Su paz, una paz basada en el hecho de que el mundo ignoraba su presencia, se había acabado.
Por otra parte, los tres cautivos conocían ahora su escondite, sabían cómo entrar y salir de él, y les bastaría con colocarse cualquier amanecer en la cima del acantilado, para impedirle subir a base simplemente de lanzarle piedras en cuanto lo intentara.
Maldijo a los ingleses, pero más aún se maldijo a sí mismo por haberse dejado sorprender con la inesperada llegada del navío.
Sabía desde siempre que su primera obligación era cerciorarse cada amanecer de que no se distinguía vela alguna en el horizonte, y había fallado en algo tan primordial y sencillo.
La noche antes se había quedado leyendo hasta muy tarde, y luego, en el momento de ir a dormir le apeteció hacer el amor pese a que
Niña Carmen
se negaba desde hacía más de una semana, alegando que podría afectar al niño.
Discutieron.
Al fin ella accedió, y eso pareció despertar su deseo, exigiendo más, con lo que concluyeron por dormirse, agotados, cerca ya del alba; un alba en la que, por aquella maldita mala suerte que siempre parecía perseguirle, el más rápido de los navíos de la Armada inglesa navegaba empujado por buen viento y una corriente favorable, en dirección al islote de Hood.
Por enésima vez se preguntó qué diablos le había hecho a los cielos para que estuviesen de nuevo en contra suya. El destino, la fatalidad, los dioses, o quienquiera que fuese el que repartiese la suerte o la desgracia, parecía complacerse en torturarle con especial inquina, como si se tratara de un experimento en el que intentaran averiguar hasta qué punto se podía martirizar a un hombre sin llegar a destruirlo.
Acuclillado frente a las cenizas de cuanto habían sido sus pertenencias, admitió que, sin duda, aquel destino, fatalidad, los dioses o quienquiera que fuese, habían sabido elegir bien a su víctima, pues él,
la Iguana Oberlus
, continuaría luchando, aunque le derribaran una y mil veces. Sin duda buscaron un espíritu indomable como el suyo para cargarle con todas las desgracias, y si se sintiera capaz de creer en la mitología griega que Ulises veneraba, se imaginaría a sus deidades sentadas en el Olimpo, observando, divertidas, su desigual lucha contra el mundo.
—¿Qué puede hacer un hombre al que sólo dotemos de tenacidad e inteligencia, privándole absolutamente de todo lo demás?
—Veamos.
Y allí estaba él,
la Iguana Oberlus
, puesto que ni siquiera un nombre decente le habían proporcionado, acurrucado sobre una piedra de un islote solitario, contemplando, impotente, la ruina del «imperio» que había sabido levantar.
Tenía que empezar de nuevo, sin reservas de agua, sin tierras de cultivo, sin frutales y casi sin galápagos ya que le sirvieran de alimento. Tenía que empezar de nuevo, con una mujer encerrada en una cueva a la espera de un hijo, tres cautivos que se habían vuelto peligrosos para su seguridad, y la constante amenaza de que llegaran otros barcos en su busca.
Tenía que empezar de nuevo.
Y empezó.
Cada tarde reunía a los cautivos encerrándolos en una de las cuevas de la cañada, unidos entre sí y a la pared de roca por la cadena que antaño utilizara
Niña Carmen
.
Pero le constaba que si una noche eran capaces de arrancarla entre los tres y liberarse, les bastaría con acudir a la cumbre del acantilado para acabar con él, por lo que tomó la costumbre de presentarse inesperadamente a las horas más intempestivas, a comprobar que no habían hecho intento alguno de evadirse…
La sentencia, dictada y advertida de antemano, resultaría inapelable: tortura y pena de muerte para los tres.
De día los obligó a trabajar aún a mayor ritmo, reconstruyendo ante todo los aljibes; y uno de los portugueses, Ferreira, que se mostró renuente, recibió treinta latigazos que lo dejaron postrado una semana, salvando la vida gracias a su fortaleza y a un deseo de continuar en este mundo, incomprensible en alguien que se hallaba en tan trágica y precaria situación.
La Iguana Oberlus
se había convertido en un hombre airado, presa de súbitos ataques de cólera, y a las pistolas y el machete había unido ahora un largo látigo que restallaba a la menor provocación sobre las espaldas de sus cautivos, sumiéndolos en un estado de continuo terror y desconcierto.
Consciente de que si cada navío que arribara a sus costas lo hacía prevenido contra su presencia y dispuesto a capturarle, su existencia, siempre encerrado en la cueva, se volvería un infierno; agotadas las reservas de galápagos, y sin agua ni víveres, la supervivencia se tornaría cada día más difícil y parecían haber quedado definitivamente atrás los días de paz y abundancia en los que no tenía más que sentarse en la cima del acantilado a vigilar con el catalejo a sus esclavos.
No había durado mucho su triunfo.
