Read La interpretación del asesinato Online
Authors: Jed Rubenfeld
Tags: #Novela, Policíaca, Histórica
Había fracasado antes de empezar. La joven había rechazado la terapia, y yo había sido incapaz de convencerla de que no lo hiciera. No: yo era el causante de tal rechazo, al presionarla demasiado antes de haber echado los cimientos. Lo cierto es que no me había preparado para enfrentarme al hecho de que pudiera hablar. Había olvidado la observación de Freud de que podía recuperar el habla de la noche a la mañana. Su voz debería haber supuesto un gran impulso para el tratamiento, el mejor de los desarrollos posibles de su trastorno. Pero yo lo había desbaratado todo. Imaginaba que era un médico paciente e infinitamente acomodaticio. Y sin embargo había reaccionado ante su resistencia a la defensiva, como un novato que no hace más que cometer errores. ¿Qué le diría a Freud?
Al entrar en el Hotel Manhattan, el detective Littlemore pasó por delante de un joven caballero que ayudaba a subir a un coche de alquiler a una joven dama. Para Littlemore, aquellas dos figuras representaban un mundo al que él no tenía acceso. Ambos eran gratos a los ojos, e iban ataviados con el tipo de ropajes que sólo los elegidos de la fortuna podían permitirse. El joven era alto, de pelo oscuro y acusados pómulos, y la joven era el ser más angelical que Littlemore había visto nunca sobre la tierra. El caballero poseía un modo de moverse, una dúctil gracilidad al alzar a la joven dama hasta el interior del carruaje, que Littlemore sabía que no poseía ni poseería nunca.
Nada de esto molestaba en absoluto, sin embargo, al detective Littlemore. No sentía ninguna animadversión contra el joven caballero, y le gustaba mucho más Betty la doncella que aquella angelical joven dama que acababa de montar en un carruaje. Pero decidió que aprendería a moverse como el joven caballero. Era algo que podía medir e imitar con éxito. Se imaginó a sí mismo levantando a Betty hasta el asiento de un carruaje, de forma idéntica a como lo había hecho el caballero, si es que alguna vez llegaba a llamar a uno, o, aún mucho menos probable, a montar en él con Betty.
—Usted es el doctor Younger, ¿no es cierto? —preguntó al joven el detective. No obtuvo respuesta—. ¿Está usted bien, amigo?
—¿Disculpe? —respondió el joven.
—Usted es Younger, ¿no?
—Sí, por desdicha.
—Soy el detective Littlemore. Me envía el alcalde. ¿La del carruaje era la señorita Acton?
El detective pudo ver claramente que su interlocutor no le estaba escuchando.
—Le ruego que me disculpe —dijo Younger—. ¿Quién ha dicho que es?
Littlemore se identificó de nuevo. Explicó que el agresor de la señorita Acton había dado muerte a otra joven, la noche del domingo anterior, y que la policía aún no tenía ningún testigo.
—¿Ha recordado ya algo la señorita Acton, doctor?
Younger negó con la cabeza.
—La señorita Acton ha recuperado la voz, pero sigue sin recordar el incidente.
—Todo este asunto me parece un poco raro —dijo el detective—. ¿La gente pierde la memoria muy a menudo?
—No —respondió Younger—. Pero es algo que sucede, sobre todo después de agresiones como la padecida por la señorita Acton.
—Oiga, están volviendo…
En efecto: el carruaje de la señorita Acton había doblado la esquina de la manzana y se acercaba hacia el hotel. Al llegar frente a él, la señorita Acton le explicó al doctor Younger que la señora Biggs había olvidado dejar la llave en recepción.
—Déjemela a mí —dijo Younger, extendiendo la mano—. La dejaré yo por ustedes.
