La Iguana (15 page)

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Authors: Alberto Vázquez-Figueroa

Tags: #Aventuras

BOOK: La Iguana
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—Eso no tiene sentido.

—Sí que lo tiene para mí… Y soy yo quien decide. Acabo de cumplir veintiún años, y no quiero que un día, a los sesenta quizá, me detenga a pensar en mi vida y descubra, demasiado tarde, que me limité a ser esclava dé un hombre y unos sentimientos. Nací libre, y pretendo continuar sintiéndome libre, pese a quien pese…

—¿Aunque a causa de ello pierdas cuanto amas…? —quiso saber él.

Asintió con firmeza:

—Aun así.

Fue la última frase que cruzaron en su vida. Rodrigo de San Antonio dio media vuelta, abandonó el amplio salón acristalado desde el que tantas veces había contemplado la puesta de sol sobre las laderas del Cotopaxi, y, ya en el exterior, se volvió a mirarla, en pie junto a su caballo, con la mano firmemente apretada sobre la culata de su pistola. Pero pareció comprender que no podía matar a quien tanto amaba, rompió a llorar, subió a la silla y se alejó para siempre de su casa.

Rodrigo de San Antonio vagó por Quito durante dos largos año como borracha sombra de sí mismo, se embarcó más tarde en una loca aventura amazónica a la búsqueda del fabuloso tesoro del general Rumiñahui, y murió, comido por los mosquitos y la malaria, a orillas del río Aguaruna, sin haber llegado a comprender aún en qué se había equivocado.

Por su parte, Carmen de Ibarra —aún seguía siendo
Niña Carmen
para algunos— regresó a casa de sus padres, se negó a dar cualquier clase de explicación sobre el fracaso de su matrimonio, ni aun a su hermana, viuda, con la que compartía las largas horas de soledad y silencio, y se negó, igualmente en redondo, a recibir las visitas de su ansioso y enamorado primo Roberto.

Al conocer la muerte de su esposo, se vistió de luto y asistió, impasible, a los funerales por su alma, pese a que su hermana comprobó, desconcertada, que pasó luego meses llorando silenciosamente en la soledad de su alcoba.

Su padre, el altivo y severo don Álvaro, se convirtió a partir de entonces en un ser desconcertado y mustio, encorvado y cabizbajo, que parecía vivir avergonzado ante el mundo por culpa de un delito cometido por su hija, y del que nadie sabía darle una auténtica explicación.

Año y medio más tarde, finalizado el luto por Rodrigo,
Niña Carmen
decidió emprender un largo viaje que le ayudara a olvidar, y embarcó en Guayaquil, con destino a Panamá para cruzar el istmo y seguir rumbo a España.

Allí, en un baile de la Corte, conoció a Germán de Arriaga, un maduro aventurero de dudosa moral y pasado algo turbio, del que se enamoró y al que se entregó en poco más de una semana.

De modo sorpresivo, y pese a su reconocida experiencia en asuntos de faldas y su fama de bribón en tal aspecto, el caballero de Arriaga perdió también la cabeza por la joven criolla, convirtiéndose muy pronto ambos en la pareja más desconcertante y al propio tiempo feliz de la capital del reino.

Afortunado en los negocios, dinámico y bien relacionado, Germán de Arriaga sentó cabeza, empezó a olvidar pasados devaneos que le impedían sacar un mejor provecho de sí mismo y concluyó por pronunciar una palabra que se había jurado que jamás escaparía de sus labios: matrimonio.

—Necesito pensarlo… —replicó
Niña Carmen
.

—¿Pensar qué…? —protestó él vehemente—. Nos llevamos bien tanto en la alcoba como fuera de ella, y puedo ofrecerte una vida cómoda y holgada… ¿Qué más se necesita si los dos somos libres…?

