La Iguana (16 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras

BOOK: La Iguana
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Apenas lo había hecho, advirtió cómo una mano huesuda y poderosa, casi una garra, le aferraba del hombro y le empujaba hacia atrás, y tuvo el tiempo justo de distinguir el rostro demoníaco de un engendro surgido de los infiernos, antes de que un largo y afilado machete se le clavara en el estómago, atravesándole de parte a parte.

Con un estertor de agonía, Diego Ojeda se dobló sobre sí mismo al tiempo que
Niña Carmen
abría los ojos sorprendida al notar que había salido de ella, para descubrirle ensangrentado y moribundo, y descubrir, al propio tiempo, el terrorífico rostro de su asesino.

Quiso gritar, pero no llegó a hacerlo puesto que perdió el conocimiento.

La Iguana Oberlus
apartó a un lado al herido, se despojó de sus mugrientos calzones y por primera vez en su vida penetró en una mujer, poseyéndola con furia demencial contemplado aún por los ojos de un hombre al que se le escapaba la vida por segundos.

Fue una muy larga noche. La noche más larga de la historia de las islas, probablemente; noche en que murió un hombre y otro no se cansaba nunca de violar a una mujer inerme, que cuantas veces recuperó el sentido, otras tantas lo perdió de nuevo, horrorizada.

Tan sólo media hora antes del amanecer, Oberlus se puso en pie, maniató fuertemente a su nueva víctima, y trepó con agilidad a la cumbre del acantilado, donde dejó al descubierto sus cañones.

Los cargó a tope, colocó al alcance de la mano nuevas municiones, y aguardó, paciente, la primera claridad del alba.

La tripulación y los pasajeros aún dormían cuando un proyectil silbó sobre sus cabezas. El segundo penetró por el costado de estribor, muy cerca de proa, y el tercero y el cuarto convirtieron la frágil goleta en un montón de astillas humeantes.

Los indios andinos no sabían nadar y se hundieron en el acto con la nave, y aunque dos marineros trataron de ganar la costa a duras penas, los persiguió a cañonazos hasta despanzurrarlos a mitad de camino.

A los quince minutos, el silencio se había apoderado una vez más del islote y las miles de aves marinas comenzaron a regresar, temblando, a sus hogares.

Cuando
Niña Carmen
despertó, pasado el mediodía, descubrió que se encontraba tumbada sobre una tosca cama, desnuda, y sujeta por una larga cadena a un garfio clavado en el centro de una inmensa caverna de altas paredes y luz difusa.

Tardó mucho tiempo en tomar conciencia de la realidad, y a su memoria fueron regresando, con horror, escenas que, como entre sueños, tenía la sensación de haber vivido la noche antes. Era como una loca confusión de imágenes en las que se entremezclaban la expresión de angustia y el ceniciento rostro de Diego Ojeda en el momento de caer atravesado por el machete, con la expresión bestial, inhumana y terrorífica de una extraña criatura; una especie de demonio nacido de las más densas tinieblas.

Nada de aquello podía en lógica ser verdad, y aguardó, con los ojos abiertos, observando el techo, como si confiara en que la absurda pesadilla iba a esfumarse y pasaría a encontrarse nuevamente acostada en su litera de la goleta o en su casa de Quito.

Pero no fue así.

Insistente, el áspero y ennegrecido techo de la cueva se mantenía sobre su cabeza, frente a sus ojos, y los objetos se le aparecían cada vez más concretos bajo una suave luz que penetraba a través de pequeños agujeros de las paredes, mientras el agudo grito de cientos de gaviotas y rabihorcados llegaba, nítido, desde el exterior.

Estaba despierta. Viva y despierta, y cuanto había ocurrido, no era fruto de un sueño o de su imaginación enferma, sino la más angustiosa realidad.

Aquella criatura repugnante era de carne y hueso, había asesinado brutalmente al que estaba a punto de convertirse en su amante, y la había violado una y otra vez a lo largo de toda una noche indescriptible.

Y ahora la mantenía allí, encadenada, amarrada a un poste como un perro desnudo, esclavizada, «ella», que siempre había amado su libertad por encima de todas las cosas de este mundo.

Trató de erguirse, y un grito de dolor subió a sus labios. Era como fuego lo que sentía en las entrañas y al bajar los ojos descubrió que aún sangraba como si la violación hubiera tenido lugar con un objeto punzante. Las piernas se negaron luego a mantenerla en pie en el primer momento, y comprendió al instante que también había sido sodomizada e igualmente sangraba por el ano.

Se mordió los labios para no gritar nuevamente, o para no estallar en un llanto incontenible porque había llorado ya demasiado en su vida por culpa de sus propios errores, y no iba a seguir haciéndolo ahora cuando se consideraba inocente de esta nueva desgracia.

Se limpió como pudo, conteniendo la hemorragia con un trozo de sábana ya sucia de por sí de sangre seca, y buscó agua para lavarse.

