Read La huella de un beso Online

Authors: Daniel Glattauer

Tags: #Humor, romántico

La huella de un beso (15 page)

BOOK: La huella de un beso
12.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Y el chico ese? —preguntó Max. Estaba siendo correcto, planteando la pregunta de manera muy general.

Katrin decidió experimentar.

—¿A quién te refieres? Tengo muchos y buenos amigos.

—A tu mejor amigo. Al que no le gusta el pastel de pera —dijo Max. Y esta vez prefirió no ser tan correcto y no dar lugar a interpretaciones.

—Ya no estamos juntos —dijo Katrin. Tampoco era una mala mentira, ¿no?—. No merece la pena ni hablar de él —añadió. Ahora sí que estaba orgullosa de sí misma; había llegado a la verdad sin darle vueltas al asunto—. ¿Y tú? —preguntó ella, liquidando de una vez por todas a su ex.

—Lo mío es más complicado —respondió Max abatido. Y empezó a frotarse la yema del pulgar contra la del dedo índice como si quisiera hacer migajas algo que estuviera atrapado entre ellos—. Pero ya te lo contaré otro día —dijo. Y se miró descaradamente el reloj.

Debían de ser alrededor de las cinco. Ya había oscurecido. A Katrin se le revolvió el estómago.

—¿Tienes algún plan para hoy? —preguntó ella amable pero con tono profesional, como si en realidad la respuesta le resultara indiferente.

—Sí, va a venir una amiga —dijo Max.

Katrin sintió cómo se le clavaban en las paredes del estómago docenas de espinas de grosella espinosa.

—¿Es ella eso tan complicado? —le preguntó.

—¿Natalie? No. Ella es la excepción sin complicaciones del asunto complicado —contestó Max. Y sonrió como lo haría alguien que sabe que, en realidad, a nadie le hace gracia: ni la cosa de la que se ríe ni cómo se ríe de ella.

—¿Qué tipo de relación tenéis? —preguntó Katrin.

(Pero ¿qué le pasaba? ¿Cómo podía preguntar una cosa así? Y, además, en ese tono.)

—Sexual —respondió Max sin pasión. Y la miró a los ojos tan profundamente que tuvo que darse cuenta de que durante unos segundos ella se había desmoronado. No había sido una buena respuesta. No, la verdad es que no era una buena respuesta, pensó Katrin—. Pero muy diferente a lo que piensas —aclaró Max precipitadamente.

Demasiado tarde. Katrin ya no pensaba. Sintió que algo le daba la orden a sus piernas de salir de aquel piso lo más rápidamente posible y sin levantar sospechas.

—¿Ya es tan tarde? —exclamó sorprendida mientras se ponía en pie. Y dijo algunas frases sueltas mientras buscaba a tientas la salida.

—¿Ya quieres irte? —le preguntó Max. Ella ya no lo miraba. La voz de él ahora había dejado vislumbrar cierto temor; pero ella ya no tenía la calma necesaria para reflexionar sobre eso. A ella le daba miedo sufrir un arrebato sentimental; ni siquiera sabía de qué sentimiento se trataba, pero detectaba una cierta disposición a dejar que se agravase. Ya en la puerta, él la abrazó y le dio dos besos, breves y secos, en las mejillas. A ella le dolieron.

—¿Cuándo nos volveremos a ver? —preguntó él.

—Ya te llamaré —respondió ella con una heladora amabilidad—. Gracias por el pastel y el café —añadió con brutal cortesía.

—Nos vemos pronto, por favor, ¿te parece? —le dijo él mientras se alejaba.

Ella no reaccionó. Dejó que el silencio se llenara con el sonido de sus pasos. El ruido de sus tacones sobre la escalera de piedra se fue haciendo cada vez más débil. Sonaba a «hasta aquí hemos llegado».

