Sin embargo, fue Pío XI al que la iglesia católica le debe la nueva encíclica social Quadragestmo anno (1931). Retomando la
Rerum novarum
, afirmaba la necesidad de reformas mediante la aplicación del principio de subsidianedad, es decir, que las decisiones deben tomarse en el nivel más bajo posible, pero al mismo tiempo desarrollaba el principal valor premoderno de un «orden basado en la distinción de clase». Este es el papa al que la iglesia católica debe la solución de la «cuestión romana» Enfrentado al duce fascista Benito Mussolini, tras casi sesenta años convirtió el
non possumus
, que había evitado que los papas abandonaran el Vaticano, reconociendo la nueva situación, en un
possumus
, «podemos» En los tratados de Letrán de 1929 el papa fue reconocido por el estado Italiano como soberano del estado pontificio y compensó las futuras pérdidas de derechos con una gigantesca suma de dinero.
Con el fin de salvaguardar la posición de la iglesia católica en los países afectados por el turbulento período de entreguerras y al mismo tiempo para establecer el sistema eclesial centralista, el Vaticano firmó vanos concordatos, entre otros con los regímenes fascistas de España y Portugal, una empresa dudosa. El
Reichskonkordat
que el secretario de estado Pacelli negoció con la Alemania de Hitler se demostró fatal; un respaldo a Hitler sin precedentes en aquella época. Ciertamente, el mismo Pío XI era un enemigo decidido de los nazis y se negó a recibir a Hitler en el Vaticano. Condenó la doctrina nacionalsocialista, su política y la violación del concordato en su encíclica, escrita en lengua alemana,
Mit brennender Sorge
(Con ardiente preocupación) de 1937. Una encíclica contra el racismo y el antisemitismo estaba también en preparación, pero Pío XI murió pocos meses después del estallido de la Segunda Guerra Mundial. Su sucesor fue el mismo secretarlo de estado, Eugenio Pacelli, que logró negociar un concordato aparentemente juicioso con Hitler. La encíclica contra el racismo y el antisemitismo quedó archivada. Debo subrayar algo más acerca de este papa, Pío XII, que todavía hoy en día es motivo de vigorosas controversias.
Que en su confesión de culpabilidad de 2000 Juan Pablo II todavía guardara silencio sobre los errores de sus antecesores papales está sin duda relacionado con la demanda papal de la «infalibilidad», aunque, como hemos visto, tales predecesores tienen la mayor parte de culpa en el cisma entre oriente y occidente y la Reforma, las cruzadas y la Inquisición, las persecuciones de los herejes y la quema de brujas. Lo que resulta más incomprensible de todo es su falta de mención al silencio de Pío XII sobre el holocausto. A pesar de todas sus lamentaciones sobre la persecución de los judíos y el antisemitismo «a manos de los cristianos de toda época y lugar», ni siquiera ante el memorial del holocausto Yad Vashem en marzo de 2000 dijo una sola palabra sobre la iglesia como institución, el Vaticano o Pío XII Antes bien, deseaba beatificar a este papa al igual que a su predecesor, Pío IX, quien tomó aberrantes medidas contra los judíos, restringió sus libertades y en 1850 llegó a ordenar la reconstrucción de los muros del gueto judío de Roma, y en 1858 en Bolonia permitió que el chiquillo de seis años Edgaro Mortara fuera separado de sus padres por la policía papal porque había recibido el bautismo católico en secreto por iniciativa de una criada cuando estaba enfermo El niño fue secuestrado y llevado a Roma, y a pesar de las protestas a nivel mundial (incluidas la intervención de Napoleón III y del emperador Francisco José) se le dio inexorablemente una educación católica. De hecho, se ordenó sacerdote años más tarde. Solo tras la invasión de los ejércitos italianos de liberación fueron derribados finalmente los muros del gueto romano, pero a la desaparición del gueto judío le siguió la formación del gueto papal.
Una y otra vez se ha preguntado por qué el hierocrático Pío XII (1939-1958) -el último representante indiscutible del paradigma medieval de la Contrarreforma y el antimodernismo, quien tras la Segunda Guerra Mundial (en 1950) siguió esforzándose en continuar en la línea de Pío IX con la definición de un segundo dogma mariano «infalible» (la asunción física de María a los cielos), proscribió a los sacerdotes trabajadores franceses y despidió a los teólogos más importantes de su tiempo— se resistió desde el principio a una condena pública del nacionalsocialismo y el antisemitismo.
