Estuve mucho rato mirando hacia abajo. El vacío atraía. Era una tentación. Parecía decir «¡ven, ven!». Era como si tirara de unos hilos invisibles, «¡ven, ven!». Y era fácil. Facilísimo. Sólo con inclinar un poco el cuerpo hacia delante, perdería el equilibrio y ya estaría… «¡Ven, ven!»
¡Sí! ¡Allá voy! ¡Es que todavía no puedo decidir cuándo! ¡No sé el momento! No puedo decir: «¡Ahora! ¡Ahora salto!»
Decidí contar hasta tres, como cuando hacíamos carreras o nos zambullíamos en el agua y, al decir «tres», dejarme caer. Aspiré y conté:
—Uno… dos… —Entonces me interrumpí otra vez porque no sabía si saltar con los ojos abiertos o cerrados. Después de pensarlo un poco, decidí contar con los ojos cerrados, soltarme al decir «tres» y no abrirlos hasta que empezara la caída. Cerré los ojos y conté: «Uno… dos…»
Entonces oí unos golpes. Venían de la carretera. Eran unos golpes secos, acompasados, «tac-tac-tac-tac», que sonaban a un ritmo dos veces más rápido que mi cuenta: un «tac» con el «uno», otro «tac» entre el «uno» y el «dos», otro con el «dos», otro entre el «dos» y el inminente «tres» —lo mismo que el metrónomo de la señorita Funkel: «Tac-tac-tac-tac.» Era como si aquellos golpes se burlaran de mi cuenta. Abrí los ojos, y al instante cesaron los golpes. En su lugar sólo se oyó un roce, un crepitar de ramas, un jadeo fuerte, como de un animal; y, de pronto, debajo de mí apareció el señor Sommer, treinta metros más abajo, en la vertical, de manera que, al saltar, no me hubiera matado yo solo, sino también a él. Me así con fuerza a mi rama y me quedé quieto.
El señor Sommer estaba inmóvil, jadeando. Cuando su respiración se sosegó un poco, la contuvo bruscamente y movió la cabeza espasmódicamente hacia todos los lados, sin duda, para escuchar. Luego, se agachó y miró hacia la izquierda por debajo de los arbustos, hacia la derecha, por entre los troncos, se deslizó como un indio alrededor del árbol y volvió a quedarse en el mismo sitio, miró y escuchó una vez más en derredor (¡pero no hacia arriba!), y cuando se hubo cerciorado de que nadie le seguía y de que no había nadie cerca de allí, con tres rápidos movimientos soltó el bastón, se quitó el sombrero de paja y la mochila y se tendió entre las raíces, en el suelo del bosque, como en una cama. Pero en aquella cama no descansaba. Apenas se echó, lanzó un suspiro largo y estremecedor. No; no era un suspiro, porque en un suspiro se aprecia el alivio, era más bien un gemido, un sonido profundo, quejumbroso, en el que se mezclaban la desesperación y el ansia de consuelo. Otra vez, el mismo sonido escalofriante, aquel quejido suplicante, como el de un enfermo atormentado por el dolor, y tampoco ahora hubo alivio, ni sosiego, ni un segundo de paz, sino que ya volvía a levantarse, cogía la mochila, sacaba bruscamente el bocadillo y una cantimplora, empezaba a comer, a devorar, a engullir el pan, y a cada bocado miraba en derredor con desconfianza, como si en el bosque acecharan enemigos, como si tras él viniera un temible perseguidor al que sólo había sacado una ventaja efímera y que, en cualquier momento, podía aparecer allí, en aquel lugar. A los pocos instantes se había comido el bocadillo, bebió un trago y, siempre con aquella prisa frenética, como hostigado por el pánico, se dispuso a marcharse; guardó la cantimplora y, mientras se ponía en pie, se colgó la mochila a la espalda, y con el mismo movimiento cogió el bastón y el sombrero y, deprisa, jadeando, echó a andar por entre los arbustos con un murmullo de hojas, un crujido de ramas y, después, ya en la carretera, los golpes del bastón en el asfalto, acompasados, con cadencia de metrónomo: «tac-tac-tac-tac-tac…», que se alejaban rápidamente.
