No tardaron en llegar al poblado, mas no entraron en sus calles, si es que aquellos senderos polvorientos y llenos de socavones entre las casuchas de adobe merecían tal nombre. Siguiendo una bifurcación del camino, se dirigieron al lado oeste de la isla, donde el agua discurría más remansada.
Una suave cuesta en la que crecían tamariscos y datileras se había convertido en playa. Allí ardían hogueras y antorchas, islas de luz rodeadas por corros de gente que cantaba y bailaba.
Cleopatra levantó la mirada. El cielo estaba despejado. Los bordes de la luna se perfilaban nítidos, sin halo. Después bajó la vista y entrecerró los ojos para observar el Nilo. Por aquel lado de la isla, el brazo del río tenía unos cincuenta metros de anchura, hasta llegar al terraplén que formaba el siguiente dique. Más allá se extendía un gran estanque rectangular. En la oscuridad apenas se columbraba nada más, pero por lo que había visto Cleopatra de día desde la azotea del templo, aún había otra albufera, y a continuación se abría el largo canal de navegación que corría paralelo al Nilo y llegaba hasta las grandes pirámides.
Se concentró en lo que tenía más cerca. En la orilla había varios grupos de personas que entraban al río para bañarse y beber de sus aguas. Eran sobre todo mujeres, algunas solas y otras con niños. Se veía también a algunos hombres, pero la mayoría se quedaban junto a las fogatas bebiendo y danzando, o asando carnes y pescados que chisporroteaban sobre las llamas y despedían jugosos olores que hicieron a Cleopatra salivar.
—Éste es un buen sitio —anunció la joven al llegar junto a una palmera solitaria.
Se hallaban a media distancia entre dos hogueras, lo bastante alejadas de ellas para que nadie reconociera sus rostros entre las sombras. Las dos hermanas se detuvieron y observaron a su alrededor.
Allí no había ningún pudor. Algunas mujeres se arremangaban las túnicas para entrar al agua, pero otras las dejaban caer hasta los tobillos, se quitaban los taparrabos y entraban corriendo al agua entre carcajadas. La noche, calurosa sin llegar a ardiente, invitaba a despojarse de la ropa.
Cleopatra miró a su hermana y respiró hondo, como si dijera: «¿Nos atrevemos?». Una cosa era desnudarse en el recinto cerrado de los baños delante de criadas que las veían todos los días. Otra bien distinta hacerlo bajo la luna y las estrellas, ante cientos de ojos desconocidos.
Pero en su sueño, Cleopatra se había bañado vestida tan sólo de cielo y agua. Presentía que su comunión con el Nilo no sería completa si entre el río y su piel se interponía tan siquiera una delgada capa de lino. Con el estómago encogido por una extraña emoción, se despojó del fino manto, las sandalias y la túnica. Después se lo pensó unos segundos, y se desató también el perizoma interior.
—¿Tú no vienes, Carmión? —preguntó a su doncella.
—¡Ni por mil dracmas, señora!
—¡Entonces, toma!
Cleopatra hizo un bulto con su ropa despreocupándose de las arrugas, se lo entregó a Carmión y corrió hacia el agua sin mirar atrás. A su espalda, oyó las risas de Arsínoe y sus pisadas crujiendo sobre la arena.
El agua estaba más tibia de lo que había esperado, como una caricia de seda en las piernas. Cuando le llegó a las ingles, que todavía le escocían un poco por la depilación, sintió un hormigueo que le trepó desde el ombligo hasta las axilas. Para calmarlo avanzó un poco más, dobló las rodillas y se sumergió hasta el cuello.
De día el agua se veía turbia, con el color entre verdoso y pardo que adquiría el Nilo en los primeros días de la inundación y que paulatinamente se convertía en un tono rojizo. Sin embargo ahora, bajo la luna, daba la impresión de haberse convertido en plata fundida.
Cleopatra respiró hondo. Mezclado con el humo de las hogueras y la grasa de las parrillas, flotaba en el aire un olor levemente dulzón, a juncos en descomposición y a cieno. Pensó que era el aroma de la vida que renacía de los restos de la muerte y se mezclaba con ellos.
«El olor de Egipto. El olor de mi país».
Una vez en el río, las mujeres se lavaban la cara, las manos, los pechos. Se acuclillaban para hundir la cabeza y al levantarse agitaban los cabellos como látigos, lanzando chorros de agua sobre las demás entre animados cantos.
Cleopatra, que se había alejado unos pasos más, volvió a flexionar las piernas y se sumergió del todo. Durante unos segundos, el rumor del agua en sus oídos apagó todos los sonidos.
