209
Dijo el Cronión, y bajó las negras cejas en señal de asentimiento. La armadura de Aquiles le vino bien a Héctor, apoderóse de éste un terrible furor bélico, y sus miembros se vigorizaron y fortalecieron; y el héroe, dando recias voces, enderezó sus pasos a los aliados ilustres y se les presentó con las resplandecientes armas del magnánimo Pelión. Y acercándose a cada uno para animarlos con sus palabras —a Mestles, Glauco, Medonte, Tersíloco, Asteropeo, Disénor, Hipótoo, Forcis, Cromio y el augur Énnomo—, los instigó con estas aladas palabras:
220
—¡Oíd, tribus innúmeras de aliados que habitáis alrededor de Troya! No ha sido por el deseo ni por la necesidad de reunir una muchedumbre por lo que os he traído de vuestras ciudades, sino para que defendáis animosamente de los belicosos aqueos a las esposas y a los tiernos infantes de los troyanos. Con este pensamiento abrumo a mi pueblo y le exijo dones y víveres para excitar vuestro valor. Ahora cada uno haga frente y embista al enemigo, ya muera, ya se salve, que tales son los lances de la guerra. Al que arrastre el cadáver de Patrocio hasta las filas de los troyanos, domadores de caballos, y haga ceder a Ayante, le daré la mitad de los despojos, reservándome la otra mitad, y su gloria será tan grande como la mía.
233
Así dijo. Todos arremetieron con las picas levantadas y cargaron sobre los dánaos, pues tenían grandes esperanzas de arrancar el cuerpo de Patroclo de las manos de Ayante Telamoníada. ¡Insensatos! Sobre el mismo cadáver, Ayante hizo perecer a muchos de ellos. Y este héroe dijo entonces a Menelao, valiente en la pelea:
238
—¡Oh amigo, oh Menelao, alumno de Zeus! Ya no espero que salgamos con vida de esta batalla. Ni temo tanto por el cadáver de Patroclo, que pronto saciará en Troya a los perros y aves de rapiña, cuanto por tu cabeza y por la mía; pues el nublado de la guerra, Héctor, todo lo cubre, y a nosotros nos espera una muerte cruel. Ea, llama a los más valientes dánaos, por si alguno te oye.
246
Así dijo. Menelao, valiente en la pelea, no desobedeció; y, alzando recio la voz, dijo a los dánaos:
248
—¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos, los que bebéis en la tienda de los Atridas Agamenón y Menelao el vino que el pueblo paga, mandáis las tropas y os viene de Zeus el honor y la gloria! Me es difícil ver a cada uno de los caudillos. ¡Tan grande es el combate que aquí se ha empeñado! Pero acercaos vosotros, indignándoos en vuestro corazón de que Patroclo llegue a ser juguete de los perros troyanos.
256
Así dijo. Oyóle enseguida el veloz Ayante de Oileo, y acudió antes que nadie, corriendo a través del campo. Siguiéronle Idomeneo y su escudero Meriones, igual al homicida Enialio. ¿Y quién podría retener en la memoria y decir los nombres de cuantos aqueos fueron llegando para reanimar la pelea?
262
Los troyanos acometieron apinados, con Héctor a su frente. Como en la desembocadura de un río que las celestiales lluvias alimentan, las ingentes olas chocan bramando contra la corriente del mismo, refluyen al mar y las altas orillas resuenan en torno; con una gritería tan grande marchaban los troyanos. Mientras tanto, los aqueos permanecían firmes alrededor del cadáver del Menecíada, conservando el mismo ánimo y defendiéndose con los escudos de bronce; y el Cronión rodeó de espesa niebla sus relucientes cascos, porque nunca había aborrecido al Menecíada mientras vivió y fue servidor del Eácida, y entonces veía con desagrado que el cadáver pudiera llegar a ser juguete de los perros troyanos. Por esto el dios incitaba a los compañeros a que lo defendieran.
