—Los nuestros alcanzan hasta quinientas —sonrió el profesor.
—Lo sospechaba. Ustedes no necesitan grandes generadores para vencer la fuerza de atracción de los planetas y tienen mayor espacio disponible para las pilas atómicas. Toda la ciencia bélica actual gira alrededor de dos motivos. Reducir el tamaño y peso de los motores del avión y aumentar el alcance de los cañones «Z». Poco más se puede hacer para crear corazas más resistentes, y lo que se pueda hacer están buscándolo nuestros técnicos incansablemente. El destructor de ustedes reúne estas tres condiciones elementales: ligereza para remontarse y aterrizar, derivada del poco volumen de los motores, gran alcance en sus cañones «Z» y una extraordinaria resistencia contra los rayos «Z». —¿Comprenden ahora nuestro interés en su técnica?
—Es fácilmente comprensible —aseguró míster Stefansson—, pero muy poco podemos hacer nosotros para ayudarles. Podemos, eso sí, mejorar sus generadores. Los rayos «Z» de nuestras «zapatillas volantes», simples aparatos de caza, alcanzan las ciento cincuenta millas de los bombarderos pesados terrestres. Nuestros destructores emiten rayos «Z» hasta trescientas millas y las defensas de nuestro auto planeta, algo más de quinientas millas. La razón de la mayor eficacia de nuestras armas no estriba solamente en la economía de los motores, sino también en la técnica de los generadores de rayos ígneos o «Z».
—Entonces, ¿podemos esperar de ustedes que nos permitan examinar sus baterías «Z» y que cooperen con nuestros sabios en encontrar una aleación que sometida a una corriente eléctrica rechace a la fuerza de atracción terrestre?
—Sí, creo que mis compañeros no tendrán ningún inconveniente —dijo el profesor mirando a Ángel, a Harry y al profesor von Eicken.
—Solamente uno —dijo el español—. Las mejoras que se consigan en cualquier aspecto deberán participarse también a la Federación Ibérica.
El ministro de Defensa pareció molesto por esta observación.
—La Federación Ibérica es nuestro aliado —dijo—. Pero no sé si sería prudente…
—Es una condición indispensable —cortó Ángel con sequedad.
—Bien, lo haré saber al Gobierno. Lo malo de todo esto es que el tiempo apremia. El Imperio Asiático está preparándose a la carrera y nadie sabe con certeza cuándo empezará la guerra. Esta mañana nos derribaron otro giróscopo en la frontera polar. Alegan que nuestro avión había entrado en territorio asiático y no es verdad… pero la verdad importa poco a los amarillos. Saben que no queremos la guerra y nos provocan. Esto puede conducirnos a la guerra.
El ministro y el general se pusieron en pie, estrecharon las manos de nuestros amigos y se marcharon.
—Bien —suspiró George—. Está visto que allá donde vamos desencadenamos todas las furias del averno.
La coronela Ina Peattie, que había salido acompañando a los altos personajes hasta el ascensor, volvió y propuso que fueran todos a comer. Así lo hicieron bajando hasta el último pisó del edificio. El restaurante estaba repleto de gente. En cada una de las cuatro paredes había otras tantas pantallas de televisión transmitiendo variados números y una película en tres dimensiones. Los camareros brillaban por su ausencia. La intervención humana había quedado reducida al mínimo. Cada cual iba por su comida, hasta la gran máquina que servía los platos automáticamente.
Después de comer, cada cual se retiró a sus habitaciones y se entregó al descanso bajo la custodia de los policías que patrullaban por los corredores.
A la mañana siguiente, esta vez con una escolta más reducida, la coronela Ina Peattie llevó a sus nuevos amigos a visitar la ciudad, haciéndoles antes vestirse según la moda imperante. Estaban en verano y el pantalón corto era una prenda común. Hombres y mujeres atestaban los velocísimos ascensores que descargaban y tomaban ingentes muchedumbres. Como era la hora en que casi todos se dedicaban al deporte abundaban las raquetas de tenis, bastones de golf o de pelota base, las corazas de rugby, los balones de fútbol, los patines de ruedas y mil elementos deportivos más.
Los tranvías que circulaban arriba y abajo de las amplísimas avenidas eran en realidad trenes sin fin. Nadie los conducía. No tenían máquina ni furgón. Automáticamente se detenían en las paradas unos segundos y luego se lanzaban a toda velocidad hacia adelante hasta detenerse ante otra cúpula de las que indicaban la entrada y salida exterior de los «rascasuelos». Los viajeros habían de estar listos para apearse o subir, o de lo contrario tenían que esperar hasta que llegara otro grupo de vagones, lo que ocurría con mucha frecuencia.
En los parques se veía gran número de gente dedicada a sus deportes favoritos. En una colosal explanada habían formados varios millares de atletas en camiseta y pantalón blanco haciendo gimnasia. Unos altavoces daban las órdenes y todos se movían al mismo tiempo con una bella perspectiva de troncos en flexión y brazos subiendo y bajando al unísono. El cielo estaba lleno de helicópteros que iban y venían como enjambres de libélulas. Los automóviles formaban apretadas filas en las calles antes de lanzarse por las inacabables rectas de las autopistas. Bajo los corpulentos árboles paseaban los ancianos charlando o leyendo libros y revistas. Por las laderas de los caballones que daban a esta ciudad el aspecto de un tejado ondulado se veían motas blancas. Eran familias almorzando bajo los pinos piñoneros, sentados sobre el mullido césped ante los manteles de deslumbrante blancura. Las playas del lago artificial hormigueaban de bañistas matutinos. Los toldos de lona festoneados de rojo, azul y verde, parecían una plantación de brillantes hongos. —Creo que, en definitiva, no se debe de vivir tan mal aquí —refunfuñó George Paiton.
Echaron pie a tierra al sentir apetito, treparon por las largas escalinatas hasta uno de los restaurantes al aire libre y tomaron sus almuerzos yendo a despacharlos, junto con grandes jarros de fresca y espumeante cerveza, alrededor de los veladores bajo los toldos que les preservaban de los rayos del sol.
Desde la terraza se abarcaba una amplia panorámica de caballones poblados de pinos, coquetones quioscos y torres metálicas. De la ciudad subía un zumbido como de colmena en plena actividad.
La mujer moderna, según dijo la coronela, habíase emancipado por completo y tenía los mismos derechos y obligaciones que los hombres. En el ejército y las Fuerzas Armadas los soldados y aviadores eran indistintamente de cualquier sexo. Los oficiales del ejército y los pilotos de las Fuerzas Aéreas eran todos voluntarios. En caso de guerra, sin embargo, podían movilizar a miles de oficiales y aviadores que pasaban a La reserva después de cinco años de servicio.
—No tenemos a todos los aparatos aéreos ni a todas las divisiones en activo —añadió la coronela—. Los aviadores y las armas están guardados en numerosos almacenes subterráneos esperando la hora de ser utilizados.
Permanecieron en la terraza largo tiempo, hablando animadamente. De pronto taladró el zumbido de la vida ciudadana el escalofriante aullido de las sirenas. Ina Peattie se puso en pie de un salto con las mejillas pálidas y los grises ojos escudriñando el cielo. Con la rapidez de un relámpago empezaron a ocurrir extrañas cosas. Extrañas para los terrestres recién llegados de un lejano planeta, pero bien conocidas por la coronela de las Fuerzas Aéreas a juzgar por su actitud.
La impecable formación de camisetas blancas de allá abajo se rompió como barrida por un invisible huracán dejando un hueco en el centro y apretándose por los bordes. Los gimnastas huían a la desbandada. Los pacíficos excursionistas que poblaban las laderas de los caballones con impolutas manchas blancas echaron a correr hacia abajo y la muchedumbre se apretujó alrededor de las cúpulas de acero gris que servían de entrada a la ciudad subterránea. En sólo unos segundos desaparecieron del cielo los helicópteros.
—¡Vamos! —Gritó Ina Peattie echando a correr hacia la escalinata—. ¡Es la señal de alarma! ¡Puede ser un simple simulacro… pero pudiera ser también un bombardeo aéreo en toda regla!
Se lanzaron pendiente abajo saltando los escalones de dos en dos. Cuando estaban a mitad camino se dejó oír un penetrante ulular de motores cohete. Ángel levantó la cabeza y sólo alcanzó a ver los tres aviones más rezagados de una formación de veinte o treinta. Los aparatos supersónicos, al pasar a poca altura, desplazaron una violenta corriente de aire que tiró a tres policías y a George y a Else rodando escaleras abajo.
Los caídos se levantaron y continuaron corriendo. Al llegar al pie de la escalera la avenida aparecía completamente desierta. Ángel, llevando en volandas a su esposa, corrió hacia los automóviles.
—¡No! —Gritó un policía—. ¡A los coches no! ¡A la casamata más próxima!
La cúpula metálica más cercana estaba sólo a cincuenta metros. Corrieron desalados hacia allá. Los tranvías sin fin estaban parados. A diestra y siniestra se veían automóviles parados con las portezuelas abiertas. Un grupo de rezagados avanzaba a paso de carga hacia la entrada del más próximo «rascasuelos» y nuestros amigos, con su escolta, se unieron a ellos precipitándose en un ascensor.
—Ya no hay prisa —dijo la coronela con la respiración entrecortada—. . Estamos a salvo.
Todavía entraban algunos ciudadanos. Dos mujeres, con un anciano y tres niños, entraron alocadamente y se colaron en el ascensor.
—Esperemos un poco más —dijo Ina—. Tal vez quede alguien más afuera.
Las sirenas habían dejado de aullar. Entraron dos niños con sus patines de ruedas. Otro ascensor vacío subió.
—Ya podemos bajar —dijo Ina apretando un botón.
Mientras el ascensor bajaba, Richard se enjugaba la sudorosa frente con un pañuelo.
—¿Esto ocurre todos los días? —refunfuñó.
Los policías se echaron a reír. Luego, empezaron a hacer conjeturas sobre el motivo del toque de sirenas. El ascensor bajó sin detenerse hasta el último piso. Allí lo abandonaron y se introdujeron en un amplio túnel de techo abovedado que les condujo hasta la estación del «metro», ubicada en una gran plaza. Esta plaza estaba repleta de gente. Todos hacían gala de una gran serenidad, pero se notaba que estaban impacientes por salir de dudas.
Dominando el rumor de la muchedumbre se dejó oír el penetrante toque de un clarín militar. El silencio fue instantáneo. Todas las caras se volvieron hacia los altavoces.
—¡Atención, neoyorquinos! —Bramó el altavoz—. Bombarderos medianos del Imperio Asiático, protegidos por fuertes formaciones de aparatos de caza, han cruzado la frontera polar y han atacado la base norteamericana del cabo Belknap, a las diez y diez minutos, hora de Nueva York. Simultáneamente, a la misma hora, una formación de proyectiles dirigidos salvó el estrecho de Bering y se internó en territorio del Estado de Alaska cayendo sobre la base Yukon. El Presidente de los Estados Unidos ha dado orden de movilizar todas las fuerzas armadas americanas. Cada hombre, cada mujer americana, debe presentarse inmediatamente en su unidad y prepararse para rechazar el brutal ataque asiático. Ha sido proclamado el estado de guerra. ¡La guerra ha estallado!
V
amos —dijo la coronela Ina Peattie abriéndose paso a codazos por entre la muchedumbre —. ¡Necesito un televisor para hablar con el mariscal Perry!
—¡Queremos regresar a nuestro auto planeta! —Le gritó Ángel sujetándola por un brazo—. ¡Tal vez sea atacado!
—Espere a que hable con mis superiores… vengan por aquí.
La gente se agolpaba a los trenes subterráneos para marchar a sus casas antes de presentarse a sus unidades de servicio. También luchaba por alcanzar las cabinas de los televisores. El ruido era ensordecedor y la agitación epiléptica., Todos querían ser los primeros en todo. Los silbatos de la policía militar eran inútiles para poner coto al desorden. Los policías de paisano abrieron una brecha en el gentío y la coronela pudo entrar en la angosta cabina de un televisor.
—Marcó el número de la base Este. En la pequeña pantalla apareció el rostro juvenil de una muchacha de uniforme.
—¡Necesito hablar con el mariscal del aire Devies! —le dijo Ina Peattie.
—Todas las líneas están ocupadas, coronel. Espere un momento sin retirarse.
Ángel tocó a la joven suavemente en un brazo. La puerta de cabina estaba abierta y por ella asomaban el rostro ansioso Bárbara Watt y el profesor Stefansson.
—¿Qué va a ocurrir ahora, coronel? —preguntó el español.
—El diablo lo sabe.
—¿Cree que atacarán esta ciudad con bombas atómicas?
—No es probable. Antes de que puedan llegar aquí los bombarderos tienen que abrirse paso entre las escuadrillas de intercepción. De los proyectiles dirigidos se encargarán las baterías antiaéreas formando una barrera de rayos «Z».
¡Atención, coronel Peattie! —Avisó la operadora d la base —. Al habla el mariscal Devies.
En la pantalla apareció el rostro colorado del joven mariscal. Tenía el cuello de la camisa desabrochad y se había desembarazado de la guerrera. Estaba hablando con tres o cuatro imágenes reproducidas por otras tantas pantallas a la vez. Dirigió una mirada hacía Ina Peattie.
¡Al fin la encuentro a usted! —exclamó —. ¿Dónde están míster Aznar y compañía?
—Aquí estamos —dijo el español acercando su cabeza a la pantalla de modo que pudiera verle el mariscal.
—Escuche, míster Aznar. Hay que meter en alguna parte a, su auto planeta. Si los bombarderos amarillos consiguen llegar hasta aquí les chocará ese aparato y lo atacarán.
—No es fácil que puedan derribarle. Sin embargo me gustaría estar a bordo de nuestro Rayo cuando la cosa ocurra.
—¿Cuánta gente tiene allá?
—Sesenta y tres hombres azules bien entrenados.
—¿Con qué fuerzas defensivas cuenta e! auto planeta?
—El globo está armado de cañones «Z». Contamos además con cincuenta destructores del tipo Diana, con doscientas «zapatillas volantes», tres millares y pico de proyectiles dirigidos y quinientos hombres «robots».
—¡Rayos! —Gruñó el mariscal haciendo una mueca—. ¡Ese auto planeta es un arsenal! Bien, tanto mejor. Naturalmente, necesitará pilotos para todos esos aviones, ¿no?
—No. Nuestros pilotos de «caza" son los "robots».
—¿Qué me dice?
—Ya lo ha oído. Son los mejores aviadores del universo. Incansables, exactos, seguros… e inexorables. No, mariscal. No necesito uno solo de sus aviadores para defender nuestro auto planeta, y si llegara la ocasión de lanzar un ataque no crea que ustedes lo harían mejor con todo su tremendo aparato bélico.