Fuera seguía nevando con intensidad. Katrin se protegió la cara con la bufanda y comenzó a avanzar por el Parque Esterhazy. O sea, que Max tenía una relación sexual sin complicaciones. ¡Enhorabuena! No podía soportarlo. Tenía que arrancarse aquella sensación del cuerpo. Tenía que caminar más rápido. Tenía que alejarse. Tenía que ganar distancia, sacarse ventaja a sí misma. Sintió un pinchazo en el pecho. Grosellas espinosas, estaba llena de grosellas espinosas. La bufanda se le resbalaba hacia abajo. El aire era helador. Nada que pudiera abrir una puerta a la calidez. El sofá naranja ya debía de estar otra vez ocupado. ¡Enhorabuena, Katrin! ¡Muy bien! ¡Qué ojo tienes!

Los copos de nieve le golpeaban la cara y se estampaban contra ella. Grosellas espinosas, pesadas, punzantes, demasiado maduras. O sea, que una relación sexual sin complicaciones; pero muy diferente a lo que ella se pensaba. Pero si ella no pensaba nada. Tenía los ojos húmedos por fuera y reblandecidos por dentro. Le quemaban. Grosellas, cestos enteros de grosellas espinosas insípidas. Se pasó los puños por el rostro y continuó caminando, alejándose con mayor rapidez, cada vez más rápido. O sea, que Natalie. Una excepción nada complicada. Una mierda. Los jadeos empezaron a sonar por encima del llanto convulso. Odiaba la nieve. Odiaba el invierno. Odiaba las Navidades. Abrió mucho los ojos y se sintió vieja. Muy vieja. Tenía la sensación de haber perdido todo lo que la mantenía joven. Tenía la sensación de que carecía de las ideas y la fuerza necesarias para recuperar todo lo perdido y para frenar el proceso de envejecimiento.

Max tenía el auricular en la mano para cancelar la cita con Natalie cuando llamaron a la puerta. Durante unos instantes se planteó no abrir, no dejarla pasar, inventarse un estado de emergencia: la escarlatina, la varicela, fiebre aftosa, cualquier cosa que provocara unas ronchas asquerosas o le hiciera salir espuma por la boca, que aumentara la fiebre y fuera altamente contagiosa por mero contacto visual.

No tenía ganas de estar con ella ni podía imaginarse que se le despertaran. Le faltaban las ganas de tener ganas, necesarias para provocarse las ganas de ella. Porque se supone que para tener ganas de tener ganas hacen falta ciertos sentimientos. Y no los tenía.

Tampoco había posibilidad de proponer un plan alternativo. Natalie lo había dejado claro por teléfono: «Quiero tenerte otra vez». Y después había hecho un jueguecito de palabras para referirse al lugar del encuentro: «Esta vez me vengo yo, ¿eh?». Max debió de responder algo como: «Me encanta que seas tan directa, nena». Tendría que haberse metido una caja de virutas de madera en el gaznate antes de abrir la boca. Pero había hablado con su voz de siempre e incluso había llegado a decir: «Vente, vente, vente corriendo».

Así es que allí estaba ella.

—No me puedo quedar mucho rato. Por eso he venido antes —explicó con la serenidad que caracteriza a los jóvenes llevada a la perfección. Apretó los párpados y se puso las manos, finas e inquietas, en el cuello de la chaqueta de piel acolchada; el gesto indicaba que iba a arrancársela de un tirón. Probablemente no llevaba nada debajo. Claro que eso son fantasías masculinas pero, tratándose de Natalie, podía pasar cualquier cosa.

Le explicó que Edgar, el profesor de inglés, sorprendentemente, iba a tener tiempo esa noche: de ahí la prisa.

—Pero no me pienso acostar con él; se va a quedar de piedra —le reveló a Max. Y parpadeó a intervalos más cortos de lo habitual.

Para poder superar la renuncia y para no aparecer hambrienta delante del profesor, se había hecho una escapadilla a casa de Max. En realidad, aquello tenía muy poco que ver con un romance. Pero eso a Max lo tranquilizaba. Los motivos que lo movían a él a dejarla venir tampoco eran mucho más nobles.

Él quería practicar. Quería probar de nuevo. Quería ver si podía conseguirlo una segunda vez, si lograba salir sano y salvo del entuerto. Había puesto una buena base (pastel de grosellas y café), tenía la mente clara y podía pensar durante un segundo entero en Sissi «la gorda» sin sentir ni una mínima arcada. Las condiciones para el experimento eran idóneas.

