—Bien, así sea. No puedo entretenerme más. Aquí está su destructor. ¿Van a venir por él?
—Iremos inmediatamente.
—El coronel Peattie les acompañará como observador… si ustedes no tienen inconveniente.
—Ninguno. Hasta la vista, mariscal.
Salieron de la cabina. La plaza había quedado completamente desierta durante su corta conversación. Solamente la cruzaban algunos hombres y mujeres para entrar corriendo en las estaciones de los «metros». Nuestros amigos tomaron dos de los coches eléctricos abandonados en el mismo sitio donde les pilló la señal de alarma. Ina se puso al volante de uno de los coches y un policía al del otro. Al resto de la escolta la despidieron allí mismo.
La carretera subterránea que ponía en comunicación la base Este con la ciudad de Nueva York era un colosal tubo dividido en dos pisos por los que circulaban los vehículos en distintas direcciones. Tenía cincuenta metros de anchura y estaba espléndidamente iluminado por focos de luz natural. Ante los automóviles de nuestros amigos corrían otros muchos hacia el aeródromo. La pista subterránea acabó en una gran plaza de la que arrancaban varios túneles menores y donde daban la vuelta los automóviles. El coronel despidió al último policía y guió sus acompañantes a lo largo de un dédalo de corredores hasta un hangar subterráneo. Allí estaba el Diana sobre la plataforma de un ascensor.
Ina Peattie dio las órdenes oportunas para que le sacaran a flor de tierra y se introdujo en la aeronave cerrando la portezuela a sus espaldas. George y Richard estaban ya" en sus sillones, ante los mandos. El ascensor puso en movimiento y el Diana quedó al aire libre, bajo el espléndido sol del mediodía.
En el aeródromo reinaba una actividad febril. Una escuadrilla de meteóricos aviones, afilados como lanzas, se elevaban en este instante. Por las pistas de acero rodaban gran número de bombarderos superpesados en forma de pez espada. Los hombres que iban y venían en veloces automóviles descubiertos iban en grotescas armaduras que les preservarían de los mortales efectos de la radiación atómica si por caso no morían en la explosión.
—¡Adelante! —gritó Ángel.
El Diana se elevó casi en ángulo recto. La tierra escapaba bajo sus pies y pronto el aeródromo no fue más que un pequeño punto sobre el suelo. Luego también se esfumó en la distancia.
—Espero que el enemigo no nos sorprenda mientras subimos hasta el orbimotor —masculló el profesor Stefansson.
—¿Todos sus destructores están desarmados? —preguntó Ina.
—Por el contrario. Este es el único desarmado —dijo Miguel Ángel.
—No es fácil que las aeronaves amarillas se acerquen por aquí ahora —dijo la coronela—. Sin embargo, no es del todo imposible.
—¿Qué aspecto va a tener esta conflagración? —interrogó míster Edgar Ley.
—Será como las anteriores, una guerra casi puramente aérea. Grandes masas de aviones están chocando en estos momentos unas contra otras. La aviación despeja el terreno y detrás Mega la infantería para ocupar la tierra calcinada. Poco le queda por hacer después que los bombardeos han arado el suelo, pero así y todo todavía chocan los ejércitos y se baten como demonios mientras sobre sus cabezas litigan las fuerzas aéreas de ambos bandos. No es, desde luego, un combate con frentes compactos formando una línea. Se guerrea en zonas que a veces distan entre si centenares de millas. Cada infante avanza solo o acompañado de uno o dos camaradas por un trozo de terreno de un kilómetro o una milla de anchura. A su alrededor todo es desolación y ruina. La tierra es granujienta como la sal, las rocas abrasan, los bosques arden o están convertidos ya en llanuras de tizones, densas nubes de gases asfixiantes avanzan como gigantescos rulos. Un mundo muerto se asoma tras los cristales ahumados de las escafandras protectoras contra la radioactividad. El soldado de infantería, encerrado en su armadura metálica, avanza con recelo esperando de un momento a otro la explosión que le va a convertir en polvo cósmico.
—Ya no quedan marinas de guerra, ¿verdad?
—Solamente algunos submarinos. Las batallas modernas se resuelven en el aire. Enjambres de proyectiles dirigidos aúllan a velocidades supersónicas en busca de sus objetivos. Muchos, la mayoría, son destruidos por el camino. Otros consiguen llegar hasta las cortinas de «Rayos Z» que rodean 1as ciudades y allí perecen casi todos. Alguno, sin embargo, logra pasar y estallar sobre la ciudad. Cuando el objetivo está demasiado bien defendido, los bombarderos tienen que ir a buscarlo por sí mismos. Llegan los bombarderos volando como relámpagos a trescientas millas de altura, donde la vista humana no alcanza a verlos, pero los aparatos detectores si los ven y disparan los cañones contra el atacante. Los aparatos de caza acuden y empiezan a pelear contra los cazas que rodean a los bombarderos.
—¿Pero cuántos aviones se necesitan ahora para llevar a cabo un simple bombardeo? —preguntó Miguel Ángel.
