraído a un nuevo grupo de seguidores suizos. Y el más prominente entre ellos era Jung. El grupo de Zurich estaba molesto con los discípulos originales de Viena de Freud, cuyos celos se habían intensificado cuando éste nombró a Jung redactor jefe del
Anuario psicoanalítico
, la primera publicación periódica del mundo dedicada por entero a la nueva psicología. Desde tal puesto, Jung tenía un gran poder decisorio en relación con los méritos de los trabajos de los demás. Los vieneses objetaban que Jung no había profesado genuinamente la «etiología sexual» de ciertos trastornos: el descubrimiento cardinal de Freud de que los deseos sexuales reprimidos se hallan detrás de la histeria y de otras enfermedades mentales. Creían que el nombramiento de Jung como redactor jefe mostraba un claro favoritismo de Freud. En esto, me dijo Brill, los vieneses tenían más razón de lo que sospechaban. Freud no sólo favorecía a Jung sino que lo había designado ya «príncipe heredero»: el hombre que, después de él, tomaría las riendas del movimiento.
No mencioné que yo mismo había oído a Freud decirle eso a Jung la noche anterior, y no lo hice sobre todo porque tendría que haber contado el «percance» de Freud. En lugar de ello, observé que Jung parecía sobremanera sensible a la opinión que Freud pudiera tener de él.
—Oh, todos los somos —respondió Ferenczi—. Pero no hay duda de que Freud y Jung tienen una relación muy paterno-filial. Yo mismo pude verlo en el barco. Y de ahí que Jung sea enormemente sensible a cualquier admonición que venga de Freud. Lo enfurece. Sobre, todo cuando, se trata de la transferencia. Jung tiene…, ¿cómo lo llamaría?, una filosofía diferente en lo relativo a la transferencia.
—¿Sí? ¿Y la ha publicado? —pregunté.
Ferenczi intercambió una mirada con Brill.
—No exactamente. Hablo de cómo enfoca su trato con los pacientes. Con sus pacientes… femeninas. Usted me entiende.
Empezaba a entender.
Brill suspiró.
—Se acuesta con ellas. Lo sabe todo el mundo.
—Yo nunca lo he hecho —dijo Ferenczi—. Pero aún no he tenido que enfrentarme a muchas tentaciones. Así que, lamentablemente, felicitarme por ello sería prematuro.
—¿Lo sabe el doctor Freud?
Quien suspiró esta vez fue Ferenczi.
—Una paciente de Jung escribió a Freud, tremendamente disgustada, contándoselo todo. Freud me enseñó cartas en el barco. Incluso hay una carta de Jung a la madre de la chica… Una carta muy curiosa. Freud me consultó pidiéndome consejo. —Ferenczi estaba claramente orgulloso de ello— Le dije que no debía tomar la carta como una prueba concluyente. Yo, por supuesto, estaba ya al corriente de todo el asunto. Todo el mundo lo estaba. Era una chica preciosa…, judía, estudiante. Dicen que Jung no la trató bien.
—Oh, no —dijo Brill, mirando hacia la entrada de la sala del desayuno. Freud no venía solo; lo acompañaba un hombre a quien yo había conocido en New Haven, en el congreso psicoanalítico de unos meses atrás. Era Ernest Jones, uno de sus seguidores británicos.
Jones había viajado a Nueva York para unirse al grupo durante aquella semana. Vendría, pues, con nosotros a Clark el sábado. De unos cuarenta años, Jones era igual de bajo que Brill, aunque un poco más robusto. De cara extremadamente blanca, pelo oscuro y muy brillante, apenas tenía barbilla y su sonrisa de labios finos más parecía de autocomplacencia que de afabilidad. Tenía la costumbre peculiar de mirar hacia otra parte mientras hablaba con una persona. Freud, que bromeaba con él mientras se acercaba a nuestra mesa, estaba encantado de verle. Ni Ferenczi ni Brill parecían compartir tal deleite.
—Sándor Ferenczi —dijo Jones—. Qué sorpresa, viejo amigo. Pero ustedes no estaban invitados, ¿me equivoco? Por Hall, me refiero. Para dar una conferencia en Clark…
—No —respondió Ferenczi—. Pero…
—Y Abraham Brill —prosiguió Jones, paseando la mirada por la sala como en busca de otras personas conocidas—. ¿Cómo le va? ¿Sigue con sus tres pacientes?
—Cuatro —dijo Brill.
—Bien, considérese un hombre afortunado —replicó Jones—. A mí en Toronto los pacientes me desbordan la sala de espera y no tengo ni un minuto para ponerme a escribir. No, todo lo que tengo en cartera es el artículo para
Neurology
, un pequeño trabajo para
lnsanity
y la conferencia que di en New Haven y que ahora Prince quiere publicar. Y ¿qué me dice de usted, Brill? ¿Tiene algo en mente?
Los comentarios de Jones habían hecho que el ambiente se alejara mucho de la cordialidad. Brill adoptó una expresión de desencanto fingido.
—Sólo el libro de Freud sobre la histeria, me temo —dijo.
En los labios de Jones hubo un amago de movimiento, pero no salió ninguna palabra de ellos.
—Sí, sólo mi traducción de Freud —siguió Brill—. Mi alemán estaba mucho más oxidado de lo que imaginaba, pero he logrado llevarlo a cabo.
El semblante de Jones se llenó de alivio.