—Eso… Ser libres…

Germán de Arriaga no lo entendió en un principio, imaginó que no era más que una frase hecha o una cierta coquetería femenina al no querer rendirse al primer embate, y dejó pasar un cierto tiempo, seguro como estaba de los sentimientos de ambos.

Grande fue su sorpresa, por tanto, cuando, al regresar de un corto viaje de negocios, Carmen de Ibarra le comunicó con absoluto desparpajo y naturalidad:

—El conde de Rioseco me ha invitado a conocer su hacienda en Sevilla y he aceptado… Nos vamos mañana.

Pese a su larga experiencia con respecto a las mujeres, y un reconocido aplomo que le había permitido en una ocasión ganar una fortuna a los naipes, el caballero de Arriaga tuvo que tomar asiento, desconcertado, y sacudir por dos veces la cabeza antes de balbucear incrédulo:

—¿Cómo has dicho…?

—Que me voy a Sevilla con el conde de Rioseco.

—¡No hablas en serio…!

—Completamente en serio… Tengo preparado el equipaje y me recogerá al amanecer…

—Pero ¿por qué…?

—Porque me apetece…

—¿Qué quieres decir con eso de que te apetece…?

—Eso exactamente… Me apetece, y como soy libre de hacerlo, lo hago…

—Sin importarte lo que yo sienta o lo que yo piense…

—No tienes por qué pensar o sentir nada… El conde es un amigo, y voy con él porque me resulta ameno, interesante y divertido… —le observó con cierta sorpresa—. ¿Qué tiene de malo el viaje…?

—Que conozco al conde de Rioseco… —fue la respuesta—. Lo mismo se acuesta con la mujer de un amigo, que con su amigo, y su casa es famosa por las orgías que organiza…

—Lo sé —admitió ella—. Pero eso no quita para que su conversación me distraiga… Y te garantizo que no va a acostarse conmigo mientras yo no desee acostarme con él, lo que no es muy probable que ocurra… Como hombre no me atrae, puesto que estoy enamorada de ti…

La observó estupefacto.

—¿Enamorada de mí y te vas con otro…?

—Por eso mismo lo hago. Necesito sentirme libre para hacerlo, saber que no dependo de ti; que, pese a quererte, desearte constantemente y necesitar que me hagas el amor a todas horas, continúo siendo dueña de mí misma y si me apetece hacer algo, lo hago.

—¿Aunque eso me hiera…?

—Aun así…

—No consigo entenderte…

—Nunca te he pedido que me entiendas… —dijo—. Tan sólo que aceptes cómo soy… —le miró largamente, con aquella mirada suya, oscura, profunda y misteriosa—. Y ahora, lo que deseo es que me tomes en brazos, me lleves a la alcoba y me hagas el amor como tú sabes…

—No podré sabiendo que mañana te vas con otro.

—Sí podrás… Estoy segura. —Hizo una pausa—. Pero quiero que tengas bien presente, que el que te desee no me hace cambiar de idea. Mañana iré a Sevilla.

Hicieron el amor. Como nunca antes lo habían hecho, apasionada y casi desesperadamente, y ella repitió una y otra vez que le amaba, que era suya, y que nada podía existir más portentoso que vivir aquellos momentos.

Se durmieron satisfechos y agotados, pero a media mañana, al despertar, Germán de Arriaga descubrió, estupefacto, que en efecto,
Niña Carmen
se había marchado al amanecer.

Otro hombre con menos aplomo o experiencia tal vez hubiera acabado suicidándose, ya que vivió los días más exasperantes, vacíos y dolorosos de su vida pese a que trató de buscar, en sus antiguas amantes, consuelo a sus desdichas. Fue como un sueño o una amarga pesadilla de la que renació al fin un mes más tarde, seguro de sí mismo, y decidido a olvidar por completo a la criolla.

Pero la criolla volvió a buscarle, le dijo que le amaba y le necesitaba; le aseguró que nada había ocurrido entre ella y el conde de Rioseco, y que estaba decidida a aceptar su proposición de matrimonio si aún la mantenía en pie.