274
En un principio, los troyanos rechazaron a los aqueos, de ojos vivos, y éstos, desamparando al muerto, huyeron espantados. Y si bien los altivos troyanos no consiguieron matar con sus lanzas a ningún aqueo, como deseaban, empezaron a arrastrar el cadáver. Poco tiempo debían los aqueos permanecer alejados de éste, pues los hizo volver Ayante; el cual, así por su figura, como por sus obras, era el mejor de los dánaos, después del eximio Pelión. Atravesó el héroe las primeras Filas, y parecido por su bravura al jabalí que en el monte dispersa fácilmente, dando vueltas por los matorrales, a los perros y a los florecientes mancebos, de la misma manera el esclarecido Ayante, hijo del ilustre Telamón, acometió y dispersó las falanges de troyanos que se agitaban en torno de Patroclo con el decidido propósito de llevarlo a la ciudad y alcanzar gloria.
288
Hipótoo, hijo preclaro del pelasgo Leto, había atado una correa a un tobillo de Patroclo, alrededor de los tendones; y arrastraba el cadáver por el pie, a través del reñido combate, para congraciarse con Héctor y los troyanos. Pronto le ocurrió una desgracia, de que nadie, por más que lo deseara, pudo librarlo. Pues el hijo de Telamón, acometiéndole por entre la turba, le hirió de cerca por el casco de broncíneas carrilleras: el casco, guarnecido de un penacho de crines de caballo, se quebró al recibir el golpe de la gran lanza manejada por la robusta mano; el cerebro fluyó sanguinolento por la herida, a lo largo del asta; el guerrero perdió las fuerzas, dejó escapar de sus manos al suelo el pie del magnánimo Patroclo, y cayó de pechos, junto al cadáver, lejos de la fértil Larisa; y así no pudo pagar a sus progenitores la crianza, ni fue larga su vida, porque sucumbió vencido por la lanza del magnánimo Ayante. A su vez, Héctor arrojó la reluciente lanza a Ayante, pero éste, al notarlo, hurtó un poco el cuerpo, y la broncínea arma alcanzó a Esquedio, hijo del magnánimo ífito y el más valiente de los focios, que tenía su casa en la célebre Panopeo y reinaba sobre muchos hombres: clavóse la broncínea punta debajo de la clavícula y, atravesándola, salió por la extremidad del hombro. El guerrero cayó con estrépito, y sus armas resonaron.
312
Ayante hirió en medio del vientre al aguerrido Forcis, hijo de Fénope, que defendía el cadáver de Hipótoo; y el bronce rompió la cavidad de la coraza y desgarró las entrañas: el troyano, caído en el polvo, cogió el suelo con las manos. Arredráronse los combatientes delanteros y el esclarecido Héctor; y los argivos dieron grandes voces, retiraron los cadáveres de Forcis y de Hipótoo, y quitaron de sus hombros las respectivas armaduras.
319
Entonces los troyanos hubieran vuelto a entrar en Ilio, acosados por los belicosos aqueos y vencidos por su cobardía; y los argivos hubiesen alcanzado gloria, contra la voluntad de Zeus, por su fortaleza y su valor; pero el mismo Apolo instigó a Eneas, tomando la figura del heraldo Perifante Epítida, que había envejecido ejerciendo de pregonero en la casa del padre del héroe y sabía dar saludables consejos. Así transfigurado, habló Apolo, hijo de Zeus, diciendo:
327
—¡Eneas! ¿De qué modo podríais salvar la excelsa Ilio, hasta si un dios se opusiera? Como he visto hacerlo a otros varones que confiaban en su fuerza y vigor, en su bravura y en la muchedumbre de tropas formadas por un pueblo intrépido. Mas, al presente, Zeus desea que la victoria quede por vosotros y no por los dánaos; y vosotros huís temblando, sin combatir.
333
Así dijo. Eneas, como viera delante de sí a Apolo, el que hiere de lejos, le reconoció, y a grandes voces dijo a Héctor:
335
—¡Héctor y demás caudillos de los troyanos y sus aliados! Es una vergüenza que entremos en Ilio, acosados por los belicosos aqueos y vencidos por nuestra cobardía. Una deidad ha venido a decirme que Zeus, el árbitro supremo, será aún nuestro auxiliar en la batalla. Marchemos, pues, en derechura a los dánaos, para que no se lleven tranquilamente a las naves el cadáver de Patroclo.