Para comprender esta actitud uno debe ser consciente de que las acciones de este diplomático de la iglesia expresamente germanófilo, desprovisto de experiencia pastoral, que pensaba sobre todo en término legales y diplomáticos más que en la teología a la luz del Evangelio, se ciñen a la curia y a la institución en lugar de actuar de modo pastoral sobre hombres y mujeres. Desde la conmoción que experimentó Pacelli cuando era un joven nuncio en Munich, cuando fue testigo de la «república soviética» de 1918, obsesionado por el temor al contacto físico y el temor al comunismo, su actitud ha sido profundamente autoritaria y antidemocrática («El catolicismo del Führer»). Así estuvo casi predispuesto a una alianza anticomunista pragmática con el nazismo totalitario (aunque también con los regímenes fascistas de Italia, España y Portugal). Este diplomático profesional, cuyas buenas intenciones no se pueden negar, siempre estuvo preocupado por la libertad y el poder de la iglesia como institución (la curia, la jerarquía, las corporaciones, las escuelas, las asociaciones, las cartas pastorales, la libre práctica de la religión): los «derechos humanos» y la «democracia» continuaron siéndole extraños toda su vida.
En cuanto a los judíos, a Pacelli, como romano, Roma y siempre Roma era la nueva Sión, el centro de la iglesia y del mundo. Nunca mostró simpatía personal por los judíos; antes bien, los consideraba responsables de la muerte de Dios. Como representante triunfalista de la ideología romana, veía a Cristo como romano y a Jerusalén superada por Roma. Así pues, desde el principio, y al igual que toda la curia romana, estaba en contra de la fundación de un estado judío en Palestina.
El nacionalsocialismo y el judaísmo representaban para este monarca de la iglesia, que impresionaba al mundo entero, un conflicto de conciencia. Pero no debe olvidarse que en 1931 Pacelli presionó al canciller católico alemán Brüning para que se formara una coalición con los nacionalsocialistas, y rompió con Brüning cuando este se negó. Más aún, el 20 de julio de 1933 Pacelli firmó ese nocivo
Reichskonkordat
con el régimen nazi: este fue el primer tratado internacional con el Führer, que hacía unos meses que había llegado al poder, y otorgó a Hitler el reconocimiento de su política exterior; en la política interior integró a los católicos y a su episcopado y clero rebelde en el sistema nazi. Como algunos otros miembros de la curia, Pacelli advertía la afinidad entre su propia concepción autoritaria, es decir, antiprotestante, antiliberal, antisocialista y antimoderna del estado y la concepción autoritaria nazi y fascista del mismo: aquí se equiparaba la «unidad», el «orden», la «disciplina» y el «principio del Führer» a nivel del estado natural a lo que se deseaba a un nivel sobrenatural en la iglesia.
En cualquier caso, sobrestimando excesivamente la importancia de la diplomacia y de los concordatos, Pacelli tenía fundamentalmente dos objetivos políticos: la victoria sobre el comunismo y la victoria en la preservación de la institución eclesiástica. La desgraciada cuestión de los judíos le parecía una cuestión sin importancia. Ciertamente, a diferencia de muchos en occidente, no tenía mal concepto de Stalin. Y ciertamente como papa, especialmente hacia el final de la guerra, trabajó duramente mediante acciones diplomáticas y ayudas caritativas a la salvación de judíos tanto en grupo como individualmente, especialmente en Italia y Roma. En dos alocuciones de 1942 y 1943 lamentó brevemente, y en términos abstractos y generales, el destino del «pueblo desafortunado» que había sido perseguido por su raza. Pero este papa nunca utilizó la palabra «judío» en público, del mismo modo que la encíclica antinazi
Mit brennender Sorge
de 1937, de la que fue en parte responsable, tampoco mencionaba las palabras «judío» o raza. Y así como Pacelli no protestó contra las leyes raciales de Nuremberg (1935) ni contra el pogromo de la
Kristallnacht
(1938), tampoco protestó contra el ataque italiano a Etiopía y Albania (el Viernes Santo de 1939) y, finalmente, no protestó contra el inicio de la Segunda Guerra Mundial por parte de los nazis con la invasión de Polonia el 1 de septiembre de 1939.
¿Habrían sido sus protestas inútiles? Konrad Adenauer, quien más tarde se convertiría en canciller, pensaba de un modo completamente diferente. La protesta pública de un solo obispo alemán (Galen de Munster en 1941) contra el monstruoso «programa de eutanasia» de Hitler ya había demostrado (aunque la conferencia episcopal guardó silencio al respecto) tener un amplio efecto en la opinión pública, y los obispos luteranos de Dinamarca tuvieron gran éxito en su apoyo público a los judíos. Pero Pío XII dejó a los obispos católicos de Holanda, que habían apoyado también a los judíos, en la estacada. Este hombre, que hablaba de cualquier tema posible en miles de alocuciones, evitó pronunciarse públicamente contra el antisemitismo, e incluso se negó a cancelar el concordato que los nazis habían desdeñado constantemente desde el principio. El hombre que después de la guerra excomulgaría a todos los miembros del partido comunista en el mundo debido a la situación política en Italia no pensó ni por un instante en excomulgar a los «católicos» Hitler, Himmler, Goebbels y Bormann (Gormg, Eichmann y otros eran normalmente protestantes). Pío guardó silencio sobre los evidentes crímenes de guerra alemanes en toda Europa; aunque desde 1942 estaba extremadamente bien informado por el nuncio en Berna y por los capellanes del ejército italiano en Rusia, y aunque fue incluso reprendido por ello por su confidente la hermana Pasqualina, guardó silencio sobre el holocausto, el mayor genocidio de todos los tiempos.
