Aunque los responsables ya no lo llamaran así, eso es lo que era, una residencia de ancianos. Se esforzaban en encontrar nuevas palabras que sonaran mejor, pero seguía tratándose de ancianos a los que se había apartado, en muchos casos, para que se sentaran a esperar la muerte.
Alargó la mano en busca de la libreta negra que había junto a una pila de periódicos sobre la mesa. Tras su primera semana en la residencia de Marnäs —la había pasado sentado al escritorio, mirando fijamente por la ventana—, Gerlof había recobrado ánimos y había ido a la aldea a comprar una libreta en la pequeña tienda de comestibles. Luego había comenzado a escribir.
La libreta contenía pensamientos y exhortaciones. En ella escribía cosas que debía realizar y las tachaba una vez realizadas, aparte de la orden «¡AFÉITATE!», que figuraba en la parte superior de la primera página y que nunca tachaba, ya que constituía una actividad diaria. Afeitarse era necesario, y aquel día se había acordado de hacerlo por la mañana.
Éste era el primer pensamiento que figuraba en la libreta:
«MEJOR ES EL QUE TARDE SE ENCOLERIZA QUE EL FUERTE; Y EL QUE SE ENSEÑOREA DE SU ESPÍRITU, QUE EL QUE TOMA UNA CIUDAD.»
Era una máxima memorable del capítulo decimosexto de los Proverbios. Gerlof había comenzado a leer la Biblia cuando era niño, y desde entonces no había dejado de hacerlo.
«PAGAR LOS RECIBOS MENSUALES.»
«JULIA LLEGA EL MARTES POR LA TARDE.»
«HABLAR CON ERNST.»
No tenía que pagar los recibos del teléfono, el periódico, la mensualidad de la residencia de Marnäs y el mantenimiento de la tumba de Ella, su mujer, hasta la semana siguiente.
Y Julia estaba en camino, al fin había prometido que vendría. Eso no debía olvidarlo. Esperaba que pudiera quedarse un tiempo en Öland. Pese a los años que habían pasado la pena aún la atormentaba, y él quería quitársela.
El último recordatorio era igual de importante y también tenía que ver con Julia. Ernst había sido cantero en Stenvik, y era de los pocos que seguían viviendo allí todo el año. Él, Gerlof y el amigo de ambos, John, hablaban por teléfono todas las semanas. A veces se sentaban a la hora de las sombras y se contaban viejas historias, algo que Gerlof apreciaba aunque en general ya las conociera.
Pero unos meses atrás, una noche Ernst había llegado a la residencia de Marnäs con una nueva historia sobre el asesinato de Jens, el nieto de Gerlof.
Éste no estaba en absoluto preparado para escucharla —en realidad no quería pensar en el pequeño Jens—, pero su amigo se sentó en la cama e insistió en contarla.
—He estado pensando en lo que sucedió —dijo en voz baja.
—Vaya —respondió Gerlof, que estaba sentado al escritorio.
—No creo que tu nieto se metiera en el mar y se ahogara —continuó Ernst—. Me parece que se adentró en la niebla que cubría el lapiaz. Y que ahí se encontró con su asesino.
—¿Su asesino? —repitió Gerlof.
Ernst hizo una pausa, con las callosas manos cruzadas sobre sus rodillas.
—¿Quién? —inquirió Gerlof.
—Nils Kant —dijo Ernst—. Creo que el que apareció entre la niebla fue Nils Kant.
Gerlof escudriñó a su amigo, pero la mirada de Ernst era seria.
—Creo que fue eso lo que ocurrió en realidad —insistió—. Nils Kant regresó a casa del mar, o de donde fuera que estuviese, y causó una desgracia más.
En aquella ocasión no dijo nada más. Una breve historia de la hora de las sombras, que Gerlof no pudo olvidar. Esperaba que Ernst regresara pronto y prosiguiera con el relato.