—Centenares… miles de aviones. La fuerza de cada nación se mide por el mayor número de aeronaves que puede poner en el espacio de un solo golpe. Cada día son abatidos, a veces, hasta tres mil aviones. —Aviones sin piloto, supongo.
—Dirigidos por control remoto. Las grandes velocidades a que se mueven los aviones de combate modernos no pueden ser soportadas por ningún ser humano. Hoy día las máquinas combaten en la estratosfera, mientras los hombres, en las fábricas profundamente enterradas bajo tierra, hacen trabajar incansablemente a las máquinas que producen otras máquinas. La guerra tiene que ser alimentada por el esfuerzo humano. Así pues, las guerras actuales ya no son una pugna de hombres contra hombres en el campo de batalla, sino una lucha agotadora de las industrias que fabrican las máquinas que deberán salir a pelear contra otras máquinas.
—Entonces, esa felicidad de que usted hablaba ayer mismo, es en el fondo pura utopía —. Cuando en pleno siglo veinte un obrero trabajaba su jornada en una fábrica, solamente percibía un jornal en metálico, con el cual difícilmente podía atender a los gastos propios y los de su familia. Ustedes no tienen que preocuparse de su jornal.
Les alcanzará para todas las cosas que deseen obtener. Pero en realidad, ¿quién ha sido más feliz? El hombre que tiene trazada una meta por muy modesta que sea, siente la satisfacción de verla cada vez más a su alcance. Un automóvil, un receptor de radio o televisión, una casa nueva, eran cosas cuya posesión llenaba de felicidad al hombre que llegaba a poseerlas. Pero los obreros que hoy trabajan en sus fábricas, ¿qué estímulo pueden sentir en su trabajo? ¿No estarán pensando que realizan un esfuerzo inútil construyendo costosas máquinas que mañana habrán sido reducidas a chatarra y que habrá que reemplazar por otras que todavía se han de fabricar?
—En eso puede que tenga usted razón —admitió Ina Peattie—. Realmente no debe ser muy divertido trabajar día tras día realizando siempre el mismo trabajo, sobre todo sabiendo que el producto de su esfuerzo se lo va a llevar el demonio sin provecho para nadie. Tal vez por eso prefiero servir en las Fuerzas Aéreas aunque el riesgo es mayor. Pero es también más ameno, y siempre queda la incertidumbre de lo que ocurrirá mañana.
—¿Hay riesgo en el trabajo que usted suele realizar?
—Soy jefe de grupo. Eso quiere decir que en tiempo de guerra debo mandar desde mi crucero a los cazas sin piloto que operan bajo mis órdenes. Aunque normalmente los jefes nos mantenemos apartados de la lucha, tenemos que estar allí y correr un riesgo. Los cazas enemigos, como es lógico, buscan preferentemente a los cruceros desde los cuales se imparten las órdenes a los cazas. Nosotros también buscamos a los jefes de grupo enemigos para destruirlos.
Al cabo de unos minutos, el destructor Diana había alcanzado una altura considerable y avistaba al auto planeta. Miguel Ángel se puso en comunicación con el Rayo y se identificó ante la pantalla de televisión. El destructor redujo su velocidad y se posó suavemente sobre el sólido anillo de doscientos metros de anchura y cincuenta y cinco de espesor. La puerta de una cámara de recepción neumática se abrió y el Diana se introdujo en ella con precaución.
La puerta se cerró a sus espaldas y los viajeros se prepararon para desembarcar. Minuto y, medio más tarde se abría de par en par la segunda y el capitán Arxis, seguido de media docena de hombres azules, acudía a recibir a nuestros amigos.
—¿Alguna novedad, Arxis? —preguntó Miguel Ángel.
—Sin novedad, jefe.
El español se volvió hacia el profesor von Eicken.
—¿Le parece bien que nos reunamos para trazar una línea de conducta futura? —le preguntó.
—Sí, es precisamente lo que estaba pensando.
Se encaminaron en grupo hacia el rascacielos que utilizaban como habitación, entraron en el enorme salón de fumar y se reunieron en torno a la mesa ocupando los cómodos sillones.
—Bien —empezó a decir Miguel Ángel—. La situación es ésta: hemos vuelto a nuestro mundo de origen y nos encontramos con que han pasado cuatro siglos. La Tierra se estremece en estos momentos bajo una guerra que amenaza con la destrucción de todo el género humano. La cuestión es ponernos de acuerdo en lo que debemos de hacer. Marcharnos lejos, donde no nos alcance la explosión que puede poner fin a la historia de la humanidad sobre el planeta… o quedarnos para intervenir en esta guerra y unir nuestra suerte a la de la humanidad. Todavía nos queda una solución intermedia: esperar a una respetable distancia y observar desde nuestra neutralidad el desarrollo de los acontecimientos. Nuestro auto planeta es capaz de albergar de diez mil a quince mil personas. Podríamos esperar hasta asegurarnos de que el fin del género humano era inminente, y una vez seguros de que el mundo iba a estallar en mil pedazos, tomar a bordo del Rayo diez o quince mil pasajeros entre niños y niñas, alejarnos de la Tierra antes de que sobreviniera la explosión y buscar un planeta joven y despoblado donde las condiciones de vida fueran favorables. En ese mundo lejano depositaríamos nuestro cargamento juvenil para que creciera, se multiplicara y formara su propia civilización.