—Gracias, pero puedo hacerlo yo misma —replicó la señorita Acton, saltando fuera del coche sin ayuda y pasando rauda junto a Younger sin lanzar ni una mirada en su dirección. Younger no dejó traslucir ninguna emoción, pero Littlemore sabía reconocer un rechazo femenino en cuanto lo veía, y se sintió solidario con el doctor Younger. Luego le vino a la cabeza otro pensamiento.
—Dígame, doctor —dijo—. ¿Permite que la señorita Acton se pasee por ahí de esta manera…? Sola, me refiero.
—Tengo poco que decir al respecto, detective. Nada, mejor dicho. Pero no, creo que hasta el momento ha estado casi todo el tiempo con su criada o con algún policía. ¿Por qué? ¿Corre algún peligro?
—No debería correrlo —dijo Littlemore.
El señor Hugel le había dicho que el asesino no sabía dónde estaba la señorita Acton. Aun así, el detective se sentía inquieto. En aquel caso había mucho de absurdo: una chica muerta de la que nadie sabía nada, gente que perdía la memoria, chinos que salían corriendo, cuerpos que desaparecían del depósito…
—Pero no vendrá mal que eche una ojeada —añadió.
Littlemore volvió a entrar en el hotel, con Younger a su lado. Encendió un cigarrillo mientras contemplaban cómo la menuda señorita Acton cruzaba el vestíbulo circular, con columnas. Un hombre que quisiera dejar la llave de su habitación en recepción la habría dejado encima del mostrador y se habría ido, pero la señorita Acton aguardó con paciencia a que la atendieran. El vestíbulo estaba atestado de viajeros, familias, hombres de negocios. La mitad de los hombres que había en él, cayó en la cuenta el detective, podían haberse ajustado a la descripción del asesino aventurada por el
coroner
Hugel.
Uno de ellos, sin embargo, llamó la atención de Littlemore. Esperaba frente a uno de los ascensores, y era alto, de pelo negro, con gafas, y llevaba un periódico en la mano. Littlemore no tenía un buen ángulo de su cara, pero había algo vagamente extranjero en el corte de su traje. y fue precisamente el periódico lo que atrajo la atención del detective. Lo llevaba en una posición ligeramente más alta de lo normal. ¿Trataba de taparse la cara? La señorita Acton había dejado ya la llave en recepción, y desandaba el camino hacia la calle. El hombre lanzó una rápida mirada en dirección a ella —¿o en dirección al propio Littlemore?—, y volvió a ocultar la cabeza tras el periódico. Se abrió uno de los ascensores, y el hombre entró en él, solo.
Al cruzarse con el doctor Younger y el detective Littlemore camino de la puerta, la señorita Acton no dio muestra alguna de reconocerlos. Sin embargo, el doctor la siguió hasta la calle para cerciorarse de que volvía a montar en el coche.
Littlemore quedó atrás. No pasaba nada, se dijo a sí mismo. Casi todo varón presente en el vestíbulo se había vuelto para mirarla al verla cruzar sola el vestíbulo de suelo de mármol. Littlemore, no obstante, mantuvo los ojos fijos en la flecha de encima del ascensor en el que había entrado el hombre del periódico. La flecha iba moviéndose despacio, y se agitaba al aproximarse a cada planta. Pero Littlemore no alcanzó a ver dónde se detenía definitivamente. Porque aún seguía moviéndose cuando un desgarrado grito le llegó desde la calle.
El grito no era humano. Era el agudo relincho de dolor de un caballo. El animal tiraba de un coche que acababa de salir de un terreno en obras de la calle Cuarenta y dos, donde se alzaba el esqueleto de acero de un edificio comercial en construcción de nueve plantas. El hombre que conducía el coche iba soberbiamente vestido, con un sombrero de copa y una fina fusta encima de las rodillas. Era el señor George Banwell.