Yo me quedé sentado en la rama, apoyando fuertemente la espalda en el tronco del abeto —no sé cómo había vuelto hasta allí. Estaba temblando. Tenía frío. De pronto, se me había quitado el deseo de saltar. Me parecía ridículo. No comprendía cómo podía habérseme ocurrido una idea tan tonta: ¡suicidarme por un moco! Porque ahora acababa de ver a un hombre que estaba huyendo continuamente de la muerte.
Transcurrieron seguramente cinco o seis años antes de que me encontrara otra vez con el señor Sommer, la última. Desde luego, lo había visto con frecuencia; habría sido casi imposible no verle estando como estaba siempre dando vueltas de un lado para otro, por la carretera, por los caminos del lago, por el campo o por el bosque. Pero no me había fijado en él, creo que, de tanto verlo, ya nadie reparaba en él.
Era como si se hubiera convertido en un elemento del paisaje que uno da por descontado, porque no vas a estar diciendo todos los días con sorpresa: «¡Mira, la torre de la iglesia! ¡Mira, la montaña del colegio! ¡Mira, el autobús…!» Todo lo más, si el domingo por la tarde, camino de las carreras, mi padre y yo pasábamos por su lado en el coche, decíamos bromeando: «¡Mira, el señor Sommer, el que se juega la vida!», pero, en realidad, no nos referíamos a él, sino al día de la granizada de hacía muchos, muchos años, en que mi padre había utilizado esta frase hecha.
Se decía que su mujer, la que hacía muñecas, había muerto, pero no se sabía exactamente cuándo ni dónde, y nadie había ido al entierro. El señor Sommer ya no vivía en el sótano del pintor Stanglmeier —allí vivían ahora Rita y su marido—, sino un par de casas más allá, en la buhardilla del pescador Riedl. Pero, según dijo más tarde la señora Riedl, allí paraba poco y, si iba, era sólo un momento, a comer algo o a tomar una taza de té, y se marchaba otra vez. A menudo no aparecía en varios días, ni a dormir; nadie sabía dónde había estado, dónde había pasado la noche, ni si por la noche había dormido o había caminado, como durante el día. Tampoco interesaba. Ahora la gente tenía otras preocupaciones. Pensaban en el coche, en la lavadora, en los aspersores del césped y no en dónde pasaba la noche un viejo raro. Hablaban de lo que habían oído por la radio o visto por la televisión, o del nuevo supermercado de la señora Hirt, y no del señor Sommer, desde luego. A pesar de que aún se le veía, ya nadie reparaba en él. Era como si el tiempo ya no contara para él, como suele decirse.
¡Pero para mí sí contaba! Yo iba con el tiempo y, muchas veces, por delante de él, o así me lo parecía. Medía casi un metro setenta, pesaba cuarenta y nueve kilos y calzaba el cuarenta y uno. Ya iba a la quinta clase del Instituto. Había leído todos los cuentos de los hermanos Grimm y la mitad de los de Maupassant. Había fumado medio cigarrillo y visto en el cine dos películas sobre una emperatriz de Austria. Ya no me faltaba mucho para conseguir el ansiado carnet de estudiante con la estampilla roja de «mayor de 16 años» que me permitiría ver películas no aptas para niños y permanecer en locales públicos hasta las diez de la noche, sin estar acompañado por «padres o tutores». Sabía resolver ecuaciones con varias incógnitas, montar un receptor de galena para onda media y recitar de memoria el principio de
De bello Gallico
y los primeros versos de la
Odisea
, esto último a pesar de no saber ni una palabra de griego. Al piano ya no tocaba cosas de Diabelli ni del aborrecido Hässler, sino, además de blues y boogie-woogie, piezas de compositores tan importantes como Haydn, Schumann, Beethoven y Chopin, y soportaba estoicamente y hasta con cierto regocijo interior los ocasionales accesos de ira de la señorita Funkel.