La cadena, sujeta a la pierna por medio de un grillete que cerraba un perno, le permitía una amplia libertad para deslizarse por el interior de la caverna excepto en su punto más alejado, en el que distinguió tres grandes arcones y un rústico catre.

De las estalactitas goteaba un agua muy limpia que iba a depositarse en un ingenioso recipiente construido con grandes conchas de galápago intercomunicantes, de las que bebió, lavándose luego a conciencia, esforzándose por contener el dolor. Por último, tomó asiento de nuevo al borde de la cama y lo observó todo a su alrededor mientras meditaba en su habitación.

Quién era aquella «cosa», y de dónde había salido, no podía imaginarlo, pero resultaba claro que, por lo que recordaba de él, más semejaba una bestia o un demonio que un ser humano, pese a que su comportamiento, a juzgar por los objetos que le rodeaban, era, sin lugar a dudas, el de un hombre.

Varios libros se amontonaban en un rincón de la tosca mesa, en cuyo centro, y abierto, descansaba lo que podría considerarse un Diario. Lo tomó. Las dos terceras partes aparecían escritas en francés, idioma que apenas entendía, por lo que, a duras penas, dedujo que se trataba del relato de los viajes y experiencias personales de un marino. Más adelante, casi al final, la minúscula y cuidada caligrafía daba paso a una letra grande y tosca que contrastaba violentamente con la anterior.

La primera frase, en español, pero escrita con pésima ortografía de difícil interpretación, resultaba, sin embargo, significativa:

«Éste ha muerto y aquí acabó su historia. Murió porque se tropezó conmigo, yo, Oberlus, rey de Hood y de sus aguas, antes conocido por
la Iguana
…».

Evocó el rostro de sus pesadillas, y no le cupo duda de que, en efecto, su violador se asemejaba más a una iguana que a un auténtico ser humano. Aquél debía de ser por lo tanto Oberlus
rey de Hood
, y por lo que sabía del archipiélago, Hood era la más meridional de las islas, un islote tan minúsculo y aislado, que ni siquiera había entrado a formar parte de los planes de explotación de Diego Ojeda.

Cerró los ojos, dolida, al recordarle, y le asaltó, nítida, su expresión de sorpresa y agonía cuando comenzó a inclinarse con el cuerpo atravesado de parte a parte. Una vez más, su sino era atraer la desgracia sobre los seres que amaba, y era aquélla una maldición de la que jamás conseguiría liberarse, ya que estaba en ella misma y en su propia voluntad, sin depender de factores externos.

Durante cinco meses en Quito, una semana en Guayaquil y diez o doce días de navegación por las calmadas aguas del Pacífico, se había resistido a la idea de entregarse a Ojeda, pese a que deseaba hacerlo, le apetecía, y aun casi lo necesitaba. Podía, de igual modo, haber esperado una noche más, aguardando el arribo a una de las islas grandes en las que pensaban establecerse de forma definitiva, pero, sin embargo, sin saber por qué extraña razón, aquella vieja voz ronca y autoritaria parecía haberle gritado, al divisar la tranquila playa, que era allí, y en ningún otro lugar, donde debería hacer el amor con Ojeda la primera vez.

Allí, en el punto en que la bestia le estaría esperando.

No se había dado cuenta entonces de que era la misma voz que otra vez le había ordenado marcharse de viaje con el conde de Rioseco, o, mucho más atrás en el tiempo, hacer el amor con su primo Roberto.

Pero ahora sí, a solas en la cueva, reconocía el timbre de aquella voz, que no era, como ella había creído siempre, la voz que la empujaba hacia la libertad, sino la que había acabado por conducirla a concluir encadenada de aquel modo en el corazón del más desolado de los islotes, y en poder de la más repugnante criatura que hubiera existido nunca.

¿O se trataba tal vez de un castigo?

No le había bastado a los cielos, quizá, todo cuanto se había castigado a sí misma por haber menospreciado las oportunidades de ser feliz que se le concedieron, y decidían por tanto condenarla a una auténtica esclavitud, bien distinta desde luego a todas cuantas su estúpida fantasía había imaginado hasta el momento.

¿Pero qué culpa tenía Ojeda? ¿Por qué había tenido que pagar con su vida, al igual que Rodrigo o que Germán de Arriaga?

Cuatro muertes, pues le constaba que debía incluir también la de su anciano padre, eran demasiadas para que cayeran sobre su conciencia por el simple delito de haberse negado a pertenecer por completo a un hombre.

Desde que tenía apenas uso de razón,
Niña Carmen
se había acostumbrado a mirar a su alrededor, rebelándose contra la mansedumbre con que las demás mujeres —incluida su madre o su propia hermana— aceptaban convertirse en propiedad privada de sus esposos, sumisas y resignadas a un papel que no iba mucho más allá del de simples siervas de unos amos a menudo tiránicos, zafios, alcohólicos y brutales.