En 1909 el caballo aún competía con el automóvil en cada una de las avenidas más importantes de la ciudad de Nueva York. De hecho era una batalla ya perdida. Los trémulos y vociferantes automóviles eran más rápidos y ágiles que los coches de caballos; y, más importante aún, los automóviles habían puesto fin a la contaminación, término que a la sazón designaba la bosta de caballo, que para el mediodía ensuciaba el aire hasta el punto de hacerlo casi irrespirable en las principales vías urbanas. Aunque a George Banwell le gustaban sus automóviles tanto como a cualquier caballero, en el fondo era un jinete. Había crecido entre caballos y no estaba dispuesto a renunciar a ellos. De hecho insistía en conducir su propio coche, y obligaba a su cochero a ir sentado, incómodo, a su lado.
Banwell había pasado casi toda la mañana en las obras de Canal Street, donde estaba supervisando un proyecto de mucha mayor envergadura. A las once y media había subido hasta el centro, a la calle Cuarenta y dos, entre la Quinta Avenida y Madison Avenue, a menos de media manzana del Hotel Manhattan. Después de una rápida inspección del trabajo de sus hombres en la obra, Banwell se dirigía ahora al hotel a reunirse con el alcalde. Pero instantes después de sentarse en el pescante había dado un violento y brusco tirón a las riendas, de modo que el bocado del freno se había clavado demasiado en la boca del animal —una yegua—, que se había parado en seco y había lanzado un relincha de dolor. Tal relincho no había hecho la menor mella en Banwell. No parecía siquiera haberlo oído. Estaba como paralizado, con la mirada fija en un punto situado a menos de una manzana del carruaje, pero apretaba aún más el bocado contra la mandíbula de la yegua, para consternación y espanto de su cochero.
La yegua agitó la cabeza de lado a lado, tratando en vano de liberarse del bocado hiriente. Al final la criatura se alzó sobre las patas traseras y lanzó el relincho angustiado, aterrador que habían oído Littlemore y todos los viandantes de un extremo al otro de la calle. La yegua volvió a posar las patas delanteras en tierra, pero instantes después se alzó de nuevo sobre las patas traseras, esta vez con mayor violencia, y el carruaje entero empezó a ladearse. Banwell y su cochero saltaron de él como marineros de una nave peligrosamente escorada. El carruaje se desplomó hacia un costado con enorme estrépito, arrastrando con él a la yegua.
El cochero fue el primero en levantarse. Trató de ayudar a su patrón, pero Banwell lo apartó con furia mientras se sacudía la tierra de rodillas y codos. Una multitud se arremolinaba a su alrededor, y los automóviles hacían sonar el claxon con impaciencia. Banwell parecía haber salido de su trance. No era hombre que tolerara que un caballo lo derribara; el hecho de haber tenido que saltar atropelladamente de su carruaje le resultaba inconcebible. Sus ojos despedían llamas: contra los automovilistas, contra los mirones y, sobre todo, contra la yegua postrada, que pugnaba en vano por levantarse.
—Mi pistola —dijo Banwell a su cochero—. Deme mi pistola.
—No puede mataría, señor —le rogó el cochero, que, acuclillado junto a la yegua, le liberaba los cascos de la maraña de cuerdas que los atenazaban—. No tiene nada roto. Sólo está enredada. Ya está. Lista… —El cochero le hablaba al animal, mientras lo ayudaba a ponerse sobre las patas—. No ha sido culpa tuya…
La intención del cochero era sin duda buena, pero no podía haber elegido palabras más desdichadas.
—¿Que no ha sido culpa suya? —dijo Banwell—. Se encabrita y se levanta de manos como un penco resabiado, ¿y no es culpa suya? —Cogió el freno e hizo que el animal torciera el cuello, y le miró a los ojos—. Ya entiendo —le dijo al cochero, en tono aún frío—. Nunca le ha enseñado a mantener la cabeza baja… Bien, lo haré yo.