Miguel Ángel calló y siguió un largo silencio.
—Bien —añadió el español—. ¿Qué opinan ustedes?
—La idea de tomar quince mil niños y llevarlos a otro mundo virgen para que formen allí otra civilización nueva me parece maravillosa —murmuró Bárbara.
—Sólo tiene un pero —objetó Ina Peattie—. Ninguna madre consentirá en separarse de sus hijos cuando todavía quedan esperanzas de que ganemos esta guerra.
—Esperaremos hasta que el peso de las armas decida quién va a ser el vencedor y quién el vencido —dijo el profesor von Eicken.
—Pero no debemos esperar con las manos sobre el regazo —refunfuñó Harry Tierney—. Al fin y al cabo somos norteamericanos. La causa de los Estados Unidos es nuestra causa. Debemos luchar a su lado.
—Sí —apoyó George Paiton—. Tenemos armas y medios para agregarnos a la lucha. Por poco que represente nuestro esfuerzo en esta guerra no podemos inhibirnos… no tenemos derecho a echarnos atrás cuando se solventan sobre los campos de batalla razones de tanto peso como el seguir siendo o el dejar de ser.
—Míster Paiton tiene razón —agregó Edgar Ley—. No es menester arrebatar diez millares de jóvenes a la Tierra y depositarlos en otro mundo para que luchen contra la naturaleza cuando pueden disfrutar en la Tierra de todas las ventajas aportadas por siglos de civilización. Antes de pensar en una huida vergonzosa debemos de defender con uñas y dientes lo que es nuestro. Un enemigo feroz y despiadado intenta arrebatarnos la vida junto con todo lo que la raza blanca erigió tras Largos años de trabajos y sacrificios. Luchemos, pues, con todas nuestras fuerzas, y si Dios no quiere que seamos los vencedores, salvemos lo que podamos y huyamos a otro mundo lejano, donde podamos establecer de nuevo nuestra civilización.
Richard Balmer, Thomas Dyer y la coronela Ina Peattie aplaudieron las palabras del ingeniero.
—Sea —dijo Miguel Ángel abriendo los brazos—. Luchemos.
Míster Louis Frederick Stefansson se volvió hacia el capitán Arxis, que había asistido sin tomar parte en la discusión.
—Arxis —le dijo—. No tenemos derecho a mezclaros a ti y a los tuyos en esta riña. Sois libres de hacer lo que gustéis.
—Vuestra causa es siempre la nuestra —sonrió el hombre azul—. Os seguiremos donde quiera que vayáis. Vuestra suerte será la de los hombres azules. Además, ¿no viven en Venus los hombres de nuestra misma raza sojuzgados por los hombres de piel amarilla? Pelearemos para que puedan ser libres y grandes como lo fueron en los principios de la historia del Universo.
—Gracias, Arxis —sonrió el profesor poniendo su mano sobre el ancho hombro del saissai—. Sabía que lo harías así.
L
as noticias que cada quince minutos facilitaban las emisoras de radio no podían ser más funestas. La horda amarilla había logrado establecer una cabeza de puente en Alaska y avanzaba con ímpetu arrollador hacia la antigua frontera del Canadá, después de haber levantado hasta la última pulgada de terreno con un diluvio de bombas de hidrógeno. Un cielo cubierto de negras nubes ocultaba a los invasores. Sobre el cielo anubarrado chocaban con furia oleadas y más oleadas de aviones norteamericanos y asiáticos. Era imposible calcular el número de aparatos que tomaban parte en la batalla aérea.
En el parte de guerra siguiente se daba cuenta de que sobre la Tierra de Baffin y la Península del Labrador estaba cayendo otro diluvio de proyectiles dirigidos. Quince horas más tarde la horda amarilla desembarcaba en la bahía James y se abría paso hacia los grandes lagos Oberer y Hurón.
—Esto es grave —aseguró Ina Peattie—. Las mejores de nuestras bases aéreas están situadas precisamente en los lagos Oberer, Hurón, Erie, Ontario y Michigan, a sólo unas quinientas o seiscientas millas de la bahía James.
—¡Pero esa concentración de bases es suicida! —exclamó Ángel.
—Era necesario. En la guerra moderna no tiene ninguna utilidad práctica un aeródromo terrestre. Además de que sus dimensiones tendrían que ser desmesuradas para que en ellos pudieran aterrizar los grandes bombarderos, serían destruidos al primer bombardeo de proyectiles dirigidos. Unos aeródromos grandes, blandos e indestructibles, sólo pueden proporcionarlos los lagos y los mares. Esta es la razón por la cual utilizamos preferentemente bases acuáticas.