Miró alrededor, desesperado. No había ningún lugar donde esconderse, ninguna terraza aledaña a la que saltar. ¿No había siempre una en todas las películas?
Se puso en pie. Su mente proyectaba pensamientos; se preguntaba si el momento del corte dolería mucho. Si acabarían con él rápidamente. Quizá Rebeca, con toda su juventud, había hecho lo más sensato…
No, no era lo más sensato. ¡Estás así por su culpa!
Era la impotencia lo que le volvía frenético. Sólo podía esperar… Esperar, y nada más, y en esa espera interminable los segundos se convertían en minutos, y los minutos en horas. Y en todo ese tiempo estuvo dando vueltas sobre sí mismo mirando a su alrededor con los ojos desorbitados como un animal acorralado.
Al cabo de un rato, empezó a tranquilizarse un poco. Nada parecía haber cambiado. El sonido del motor misterioso seguía ahí, y también el crepitar de las patas, resonando en las paredes de los edificios, pero la puerta de la terraza no se abrió, y nada ni nadie asomó por ella para clavarle una enfurecida mirada cargada de un odio animal.
Pasaron cinco, diez… quince minutos. Thadeus se atrevió a asomarse por la puerta, abriéndola sólo un poco al principio. La escalera le respondió con su quietud y su temperatura asfixiante, pero nada más: estaba tan solitaria como cuando cruzó el umbral la primera vez.
Entonces volvió a cerrar.
No se atrevía a bajar. Aún no.
Abajo había monstruos, y el cadáver de una chica a la que no había sabido tratar. Una chica cuya cabeza reventada como una sandía le miraba con ojos inyectados en sangre como si el monstruo fuese él.
Y quizá lo había sido.
El atardecer sorprendió a Thadeus sentado en el suelo, con la cabeza hundida entre los brazos. Hacía un buen rato que el sonido de las pisadas había ido apagándose paulatinamente hasta desaparecer por completo, pero él seguía allí.
Cuando terminó de acomodar a sus nuevos demonios, se levantó y caminó despacio hacia la barandilla. Sin embargo, evitó asomarse por el mismo lado que lo había hecho Rebeca antes de tirarse; lo último que quería ver era su cuerpo estrellado contra el suelo. Cuando miró, descubrió que su oído no le había engañado; la calle estaba otra vez vacía.
El ejército había pasado, tal y como intentó hacer entender a Rebeca que iba a ocurrir, pero esta vez se sorprendió al descubrir que en la calle se veían varias de las armaduras negras, caídas e inmóviles como el cadáver que encontrara la otra vez. Contó hasta seis de ellas, derribadas en diversos puntos.
Ese hecho le pareció interesante, aunque su mente estaba demasiado exhausta como para dedicarle un pensamiento más analítico.
Aún estuvo un rato intentando decidir qué hacer. Pronto anochecería, lo cual podría ser una buena cosa si aquellos seres tenían ojos compuestos, como la mayoría de los crustáceos que había estudiado. Dichos ojos no tenían una lente central, sino que estaban formados por agrupaciones de cientos y hasta miles de unidades receptivas. Eso significaba que todos ellos percibían el mundo en baja resolución, sin capacidad de visión nocturna. Por contra, los insectos y artrópodos con ojos compuestos eran capaces de detectar fácilmente movimientos rápidos en su entorno, así que si se decidía a empezar su periplo en ese momento, tendría que ir con cuidado al dar sus pasos.
O quizá me equivoque. Esos monstruos no son precisamente cangrejos de río, por mucho que se parezcan. Quizá sus ojos tengan una resolución similar a la retina humana. Quizá hasta puedan ver un pedo flotando en el aire, y si es así, estás jodido.
Pero lo cierto era que la idea le cautivaba cada vez más. Quería reunirse con otras personas, a ser posible, con sus compañeros; quería volver a casa, allá en el norte, donde no hacía tanto calor, y quería tener noticias sobre lo que estaba pasando en el mundo. Así que sin pensarlo más, se puso en marcha.