Desde el éxito cosechado en la aventura que había vivido con Natalie dos días antes, Max se sentía eufórico. Su vida sexual estaba cambiando; es decir: su vida sexual estaba empezando. No quería pasarse; le daba igual no sentir nada. Se sentía fascinado sólo con la idea de que podía tener relaciones sexuales normales con una mujer, con besos de tornillo normales; lo fascinaba saber que podía satisfacerla y calmar su deseo de la manera tradicional. Tenía 34 años. No estaba mal. Todavía le quedaban unos cuantos hasta la jubilación. A lo mejor hasta podía construir una relación de pareja duradera, vivir juntos, una especie de matrimonio. O, ¿por qué no?, un matrimonio de verdad, con uno o dos niños… y sin perro, por supuesto.

—¿Dónde? —preguntó Natalie. No iba a perder más tiempo añadiendo el «¿…lo hacemos?».

Sus párpados a medio cerrar divisaron el sofá de cuero naranja y ella lo interpretó como una respuesta. Segundos después ya estaban allí los dos uno encima del otro. Por cierto, debajo de la chaqueta ella llevaba algo de ropa: una camiseta negra raída. Ante su profesor nunca se habría presentado con eso; pero para estar con Max estaba bien. Le agarró de un tirón la primera mano que pilló y se la metió por debajo de la camiseta, acompañando el movimiento de un sonido artificial con muchas aes, como si fuera una muñeca que reaccionaba automáticamente a las caricias. Max sintió la piel caliente del cuerpo de ella; era agradable al tacto. Sólo había un problema: él no tenía ganas. Y cuanto más avanzaba la cosa, más patente se hacía: ni pizca de ganas.

Ella le desabrochó la camisa. Él pensó que sería mejor ir cortando poco a poco. Pero Natalie estaba demasiado ocupada. No podía molestarla. Además, no lo habría entendido. Ella ya se había sumido en un imperio de los sentidos que para él era desconocido; y desde allí pronunciaba monólogos eróticos característicos de la literatura porno de segunda o tercera fila.

—¿Sabes qué te voy a hacer ahora? —(No esperaba respuesta)—. Te voy a coger xxxx y voy a meter xxxx. —Y cosas por el estilo.

Mientras tanto le metía mano; primero por encima, luego por entre y después por debajo de los pantalones. Tenía que acabar dándose cuenta: él no tenía ni pizca de ganas. Pero a ella no le molestaba. Lo tumbó boca arriba y dejó que siguiera con los ojos cerrados; ella empezó más abajo con la preparación para el montaje.

Max se sentía ridículo y a la vez atrapado en su ridiculez. Se resignó. Puso su piel en manos de la abusadora y desconectó la mente de lo que allí sucedía. Él pensaba en Katrin. Se ponía nervioso cuando pensaba en ella. Llevaba varios días nervioso. Esa tarde por fin había pasado algo. Sabía perfectamente lo que era, pero todavía no se atrevía a reconocerlo. Y no tenía ni idea de cómo manejarlo.

Le habría gustado acariciarle las mejillas. Pero nunca se atrevería: las mejillas de Katrin eran un lugar sagrado, no se podían tocar así como así. Todo su rostro era inviolable. Sus manos, frágiles piezas de artesanía. ¿Su cuerpo? ¿Le estaba permitido pensar en su cuerpo? ¿Le estaba permitido imaginársela desnuda? ¿Le estaba permitido acariciarle las caderas con el pensamiento? Sólo pasarle la mano por encima de las caderas. Sin rozarlas. ¡Palabra de honor!

Natalie podía estar contenta. Tenía… Mejor nos ahorramos los detalles. Él estaba dentro. Ella gemía y soltaba palabras como «prieto» y «duro» y «largo» y «grande» y «húmedo». Y entonces la cosa se puso seria. Ella colocó su cabeza sobre la de él y le cubrió la cara con un litro de saliva aproximadamente. Después le introdujo la lengua caliente; Max sentía cómo se movía, cómo entraba y salía de su boca la lengua de Natalie.