Todo volvió a su cauce, y todo fue nuevamente hermoso y apasionado, olvidados los pasados nubarrones, hasta que quince días antes de la boda, ella anunció, inesperadamente, que el conde la había invitado a un nuevo viaje y se marchaba.

El caballero de Arriaga nada dijo. Mandó enganchar su carruaje, y emprendió un largo periplo por Europa, para ir a morir en Florencia, al verano siguiente, víctima de la peste.

Carmen de Ibarra —casi nadie la llamaba ya
Niña Carmen
— aguardó su regreso durante un año, pero al conocer la noticia de su muerte, se vistió nuevamente de luto y emprendió el regreso a Quito, donde se encerró en su casa a recordar al hombre que había amado, y a contemplar, impotente, la lenta agonía de su destruido padre, que se consumía, de tristeza y vergüenza, incapaz de reaccionar, arruinado y solo.

A veces, Carmen de Ibarra se preguntaba a sí misma si aquellas desesperadas ansias de escapar de todo y sentirse libre la compensaban por lo que sufría luego y hacía sufrir a los demás pero nunca encontró respuesta satisfactoria a tal pregunta.

Ni siquiera ella misma comprendía las razones de su rebeldía y del loco impulso incontrolable que la desquiciaba, cubriendo su mente con una especie de oscuro velo impenetrable a toda luz o todo razonamiento. Cuantas veces alcanzaba la felicidad, la rechazaba, y aunque más tarde se odiara por ello, no podía frenar su desbocada carrera hacia la autodestrucción, cuando aquella voz ronca y profunda gritaba en su interior ordenándole romper con todo y emprender una insensata huida hacia la libertad.

A solas en el abandonado jardín —su hermana se había vuelto a casar y vivía ahora en Latacunga—, pasaba revista una vez mas a sus recuerdos, evocando los rostros de los hombres que había amado, y retrocediendo a los días felices en la hacienda del Cotopaxi, o el hermoso viaje que hiciera con Germán de Arriaga a Aranjuez en primavera, cuando buscaban la escondida capilla en la que deseaban casarse.

Toda aquella dicha había quedado definitivamente atrás y lo sabía, pero aún no era capaz de explicarse, ella misma, por qué.

Casi un año después murió su padre, y durante el funeral conoció a Diego Ojeda, que le impresionó por su porte, y porque le recordaba de modo casi obsesivo, a su esposo, Rodrigo de San Antonio.

Por su parte, Diego Ojeda se enamoró de Carmen de Ibarra nada más verla, y lo que le enamoró fue su ahora delgadísima silueta, su triste mirada, y sobre todo, aquel aire de desamparo del que ni siquiera ella era consciente, pero que atraía aún más a los hombres.

Acudió a visitarla a menudo, pese a la oposición de su rígida familia, convencida de que aquella mujer traía la desgracia sobre los hombres que se le aproximaban, y deseosa de mantener las apariencias, ya que Diego Ojeda era casado aunque llevaba años separado de su esposa.

En una de aquellas visitas, habló del viaje que acababa de realizar al archipiélago de Las Encantadas, y a la intención que tenía de establecerse en él, fundando en la isla de Idefatigable, una factoría para la explotación del valioso aceite de tortuga.

—En las Galápagos fundaré un imperio para ti si vienes conmigo… —concluyó—. Allí viviremos en paz, lejos del mundo, tú y yo solos.

—¿Solos…?

—Me llevaré unas cuantas familias de indios otavaleños. Sé que puedo contar con ellos, y son fieles, honrados y trabajadores… Esas islas son el paraíso, y están ahí, esperando a que alguien decida hacerlas suyas…

—Lo pensaré… —prometió Carmen.

Y cumplió su promesa pensando en ello largo tiempo, haciéndose a la idea de que su vida en el archipiélago sería como un regresar a sus años en la hacienda del Cotopaxi.

