La Historia del señor Sommer (4 page)

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Authors: Patrick Süskind

Tags: #Cuento

BOOK: La Historia del señor Sommer
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Un día —un sábado— ocurrió un milagro. Durante el recreo, Carolina vino corriendo, se paró muy cerca de mí y me dijo: «Oye, ¿tú vas siempre solo a Unternsee?»

—Sí —respondí.

—¡Pues el lunes iré contigo!

Después dio muchas explicaciones, dijo que una amiga de su madre vivía en Unternsee y que ella tenía que ir a buscar a su madre a casa de la amiga y que con su madre, o con la amiga, o con la madre y la amiga… ya no me acuerdo, creo que lo olvidé aquel mismo día, mientras ella lo decía, porque yo estaba tan sorprendido, tan abrumado por la frase «El lunes iré contigo» que no pude, o no quise, oír nada más que estas palabras maravillosas: «¡El lunes iré contigo!»

Durante el resto del día y todo el domingo, la frase me sonaba en el oído de un modo tan agradable… ¡ah, pero qué digo!, me sonaba de un modo más fantástico que todo lo que había leído de los hermanos Grimm hasta entonces, más fantástico que la promesa de la princesa al rey-rana: «Tú comerás en mi plato y dormirás en mi cama…», y yo contaba las horas con más impaciencia que Rúmpeles-Tíjeles: «¡Hoy hago pan, mañana cerveza, pasado mañana tendré gran riqueza!» Me sentía como Juan con Suerte, el Hermano Alegre y el Rey de la Montaña de Oro en una sola persona… «¡El lunes iré contigo!»

Hice mis preparativos. Durante el sábado y el domingo, recorrí el bosque buscando un buen itinerario. Porque desde el primer momento me dije que con Carolina no seguiría el camino de siempre. Ella debía conocer mis rutas más secretas. Quería enseñarle las maravillas de mis parajes preferidos. El camino de Obernsee debía quedar pálido en su recuerdo frente a las maravillas que vería en mi camino hacia Unternsee.

Después de mucho pensar, me decidí por una ruta que, poco después de entrar en el bosque, torcía a la derecha, cruzaba una hondonada, un criadero de abetos y, por un caminito cubierto de musgo, te llevaba a una floresta y luego bajaba bruscamente hasta el lago. Esta ruta tenía nada menos que seis curiosidades que yo quería enseñarle a Carolina, con los comentarios correspondientes, y que eran:

a) Una caseta del transformador de la central eléctrica, situada casi al borde de la carretera, de la que constantemente salía un zumbido y que tenía en la puerta una placa amarilla con un rayo rojo y el aviso: «¡Alta tensión! ¡Peligro de muerte!»

b) Un grupo de siete frambuesos con el fruto maduro.

c) Un pesebre para ciervos, momentáneamente sin heno pero con una gran bola de sal.

d) Un árbol del que se decía que, después de la guerra, se había ahorcado un viejo nazi.

e) Un hormiguero de casi un metro de alto y metro y medio de diámetro y, finalmente, como punto culminante del recorrido,

f) una maravillosa haya a la que yo pensaba subir con Carolina y, desde una sólida rama situada a diez metros de altura, contemplar una vista incomparable sobre el lago, inclinarme hacia ella y soplarle en la nuca.

Del armario de la cocina robé galletas, de la nevera un yogur y, de la bodega, dos manzanas y una botella de zumo de grosella. Lo metí todo en una caja de zapatos, y el domingo por la tarde la dejé entre las ramas, para merendar. Aquella noche, en la cama, repasé los cuentos que quería contarle a Carolina para hacerla reír, uno durante el camino, y el otro cuando estuviéramos en el haya. Encendí la luz, saqué del cajón de la mesita de noche un destornillador que era uno de mis tesoros más preciados y lo puse en la cartera, para regalárselo al día siguiente. Repasé los dos cuentos, repasé el programa del día siguiente, repasé varias veces las estaciones de la ruta, de la a) a la f) y decidí el lugar y momento para el regalo del destornillador, repasé el contenido de la caja de zapatos que ya estaba en el árbol esperándonos —nunca se ha preparado una cita con más esmero—, y finalmente me abandoné al sueño, arrullado por sus dulces palabras: «El lunes iré contigo… el lunes iré contigo…»

El lunes amaneció inmaculadamente hermoso. El sol brillaba con suavidad y el cielo estaba azul y límpido como el agua. En el bosque, los mirlos cantaban y los pájaros carpinteros repiqueteaban por todas partes. Hasta entonces, cuando iba ya camino de la escuela, no se me ocurrió pensar que en mis preparativos no había tenido en cuenta lo que habríamos hecho Carolina y yo si hubiera llovido. El itinerario de la a) a la f) con lluvia o con tormenta hubiera sido un desastre —con los frambuesos tronchados, el hormiguero inundado, el caminito verde encharcado, el haya resbaladiza y la caja de la merienda tirada por el viento o reblandecida. Yo me entregaba ahora a estas fantasías de catástrofe que, por superfluas, me producían un estremecido placer: no era sólo que yo no me hubiera preocupado por el tiempo sino que ¡el tiempo se había preocupado por
mí!
. No era sólo que hoy tuviera la ocasión de acompañar a Carolina Kückelmann. No; era que, además, de propina, ¡se me concedía el día más hermoso del año! Yo era un chico con suerte. En mí se había fijado el ojo del Buen Dios. Pero ahora —pensaba yo— ¡a no abusar de la suerte! ¡A no cometer más errores, por exceso de confianza o por soberbia, como hacían los héroes de los cuentos, con lo que echaban a perder la suerte que ya creían segura!