Continuó hojeando la libreta. Había anotado muchos menos pensamientos que tareas, y pronto llegó al final.
La cerró. No tenía mucho más que hacer en el escritorio, no obstante permaneció sentado y observó los abedules mecerse en la oscuridad. Le recordaron vagamente a las velas agitadas por el viento. No le resultó difícil relacionar ese pensamiento con la imagen de él mismo en cubierta, sacudido por un viento otoñal como aquél. La costa ölandesa se mecía pausadamente, ya fuera un primer plano de rocas y casas o la sencilla línea oscura del horizonte. Mientras evocaba esa imagen, de repente sonó el teléfono que tenía sobre el escritorio.
En la silenciosa habitación el sonido resultó muy fuerte y agudo. Gerlof lo dejó sonar una vez más. A menudo adivinaba quién le llamaba pero esta vez no estaba seguro.
Levantó el auricular después de la tercera señal.
—Davidsson.
Nadie respondió.
Al otro lado de la línea se oía un constante zumbido de electrones o de algo que revoloteaba alrededor del cable telefónico, pero quien sostenía el auricular no dijo esta boca es mía.
Pese a todo, Gerlof creyó saber lo que quería su interlocutor.
—Soy Gerlof —dijo al auricular—, y la he recibido. Si es que llamas por lo de la sandalia.
Le pareció oír una leve respiración.
—Me llegó hace unos días por correo —añadió.
Silencio en el auricular.
—Creo que la enviaste tú —prosiguió Gerlof—. ¿Por qué?
Sólo silencio.
—¿Dónde la encontraste?
En el auricular sólo se oía un zumbido. Cuando Gerlof hubo apretado lo bastante el teléfono al oído, comenzó a sentirse como si estuviera sentado solo en el universo y escuchara el silencio del oscuro espacio. O del mar.
Después de treinta segundos alguien tosió.
Luego se oyó un clic. Habían colgado el auricular.
Lena Lundqvist, la hermana mayor de Julia, agarraba con fuerza las llaves y observaba el coche, sólo el coche. Le lanzó una rápida mirada a Julia, pero luego volvió la vista al automóvil que compartían.
Era un pequeño Ford rojo. Aunque no era nuevo, la pintura aún relucía y tenía buenos neumáticos. Estaba aparcado en la calle junto a la entrada de la alta casa de ladrillo que Lena y su marido poseían en Torslanda; el gran jardín carecía de vistas al mar pero estaba tan cerca de él que a Julia le pareció percibir el aroma de agua salada en el aire. Oyó unas risas agudas a través de una ventana entreabierta y dedujo que los niños estaban en casa.
—En realidad no deberíamos prestártelo… ¿Cuándo condujiste por última vez? —preguntó Lena.
Aún sujetaba las llaves del coche en una mano con el brazo cruzado con fuerza sobre el pecho.
—El verano pasado —contestó Julia, y añadió con inusitada rapidez, como una advertencia—. Pero es
mi
coche… por lo menos la mitad.
En la calle soplaba un viento frío y húmedo proveniente del mar. Lena sólo llevaba una ligera chaqueta de lana y una falda, pero no le pidió a Julia que entrara a la casa caldeada para seguir la conversación, aunque de haberlo hecho ella no habría aceptado. Seguro que Richard estaba dentro, y no tenía ningunas ganas de verlo, y a sus hijos adolescentes menos.
Richard era una especie de jefe, o mejor dicho, de alto directivo en Volvo. Tenía, por supuesto, coche de empresa, al igual que Lena, que era directora de una escuela en Hisingen. Ambos habían tenido mucha suerte.
—No lo necesitas —añadió Julia con voz firme—. Lo tenías sólo mientras yo… cuando no quería conducir.
Lena miró de nuevo el coche.
—Sí, sí, pero la hija de Richard viene por aquí cada quince días, y a ella le gusta…
—Pagaré toda la gasolina —la interrumpió Julia.