Su madre, una andaluza inteligente y delicada, había tenido que soportar, resignada, la altivez y el despotismo de don Álvaro, un marido inflexible al que bastó sin embargo la «deshonra» de su hija, para venirse abajo como lo que en realidad era: una burda estatuilla de arena y barro.

Ya antes de casarse, le asombró advertir cómo sus amigas temblaban a veces al hablar de sus esposos, y a una de sus primas —hermana de Roberto—, su ridículo novio le llamó la atención la noche de bodas porque advirtió que estaba comenzando a excitarse.

—¿Cómo te atreves? —le había gritado—. ¿Es esto propio de una mujer casta de noble familia española? Pareces una india.

—Deja entonces de moverte… —le había rogado ella con humildad—. No me es posible mantener mi castidad si te mueves de ese modo, arriba y abajo.

—Reza… —fue la respuesta que obtuvo del hidalgo extremeño—. Reza como es tu obligación, mientras yo me muevo con el fin de procrear un hijo, como es la mía.

Aquel energúmeno, al que siempre quiso que partiera un rayo y al que un rayo fulminó al cruzar los páramos del Cayambe, utilizaba a su prima como podía utilizar a su caballo, sus botas o la jarra en que bebía, y se permitía, además, hacerla callar en público, ridiculizándola, cuando era él, en verdad, el auténtico patán ignorante y bocazas que aguaba todas las reuniones.

Fueron quizás aquellas injusticias las que la marcaron en un tiempo, impidiéndole por lo tanto entregarse abiertamente, aun amando como había amado a Rodrigo de San Antonio, Germán de Arriaga, o incluso Diego Ojeda.

Y ahora se encontraba allí, sometida al fin a un hombre —¿era realmente un hombre aquel engendro?—, encadenada, ofendida, utilizada y humillada, como no lo estuvieran nunca su prima, su madre, ni ninguna otra mujer de este mundo.

¡Oberlus, rey de Hood!

Escuchó un rumor en el exterior, advirtió cómo una sombra deforme y encorvada se proyectaba sobre el suelo de tierra apisonada de la entrada, y tuvo que apretar los dientes para no gritar de espanto, cuando su silueta se recortó contra el deslumbrante hueco de la entrada.

El permaneció allí unos instantes, sin duda para acostumbrar sus ojos —«lo único decente que había puesto Dios sobre aquel rostro abominable» —a la penumbra y avanzó luego, cojeando levemente, para detenerse frente a ella y observarla con una mirada hiriente que parecía pretender hipnotizarla.

—¿Cómo te llamas…? —inquirió autoritario.

—Carmen… Carmen de Ibarra.

—Carmen de Ibarra… —repitió—. Bien… De ahora en adelante no tienes nombre. Eres la única mujer en esta isla, y por lo tanto lo necesitas… Y escucha, porque solamente digo las cosas una vez… —le advirtió—. Aquí mando yo, el que me obedece vive, el que no, muere, aunque la muerte no es el peor de los castigos que puedo aplicar… Cada vez que hagas algo que me enoje, te daré veinte latigazos, y si la ofensa es grave te cortaré un dedo de una mano —sonrió, y la mueca de su boca, de dientes putrefactos, le espantó aún más, si ello era posible, que su indescriptible fealdad—. Puedo ser muy cruel cuando me lo propongo… —continuó—. Hazme caso por tanto: limítate a mantener la casa limpia, prepararme buenas comidas, y abrir las piernas cuando yo lo ordene y te garantizo que vivirás en paz hasta que me canse de ti… ¿Has entendido?

Asintió en silencio, convencida de que hablaba completamente en serio, y
la Iguana Oberlus
comenzó a despojarse de los pantalones mientras ordenaba:

—En ese caso, túmbate en la cama y abre las piernas.

Anonadada, incapaz de emitir una sola palabra, muda de terror, indefensa y entregada como un pájaro frente a la mirada de una anaconda, Carmen de Ibarra se tumbó en la cama, cerró los ojos, abrió las piernas y lanzó un alarido de dolor cuando penetraron en ella, desgarrándola y destrozando su sexo en carne viva.

Luego, perdió de nuevo el sentido al sentir sobre su cuerpo el contacto viscoso y repelente de aquel ser deforme que buscaba, además, besarla ansiosamente en la boca.

16

Ya era todo un rey, dueño de una isla, una mujer, cinco hombres, dos cañones, un tesoro y un oculto palacio inaccesible.

Ya era todo un rey, cuando hacía poco más de un año, tal vez dos, que había decidido enfrentarse al mundo, y ese mundo había comenzado a pagarle sin rechistar, y generosamente, el tributo que exigía como compensación por sus sufrimientos anteriores.

Docenas de vidas, tres barcos, nueve o diez esclavos de los que aún conservaba la mitad, una mujer hermosa, libros, armas, dinero y mercancías… ¡Todo!, se le entregaba ahora con la misma facilidad con que antaño se le negó incluso la posibilidad de considerarse una persona, y se maldecía por su estupidez al no haber reclamado antes cuanto juzgaba que le pertenecía.

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