Apreté el paso. No había que llegar tarde al colegio bajo ningún concepto. Durante las horas de clase me porté de modo irreprochable, como nunca, para que el maestro no tuviera excusa para hacerme salir más tarde. Estuve dócil como un cordero y, al mismo tiempo, atento y aplicado, un alumno modelo. Ni una sola vez miré a Carolina, no me lo permití, me lo prohibí casi con superstición, como si, por una mirada a destiempo, pudiera perderla…

Cuando terminó la clase, resultó que las niñas tenían que quedarse una hora más, no sé por qué, por unos trabajos manuales o algo por el estilo. Lo cierto es que sólo salimos los chicos. Yo no lo tomé a lo trágico; al contrario, aquel retraso me pareció una prueba más que yo debía superar, y que superaría, y que daba a la anhelada compañía de Carolina el encanto de lo excepcional: ¡toda una hora esperando!

La esperé en la bifurcación del camino, a menos de veinte metros de la puerta del colegio. Allí asomaba del suelo una roca plana con una hendidura en forma de herradura en el centro. Se decía que era la huella de la patada de rabia que había dado el diablo en tiempos inmemoriales, porque los campesinos del lugar habían levantado una iglesia. Me senté en la piedra y me entretuve en hacer saltar con el dedo el agua de lluvia acumulada en el hueco del diablo. El sol me calentaba la espalda, el cielo seguía con su azul cristalino y yo esperaba, haciendo saltar el agua, sin pensar en nada, feliz y contento.

Por fin salieron las niñas. Primero, una bandada que pasó corriendo por mi lado y, luego, la última,
ella
. Yo me levanté. Ella vino corriendo. Su pelo oscuro ondeaba y el pasador subía y bajaba. Llevaba un vestido amarillo limón. Yo extendí la mano. Ella se paró delante de mí, tan cerca como aquel día, durante el recreo. Yo deseaba cogerle la mano, atraerla hacia mí. En aquel momento, me hubiera gustado abrazarla y darle un beso. Ella dijo: «¡Hola! ¿Me esperabas?»

—Sí —dije yo.

—¡Tú! No puedo ir contigo. La amiga de mi madre está enferma, y mi madre no va a su casa, y me ha dicho que…

Me dio una serie de explicaciones que yo ya no pude oír y mucho menos entender, porque, de pronto, la cabeza se me había quedado sorda, me temblaban las piernas y lo único que recuerdo es que cuando ella acabó de hablar dio media vuelta y se alejó con su vestido amarillo limón, en dirección a Obernsee, muy deprisa, para alcanzar a las otras niñas.

Yo bajé la cuesta para ir a mi casa. Debía de ir muy despacio, porque, cuando llegué al bosque y, mecánicamente, me volví a mirar a lo lejos, en el camino de Obernsee ya no se veía a nadie. Me quedé parado, giré sobre mí mismo y miré hacia la línea ondulada de las colinas que rodeaban la escuela, de donde yo venía. El sol se derramaba sobre los campos, no había ni un soplo de viento que hiciera temblar la hierba. El paisaje estaba quieto. Entonces vi un puntito que se movía. Un puntito que seguía el lindero del bosque de izquierda a derecha, subía la montaña de la escuela y, por la cresta, se dirigía hacia el sur. Ahora, sobre el fondo azul del cielo, pequeño como una hormiga pero muy claro, se recortaba un hombre y yo divisé las tres piernas del señor Sommer que avanzaban con pasitos diminutos y rápidos. Despacio y deprisa a la vez, como la saeta larga de un reloj, el puntito recorría el horizonte.

4

Un año después aprendí a montar en bicicleta. Ya no era tan pequeño: medía un metro treinta y cinco, pesaba treinta y dos kilos y calzaba zapatos del treinta y dos y medio. Pero la bicicleta nunca me había interesado especialmente. En el fondo, esta forma de ir de un sitio a otro, en equilibrio sobre dos finas ruedas, me parecía insegura y hasta misteriosa, porque nadie había podido explicarme por qué una bicicleta, al parar, se caía enseguida si no la sostenías o la apoyabas en algún sitio y no había de caerse cuando una persona de treinta y dos kilos se sentaba encima de ella y, sin ningún soporte ni apoyo, la ponía en movimiento. En aquel entonces, yo ignoraba las leyes naturales que rigen este fantástico fenómeno, concretamente, las leyes de los giroscopios y el principio mecánico del mantenimiento del impulso inicial que aún hoy no acabo de comprender, y cuyo solo enunciado hace que, de pura confusión, empiece a sentir el hormigueo y los latigazos en el occipital.

Probablemente yo no hubiera aprendido a montar en bicicleta de no haber sido absolutamente necesario. Y fue absolutamente necesario porque yo tenía que estudiar piano. Y, para estudiar piano, tenía que ir a casa de una profesora que vivía en el extremo opuesto de Obernsee, a una hora de camino a pie, pero, en bicicleta —según cálculo de mi hermano—, podía llegar en trece minutos y medio.

Esta profesora de piano, con la que habían estudiado mi madre y mis hermanos y todo el que era capaz de pulsar una tecla en toda la región —desde el órgano de la iglesia hasta el acordeón de Rita Stanglmeier—, esta profesora, decía, se llamaba Marie-Louise Funkel, para ser exactos, señorita Marie-Louise Funkel. Ella daba mucha importancia a lo de «señorita», a pesar de que, en toda mi vida, yo no he visto mujer que tuviera menos aspecto de soltera que Marie-Louise Funkel. Era viejísima, encorvada y arrugada, con todo el pelo blanco, bigotito negro y pecho liso. Sé lo del pecho porque un día en que, por equivocación, llegué una hora antes, mientras ella aún dormía la siesta, la vi en camiseta.

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