La hora del mar (4 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #Fantástico, #Terror

BOOK: La hora del mar
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Después de arrastrarse por un par de capítulos, el señor Hobson empezaba a considerar la idea de devolver el libro a la estantería y olvidarse de él. Quizá podría regalárselo a Berhany, aunque le parecía que la adorable señora Saunders no andaba últimamente demasiado bien de la vista. Había estado observando con preocupación (y una tristeza sutil pero creciente) cómo iba menguando y perdiendo capacidad semana a semana, no sólo mental sino también psicomotriz. De seguir así, tendría que trasladarse con su hija a Londres y él dejaría de verla. Era una de las pocas amigas que aún le quedaban; era lo que más detestaba de llegar a viejo, que cada vez estaba más solo.

Cerró el libro y miró la portada. El nombre del autor, Hayden Morgan, parecía flotar en medio de una nube de polvo levantado por los escombros de un edificio recién derruido, y en el cielo, tras el título
LONDON BLITZ
!, volaban algunos bombarderos recortados contra un cielo anaranjado por las llamas de la ciudad.

Decepcionado, apuró la copa de vino y en ese mismo instante, empezó a escuchar el Zumbido.

Era un sonido grave, como el de un motor diesel, pero distante. El señor Hobson miró alrededor, incapaz de determinar su procedencia. Primero pensó que se trataba de un coche que estaba a punto de pasar por la pequeña carretera cercana, y se extrañó. Aquella carretera sólo llevaba a su casa, a la de Bethany, y a la impresionante villa de los Brady, una adinerada familia que en ocasiones pasaba allí pequeños períodos vacacionales. Pero Bethany no conducía, y su hija no había ido a verla desde que se mudó a Londres. En cuanto a los Brady, eran muy estrictos observando la hora. Se levantaban temprano, tomaban su almuerzo a las doce en punto, el té a las cinco y la cena a las seis de la tarde, y para cuando su reloj daba las ocho estaban ya acostados. Los Brady no irían de madrugada conduciendo por la carretera.

A menos que sea una emergencia
, pensó, ceñudo. Se incorporó y dio unos pasos en dirección a la carretera. Las sombras de los viejos y gruesos robles que crecían entre la hierba verde la tapaban en parte, pero las farolas, estratégicamente situadas, ofrecían una buena visión de conjunto.

Pero de pronto supo que el sonido no era el del motor de un coche. El sonido era constante: no se acercaba, ni se alejaba. Flotaba en el aire, sin variaciones, como si alguien le hubiera atado un pequeño motor en el trasero.

Ahora, hasta le parecía pensar que el sonido llegaba de su propia casa.
Dios mío, ¡es ese maldito frigorífico nuevo!
, pensó. El señor Hobson siempre compraba aparatos británicos. No confiaba en los chinos, tampoco en los japoneses y muchísimo menos en los alemanes. Él no había olvidado, y tampoco había perdonado. La tercera guerra mundial ya estaba teniendo lugar, pero nadie parecía darse cuenta: ahora, en el mapa global se movían intereses comerciales, no soldados vestidos con sus cascos de 1914, pero era lo mismo. Ya no bombardeaban las ciudades: ahora compraban sus terrenos, sus inmuebles, sus fábricas, montaban empresas y votaban, tomando una parte activa en la política del país. Por eso, todos sus frigoríficos habían sido de la marca Lee, diseñados y construidos en Inglaterra por empleados británicos. Cuando el último se fue al cielo de los frigoríficos con un traqueteo vibrante y fatal, tuvo que comprar otro. Ya nadie reparaba nada: la reparación de esos aparatos solía costar más que uno nuevo. No obstante, el distribuidor local le anunció que tardarían unos veinte días en poder entregarle el nuevo modelo, y eso era demasiado. Necesitaba mantener sus inyecciones, yogures y verduras refrigerados. Así que, con cierto disgusto, se decidió por un Amana, un frigorífico americano. Los americanos no estaban mal. Aunque tardaron demasiado en unirse a la guerra, su tío Louis había luchado con ellos codo con codo y caminaron juntos hacia la victoria cruzando Europa hasta Berlín.

Ahora, sin embargo, parecía haberse descompuesto.

Caminó resueltamente hacia la cocina. Estaba seguro de que los Amana estaban construidos con componentes asiáticos. Era estúpido. Los malditos orientales fabricaban toneladas de componentes a precios realmente económicos, pero parecía que los responsables de los controles de calidad estaban demasiado ocupados limpiando sus kimonos o lo que quiera que usaran los chinos como pijamas. Hobson estaba seguro de que lo hacían de forma intencionada: pequeños chips y circuitos que se fundían unos meses después de que expirara la garantía, y a veces incluso antes, para que los buenos ciudadanos tuvieran que volver a comprarles su porquería.

Sin embargo, cuando llegó a la cocina, encontró que el sonido no era allí más intenso. Pegó el oído al aparato y, definitivamente, descartó que proviniera de él. Entonces, ¿de dónde venía?