Cosa curiosa, a medida que descendía por las escaleras hacia el portal, empezó a sentirse más y más aliviado; como si dejara atrás una pequeña pesadilla. Ni siquiera se detuvo a beber agua en el piso que había compartido con Rebeca; la mera visión de la puerta entreabierta le asqueó, y continuó el descenso bajando cada vez más y más rápido. Una vez abajo, tampoco se le escapó el hecho de que el omnipresente sonido se escuchaba allí con la misma intensidad que en lo alto del edificio. En circunstancias normales, el hecho le habría parecido mucho más significativo, pero embotado como estaba por los recientes acontecimientos, apenas si tuvo la precaución de mirar a ambos lados antes de salir a la calle.
Olía vagamente a marisma, como la noche del aeropuerto, pero la temperatura era mucho más soportable, y el biólogo se sintió definitivamente mejor. Se tomó unos instantes para respirar y dejar que una pequeña brisa le apartara el pelo de la frente. Y una cosa agradeció: que Rebeca yaciera desparramada contra el asfalto frente a otro de los lados del edificio, y no allí.
Estaba a punto de ponerse en marcha cuando, a escasos metros de donde se encontraba, descubrió los restos de una de las Rocas Negras. Casi da un salto sobre sus pies. Impresionaba por su tamaño, incluso convertida en un montón de confusos restos oscuros; el caparazón tenía un aspecto quitinoso y se veía ligeramente húmedo, como si hubiera exudado algún líquido. Las poderosas pinzas, a esa distancia, parecían terribles, provistas de dientes de sierra grandes como los de un tiburón, e incluso más afilados. Estaba, además, recorrida por una miríada de moscas, un auténtico enjambre tumultuoso que volaba de manera nerviosa a su alrededor. Thadeus pensó en los contenedores de basura que solía haber a las puertas de los chiringuitos de playa, y no le extrañó, porque el olor era similar.
Asqueado, se retiró un par de pasos. Pensaba ya en cambiar de acera cuando, de repente, tuvo una idea.
Quizá fuese por la abominable y casi física oscuridad que los rodeaba, pero Merardo, que se consideraba en buena forma física, estaba exhausto.
Suponía que parte de ese cansancio era mental. La lenta ascensión por la rampa en espiral había transcurrido prácticamente en silencio, y éste, unido a la ausencia de luz, minaba sus ánimos como si un espectro invisible le estuviera drenando la misma vida. En el pozo inconmensurable que bordeaban, ya no se distinguía el fondo, ni se atisbaba luz alguna en la parte superior. Según sus cálculos, ya deberían haber llegado arriba, pero no era así; la espiral seguía y seguía, como si estuvieran atrapados en una enloquecedora versión de la escalera de Escher. La única explicación era que el túnel por el que descendieron en caída libre hubiese sido más largo de lo que pensó en un principio.
No, no era eso. Pensaba ahora que el diámetro de la caverna era extraordinario, y la inclinación de la rampa era de apenas unos pocos grados. Ascender unos metros representaba muchísimo tiempo andando, mucho más del que había calculado. No era muy eficaz. Quien quiera que hubiese construido esa rampa tenía pensado empujar algo muy pesado por ella.
Y bien, ¿qué ocurrirá cuando lleguemos arriba, de todos modos?
, se preguntaba una y otra vez. Era una buena pregunta; había sobrevolado su mente consciente desde que empezaran a subir por la rampa. No sabía lo que podían encontrar cuando llegaran, pero sabía que aquél podía ser un lento peregrinaje hacia algún tipo de suicidio práctico. Se suponía que el monte de Gibralfaro estaba lleno de esas cosas, así que si emergían por algún punto cercano al castillo, ¿en qué situación les dejaría eso?
Sacudió la cabeza. Ya pensaría en eso cuando llegara el momento.