No le tenía miedo a su hermana mayor, nunca se lo había tenido, y ahora había decidido ir a Öland.
—Lo sé, no es eso —repuso Lena—. Pero no me parece bien. Además, está lo del seguro. Richard dice…
—Sólo iré a Öland —dijo Julia—. Y luego regresaré a Gotemburgo.
Lena alzó la mirada hacia la casa; había luz tras las cortinas de casi todas las ventanas.
—Gerlof quiere que vaya a verlo —prosiguió Julia—. Ayer hablé con él.
—Pero ¿por qué quiere que vayas
ahora?
—quiso saber Lena, y continuó sin esperar respuesta—. ¿Y dónde vivirás? No te puedes quedar con él en la residencia; por lo que sé, no hay cuarto de invitados. Y hemos cerrado la casa de verano y el cobertizo de Stenvik durante la temporada…
—Ya encontraré algo —apuntó Julia rápidamente, y luego se dio cuenta de que no sabía dónde iba a alojarse. No había pensado en ello—. Entonces, ¿me lo puedo llevar?
Presentía que su hermana estaba a punto de rendirse y quería una respuesta rápida antes de que Richard saliera y ayudara a su mujer a aplazar el préstamo del coche.
—Bueno… —respondió Lena—. Llévatelo. Pero antes voy a sacar unas cosas.
Fue hasta el coche, lo abrió y cogió unos papeles, un par de gafas de sol y media tableta de chocolate Marabou.
Regresó junto a Julia, alargó la mano y dejó caer el llavero. Julia lo cogió, y entonces Lena le dio una cosa más.
—Llévate esto también. Así podremos localizarte —dijo—. Me acaban de dar uno nuevo en el trabajo.
Era un teléfono móvil, negro. Quizá no fuera el modelo más diminuto, pero sí lo bastante pequeño.
—No sé utilizar estos aparatos —dijo Julia.
—Es fácil. Primero tienes que teclear un código… toma. —Lena escribió el código y el número de teléfono en un trozo de papel—. Cuando llames tienes que marcar todo el número, incluido el prefijo nacional, y luego aprietas este botón verde. Todavía queda un poco de saldo, después tendrás que pagar tú.
—Vale. —Julia cogió el teléfono—. Gracias.
—Bueno… Conduce con cuidado —dijo Lena—. Saluda a papá de mi parte.
Julia asintió y se dirigió al coche. Al sentarse, olió el perfume de su hermana, arrancó el motor y partió.
Anochecía. Al pasar por Hisingen, a veinte kilómetros por debajo del límite de velocidad, se preguntó por qué Lena y ella nunca podían mirarse más de unos segundos. En el pasado habían estado muy unidas —años atrás Julia se había mudado a Gotemburgo por su hermana—, pero ahora era diferente. Llevaban así desde aquel viernes, hacía mucho tiempo. Fue la última vez que Julia estuvo en casa de Lena y Richard, en una cena sin niños que finalizó cuando Richard dejó la copa de vino en la mesa y se levantó para preguntar:
—¿Tenemos que estar hablando siempre de desgracias que ocurrieron hace veinte años? Sólo pregunto. ¿Es realmente necesario?
Estaba enfadado y algo ebrio, y tenía la voz ronca; Julia apenas había nombrado a Jens de pasada, sólo para explicar por qué se sentía de esa manera.
La voz de Lena sonó tranquila cuando acto seguido miró a Julia y pronunció el comentario que provocaría que dos años atrás ésta se negara a acompañar a su hermana a Öland para ayudar a Gerlof con la mudanza de la casa de Stenvik a la residencia de Marnäs.
—Nunca regresará —había dicho Lena—. Todo el mundo lo sabe. Jens está muerto, Julia. Tienes que aceptarlo.
Julia se puso en pie y chilló como una histérica, pero no le sirvió de nada.