Recorrió la casa, intentando orientarse por el ruido, pero resultó inútil. No importaba hacia dónde fuera… en el piso de abajo, en el de arriba, en el sótano o en el jardín trasero, siempre se escuchaba lo mismo. En un momento dado, miró el cielo, como si esperase encontrar allí un aparato de alguna clase. Nunca había visto un helicóptero de cerca, y se preguntó si ese sonido vibrante y molesto podría generarlo uno de esos cacharros sobrevolando la zona, pero el firmamento estaba tan despejado como cuando había salido a la terraza hacía un rato.

Hobson anduvo de un lado para otro. Incluso llegó a caminar hacia el final de la calle (unos doscientos metros), pero para su sorpresa, el sonido seguía llegando hasta él con la misma intensidad y volumen que cuando se encontraba en la terraza. Eso hacía imposible localizar su procedencia, y le contrariaba enormemente. No se explicaba cómo podía ser. Estuvo desorientado y confundido durante casi una hora más, pero finalmente decidió rendirse e irse a la cama. Afortunadamente, cuando cerró la puerta de su cuarto, el sonido disminuyó un poco, pero incluso entonces continuó escuchando un runrún molesto y tardó unos buenos veinte minutos en conciliar el sueño.

Al día siguiente, el sonido había desaparecido, y de hecho no pensó en él hasta que llegó la noche. Más o menos a la misma hora que el día anterior, aquel sonido de motor ligeramente metalizado, regresó como si alguien hubiera pulsado un botón. Para entonces, el señor Hobson estaba sentado otra vez en su terraza. No había tenido ganas de visitar la librería local durante el día, pero estaba releyendo un viejo favorito suyo: una novela histórica sobre la época gloriosa del Imperio británico.

El Zumbido le hizo levantarse de su asiento con una agilidad envidiable. Dejó el libro sobre la desvencijada mesa de madera y colocó los brazos en jarras. ¿Se trataba de una broma? Miró su reloj de pulsera: las diez y cuarto de la noche. ¿Quién, por la reina de Inglaterra, podía hacer un ruido tan manifiestamente desagradable a esas horas?

Tampoco aquella noche pudo descubrir qué lo producía o de dónde venía, pero a las doce (algo más tarde de lo habitual) se acostaba en su cuarto de bastante mal humor.

Pasó una semana.

Cada noche, entre las diez menos cinco y las diez y veinte, el Zumbido regresaba a su vida. Afortunadamente, no era un sonido lo bastante fuerte como para crearle problemas. La mayor parte de las veces podía simplemente ignorarlo, aunque las dos últimas noches durmió un poco peor, sobre todo por el desasosiego y la frustración que le producía no saber de dónde venía. Gracias a eso, descubrió que el sonido desaparecía tan misteriosamente como llegaba entre las cuatro y las cinco de la mañana: estaba ahí y, un segundo después, desaparecía.

Hobson estuvo buscando información sobre protestas vecinales en el área en los periódicos locales, el
Edenbridge Today
y el
Chronicle Newspaper
, pero no encontró nada aparte de un montón de páginas hablando de una profusión de peces muertos en todo el mundo. Era una noticia extraña, sobre todo porque hablaba de sistemas de seguimiento de radar detectando objetos metálicos moviéndose a gran velocidad por todo el planeta, un suceso que podría estar relacionado de alguna forma extraña. El señor Hobson pensó brevemente en los submarinos nazis que tantos quebraderos de cabeza dieron a los Aliados en la segunda guerra mundial, pero luego se aburrió del artículo y abandonó su lectura.

Después pensó en llamar a Bethany. No quería sonar como si tuviera un problema con algo (lo que menos quería era quejarse a nadie o parecer que necesitaba ayuda), pero tenía en mente tantearla para ver si ella comentaba algo. Al fin y al cabo sus casas estaban a un kilómetro de distancia y era posible que el sonido llegara hasta allí de algún modo.

—Hola, Bethany, querida —saludó el señor Hobson.

—¡Paul! —exclamó la señora Saunders con su voz aguda.

—¿Cómo estás hoy?

—Oh, Paul… No muy bien, a decir verdad. Creo… ¡creo que me estoy volviendo loca!

El señor Hobson levantó una ceja.

—¿En serio, querida? ¿Qué te ocurre?

—No duermo bien, Paul.

¡Zing!

—¿Pero qué te ocurre, Bethany? ¿Estás bien?

—Oh, prométeme que no te reirás… —respondió la señora Saunders, ahora con voz mohína.

—Sabes que no lo haré.

—Hay un ruido terriblemente molesto en mi casa, desde hace una semana. Al principio pensé que se trataba de la alarma. Sabes que mi Jonathan la instaló un año antes de
irse
, pero nunca la entendí y supuse que se había averiado.

—Aja —contestó el señor Hobson, con interés. Bethany nunca pronunciaba la palabra «fallecido» o «muerte», sino que siempre decía que su marido se había «ido».

—Pero los técnicos estuvieron ayer en casa y dijeron que estaba perfectamente. Hasta la activaron unos segundos, Paul, ¡y no era el mismo ruido!