De pronto, el móvil se apagó otra vez. Sin perder un segundo, tocó con el dedo la pantalla y el brillo volvió, tan mortecino y apagado que Merardo pensó que ahí estaba actuando algo más que el resplandor del aparato: sus propios ojos, que se estaban acostumbrando a la oscuridad.
Jonás resopló a su espalda.
—Perdona —dijo Merardo—. Ha sido un descuido.
Siguió andando, acariciando la pantalla con el dedo para que la luz se mantuviese. Lo último que quería era que Jonás volviese a sufrir un acceso de histeria como el de hacía un rato.
Espió el indicador de batería. Apenas quedaba una raya, que enunciaba con su color rojo brillante que estaba a punto de extinguirse.
Bien, eso era un problema. Pensaba ahora que quizá hubiera sido mejor volver con la extraña esfera; al fin y al cabo ésta despedía una especie de resplandor. Era demasiado tenue como para iluminar nada, pero suficiente para alejar las sombras de la oscuridad. Pero al mismo tiempo, ¿qué esperanza de ser rescatados podían haber tenido allí abajo? Ninguna. Lo más que podían esperar era que la esfera se pusiera en marcha, y entonces, permanecer a su lado no habría sido muy buena idea.
No, había tomado la decisión correcta. Sólo había estimado mal el tiempo que tardarían en llegar arriba.
Tendría que intentar algo. Si la luz se apagaba y Jonás tenía un ataque de pánico, acabarían los dos en el fondo de aquel insondable agujero.
Merardo se detuvo, y Jonás se tropezó con su espalda.
—Escúchame… —pidió Merardo—. Quiero que hagas algo por mí. ¿Lo harás?
—Sí… —dijo Jonás, pestañeando. Parecía salir de algún tipo de ensoñación.
—Quiero que cierres los ojos durante unos instantes.
Jonás pareció dudar unos segundos, pero después cerró los ojos sin problemas.
—¡Perfecto, hombre! —exclamó Merardo—. ¿Ves algo?
—No veo nada —dijo Jonás.
—Mira lo que ocurre. Ahora mismo estás completamente a oscuras, porque la luz del móvil no es lo bastante fuerte como para que penetre por tus párpados. Y sin embargo, sigues ahí, ¡fuerte! Erguido sobre tus dos pies, rodeado de oscuridad.
Jonás abrió los ojos rápidamente, como si temiese que la luz hubiera vuelto a apagarse. Cuando descubrió que el móvil seguía emitiendo un débil resplandor, se tranquilizó.
—¿Comprendes lo que quiero decir?
—No… —dijo Jonás lentamente—. Hay luz. Hay luz.
—Pero la luz la percibe tu cerebro. Cuando cierras los ojos, da igual que haya luz o no, porque ves lo mismo… y sin embargo, ¡no te afecta!
—Porque hay luz —repitió Jonás, confuso.
Merardo inhaló profundamente, y luego soltó el aire muy despacio.
—Vale. Es… Es un truco, ¿comprendes? ¿Has leído
Los renglones torcidos de Dios
?
Jonás negó con la cabeza. Ahora comprendía aún menos.
—En ese libro había un hombre que tenía fobia al agua. Si le caía una sola gota en el cuerpo, se volvía loco. Le afectaba profundamente. Pero conseguía lavarse y beber gracias a un truco. Usaba agua con burbujas, a través de un sifón.
—Pero el agua con burbujas sigue siendo agua —dijo Jonás despacio.
—¡Exacto! Sigue siendo la misma maldita cosa, pero a él le funcionaba. Era un pequeño truco, ¿comprendes?
—Sí —musitó Jonás—. Pero ¿por qué me cuentas esto?
Merardo no contestó inmediatamente. Sabía que él
sabía
a qué venía todo eso, y esperó a que ese conocimiento se abriera paso, poco a poco, en su mente consciente. Jonás lo miraba, cansado y apesadumbrado, convertido en una sombra gris de lo que había sido apenas unas horas antes. Su mirada bailaba de uno a otro ojo, esperando una respuesta, y de pronto, ésta brotó por sí sola. Sus ojos se abrieron de par en par. Los músculos de su mandíbula se endurecieron.
