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Authors: Daniel Glattauer

Tags: #Humor, romántico

La huella de un beso (16 page)

BOOK: La huella de un beso
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15 de diciembre

El sábado Katrin se sorprendió a sí misma dejándose llevar por la corriente; la insoportable mezquindad de la época prenavideña había conseguido despertar sus respetos. A las nueve de la mañana sonó el despertador. A las nueve y cinco se levantó, se duchó (estuvo bajo la ducha mucho más de lo necesario), se pasó la seda dental para arrastrar los últimos (e inapreciables) restos de aquel asqueroso pastel de grosellas y escupió varias veces con fuerza contra el lavabo. Después, meditó durante tres segundos si aquel día era apropiado para hacer las compras navideñas. No lo era.

Fuera, por puro aburrimiento meteorológico y resignación climática, caían unos cinco copos de nieve por minuto. Katrin se puso la ropa interior de lana más fea que encontró sin ponerse a buscar. Para ir a juego se enfundaría unos pantalones acolchados grises que tenían mil años y el jersey azul cielo que le colgaba por todas partes, el que había apartado para llevar a los servicios sociales de la estación. Se retiró el pelo de la cara con gel y se quitó el pintalabios. Tal y como estaba de ánimos, el maquillaje le parecía demasiado femenino. Con las botas de monte color vino le iba a poner el toque final a su estilismo. Tenía el aspecto que tiene una mujer que no quiere gustarles a los hombres. Así era como se sentía y así mismo se fue a la cafetería a desayunar. Se comió unos panecillos bien untados, con huevo duro, se tomó un chocolate caliente sorbiendo para hacer ruido, e hizo su liquidación final con los hombres. Para ello empezó a tomar notas. Quería tener algo en la mano que probara que no tenía sentido alimentar la esperanza, porque alguna vez podría entrar alguien en su vida que no saliera enseguida o a quien no tuviera que echar al instante, y quería recordar:

1. Hay guapos y feos. Los guapos o son unos calentorros, o tan interesantes como la guía telefónica o unos cabrones confesos. Los feos son unos cabrones no confesos.

2. El 10% de los hombres tiene interés en una mujer y de ella sólo quiere sexo. El 90% restante tiene interés en varias mujeres y sólo quiere sexo.

3. Al 80% de los hombres no le interesa ninguna mujer. Del 20% restante, a un 18% le gustan todas las mujeres que están buenas; sólo a un 2% de los hombres le gusta una mujer determinada. De ellos, a un 1,8% le interesa esa mujer concreta porque no puede conseguirla, un 0,1999% va detrás de una mujer a la que quiere recuperar y sólo un 0,0001% tiene interés en una mujer a la que ya ha conseguido. De ellos, el 0,0000999% quiere a esa mujer para tener un hijo o para recuperar a la madre del que tienen. Queda un 0,0000001%. Son los que tienen interés en una mujer a largo plazo, «para toda la vida», sin perseguir otro objetivo. El mismo porcentaje que el margen de error de la estadística.

4. Hay hombres interesantes y no interesantes. Los interesantes ya están dados (o hacen como si lo estuvieran y les va bien así) o viven retirados o en el extranjero. O aparecen de repente y entonces se descubre que no son tan interesantes. O resulta que mantienen una relación sexual sin complicaciones con otra mujer.

5. Primera conclusión: la segunda opción más inteligente es conquistar a un hombre feo y no interesante al que, además, no le interese ninguna mujer en concreto. Ésos están hasta debajo de las piedras, son intercambiables y duran lo que prometen. Si una quiere, puede conservarlo durante toda la vida.

6. Segunda conclusión: lo más inteligente es renunciar a los hombres y mandarlos a freír espárragos en cuanto se perciba el más mínimo interés. Hacerse lesbiana por eso es una reacción infantil y una honra demasiado grande para el sexo masculino.

Katrin salió del café convertida en una militante feminista radical; por suerte no llevaba una motosierra en la mano. De vuelta a casa, su forma de pensar cambió un poco y le escribió un e-mail a Max. Lo empezó con las siguientes palabras: «Espero que hayas tenido una tarde relajante, reposada y satisfactoria». Borró la frase… y al instante volvió a escribirla. (Tampoco era tan mala). Continuó: «Si mañana te apetece pasar un domingo tranquilo y entregarte a tu relación sexual sin complicaciones, me puedes traer a
Kurt
. De todas formas creo que sale demasiado poco. Además, ¿por qué tiene que ser el perro continuamente testigo de la misma escena? Un saludo, Katrin». Borró la parte referida a la relación sexual y la pregunta del final… y no volvió a escribirla.

Después lo llamó por teléfono. Sólo quería hacerle saber que le había mandado un mensaje, y aprovecharía la ocasión para preguntarle si tenía algún plan para esa noche. Si no había quedado, le diría: «¡Qué pena! Yo he quedado para salir con unos amigos. Igual otro día…». Si le decía que ya tenía planes, le iba a pedir que se los contara. No, no lo haría. Bueno, sí, sí lo haría.