—¿Cómo es ese ruido? —preguntó Paul, ahora con viva curiosidad.

—Oh, no lo sé… es… detestable, supongo. Un sonido muy desagradable, Paul, te lo puedo asegurar. Pensé que sería alguno de los electrodomésticos de la casa. Ya no uso el horno tanto como antes, porque temo dejármelo encendido… mi cabeza ya no es la que era. Así que quizá se averió; ya sabes cómo son esos aparatos… basta con no usarlos un tiempo y ya están dándote problemas. Así que llamé a otro técnico, y ha estado esta mañana aquí, revisándolo todo. Creo que era irlandés, por el acento. De Dublín, si no estoy demasiado vieja para distinguir un irlandés de Dublín. Pero en fin… Me aseguró que no había encontrado nada que no funcionase como debiera, y que de todas formas, cosas como la lavadora o el microondas no se supone que deban hacer ruidos desagradables, y menos de noche.

—¿Escuchas ese sonido de noche?

—Oh sí, Paul. Puntual como un reloj. Empieza sobre las diez, lo sé porque siempre me acuesto a esa hora, después de mi programa, ese donde tres familias…

—¿Sabes a qué hora deja de oírse, Bethany? —interrumpió Paul. Bethany, como muchas personas mayores, solía pasar de un tema a otro con demasiada facilidad.

—¡Oh, puedo decírtelo! —dijo ella—. Hace años que tengo el sueño ligero como el de un gato peleón —rió como una niña—. A veces aún estoy despierta cuando para, ¿puedes creerlo? Anoche se detuvo sobre las cuatro y media, quizá un poco más tarde. No podría decirte la hora exacta porque en casa todos los relojes atrasan un poquitín. Supongo que están tan viejos como nosotros, ¿no Paul?

Pero Paul estaba ahora sumido en sus propias reflexiones. La dejó hablar un largo rato, porque después de todo, a menudo esas conversaciones telefónicas eran la única oportunidad que la señora Saunders tenía de charlar con alguien en todo el día, pero después le preguntó si quería que fuese allí a echar un vistazo, que quizá él podría averiguar dónde estaba el problema. A Paul se le ocurría que quizá la fuente del sonido estuviese en casa de Bethany, y no en la suya como había imaginado. Quizá allí el sonido fuese más intenso. A veces el sonido se propaga caprichosamente, y podría descender por el valle y adquirir propiedades extrañas al rebotar contra los árboles.

La señora Saunders estuvo encantada. Le agradeció enormemente el detalle y le aseguró que tendría pan con pasas y todo el té de jengibre que pudiera beber si se acercaba sobre las cinco de la tarde.

—Pero Paul… —añadió después—. ¿Te quedarás a cenar? Porque el soniquete… infernal, no empieza hasta las diez.

—Acepto encantado —dijo él—. ¿Quieres que lleve algo preparado? No quisiera darte trabajo.

—Tonterías —dijo ella con fingido tono serio—. El día que no pueda preparar la cena a un buen amigo será el día en que deposite este cuerpo arrugado en casa de mi hija.

El señor Hobson rió y se despidieron.

La tarde pasó agradablemente. La señora Saunders era una perfecta dama británica, y tanto el té como el pan de pasas se sirvieron adecuadamente en tazas y platos de porcelana. A la temperatura correcta además. Los tapetes de hilo abigarrados de encajes tampoco faltaron.

Prepararon una cena informal, a base de pasta. El señor Hobson prefería la tradicional cena inglesa a base de carne y dos clases de verduras (una de las cuales era, casi invariablemente, patatas), pero la señora Saunders tenía cierto gusto por la comida internacional. Paul no la culpaba: amaba Inglaterra hasta la médula, pero sabía que la única forma de comer bien en su país era desayunando tres veces al día. Además, comentó la señora Saunders, la pasta se preparaba sin esfuerzo, era económica y luego se le podía añadir uno de esos botes de salsa preparados para cambiar totalmente el sabor.

El último tramo de la tarde que les quedaba lo pasaron viendo la televisión, cómodamente instalados en el salón. Ver cualquier programa, por tonto que éste fuera, en compañía hacía que se convirtiera en una experiencia interesante. Se divirtieron criticando la ropa de las participantes en un conocido concurso y alabando la interpretación de Clint Eastwood en la película
Los puentes de Madison
, aunque la cogieron prácticamente al final. La señora Saunders creía que debía tenerla en DVD por alguna parte; comentó que era una de sus favoritas y suspiró largamente añadiendo que todo el asunto le parecía adorablemente romántico. Paul aseguró que uno de esos días volvería a visitarla para verla desde el principio.

Para cuando el reloj dio las diez menos cuarto, el señor Hobson ya consultaba la hora cada pocos minutos. Bethany había ido perdiendo fuelle y ahora luchaba por no quedarse dormida, cabeceando con sus ancianos ojos prácticamente cerrados en un rostro surcado por las arrugas. Y a las diez y ocho minutos, como si siempre hubiera estado allí, el Zumbido empezó a sonar.

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