—No… —graznó.
Merardo le agarró de los hombros. La luz del móvil iluminó su lado izquierdo, exagerando sus rasgos.
—Sabes que tenemos que pensar algo. No lo aguantarás. A menos que usemos un truco. Un truco sencillo. Pero funcionará bien, porque la oscuridad no significa nada.
—¡No!
—No tienes por qué saberlo. Cuando la batería se apague, no diré nada. Podrás seguir pensando que la luz sigue ahí. Que estamos rodeados de luz.
Jonás negaba con la cabeza, respirando con rapidez. Sus labios se replegaron mostrando unos dientes feos y gastados.
—Mira. Te pondré mi camisa enrollada en los ojos y será como si tuvieras los ojos cerrados…
Jonás negó enérgicamente. Intentó liberarse de las manos de Merardo, pero éste no le dejó.
—¡Escúchame! Todavía hay luz. ¡Todavía hay luz! Concéntrate en eso… Olvida todo lo demás. ¡Todavía hay luz!
Jonás asintió.
—Todavía… To-todavía hay luz. Todavíahayluz.
—Eso es. Todavía hay luz.
—Todavíahayluz. Todavíahayluz.
—Ahora vamos a probar… Todavía hay luz, así que no pasa nada. ¡Hay luz! Sólo es una prueba. ¿Vale? Sólo una prueba.
—Todavíahayluz. Todavíahayluz…
Merardo asintió, y bajó las manos lentamente para empezar a quitarse la camisa. Lo hizo de forma tan pausada para evitar causarle sobresaltos, que casi parecía una escena erótica. Debajo llevaba una camiseta interior de manga corta, bendita fuera esa costumbre suya, y aunque en la gruta la temperatura distaba de ser cálida, no se le ocurría otra cosa con que vendarle los ojos.
Luego enrolló la camisa hasta que formó una especie de cuerda, y empezó a pasarla lentamente por la espalda de Jonás. El hombre temblaba, pero no se resistió. Merardo se sentía como si estuviese desactivando una bomba; una bomba que, en cualquier momento, podía estallarle en la cara. Ni siquiera sabía si decir algo serviría para imprimirle confianza o le haría estallar.
Por fin, quedaba únicamente cerrar las mangas alrededor de la cabeza. Merardo tragó saliva. Por un instante, estuvo seguro de que Jonás iba a rechazarle con un fuerte empellón. Casi se podía imaginar perdiendo apoyo y cayendo hacia el vacío, pero el hombre se quedó quieto, temblando como un plato de gelatina. Terminó dando vuelta a las mangas y haciendo un nudo suave.
—¡Ya está! —dijo al fin—. ¿Ves? Es como si tuvieras los ojos cerrados. ¡Y todavía hay luz!
—Si… t-todavía hay luz —repitió Jonás, entrecortadamente.
—Eso es… ¿vas bien?
—Voy bien…
Merardo sonrió, y era una sonrisa sincera, de perfecto alivio.
—Estupendo… pon la mano en mi hombro, ¿de acuerdo? Yo caminaré delante. Veo bien el camino porque llevo nuestra luz.
—Sí…
Satisfecho, Merardo empezó a andar. Iba despacio, sobre todo porque tenía la impresión de que la luz que emitía el móvil era cada vez más y más tenue. Ahora apenas podía ver un par de pasos más allá de donde estaba. Realmente, había podido poner en práctica su pequeña estratagema sólo por los pelos; hasta le parecía que la falta de claridad se apagaba a ojos vista. Tenía que cerrar y abrir los ojos para acostumbrar el iris a la nueva luminosidad. Se preguntó entonces si debía reservar ese pequeño resto de carga para una emergencia, y le pareció una buena idea, así que buscó la pared con la mano izquierda y apartó el dedo de la pantalla.