Julia aparcó el coche en la calle delante de su casa y entró para hacer el equipaje. Después de introducir en la maleta ropa para diez días, algunos artículos de baño y unos libros (dos botellas de vino tinto y algunas pastillas), se comió un sándwich y bebió agua en lugar de vino. Luego anocheció y llegó la hora de acostarse.
Pero en cuanto apagó la luz se quedó mirando fijamente el techo desde la cama sin poder dormirse. Se levantó y fue al cuarto de baño, se tomó una pastilla y se acostó de nuevo.
El zapato de un niño pequeño. Una sandalia.
Al cerrar los ojos se vio a sí misma como una joven madre calzándole las sandalias a Jens, y ese recuerdo generó un negro lastre sobre su pecho, una pesada incertidumbre que la hizo tiritar bajo la sábana.
El zapatito de Jens, después de veinte años sin una sola pista. Después de buscarlo por todo Öland, de las interminables reflexiones durante las noches en vela.
La pastilla para dormir empezaba a actuar lentamente.
«Basta de oscuridad —pensó en un estado de duermevela—. Ayúdanos a encontrarlo.»
Tardó mucho en hacerse de día, y aún no había amanecido cuando Julia se despertó y se levantó. Desayunó y después lavó los platos y cerró con llave el apartamento y se sentó en el coche. Cuando el motor arrancó, activó el limpiaparabrisas para quitar las hojas que habían caído, y a continuación, por fin, se puso en camino desde la calle donde vivía y salió de la ciudad al amanecer con el tráfico matinal. El último semáforo cambió a verde y giró hacia la autopista en dirección este, para salir de Gotemburgo y adentrarse en el campo.
Recorrió los primeros diez kilómetros con la ventanilla bajada para que el frío aire matinal ventilase el coche y se llevara los restos del perfume de su hermana.
«Jens, ya voy —pensó—. Ya voy, y ahora nadie podrá detenerme.»
Sabía que no debía hablar con él, ni siquiera para sus adentros. Era un síntoma de desequilibrio, pero aun así lo había hecho de vez en cuando desde la desaparición de Jens.
Al pasar Borås la autopista se acabó y las casas se volvieron más pequeñas y escasas. Los tupidos abetales de Småland se apelotonaban a ambos lados de la carretera. Podría haber girado en cualquier desvío hacia un destino desconocido, pero las carreteras que se adentraban en el bosque parecían demasiado desoladas. Siguió todo recto, atravesando el campo hacia la costa este e intentó disfrutar del hecho de que por primera vez en muchos años emprendiera un largo viaje ella sola.
Se detuvo a repostar en un área de servicio a una veintena de kilómetros de la costa y dio un par de bocados a un plato de carne estofada que estaba dura y llena de nervios y no valía lo que costaba. Luego prosiguió su camino.
En dirección al puente de Öland. El puente que conducía a la isla se tomaba en el norte de Kalmar; lo habían construido hacía veinte años y lo habían inaugurado el mismo otoño que… Ese día.
No debería pensar más en ello, al menos hasta que llegara a su destino.
El puente de Öland era alto y se asentaba firmemente en el estrecho sobre anchos pilares de hormigón. No se movía ni un milímetro bajo el vendaval que sacudía al coche. Era ancho y completamente recto excepto por un arco elevado cerca de tierra firme que permitía que barcos de gran calado pudieran cruzarlo por debajo. El arco era una atalaya y ahora podía ver la isla llana. Se extendía a lo largo del horizonte, de norte a sur.
Vio el lapiaz, la llanura de caliza estéril cubierta de hierba que ocupaba gran parte de Öland. Nubes oscuras y alargadas se deslizaban lentamente como globos aerostáticos sobre el paisaje.
Tanto a los turistas como a los ölandeses les gustaba caminar y observar los pájaros de la zona, pero a Julia no le atraía el lapiaz. Era demasiado grande y, si se desplomara el inmenso cielo, carecía de lugares donde guarecerse.