342
Así habló; y, saltando mucho más allá de los combatientes delanteros, se detuvo. Los troyanos volvieron la cara y afrontaron a los aqueos. Entonces Eneas dio una lanzada a Leócrito, hijo de Arisbante y compañero valiente de Licomedes. Al verlo derribado en tierra, compadecióse Licomedes, caro a Ares; y, parándose muy cerca del enemigo, arrojó la reluciente lanza, hirió en el hígado, debajo del diafragma, a Apisaón Hipásida, pastor de hombres, y le dejó sin vigor las rodillas: este guerrero procedía de la fértil Peonia, y era, después de Asteropeo, el que más descollaba en el combate. Vioto caer el belicoso Asteropeo, y, apiadándose, corrió hacia él, dispuesto a pelear con los dánaos. Mas no le fue posible; pues cuantos rodeaban por todas partes a Patroclo se cubrían con los escudos y calaban las lamas. Ayante recorría las filas y daba muchas órdenes: mandaba que ninguno retrocediese, abandonando el cadáver, ni combatiendo se adelantara a los demás aqueos, sino que todos rodearan al muerto y pelearan de cerca. Así se lo encargaba el ingente Ayante. La tierra estaba regada de purpúrea sangre y caían muertos, unos en pos de otros, muchos troyanos, poderosos auxiliares, y dánaos; pues estos últimos no peleaban sin derramar sangre, aunque perecían en mucho menor número porque cuidaban siempre de defenderse recíprocamente en medio de la turba, para evitar la cruel muerte.
366
Así combatían, con el ardor del fuego. No hubieras dicho que aún subsistiesen el sol y luna, pues hallábanse cubiertos por la niebla todos los guerreros ilustres que peleaban alrededor del cadáver del Menecíada. Los restantes troyanos y aqueos, de hermosas grebas, libres de la obscuridad, luchaban al cielo sereno: los vivos rayos del sol herían el campo, sin que apareciera ninguna nube sobre la tierra ni en las montañas, y ellos combatían y descansaban alternativamente, hallándose a gran distancia unos de otros y procurando librarse de los dolorosos tiros que les dirigían los contrarios. Y en tanto, los del centro padecían muchos males a causa de la niebla y del combate, y los más valientes estaban dañados por el cruel bronce. Dos varones insignes, Trasimedes y Antíloco, ignoraban aún que el eximio Patroclo hubiese muerto y creían que, vivo aún, luchaba con los troyanos en la primera fila. Ambos, aunque estaban en la cuenta de que sus compañeros eran muertos o derrotados, peleaban separadamente de los demás; que así se lo había ordenado Néstor, cuando desde las negras naves los envió a la batalla.
384
Todo el día sostuvieron la gran contienda y el cruel combate. Cansados y sudosos tenían las rodillas, las piernas y más abajo los pies, y manchados de polvo las manos y los ojos, cuantos peleaban en torno del valiente servidor del Eácida, de pies ligeros. Como un hombre da a los obreros, para que la estiren, una piel grande de toro cubierta de grasa, y ellos, cogiéndola, se distribuyen a su alrededor, y tirando todos sale la humedad, penetra la grasa y la piel queda perfectamente extendida por todos lados, de la misma manera tiraban aquéllos del cadáver acá y acullá, en un reducido espacio, y tenían grandes esperanzas de arrastrarlo los troyanos hacia Ilio, y los aqueos a las cóncavas naves. Un tumulto feroz se producía alrededor del muerto; y ni Ares, que enardece a los guerreros, ni Atenea por airada que estuviera, habrían hallado nada que baldonar, si lo hubiesen presenciado: tare funesto combate de hombres y caballos suscitó Zeus aquel día sobre el cadáver de Patroclo. El divino Aquiles ignoraba aún la muerte del héroe, porque la pelea se había empeñado muy lejos de las veleras naves, al pie del muro de Troya. No se figuraba que hubiese muerto, sino que después de acercarse a las puertas volvería vivo; porque tampoco esperaba que llegara a tomar la ciudad, ni solo, ni con él mismo. Así se lo había oído muchas veces a su madre cuando, hablándole separadamente de los demás, le revelaba el pensamiento del gran Zeus. Pero entonces la diosa no le anunció la gran desgracia que acababa de ocurrir: la muerte del compañero a quien más amaba.