Los albatros gigantes no habían regresado aún de su tercera emigración desde que se proclamó «Rey de Hood», y todo parecía haber concluido ya. De sus riquezas, no quedaba más que el oro, que de nada le servía allí, y de todos sus cautivos no sobrevivían más que el noruego tonto y los dos portugueses.
Pero aun así, lucharía.
Luchar, trabajar, golpear y enfurecerse era lo único que le quedaba en este mundo, y a causa de ello se le advertía constantemente atacado por una febril actividad, que le impedía permanecer quieto un solo instante y le obligaba a caer rendido de cansancio por las noches.
Quemó los libros.
Lo hizo convencido de que le habían ablandado haciéndole perder horas de sueño y llenándole la cabeza de ideas estúpidas, y se juró en voz alta que jamás volvería a leer una sola línea, maldiciendo el día en que se le ocurrió aprender a hacerlo.
—Eso es ridículo… —le hizo notar
Niña Carmen
mientras le veía lanzar los volúmenes al fuego—. Lo malo no está en saber leer, sino en tragarse veinte veces
La Odisea
como tú has hecho… ¿Qué esperabas…? ¿Convertirte en Ulises…?
—¿Qué sabes tú de Ulises…?
—Lo que saben todos… que era un loco que se fue a una guerra que le importaba un rábano, dejando sola a una mujer maravillosa… ——sonrió divertida—. Lo malo es que ella no se largó con el primero que llamó a su puerta en lugar de pasarse años esperándole…
—¿Tú no le hubieras esperado…?
—Desde luego que no… —replicó ella con rapidez—. El hombre que se va a la guerra voluntariamente, no merece más que el olvido y la muerte… ¿Qué diablos le importaba a Ulises si Elena se acostaba o no con Paris…? ¿Por qué tenía Penélope que quedarse en casa, mientras su marido trataba de devolverle Elena a un viejo chocho…? Esa
Odisea
que tanto te gusta, no es más que una estúpida historia de hombres escrita por hombres que preferían matarse entre ellos que hacerle el amor a sus mujeres… —sonrió despectiva—. Ya cuenta que aquellos griegos eran todos medio afeminados…
Él la miró con asombro:
—¿Qué quieres decir…?
—Lo que he dicho… ¡Que se acostaban los unos con los otros, y por eso les gustaba tanto irse a la guerra juntos…!
La Iguana Oberlus
permaneció unos instantes en silencio, recordando, mientras observaba cómo el ejemplar de
El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha
se consumía por completo.
—En mi último barco sorprendieron a dos grumetes juntos… —dijo al fin—. Eran aún muy jóvenes, pero el capitán Harrison los mando amarrar, cara contra cara, y los colgó de la borda con las piernas en el agua hasta que se las comieron los tiburones… ¡Dios cómo gritaban…! —exclamó—. Uno murió esa noche, al otro le cauterizaron los muñones con un hierro al rojo y lo desembarcaron en Jamaica… —chasqueó la lengua—. El capitán aseguraba que un afeminado causaba más estragos en una tripulación que el escorbuto, porque en un ballenero, después de seis meses de navegación, hasta el más macho puede sucumbir a la tentación.
Le miró divertida:
—¿Tú nunca sucumbiste…?
Oberlus rió a su vez:
—¿Quién iba a tentarme a mí, con esta cara…? —cambió de tono—. No. Ni siquiera los afeminados quisieron nunca tener tratos conmigo… —hizo una pausa en la que revolvió con un palo las cenizas de los libros—. ¿Sabías que jamás llegué a hablar con nadie más de cinco minutos…? Nadie parecía tener nunca nada que decirme… —movió de un lado a otro la cabeza como si se negara a creer en su propio pasado—. Pedir algo más de cinco minutos de atención a lo largo de toda una vida, no es pedir mucho, pero, sin embargo, nunca me los concedieron.
—Para alguien que presume de que la humanidad no le importa una mierda, te autocompadeces demasiado… —señaló
Niña Carmen
—. ¿O es que te estás justificando…?
La miró con mal contenida rabia, o tal vez con desprecio.
—No. No necesito justificarme… —replicó—. Y menos ante ti, que no tienes justificación posible.
—¿Cómo puedes estar tan seguro…? ¿Qué sabes en realidad tú de mi vida…?
—Me basta con la forma en que te has comportado desde que estás aquí… —fue la respuesta—. Aquel día, cuando, después de todo lo que te había hecho, no fuiste capaz de disparar contra mí comprendí realmente cómo eres…
—No todos somos asesinos…
—Matarme en aquel momento no podía considerarse un asesinato… Era una obligación. Pero no lo hiciste porque te gustaba que yo, un ser repelente al que nadie se ha aproximado nunca por propia voluntad, te mantuviera esclavizada… ¿Quién si no te iba a dar por el culo o te iba a humillar de ese modo…? Te va a resultar difícil encontrar a alguien como yo si algún día consigues librarte de mí… Si lo consiguieras, si lograras escapar acabarías de puta en una taberna de puerto, acostándote con cualquiera a cambio de unas monedas que ofrecerle luego al chulo que te diera una paliza… Ese es tu espíritu… —concluyó—. Y más posibilidades tengo yo de cambiar de cara, que tú de cambiar de instintos.