Ahora formaba parte del Nilo, del río eterno, de la fuente de la vida. Del padre y la madre de Egipto.
Cuando le dolía ya el pecho de contener el aliento, sacó la cabeza. Arsínoe se hallaba a un par de metros, tan desnuda como ella, pero no se atrevía a adentrarse tanto. Un poco más rezagada, Téano hacía abluciones como las demás mujeres.
Cleopatra unió las manos en un cuenco y bebió una, dos veces, hasta contar siete como hacían las demás. El agua dejaba un ligero regusto a cieno, pero no le molestó. A unos pasos, unas mujeres que habían traído a sus hijos, apenas unos bebés, les estaban mojando las cabezas pelonas. Los llantos de los críos a los que no les hacía gracia el agua se mezclaban con los cánticos y las carcajadas.
Cleopatra recordó el manual de oniromancia. Según su autor, si una soñaba que nadaba en un río, eso implicaba que correría graves peligros en un futuro inmediato. Pero quería nadar. Necesitaba nadar, bucear, sentir el río envolviéndola por completo.
—¡Ten cuidado! —gritó Arsínoe, que no se atrevió a seguirla.
Cleopatra braceó alejándose de la orilla. «Si viene un cocodrilo, pensará que soy su hermana fluvial y me dejará en paz», se dijo, a sabiendas de que era un pensamiento un tanto absurdo.
Se internó diez o quince metros en el río. Después se dio la vuelta. Las hogueras se reflejaban en el agua, salpicada de sombras oscuras. Una de ellas destacaba más clara, blanquecina, casi fantasmal.
«Es Arsínoe», comprendió. Su hermana tenía el cutis incluso más blanco que ella. Aunque ambas habían heredado parte de los rasgos egipcios de su abuelo Pasheremptah, apenas recibían los rayos del sol, al contrario que las campesinas que chapoteaban en el río.
Se dio cuenta de que la corriente tiraba de ella con dedos invisibles, y trató de volver nadando en diagonal. Quizá había sido demasiado imprudente, se recriminó mientras braceaba con vigor. Al principio se desesperó, pensando que seguía clavada en el sitio sin avanzar; pero poco a poco consiguió acercarse al lugar donde Arsínoe le hacía señas con aquellos brazos lechosos.
—¡Cleopatra! —dijo su hermana, agarrándola de la mano para tirar de ella—. ¡Me estabas asustando!
—Tranquila —jadeó Cleopatra—. Soy yo quien te cuida a ti, no lo olvides.
Arsínoe frunció el ceño y se mordió el labio, tal vez molesta, pero no respondió. Carmión, que se había acercado a la orilla, les hacía señas impacientes para que salieran del agua. A su lado, Apolodoro aguardaba con la antorcha en la mano derecha y el brazo izquierdo extendido a modo de perchero para las ropas de Arsínoe y Téano.
—¡Es hora de irse! —exclamó Carmión—. ¡No debéis ver cosas inadecuadas para vuestra edad!
Arsínoe y su doncella salieron, cogidas de la mano para no tropezar. Cleopatra las siguió.
Antes de entrar al río, le había parecido que apenas soplaba el viento. Ahora notó la brisa en su piel mojada y por contraste con la tibieza del agua tuvo un escalofrío. Desnuda y al aire libre, se sintió vulnerable y al mismo tiempo extrañamente libre, como si pudiera echar a correr abriendo los brazos y a la tercera zancada despegarse del suelo y volar como un ibis.
—¡Brrrr! —se estremeció Arsínoe con una risita, mientras se cruzaba los brazos sobre el cuerpo—. ¡Mira cómo estoy!
Cleopatra agachó la mirada y comprendió a qué se refería su hermana. A ella también se le había puesto la piel de gallina y los pezones se le habían erguido, duros como canicas de fayenza.
Sólo entonces se dio cuenta de que no se había bañado del todo desnuda. Algo más había compartido su comunión con el Nilo.
El escarabeo...
—Y esto es para ti. Quería dártelo a solas.
A media tarde, su abuela la había citado en sus habitaciones. A Cleopatra le había extrañado que no le hubiera hecho ningún regalo durante la fiesta en la azotea, pues a sus hermanos sí les dio los suyos allí, al aire libre. Al recibir sus pendientes, Arsínoe había puesto cara de circunstancias; pero sólo fue un segundo, y enseguida se colgó del cuello de su abuela para besarla. No obstante, más tarde le había comentado a Cleopatra:
—¡Qué tacaña! Debe de ser la mujer más rica de Menfis y me da dos pendientes de cobre y malaquita.