Tensó todos los músculos de los que disponía en piernas y brazos, apretó los puños y se obligó a pensar que era Katrin quien lo besaba. No funcionó. En toda su biografía sólo había una persona capaz de succionar con tanta avidez como Natalie: Sissi «la gorda». Max consiguió reducir la primera náusea violenta que le sobrevino y desenganchó la cabeza del ancla de Natalie.

—¿Te pasa algo? —Fue lo que pronunció dando forma a sus gemidos.

—¿Cambiamos el sitio? —preguntó Max medio enfermo.

—Típico de los tíos. Siempre queréis poneros encima para marcar el ritmo —contestó Natalie. Lo que quería decir era: «No, ni lo sueñes». Apretó más las piernas, le clavó los dedos en el cuello y le metió la lengua en la boca, donde la retuvo durante varios minutos.

Mientras su estómago, como si fuera el tambor de una lavadora con el motor muy revolucionado, centrifugaba pedazos de pastel de grosellas espinosas remojados en café, Max volvía a intentar encontrar reposo junto a Katrin. ¿Por qué no le decía que estaba enamorado de ella hasta la médula? ¿Qué le podría pasar? ¿No sucumbiría ante cualquiera de sus deseos sólo para conseguir a
Kurt?
Ahí estaba otra vez ese sueño. Ella sentada ante él, con su traje amarillo de astronauta. Él no le veía más que los ojos almendrados. Porque tenía los ojos almendrados, ¿no? «Tú me pones las manos en la nuca y vas bajando, deslizándome los dedos por toda la espalda, despacio», se imaginó diciéndole. ¡Cómo la miraba! ¡Y cómo movía ella los dedos! Le deslizaba los dedos por la espalda y un escalofrío le recorría todo el cuerpo. Max intentó cerrar la boca, pero la lengua de Natalie se lo impedía. Y apareció Sissi «la gorda». Max levantó la cabeza. Estaba a punto de vomitar. Natalie volvió a recostarlo sobre la almohada y le liberó la boca, sus movimientos se volvieron más rápidos, sus gemidos más guturales.

A Max, el dolor se le mezclaba con el miedo, el desvanecimiento y el deseo incontenible de estar con Katrin. «¿Harías eso por mí?», creyó que le preguntaba. «Rápido, por favor, no aguanto más», creyó que le suplicaba. «Gracias por el pastel y el café», decía ella. Y le lanzaba una mirada brutalmente cortés. Él la agarraba y le besaba ambas mejillas. Ella se soltaba y sollozaba amargamente, aullaba como un lobo y lloriqueaba como un niño. No, no eran lloriqueos, era como el sonido que produce un caballo desbocado. Un relincho horrible.

Natalie se incorporó y gritó aterrorizada.

—¿Qué es esoooo?

Max respiró varias veces con intensidad antes de atreverse a abrir los ojos. Ahí arriba estaba
Kurt
, con la mirada clavada en el más allá. Se debía de haber quedado congelado en mitad del movimiento. Del hocico le sobresalía su juguete de goma nuevo con forma de bocadillo de fiambre de caballo. La parte de abajo chocaba con los pechos de Natalie y contra ellos se apretaba produciendo a intervalos un chirrido y un relincho.

—Éste es
Kurt
—contestó Max. Y se abrazó a la cabeza de su salvador.

—¡Qué asco! —dijo Natalie con los ojos llenos de lágrimas fruto de la ira—. Justamente me estaba corriendo.

—Lo siento. Creo que necesita salir —respondió Max. Se incorporó y se alisó el pelo. Mientras Natalie se vestía a la carrera, Max estuvo acariciando a su perro que, inerte, de pie, parado, miraba al vacío. Cuando ella cerró la puerta, le sacó de la boca el bocadillo regalo de Katrin y lo estrechó contra su pecho.

BOOK: La huella de un beso
12.51Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

33 - The Horror at Camp Jellyjam by R.L. Stine - (ebook by Undead)
Kornel Esti by Kosztolányi, Deszö
The Perfume Collector by Tessaro, Kathleen
Parched by Georgia Clark
Sheer Bliss by Leigh Ellwood
Nova Express by William S. Burroughs