Ya casi no trepaba a los árboles. Pero tenía mi propia bicicleta, precisamente la que fuera de mi hermano, con manillar de carreras y tres marchas. Con ella había pulverizado, nada menos que en treinta y cinco segundos, el récord de la distancia entre Unternsee y Villa Funkel, rebajándolo de trece minutos y medio a doce minutos cincuenta y cinco segundos —cronometrados con mi propio reloj. Dicho sea con modestia, me había convertido en un ciclista consumado, no sólo por velocidad y resistencia sino también por habilidad. Conducir o tomar una curva sin manos, virar sin poner el pie en el suelo o derrapando, no tenía secretos para mí. Incluso podía ponerme de pie en el portapaquetes durante la marcha; una proeza inútil pero artística e impresionante, prueba elocuente de mi ahora ilimitada confianza en el mantenimiento del impulso inicial. Mi antiguo escepticismo hacia la bicicleta había desaparecido por completo, tanto en el aspecto teórico como en el práctico. Yo era un ciclista entusiasta. Ir en bicicleta era casi como volar.
Desde luego, también en aquella época había cosas que me amargaban la existencia, especialmente la circunstancia de no disponer de una radio de onda corta, lo que me impedía escuchar la novela policiaca de los jueves, de diez a once, y tenía que conformarme con que mi amigo Cornelius Michel me la contara, mal que bien, al día siguiente en el autobús de la escuela; y la circunstancia de no tener televisor en casa. «En mi casa no entra un televisor —decretó mi padre, que había nacido el mismo año en que murió Giuseppe Verdi—. La televisión mina la afición a hacer música en el hogar, estropea la vista, perturba la convivencia familiar y fomenta la estupidez general
[5]
.» Desgraciadamente, en esta cuestión mi madre no le llevaba la contraria. Por consiguiente, yo tenía que ir a casa de mi amigo Cornelius Michel para degustar alguna que otra vez bocados culturales tales como
Mamá nos complica la vida
,
Lassie
o
Las aventuras de Hiram Holliday
.
Por desgracia, casi todas estas emisiones correspondían a la programación de tarde, que terminaba a las ocho en punto, antes de que empezara el telediario. Pero a las ocho en punto yo tenía que estar en mi casa, con las manos limpias y sentado a la mesa. Y, puesto que es imposible estar en dos sitios a la vez, sobre todo cuando entre uno y otro hay una distancia de siete minutos y medio en bicicleta —además de lo que se tarda en lavarse las manos—, mis escapadas televisivas provocaban el clásico conflicto entre obligación y devoción. Porque o me marchaba siete minutos y medio antes de que terminara la película y me perdía el desenlace, o me quedaba hasta el final y llegaba siete minutos y medio tarde a la cena, exponiéndome a los reproches de mi madre y a la triunfal diatriba de mi padre contra la televisión destructora de la armonía familiar. Creo que aquella fase de mi vida quedó marcada por conflictos de esta o parecida índole. Continuamente
tenías
que hacer esto o lo otro, o no podías hacer esto, o era preferible que…, siempre se esperaba algo de ti, se te recomendaba algo, se te exigía algo: ¡haz esto!, ¡haz lo otro!, ¡pero no te olvides de lo de más allá!, ¿ya has terminado eso?, ¿has ido allí?, ¿dónde has estado hasta estas horas?… siempre presión, siempre obligación, siempre falta de tiempo, siempre el reloj delante de las narices. Pocas veces te dejaban en paz… Pero no quiero perderme en lamentaciones ni desahogarme hablando de mis conflictos juveniles. Será preferible que me rasque rápidamente el occipital, dando, quizá, un par de golpecitos con el dedo medio en el lugar que ya saben y procure concentrarme en lo que, al parecer, era mi intención explicar; es decir, mi último encuentro, con el señor Sommer y el final de su historia y de este relato.
Era otoño, después de una de mis veladas televisivas en casa de Cornelius Michel. La película era muy pesada, se veía venir el final y yo me marché de casa de los Michel a las ocho menos cinco, para llegar a cenar con cierta puntualidad.
Ya había oscurecido y sólo en el oeste, sobre el lago, quedaba en el cielo una claridad gris. Yo iba sin luz, en primer lugar porque el faro casi nunca funcionaba, ya fuera por culpa de la bombilla, del portalámparas o del cable, y en segundo lugar porque si conectaba la dinamo, ésta frenaba sensiblemente la rueda, prolongando el viaje hasta Unternsee en más de un minuto. Además, no necesitaba luz. Hubiera podido recorrer aquel trayecto dormido, y hasta en la noche más negra, el asfalto de la estrecha carretera siempre era un poco más oscuro que las cercas de los jardines que había a un lado y los arbustos del otro lado, por lo que no tenías más que ir por lo negro.