412
Los combatientes, blandiendo afiladas lanzas, se acometían continuamente alrededor del cadáver; y unos a otros se mataban. Y hubo quien entre los aqueos, de broncíneas corazas, habló de esta manera:
415
—¡Oh amigos! No sería para nosotros acción gloriosa la de volver a las cóncavas naves. Antes la negra tierra se nos trague a todos; que preferible fuera, si hemos de permitir a los troyanos, domadores de caballos, que arrastren el cadáver a la ciudad y alcancen gloria.
420
Y a su vez alguno de los magnánimos troyanos así decía:
421
—¡Oh amigos! Aunque la parca haya dispuesto que sucumbamos todos junto a ese hombre, nadie abandone la batalla.
423
Con tales palabras excitaban el valor de sus compañeros. Seguía el combate, y el férreo estrépito llegaba al cielo de bronce, a través del infecundo éter.
426
Los corceles de Aquiles lloraban, fuera del campo de la batalla, desde que supieron que su auriga había sido postrado en el polvo por Héctor, matador de hombres. Por más que Automedonte, hijo valiente de Diores, los aguijaba con el flexible látigo y les dirigía palabras, ya suaves, ya amenazadoras; ni querían volver atrás, a las naves y al vasto Helesponto, ni encaminarse hacia los aqueos que estaban peleando. Como la columna se mantiene firme sobre el túmulo de un varón difunto o de una matrona, tan inmóviles permanecían aquéllos con el magnífico carro. Inclinaban la cabeza al suelo, de sus párpados caían a tierra ardientes lágrimas con que lloraban la pérdida del auriga, y las lozanas crines estaban manchadas y caídas a ambos lados del yugo.
441
Al verlos llorar, el Cronión se compadeció de ellos, movió la cabeza, y, hablando consigo mismo, dijo:
443
«¡Ah, infelices! ¿Por qué os entregamos al rey Peleo, a un mortal, estando vosotros exentos de la vejez y de la muerte? ¿Acaso para que tuvieseis penas entre los míseros mortales? Porque no hay un ser más desgraciado que el hombre, entre cuantos respiran y se mueven sobre la tierra. Héctor Priámida no será llevado por vosotros en el labrado carro; no lo permitiré. ¿Por ventura no es bastante que se haya apoderado de las armas y se gloríe de esta manera? Daré fuerza a vuestras rodillas y a vuestro espíritu, para que llevéis salvo a Automedonte desde la batalla a las cóncavas naves; y concederé gloria a los troyanos, los cuales seguirán matando hasta que lleguen a las naves de muchos bancos, se ponga el sol y la sagrada obscuridad sobrevenga».
456
Así diciendo, infundió gran vigor a los caballos: sacudieron éstos el polvo de las crines y arrastraron velozmente el ligero carro hacia los troyanos y los aqueos. Automedonte, aunque afligido por la suerte de su compañero, quería combatir desde el carro, y con los corceles se echaba sobre los enemigos como el buitre sobre los ánsares; y con la misma facilidad huía del tumulto de los troyanos, que arremetía a la gran turba de ellos para seguirles el alcance. Pero no mataba hombres cuando se lanzaba a perseguir, porque, estando solo en el sagrado asiento, no le era posible acometer con la lanza y sujetar al mismo tiempo los veloces caballos. Viole al fin su compañero Alcimedonte, hijo de Laerces Hemónida; y, poniéndose detrás del carro, dijo a Automedonte: