—Uf… están dándole vueltas a las imágenes ésas. La verdad es que, se lo juro, fue verlas y se me pusieron los pelos como escarpias.
—Ya me imagino. ¿Han dicho algo de lo que lo provoca?
—¿Lo de los barcos? No tienen ni puta idea —echó una fugaz mirada por el espejo retrovisor y se encontró con la mirada de Marianne—. Perdón, señorita. Pero es que están más
perdíos
que un elefante en una cacharrería. No sé en la televisión, porque he estado currando y sólo pude verla un rato, pero en la radio han estado haciendo desfilar expertos de todos los colores.
—¿Qué dicen los expertos? —quiso saber Thadeus.
—Majaderías, casi todos ellos. Uno… profesor de…
no-sé-qué
en una universidad, decía que era imposible que los barcos se hubieran hundido de esa forma. Pero chiquillo, ¿acaso no lo has visto en la tele? Ya me dirá para qué mierdas sirve un experto cuya opinión es ¡que el problema no existe porque no puede ocurrir!
Esta vez, todos rieron la ocurrencia del taxista.
—Verá —continuó el taxista—, yo esta mañana creía que nos habíamos cargado el mar. Sí… no sé… tanto vertido, tanta mierda… ya ve cómo hemos empezado el verano, con temperaturas bajo cero en Sudamérica y un calor sofocante aquí en el norte. Y el invierno que hemos tenido… ¡Qué de lluvias, por Dios! Así que cuando empezaron a emitir imágenes de tantas partes del mundo diferentes, que en unas lucía el sol y en otras era de noche, pero estaba todo lleno de peces reventaos, me dije: Agustín, nos hemos cargado el tema.
—No va usted mal encaminado —dijo Thadeus, mirando el exterior del vehículo con el semblante serio.
—Claro, y es lo que dicen en la tele. Pero las últimas horas lo han cambiado todo, ¿sabe? Ya no pienso eso. Esos barcos hundiéndose… casi a la vez, unos en una punta y otros en otra. No sé… puede pensar lo que quiera, pero ahí abajo, en el agua, hay algo. Se lo digo yo.
También Marianne lo
sentía
. No en su cabeza, porque su mente había sido adiestrada para la ciencia y ahí sólo cabía el procedimiento empírico. Pero lo notaba, palpitante, en la base del estómago y en las palmas sudorosas de las manos. Ni siquiera era capaz de mencionarlo; era como si una especie de barrera psicológica le impidiera expresarlo con la voz.
Ensimismados en sus propios pensamientos, dejaron pasar casi veinte minutos sin decir nada. Jorge, el biólogo, había apoyado la cabeza contra el cinturón de seguridad y dormitaba con la boca entreabierta. Marianne lo envidiaba. Si se conocía bien, esa noche tardaría un buen rato en conciliar el sueño.
Después, el taxista puso de nuevo la radio y sintonizó una cadena de noticias. Se hablaba, en esos momentos, de posibles ataques sin confirmar a barcos en otros puntos del planeta, incluso alejados de las «zonas de catástrofe», como se las había dado en llamar. En todas partes se anunciaban planes de emergencia con movilización de efectivos, apoyados por sistemas de vigilancia por satélite.
—… Satélites que, además, están teniendo dificultades para mandar sus señales correctamente debido a una inesperada tormenta geomagnética que se está produciendo en estos momentos, según ha podido saber la NASA a través de sus naves gemelas
stereo
. La tecnología ha permitido que los componentes de estos satélites sean más pequeños, pero también más vulnerables a las partículas solares más energéticas. Estas partículas pueden provocar daños físicos a los componentes electrónicos, y las descargas eléctricas pueden saltar entre componentes, dañándolos permanentemente. La tormenta, la mayor que se recuerda desde marzo de 1989, es una perturbación temporal de la magnetosfera terrestre asociada a una onda de choque de viento solar que llega entre veinticuatro y treinta y seis horas después de que se produzca la llamarada en el sol. Responsables de la ESA, que tiene su sede en Darmstadt, Alemania, han declarado que es «muy desafortunado» que este suceso ocurra precisamente ahora, cuando la información que habrían proporcionado los satélites podría arrojar una luz esclarecedora sobre el enigma de los ataques a los barcos.
—Alguien lo tiene todo pensado, ¿eh? —comentó el taxista.
Thadeus tuvo que admitir que, desde luego, era bastante inquietante.
—Casi se diría que han sincronizado los ataques —corroboró Marianne desde su asiento, quien intervenía por primera vez en la conversación—. Pero esas cosas no se pueden prever, ¿no?
Thadeus reflexionó unos instantes, con la mano cerrada alrededor de la barbilla, como era su costumbre.
—No hace mucho vi una web donde se podía estudiar el estado del sol en tiempo real —dijo—. La previsión no es de muchas horas, sin embargo… No, en resumidas cuentas, no creo que nadie haya podido predecir cuándo ocurriría algo así, su intensidad y alcance.
—Como quieran —dijo el taxista—, pero como dice el dicho: cuando el río suena, agua lleva.
A las nueve y pocos minutos, llegaban por fin al aeropuerto de Málaga, rodeados de un tráfico inusual. Parecía que todo el mundo había sentido una terrible urgencia por coger un avión. El último tramo, justo después del desvío para la terminal, les supuso casi veinte minutos adicionales, los peores del viaje; el dueño del taxi había abierto las ventanas y respiraban ahora el humo cálido y viciado de los motores.
Cuando llegaron a la terminal, comprobaron que se habían separado de los otros coches, con el resto del grupo. Thadeus intentó hacer algunas llamadas con el móvil para averiguar a qué altura iban todavía, pero al parecer, había problemas con la cobertura o el servicio.
—No importa —dijo Jorge, desperezándose del sueño que acababa de echarse—. Nos veremos en el avión.
—Pero como responsable… —empezó Thadeus.
—Somos todos adultos, Tad. No se perderán.
Como en el puerto de Cádiz, la terminal malagueña estaba completamente llena de gente que esperaba en largas colas frente a los mostradores de embarque. La mayoría de las sillas del vestíbulo estaban ocupadas, y por doquier la gente se sentaba en el suelo o se dejaba caer en cualquier esquina. A su alrededor se esparcían cúmulos de maletas donde despuntaban todo tipo de objetos curiosos, desde sombrillas de playa hasta tablas de windsurf. El espectáculo, en principio, no debería parecerles demasiado extraño; al fin y al cabo, estaban a las puertas de julio y la gente empezaba a trasladarse para sus vacaciones. Pero había detalles que les hacían sentir que las cosas eran diferentes. En el pequeño bar, provisto de una televisión de pantalla plana, debía haber casi medio centenar de personas completamente concentradas en las noticias. Y los turistas… Thadeus miraba a todos aquellos turistas con sus aparatosos equipajes, británicos, alemanes y finlandeses que solían volver a casa de un color rojo bogavante. Estaban todavía pálidos…
No vuelven de vacaciones
, pensó.
Cancelan sus vacaciones.
Cuando se acercaron a los paneles de salidas y llegadas, se sintieron aún más apesadumbrados. Al parecer, todas las salidas tenían anunciado retraso, en absolutamente todos los vuelos.
Marianne echó un furtivo vistazo a la oficina de información, pero allí el caos era supremo. La gente esperaba fuera con reservas de vuelo impresas en papel, cartas de embarque y un hastío infinito reflejado en sus rostros decepcionados.
—Bueno… —comentó Thadeus—. Al menos esto nos da un margen de tiempo para que lleguen nuestros compañeros y no pierdan el vuelo.
Pero Marianne examinaba los mostradores de embarque con suspicacia.
—Ya, pero… —dijo—, algo raro pasa. Mira, no dejan que la gente obtenga sus cartas de embarque.
Y así era. En las colas, turistas de todas las nacionalidades esperaban pacientemente a que se les permitiera intercambiar sus billetes y reservas. Las azafatas, en todos los casos, hablaban con grupos de hasta cinco personas a la vez, encogiéndose de brazos y negando con la cabeza. Ninguna maleta estaba siendo embarcada. Nadie recibía un billete.
Para empeorar las cosas, dos chicos jóvenes de los mostradores de la British Airways se retiraron de sus puestos ante el estupor de los que esperaban a ser atendidos. Ninguna recriminación por parte de éstos les hizo volver.
—Pero… no puede ser… —dijo Jorge—. Tienen que dar las cartas de embarque. Son la prueba de que llegaste a tiempo para tu vuelo si sufre retrasos o se cancela…
Intentaron acercarse a los grupos en discordia para escuchar lo que se decía, pero fue como ir a la Torre de Babel. La gente protestaba en alemán, la azafata respondía en inglés, y dos japoneses y un italiano intentaban hacerse oír por encima de la fanfarria.
La situación no cambió durante más de una hora.
Por fin, cuando se encontraban sentados en el suelo junto a una máquina expendedora de Coca-Cola, una voz femenina y clara anunció por megafonía.
—Se anuncia a los pasajeros que, por orden de AENA, todos los vuelos quedan cancelados hasta nuevo aviso debido a la situación de emergencia que vivimos en estos momentos. Atención: se anuncia…
Las protestas empezaron a crecer como una ola, por todas partes. Marianne, Jorge y Thadeus se miraron con expresión de incertidumbre.
Es como dijo Carlos
, pensó Thadeus. Pero miró su móvil y un lacónico mensaje de «sin servicio» le saludó.
Mientras el anuncio se repetía, esta vez en inglés, causando todavía una protesta generalizada aún mayor, Thadeus sintió un escalofrío creciendo desde la base de sus testículos.
El espacio aéreo, Tad. Van a cerrar el espacio aéreo por lo de los peces.
Y fuera, en la calle, una sirena de policía empezó a aullar.
Las imágenes dieron la vuelta al mundo y, durante el resto del día, no se habló de otra cosa en ninguna cadena. Toda la programación habitual se anuló; la gente buscaba las páginas web de las principales cadenas en sus móviles, en el trabajo y luego de camino a sus casas, en el metro o el autobús.
En las primeras horas, Estados Unidos exigió a las Naciones Unidas que se tomaran medidas y que los responsables de los ataques se pronunciaran. China, a su vez, puso sus ojos en Corea, y Japón en Estados Unidos. Sin embargo, los lugares afectados implicaban a todas las naciones y acabaron por comprender que se enfrentaban a algún otro tipo de amenaza, lo que en opinión de los expertos evitó una crisis internacional.
Para cuando el día empezó a dar paso a la noche, los especiales ampliaban el espectro informativo con noticias sobre nuevos incidentes en el mar. Aunque la Casa Blanca no quiso hacer ningún comunicado oficial, corría el rumor de que de los ciento setenta y nueve barcos en circulación, que representaban un sesenta y dos por ciento del total de la marina norteamericana, se había perdido contacto con casi la mitad de ellos. El
USS Nimitz
, el
Carl Vinson
y el
Harry S. Truman
de la Quinta Flota habían sido enviados a las zonas de desastre, y todos habían dejado de responder. La página web de la armada informaba de que, en esos momentos, tenían tres mil setecientos aviones en operación.
A las diez y cuarto de la noche, el país se declaraba oficialmente en Defcon 2, tan sólo a un paso de la autorización de armas nucleares. El estadio no se empleaba desde la crisis de los misiles de Cuba. Además, el Departamento de Seguridad Nacional inició sus protocolos de seguridad contra atentados terroristas.
El espacio aéreo internacional se cerró.
A medianoche, se confirmaba que buques mercantes de la línea MAESK y pesados barcos petrolíferos que navegaban, sobre todo, por el Pacífico y el Atlántico, habían dejado de transmitir su señal de geoposición a la central, como si hubieran dejado de existir en el mapa. Quizá lo más preocupante fueran los grandes transatlánticos, cruceros con miles de pasajeros en ruta, que circulaban por todo el mundo en aquellos momentos. Aunque todos los datos apuntaban a que todavía se encontraban bien, habían recibido instrucciones de dirigirse al puerto más cercano inmediatamente, a la máxima velocidad que les fuera posible.
Sobre ese respecto, en Europa todos los ojos estaban puestos en la EMSA, la Agencia Europea de Seguridad Marítima, que desde el desastre del
Prestige
en el año 2002 había desarrollado un sistema de vigilancia de barcos, mediante satélite, en colaboración con la Agencia Espacial Europea. Sin embargo, hasta el momento no había emitido ningún comunicado ni ofrecido información alguna sobre sus trabajos. Si bien se dijo que la tormenta geomagnética podría, con probabilidad, interferir en su normal funcionamiento, se mencionó también que informaban directamente a los gobiernos de cada país, exclusivamente. Desde luego, hubo protestas en diversos medios periodísticos, por considerar que esa actitud no ayudaba en nada a comprender el alcance del fenómeno.
Tampoco faltó quien comentó que, finalmente, el mar se había revelado ante nuestras constantes agresiones a la Madre Gaia y nos había retado.
El secretario general del Consejo de la OTAN en España declaró que se estaban estudiando medidas para una movilización completa inminente, mientras afirmaba que la seguridad de la nación estaba garantizada. Pero como no se sabía aún contra qué se defendían, la opinión pública tenía sus dudas.
Todos aquellos movimientos en el plano militar alertaron a la población civil, en todas partes. Las masas de gente se movían de un sitio a otro, sobre todo de las costas al interior. Las carreteras se colapsaron; los Servicios de Emergencia no podían acudir a todas las llamadas. Las tiendas de comestibles, mercados y grandes superficies recibieron un aluvión desmesurado de personas que querían aprovisionarse de alimentos, sobre todo agua y productos no perecederos. La gente se pegaba en los pasillos por una lata de albóndigas, se robaban los carritos en las salidas. Un hombre asesinó a otro a sangre fría por una bombona de gas butano de 10 kilos.
Ante estas reacciones, el Congreso de los Diputados se encontraba reunido y se esperaba que declarasen el régimen de excepción en cualquier momento.
Pero lo más desconcertante era el hecho ineludible de que todavía nadie sabía contra qué luchaban.
El rigor de la información en ese aspecto variaba mucho de una a otra fuente. Las cadenas más pequeñas encontraban fascinante el tema de las luces submarinas y los informes de algunos buques de radares informando de incidencias inusuales en los momentos previos a los ataques. Las más rigurosas parecían tocar el tema sólo de pasada y cuando era absolutamente necesario. Entrevistaban a expertos en física a los que se les preguntaba cómo era posible que barcos de semejante envergadura y tonelaje fueran sumergidos y posteriormente expulsados hasta los treinta metros. Se dibujaban diagramas y tablas de datos frente a la audiencia demostrando, muy a las claras, que tal cosa no era posible, y posteriormente se intercalaban esas declaraciones con las imágenes que todo el mundo conocía ya tan bien. A esas alturas, de todos modos, parecía obvio que el problema de los peces muertos no se debía a mareas rojas, epidemias en la población de animales subacuáticos y otras teorías. Aunque la mayoría apuntaba a un ataque terrorista que empleaba una tecnología nunca vista, la gente empezó a hablar de monstruos marinos. Otros, esgrimiendo con contundencia el cierre del espacio aéreo y la absoluta cancelación de todos los vuelos como principal argumento, de una invasión extraterrestre.