Y si le decía que esperaba visita y si sonaba, aunque fuera veladamente, a que la visita iba a ser de carácter sexual no problemático, tendría que comunicarle una cosa que le resultaba «por desgracia un tanto desagradable»: «Querido Max. No puedo quedarme a
Kurt
estas Navidades. Se me ha presentado un inconveniente, un viejo amigo de Estados Unidos, mi gran amor de juventud. Ha aparecido de repente y se va a quedar todas las Navidades en mi casa. Y claro, no queremos que nos ande molestando un perro, que tenemos que ponernos al día. Espero que lo entiendas». Pensaba decirle algo así. Y a continuación añadiría: «Pero a lo mejor puede quedarse con tu perro esa mujer sin complicaciones de tipo sexual de la que me hablaste. ¿O sería perjudicial para vuestra relación sexual no problemática? Espero que no». Eso le diría.

Pero por desgracia no llegaron a hablar. Max no descolgó el teléfono. Parecía saber que era mucho más inteligente no estar en casa. Katrin le dejó un mensaje en el contestador: «Hola, soy Katrin. Te he enviado un mail. Que tengas una buena tarde». Después se cabreó. Aquellas palabras habían sido de un servilismo y una inocuidad sin precedentes.

Por la tarde Katrin iba a casa de Franziska «No-sin-mis-hijas» Huber. Franziska pesaba ciento diez kilos, de los cuales treinta correspondían a los dos bultos de quince que llevaba colgando del pecho a pesar de que, sorprendentemente, ya no mamaban: Leni y Pipa. Franziska era la mejor amiga de Katrin. Su amistad era tan buena que había superado tres años sin dar frutos (o tres años muy fructíferos; según desde qué punto de vista se observaran). Ése era el tiempo que llevaban bajo los efectos del shock provocado por el nacimiento de las gemelas.

En un principio habían hablado de ir al cine. Pero no pudo ser; por Leni y Pipa. Ya nunca podía ser nada; por Leni y Pipa. Y cuando parecía que iban a poder hacer algo, entonces no podía ser; por Leni y Pipa. Eric se habría quedado solo en casa con las niñas, pero en el último segundo (literal) había tenido que incorporarse al trabajo para formar a un estudiante en prácticas (y Franziska se había sentido aliviada). Desde el nacimiento de las niñas, la cuota de estudiantes en prácticas que se incorporaban a su puesto con nocturnidad había aumentado dramáticamente. Era probable que fuera Franziska quien apalabraba aquellas tareas con el jefe de Eric en secreto.

Con Eric en casa ella tampoco podía hacer nada. Porque él no era lo suficientemente maduro para encargarse de Leni y Pipa. Se le tensaban los músculos de la cara cuando las chicas se ponían de acuerdo, consciente y voluntariamente, para no reducir el volumen de su estruendo, mezcla de martillo hidráulico y sirena, antes de la medianoche. Además, les limpiaba la boca y las manos con una toallita húmeda que parecía haberle crecido entre sus temblorosos dedos paternales. Cada hora, obligatoriamente. Y amenazaba con regular el horario para acostarse. Últimamente, al final siempre acababa atacando a Franziska, de una manera desagradablemente subliminal, para que volvieran a acostarse juntos. Cuando sólo habían pasado tres años desde el parto. No entendía nada de madres ni de hijos.

Franziska había experimentado una transformación extrema. Antes no sólo era diferente; era otra persona distinta, era la persona opuesta. Alguien que había abogado por la libertad sexual y la había celebrado. Franziska tenía cada semana uno nuevo. Después de dos o tres días alcanzaba el punto culminante de su enamoramiento, al cuarto ya estaba hablando de boda, el quinto día empezaba a sentirse «un poco agobiada», el sexto necesitaba hacer una pausa antes de retomar la relación y para el séptimo ya había conocido al nuevo. Por supuesto, nunca había sufrido por el fracaso de una relación. El continuo ir y venir de hombres estimulaba su circulación sanguínea de manera natural y la ayudaba a mantener las hormonas en perfecto estado de salud.

En aquella época, Katrin se había ahorrado la decepción que le habría deparado la lectura de monótonas novelas románticas. Las historias de Franziska nunca resultaban aburridas; en muchas ocasiones eran incluso excitantes. Y de alguna manera, por extraño que pareciera, siempre acababan bien para ella. De hecho, la mayoría de las veces, lo bueno era el final. Katrin envidiaba a Franziska por su capacidad para no poner en sus relaciones nada que para ella fuera «serio». De esta manera hasta el más casquivano de sus hombres era siempre más serio que ella misma.

Al ser su mejor amiga y su primera confidente, en la época más salvaje de Franzi, Katrin tuvo que instalar provisionalmente un horario de atención al público para el cuidado de almas y asistencia nocturna para las víctimas de abandono. Así conoció la cara más miserable de los hombres y aprendió a despreciarlos. Algunos incluso parecían haber tocado fondo; pero enseguida se descubría que no era más que pura autocompasión. Había quienes estaban dispuestos a quitarse la vida por Franzi y después de la separación tenían un pánico atroz a estar solos por la noche. Pero Katrin se dio cuenta del truco la tercera vez que una de las víctimas se le acercó para buscar en su cama el consuelo que podría salvarle la vida y le ayudaría a reponer fuerzas para continuar viviendo después de Franzi.