Diego Ojeda era un hombre dulce, culto, atractivo y al parecer terriblemente sensual, y carecía del espíritu infantil y un tanto posesivo de Rodrigo o de la personalidad absorbente que le agobiaba en Arriaga. Era lo que Carmen de Ibarra necesitaba para rehacer su vida ahora que su padre había muerto y su madre se había ido a vivir también a Latacunga. No tenía por tanto a quién dar cuentas de sus actos, y la aventura de las Galápagos se le antojó como la más apetecible y lógica, dada su situación.

Acabó por tanto por aceptar la invitación, y dos meses más tarde embarcaron en el puerto de Guayaquil, en una grácil y elegante goleta blanca, la
Ilusión
, en compañía de un primer contingente de quince indios otavaleños, un taciturno capitán y seis miembros de la tripulación.

Hasta aquel momento, Diego Ojeda, caballeroso siempre, no se había decidido ni a tocarle una mano. La deseaba ardientemente, pero deseaba también que fuera ella quien decidiera el día y la hora en que quería entregársele…

Fue aquélla una inolvidable travesía pese a la penuria de espacio, cargados hasta las bordas como iban de todo cuanto necesitarían luego en las islas, con un mar en calma, como era costumbre en aquellas latitudes y casi nulo viento, empujados mas que nada por la suave corriente que llegaba desde las costas del Perú.

Esa misma corriente les desvió unos grados hacia el sur, apartándolos de la ruta prevista, pero, a mediados de la segunda semana, el vigía avistó tierra, y ante ellos comenzó a destacarse cada vez más nítido, un islote árido, rocoso y solitario, refugio de Iguanas, locas, alcatraces y albatros gigantes, que se elevaba con suavidad, desde las tranquilas playas y la ensenada del norte, a los agrestes acantilados cortados a cuchillo de su límite sur.

Mientras costeaban, muy cerca de tierra, una hora antes de oscurecer, a punto ya de que el capitán ordenara arriar las velas y lanzar el ancla,
Niña Carmen
, acodada en la borda junto a Ojeda, señaló una escondida playa de blanca arena y comentó:

—Me apetece darme un baño en esa playa, y que me hagas el amor, a la luz de una hoguera.

La Iguana Oberlus
vio llegar a la goleta, encerró a sus hombres, tomó sus armas y desde el bosquecillo de cactus espió a la tripulación que botaba una lancha al agua, y a la pareja que saltaba a esa lancha, y se aproximaba, remando sin prisas, al desembarcadero.

Los siguió, casi reptando, como un tigre al acecho, hasta la diminuta playa del fondo, y observó cómo ella se desnudaba con tranquila parsimonia mientras caía la noche, para introducirse luego en el agua limpia y tibia.

El hombre se ocupó mientras tanto en encender una gran hoguera con ramas secas, extendió una manta sobre la arena, se desnudó a su vez para introducirse en el mar tan sólo unos instantes, y aguardó por último, ya cerrada la noche, a que ella viniera a su encuentro.

Con el negrísimo cabello empapado cayéndole por la espalda, la cobriza piel húmeda reflejando las llamas, y los inmensos ojos oscuros brillando de deseo, tanto a Diego Ojeda, como al hombre que acechaba desde las tinieblas, se le antojó que la visión de
Niña Carmen
en aquel momento era la más portentosa e increíble que imaginarse cupiera.

Se tumbó en la manta, inclinó la cabeza y sonrió a Diego Ojeda, que comenzó a acariciarla tembloroso, maravillado sin duda por el hecho de que aquella criatura irreal y casi divina fuera a ser suya.

Se inclinó luego a besarla, en un beso largo, dulce y tibio, a la vez tímido y apasionado que ella devolvió con amor, y por último, con toda la fuerza y la delicadeza de que se sintió capaz, comenzó a penetrarla.

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