El silencio sobre el holocausto fue más que un error político; fue un error moral. Representó el rechazo a realizar protestas morales independientemente de su oportunidad política; más aún, constituía un acto de desidia por parte de un cristiano que creía merecer el título (aunque esta ha sido la costumbre desde la Edad Media) de «representante [no solo de Pedro] de Cristo» y que escondió sus errores después de la guerra, reprimió la disidencia en el seno del catolicismo con medidas autoritarias y hasta el día de su muerte rechazó el reconocimiento diplomático del joven estado de Israel. El subtítulo de la obra teatral de Rolf Hochhuth sobre Pío XII,
El representante
, «Una tragedia cristiana», no resulta inapropiado.
Pero beatificar a Pío XII, al igual que beatificar a Pío IX —el enemigo de los judíos, los protestantes, los derechos del hombre, la libertad religiosa, la cultura moderna—, hubiera sido una farsa del Vaticano y una negación de las confesiones más recientes de culpabilidad por parte del papa. «No, no es un santo —nos decía en el Collegium Germanicum su leal secretario personal, el padre Robert Leiber, aún en vida del papa—. No, no es un santo, pero es un hombre de la iglesia.» «Pero ¿qué se esconde detrás de los deseos de un papa de canonizar a otros papas? —se preguntaba la revista internacional
Concilium
en un informe publicado en julio de 2000-. ¿Se trata de una campaña dirigida a afianzar la autoridad papal o debe entenderse como un intento de rebajar el importante acto de reconocimiento de la santidad para salvaguardar los fines ideológicos?»
Debemos a otro papa que la situación del papado con respecto al judaísmo no sea tan lamentable. Este papa es Angelo Giuseppe Roncalli, elegido sucesor de Pío el 28 de octubre de 1958 como Juan XXIII. Considerado a sus setenta y siete años como un «papa de transición», se convirtió en realidad en el papa de una transición revolucionaria que liberó a la iglesia católica de su rigidez interna.
Fue Juan XXIII (1958-1963), y no otro, el que en un pontificado de cinco años escasos abrió las puertas a una nueva era en la historia de la iglesia católica. Frente a la resistencia de la curia, dotado de considerable educación histórica y experiencia pastoral, abrió para la iglesia, imbuida de la Contrarreforma medieval y el paradigma antimoderno, el camino a la renovación (
aggiornamento
), a la proclamación del Evangelio adecuándose a los tiempos; a un entendimiento con las otras iglesias cristianas, con el judaísmo y las restantes religiones del mundo; a los contactos con los estados del este; a la justicia social internacional (la encíclica
Mater et magistra
, 1961); a la apertura al mundo moderno y a la defensa de los derechos humanos (la encíclica
Pacem in tenis
, 1963). A través de su comportamiento colegiado reforzó el papel de los obispos. En todo esto, el papa Juan mostró una nueva concepción pastoral del ministerio papal.
La nueva actitud de Roncalli hacia el judaísmo, que se hallaba en completo contraste con la de Pacelli, también debe calificarse de histórica. Durante la Segunda Guerra Mundial, y como delegado apostólico en Turquía, había salvado la vida de miles de judíos de Rumania y Bulgaria, especialmente niños (mediante la emisión de certificados de bautismo en blanco). Elegido papa en 1958, al año siguiente hizo algo que su predecesor siempre había rechazado: en las intercesiones de la liturgia del Viernes Santo eliminó la frase «los traidores judíos» en una plegaria tradicional (
pro perfidis Judaeis
) a favor de unas intercesiones que resultaran finalmente respetuosas con los judíos. Por primera vez recibió a un grupo de más de cien judíos americanos y los saludó con las palabras bíblicas de José en Egipto: «¡Soy José, vuestro hermano!» Y cierto día ordenó espontáneamente que su coche se detuviera ante la sinagoga de Roma para poder bendecir a los judíos que estaban saliendo en ese momento. La noche anterior a la muerte de este papa, el rabino jefe de Roma acudió acompañado de numerosos judíos dispuesto a orar con los católicos.
Pero el acto históricamente más importante de Juan XXIII fue la convocatoria del concilio Vaticano II el 25 de enero de 1959, que sorprendió a todo el mundo. Inauguró solemnemente el concilio el 1 de octubre de 1962. Este corrigió a Pío XII —aparte de en su encíclica, pionera, sobre la exégesis bíblica católica (
Divino afflante Spiritu
, 1943)— en casi todos los puntos decisivos: reforma de la liturgia, ecumenismo, anticomunismo, libertad religiosa, el «mundo moderno» y sobre todo la actitud ante el judaísmo. Alentados por el nuevo papa, por fin los obispos mostraban de nuevo mayor confianza en sí mismos y sentían que eran un colegio dotado de su propia autoridad «apostólica».