—Freud no necesita traductor al alemán, so imbécil —dijo, riendo con ruido—. Freud escribe en alemán. Necesita un traductor al
inglés
.
—
Yo soy
su traductor al inglés —dijo Brill.
Jones pareció quedarse estupefacto. Le dijo a Freud:
—¿No…, no estará…, está usted dejando que Brillle traduzca al inglés? —Y, dirigiéndose a Brill—. Pero ¿está su inglés a la altura de la empresa, viejo amigo? Usted es un emigrante, después de todo.
—Ernest —dijo Freud—, está exteriorizando sus celos.
—¿Yo celoso de Brill? —replicó Jones—. ¿Cómo voy a estar yo celoso de Brill?
En ese momento, un botones con una bandeja de plata en la mano pronunció en voz alta el nombre de Brill. En la bandeja había un sobre. Brill, dándose aires, obsequió al botones con diez centavos de propina.
—Siempre he deseado recibir un telegrama en un hotel —dijo con voz alegre—. Ayer por poco me envío uno a mí mismo, sólo para comprobar qué se siente.
Pero cuando Brill abrió el sobre y sacó el mensaje, se le demudó el semblante. Ferenczi se lo cogió de la mano y nos lo mostró a todos nosotros. El telegrama decía:
ENTONCES EL SEÑOR HIZO LLOVER AZUFRE Y FUEGO SOBRE SODOMA Y GOMORRA STOPY HE AQUÍ QUE EL HUMO SUBÍA DE LA TIERRA COMO EL HUMO DE UN HORNO STOP PERO A SU ESPALDA SU MUJER MIRÓ HACIA ATRÁS Y SE CONVIRTIÓ EN UNA ESTATUA DE SAL STOP DETÉNGASE ANTES DE QUE SEA. DEMASIADO TARDE.
— ¡Otra vez! —susurró Brill.
—Me parece a mí —terció Jones— que no hay razón para que se le cambie la cara como si hubiera visto un fantasma. Está claro que es obra de algún fanático religioso. Norteamérica está llena de ellos.
—¿Y cómo sabían que estaba aquí? —respondió Brill, en absoluto tranquilo.
El alcalde George McClellan vivía en el Row, en una de las señoriales casas de estilo Nueva Grecia que flanqueaban el lado norte de Washington Square, justo a un lado de la Quinta Avenida. Al salir de su casa el miércoles por la mañana, temprano, McClellan se sobresaltó al ver al
coroner
Hugel acercándose apresuradamente hacia él, desde el parque del otro lado de la calle. Los dos caballeros se encontraron entre las columnas de la entrada principal de la casa del alcalde.
—Hugel —dijo McClellan—. ¿Qué está usted haciendo aquí? Santo Dios, señor mío, tiene usted aspecto de no haber dormido en varios días.
—Tenía que asegurarme de que daba con usted —exclamó el
coroner
, sin resuello—. Lo hizo Banwell.
—¿Qué?
—George Banwell mató a la joven Riverford —dijo Hugel.
—No sea ridículo —le contestó el alcalde—. Conozco a Banwell desde hace veinte años.
—Desde que entré en el apartamento de la joven —dijo Hugel—, Banwell no hizo más que tratar de obstruir la investigación. Me amenazó con hacer que me apartaran del caso, y trató de impedir la autopsia.
—La mayoría de los hombres, Hugel, no disfrutaría en absoluto al ver el cadáver abierto de una hija.
Si el alcalde intentaba apelar a la sensibilidad de Hugel, erró el blanco.
—Se ajusta punto por punto a la descripción del asesino. Vivía en el edificio; era amigo de la familia: la joven le habría abierto la puerta sin ningún temor; pudo limpiar a conciencia el apartamento antes de la llegada de Littlemore.
—Ya lo había examinado usted antes —argumentó el alcalde.
—En absoluto —dijo Hugel—. Yo sólo inspeccioné el dormitorio. Littlemore tenía que encargarse del resto del apartamento.
—¿Sabía Banwell que iba a ir Littlemore? ¿Se lo dijo usted?
—No —gruñó el
coroner—
. Pero ¿cómo explica usted su terror de ayer al ver a la señorita Acton en la calle?
Le relató al alcalde los acontecimientos del día anterior, que a su vez le había relatado Littlemore.
—Banwell trató de huir porque pensó que la joven lo identificaría como su agresor.
—Tonterías —respondió el alcalde—. Se reunió conmigo minutos después en el Hotel Manhattan. ¿Es usted consciente de que los Banwell y los Acton son íntimos amigos? Harcourt y Mildred Acton están ahora en la casita de campo de los Banwell.
—¿Quiere decir que Banwell conoce a los Acton? —preguntó Hugel—. ¡Bien, pues eso lo prueba todo! Es el único que conocía a las dos víctimas.
El alcalde miró con desapasionamiento al
coroner
.
—¿Qué es eso de su chaqueta, Hugel? Parece huevo.
—
Es
huevo. —Hugel se limpió la solapa con un pañuelo amarillento—. Esos gamberros del otro extremo de su parque me lo han tirado encima. Debemos detener inmediatamente a Banwell.
El alcalde sacudió la cabeza. El lado sur de Washington Square no era lo que se dice muy refinado, y McClellan no había sido capaz de liberar la esquina suroeste del parque de una banda de golfillos para quienes la proximidad de la casa del alcalde parecía haber actuado como acicate adicional para sus diabluras. McClellan pasó por delante del
coroner
Hugel en dirección al carruaje que le esperaba.