Eric, en realidad, tenía que haber sido para Katrin. «Me da pena», había dicho Franzi. «Es tan cuidadoso. Lo veo más para ti.» Y a ella le habría gustado. No hablaba mucho (con lo cual no decía tonterías) y no sólo sabía escuchar sino que, además, lo hacía. Aparte de eso, físicamente estaba muy bien y la miraba a los ojos cuando hablaba con ella. No tenía la mirada velada ni rayos x en los ojos, sino una mezcla de ambas cosas, una mirada agradable, en peligro de extinción, que a las mujeres les daba la impresión de que las tomaba en serio aunque no fueran nada del otro mundo. Y estaba modestamente seguro de sí mismo. Sólo mostró una tara grave: no hizo nada para acercarse a Katrin.

Eric no sabía dar el primer paso. Katrin tampoco. Eso los unía. Pero, por desgracia, no al uno con el otro, sino con Franziska. Cuando Katrin tomó la determinación de enviarle a Eric una señal inequívoca de que estaba dispuesta a reaccionar afirmativamente si él, a su vez, le enviaba una señal, Franziska le dijo al teléfono:

—Eric y yo estamos juntos. Tenemos que buscarte otro.

—No pasa nada por eso —respondió Katrin—. De todas formas no era mi tipo.

Si en ese momento Franziska escuchó un crujido a través de la línea telefónica, seguro que fue el resultado de cómo estrujó Katrin el auricular entre sus manos.

A Franziska debía de irle tan bien con Eric que no dio señales de vida durante un año. Como indemnización permitió que Katrin fuera, medio año después, su testigo de boda. La boda parecía sacada de la película Cuatro bodas y un funeral. Parecía el funeral. Era como si hubieran enterrado viva a Franziska envolviéndola en aquel vestido de novia. En las comisuras de su boca, y en los principios de papada, se podía leer ese sentimiento de satisfacción que a menudo se confunde con la felicidad o la armonía. Ella completaba la imagen con una sonrisa irónica, que transmitía más la impresión de que ya estaba de vuelta de todo, una sonrisa «qué-se-le-va-a-hacer», como la que pone la gente que deja que las cosas sucedan sólo porque les cuesta demasiado trabajo dar marcha atrás; porque entonces tendrían que poner en tela de juicio muchas de las cosas que han sucedido (o que les han pasado). Precisamente Franziska, que había explorado todos los caminos a través de los que poder ampliar su concepción del amor, se había metido en un callejón sin salida. Y allí, cuando ya no había manera de continuar, se estaba construyendo una casita unifamiliar como lo habría hecho cualquier burgués.

Eric era un novio que no sabía dónde meterse. Por un lado, estaba conmovedoramente ilusionado con la idea de formar una gran familia; y con Franziska había dado en el blanco. Por otro lado, buscaba con ansiedad la mirada de sus amigos del equipo de baloncesto, como si su único temor fuera perder su puesto dentro del grupo (y de la sociedad en general) como consecuencia del «sí, quiero» y de sus posteriores manifestaciones.

Los invitados se esforzaban sinceramente por envidiar la felicidad sin parangón de los recién casados. Pero el beso con el que sellaron su matrimonio fue frío y se intercambiaron los anillos sin cariño. La intimidad del matrimonio durante la fiesta se desgastó en conversaciones acerca de si bastaría el pan blanco, si la orquesta tocaba demasiado alto o demasiado bajo, y qué pareja de suegros se encontraba más a gusto y por qué (o por qué no). Katrin sólo pudo estar con Franziska unos minutos. Y no se le ocurrió pregunta más idiota y fuera de lugar que: «¿De verdad estás enamorada de él?». Franziska respondió: «Hacemos buena pareja». Y sonrió. O sea: no.

A partir de ese momento, el hogar construido en el callejón sin salida se convirtió en una zona blindada. El acceso estaba restringido a contadas ocasiones, incluso para Katrin. A la boda le sucedió el embarazo de Franziska. El contacto con Katrin se mantenía cada vez más a base de llamadas telefónicas. Cuando nacieron las gemelas, también hablar por teléfono empezó a ser difícil; sólo era posible cuando Leni y Pipa dormían al mismo tiempo. Sin embargo, Katrin no quiso hacerse a la idea de que su amistad con Franziska podría haber llegado a su fin. Quedaban poco pero, cada vez que lo hacían, Katrin acudía a la cita esperando volver a encontrar a «la Franzi de siempre».

No era el momento apropiado para una visita, pero Katrin se dio cuenta demasiado tarde. El piso había sido devastado por las niñas y olía a plátano. Leni (o Pipa) estaba ocupada sin hacer ruido: jugaba con las hojas del ficus a «me quiere, no me quiere». Pipa (o Leni) estaba ocupada haciendo ruido: había sacado cinco sartenes del cajón de la cocina y jugaba a chocar una contra otra.

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