Banwell tiró de la brida hasta soltada del carruaje, cogió las riendas y con un ágil movimiento montó a la yegua a pelo. La hizo volver a las obras de donde habían salido minutos antes, y allí dio unas cuantas vueltas hasta detenerse ante el garfio de la gigantesca grúa que se alzaba hacia el cielo en medio del solar. Cogió el garfio con ambas manos, lo pasó bajo el ronzal y luego lo sujetó con firmeza a los correajes que rodeaban el vientre del animal. Desmontó de un brinco, y una vez en el suelo le gritó al gruista:
—¡Eh, tú, súbela!
El operario, atónito, tardó en reaccionar. Al final accionó los mandos de la enorme máquina. Su largo cable se tensó; el garfio se afianzó en los correajes, bajo la silla. La yegua se agitó y piafó ante la desagradable sensación de verse casi en vilo. Y durante unos instantes no sucedió más.
—¡Levántala, pendejo! —le gritó Banwell al gruista—. ¡Levántala o vuelve a casa a decirle a tu mujer que te has quedado sin empleo!
El hombre manipuló de nuevo con las palancas. La yegua se despegó del suelo con un fuerte bamboleo. En el momento en que sus cascos dejaron la tierra se apoderó de ella un pánico perplejo. Relinchó, se agitó, se retorció vana y violentamente en el aire, suspendida tan sólo por el grueso garfio del cable.
—¡Suéltela! —gritó una voz femenina, sobrecogida y airada. Era la señorita Acton. Había presenciado la escena, y corrido por la calle Cuarenta y dos hasta el solar. Ahora estaba allí plantada, en primera línea de una legión de mirones. Younger estaba a su lado, y Littlemore varias filas más atrás. La joven volvió a gritar—: ¡Bájela! ¡Que alguien le haga parar!
—Arriba —ordenó Banwell. Al oír el grito de la joven, se dio la vuelta y la miró directamente. Luego volvió a fijar la atención en la yegua suspendida, y dijo—: Más alto.
El gruista hizo lo que le ordenaba su patrón, y levantó más y más al animal: seis, diez, quince metros… Los filósofos dicen que no se puede saber si los animales experimentan emociones comparables a las humanas, pero nadie que haya visto la expresión de terror en los ojos de un caballo es capaz de ponerlo en duda.
Como todos los ojos humanos estaban fijos en aquella criatura que se agitaba indefensa en el aire, nadie pudo percatarse de la agitación incipiente de una viga de acero que descansaba en lo alto del andamiaje, tres plantas más arriba. Esta viga estaba sujeta por una soga, que a su vez se hallaba sujeta al garfio de la grúa. Hasta entonces la soga se había mantenido floja, y la viga había descansado inocuamente sobre un andamio. Pero al subir más y más el garfio, la soga acabó tensándose, y en un momento dado, sin aviso previo, la viga de acero se deslizó hasta el borde del andamio y cayó y quedó colgando libremente en el aire. Al estar sujeta al cable de la grúa, el vaivén la llevó naturalmente en dirección al garfio, aunque a un nivel cercano al suelo, es decir, en dirección a George Banwell.
Banwell no vio cómo la viga mortífera se balanceaba en el aire y ganaba velocidad hacia él, y giraba sobre sí misma, y en un vuelo preciso e inexorable se dirigía. hacia su abdomen como una gigantesca lanza. De haberle alcanzado, lo habría matado. Pero pasó a medio metro escaso de su cuerpo. Un golpe de suerte prodigioso y no atípico en George Banwell, pero con el resultado de que la viga siguió surcando el aire en dirección a la multitud, algunos de cuyos miembros gritaron llenos de pavor y un puñado de ellos se puso a salvo tirándose al suelo.
Pero hubo uno de los presentes que debería haberse apartado para salvar la vida: la señorita Acton, ya que la viga de cuatro metros de largo se dirigía directamente hacia ella. La señorita Acton, sin embargo, ni gritó ni se movió. Bien porque la viga que se le venía encima la tuviera como hechizada o bien porque le resultara casi imposible decidirse hacia dónde se apartaba, la señorita Acton siguió allí quieta, aterrorizada y a punto de perder la vida.