Niña Carmen
acarició con ternura el abultado vientre que parecía ya a punto de reventar.
—Mi hijo me hará cambiar… —aseguró—. Será un hermoso niño, y tendré a quién dedicar mi vida… Cuando una mujer tiene un hijo olvida sus fantasías.
Él la observó largamente. Al fin negó:
—Tú no… A ti nadie te hará olvidar… Así naciste, y así morirás…
Los dolores comenzaron a media tarde, y gritó durante horas, sudando y retorciéndose, llorando, rezando e insultando al «maldito monstruo repelente que le había hecho concebir otro monstruo que pretendía matarla desde dentro».
La Iguana Oberlus
guardaba silencio, a la espera, procurando recordar las instrucciones que había recibido, y tratando de no pensar en el hecho de que había llegado la hora y muy pronto tendría que tomar la decisión más importante de su vida.
La criatura que iba a nacer era su hijo; lo único que podía considerar auténticamente suyo en esta vida, y el único recuerdo, también, que dejaría al mundo el día en que muriera, pero aun así, confiaba en tener valor para arrojarlo al precipicio, antes siquiera de que comenzara a llorar, si es que llegaba a la conclusión de que habían engendrado un nuevo Oberlus.
Había dedicado mucho tiempo a pensar en ello, e incluso hubo un momento —antes del incidente con el barco inglés— en que abrigó la esperanza de que tal vez el niño podría vivir en una isla donde no había espejos y donde nadie se atrevería a decirle nunca cómo era su rostro.
Sería «su hijo», su heredero, «Rey de Hood» y de todos sus esclavos y riquezas, educado por su padre en el convencimiento de que ellos dos tenían razón y eran perfectos, y como tenían también la fuerza, el resto de los humanos debían servirles y obedecerles.
Pero ya incluso ese sueño era imposible, y si nacía contrahecha, la criatura estaba condenada a seguir sus huellas, no como príncipe heredero de una isla, sino como la más aborrecida de las criaturas vivientes.
Recordó su niñez y comprendió que él, menos que nadie, tenía derecho a hacer pasar a un ser humano por un calvario semejante al que había padecido en aquellos años. La vida no era algo tan valioso como para tener que pagarla a tan alto precio, sobre todo cuando aún no se conocía y no se tenía, como él, rabia por vivirla y ansia de venganza.
El niño pasaría en un instante del caliente vientre de su madre a un tibio mar en el que se hundiría eternamente sin conciencia siquiera de que había llegado a respirar.
De la nada a la nada, ahorrándose al propio tiempo un larguísimo viaje a través del dolor para alcanzar, a la postre, el mismo punto.
¿Qué significado tenía aceptar de antemano un calvario tan amargo como el suyo, cuando se abrigaba el absoluto convencimiento de que no existía un más allá después de la muerte que compensara por tan terrible cúmulo de padecimientos?
Él, Oberlus,
la Iguana
, el hijo del Averno, la bestia hedionda de la que todos renegaban, «sabía» que no había Dios, ni Cielo, ni Infierno que justificasen una sola lágrima de su hijo, y por lo tanto él, Oberlus,
la Iguana
, se arrogaba el derecho a evitarle tan gratuitos sufrimientos.
Los gritos aumentaron.
Las lamparillas de aceite parecieron titilar con más fuerza.
El agua hirvió sobre el fuego que, en un rincón, contribuía a iluminar más fantasmagóricamente aún la estancia.
Niña Carmen
se aferró a los barrotes de la cama, y empujó con fuerza.
La Iguana Oberlus
permaneció a la espera, siempre en silencio.
Llegó el alba.
Nació el niño.
Niña Carmen
dejó de gritar y cerró los ojos exhausta.
La Iguana Oberlus
cortó el cordón umbilical, tomó a la criatura en brazos, y la envolvió en un paño limpio.
Luego, muy despacio, la aproximó a la luz y la estudió con detenimiento.
Niña Carmen
abrió los ojos y le miró ansiosa.
La Iguana Oberlus
se aproximó a la entrada de la cueva y arrojó al recién nacido al espacio, observando cómo iba a chocar, con un golpe seco, contra la superficie de un mar gris, acerado y tranquilo, sobre el que comenzaban a revolotear, con la primera claridad del día, rabihorcados, alcatraces, albatros y gaviotas.
—Yo quería verlo.
—No te hubiera gustado.
—Era mi hijo.
—Y mío también. Te advertí que lo haría, y lo hice… Sus problemas ya han acabado.