Ptolomeo se comportó con menos disimulo. Al ver su regalo, un amuleto con el nombre de un antiguo faraón, exclamó: «¡Bah, es de piedra!», se lo entregó a su esclavo personal como si se tratara de un juguete del que ya se hubiese aburrido y se marchó sin dar las gracias.
El obsequio que Neferptah le entregó a Cleopatra por la tarde en la alcoba era otro amuleto: el escarabajo Kheper, un dios de vida que cada noche escoltaba a Ra en su peligroso viaje por el Duat y lo ayudaba a renacer.
—Kheper te ayudará a vencer los peligros y a sobreponerte a cualquier desgracia —le explicó su abuela.
En la dura superficie de jade se apreciaban tres signos grabados. Cleopatra pasó los dedos por encima. Los bordes se notaban muy gastados. ¿Cuántos siglos tendría aquel dije? Leyó los jeroglíficos mentalmente y luego los pronunció en voz alta.
—Maatkare. ¿Qué significa?
—Maatkare era el nombre de Horus de la faraón Hatshepsut, que gobernó Egipto durante más de veinte años.
—Nunca había oído hablar de ella.
—Es una historia secreta que muy pocos conocen. Cuando Hatshepsut murió, su sucesor ordenó tachar su nombre de todas las inscripciones y monumentos a golpe de cincel.
—¿Por qué, abuela?
—¿Quién lo sabe? Tal vez porque le parecía ofensivo que una mujer hubiera llegado a gobernar sobre varones. De todos modos, no consiguió borrar por completo su recuerdo. ¡Ahora es tuyo!
La anciana tomó de nuevo el amuleto, que estaba ensartado en una cadena de oro, y se lo colgó del cuello a su nieta.
—Tengo grandes esperanzas en ti, Cleopatra —susurró mientras cerraba el broche. Su aliento cosquilleó la oreja de la joven.
—¿Por qué, abuela? ¿Qué esperas de mí?
—Sé que no lo veré con estos ojos, pero los ojos de mi ka sí lo contemplarán y se regocijarán contigo.
Neferptah se apartó un poco y, con dedos torcidos por la artrosis, enderezó el escarabeo para que cayera justo en la unión entre ambas clavículas. Después recitó con voz solemne:
—Con la ayuda de la señora Isis, tú conseguirás devolver a la Tierra Negra el equilibrio que tanto ansía. Entre Alejandría y Egipto. Entre conquistadores y conquistados. Entre ciudad y campo. Entre antiguo y nuevo. Entre hombres y dioses. Gracias a ti se alcanzarán la paz y la concordia.
Cleopatra agarró las manos de su abuela. Se estaba asustando un poco, porque las pupilas de la anciana se habían desenfocado como si contemplara algo más allá de las puertas del tiempo.
—¿Cómo voy a hacerlo, abuela? Mi hermanastra es quien gobierna, no yo.
—Tú serás reina, Cleopatra. Y no sólo serás reina de Alejandría junto a Egipto. También serás la Gran Casa, faraón de la Tierra Negra. Tú serás quien restaure la verdadera maat y prevalezca sobre las fuerzas del Caos.
La joven sintió de pronto que el escarabeo se convertía en una bola de plomo y crecía hasta pesar más que los sillares de piedra de las pirámides. ¿Cómo iba a cargar ella con esa responsabilidad?
—Yo no sé cómo hacer eso, abuela.
—Isis te iluminará. Ptah te iluminará.
—Pero... Vivimos en tiempos oscuros. ¿Qué porvenir nos espera? Los bárbaros del oeste se acercan cada vez más.
La anciana suspiró. Sus pupilas volvieron a centrarse en la cercanía.
—Eso está bien.
—¿El qué?
—Has preguntado «qué porvenir nos espera» y no «me espera», como habría hecho cualquiera de tus hermanos o incluso tu padre.
—No te entiendo.
—Por eso serás reina, porque naciste pensando como una reina. Más allá del presente y por encima de tu persona. No piensas como «yo», sino como «nosotros».
—¿Sobre qué voy a gobernar, abuela? Somos lo único que queda del imperio de Alejandro. ¿Cuánto tiempo tardarán los romanos en venir a quitárnoslo todo?
Neferptah tomó las manos de su nieta y las acarició. La piel de la anciana tenía el tacto del pergamino seco, pero a Cleopatra la tranquilizaba.
—Necesitarás un aliado. Debes unir tu sangre con la de alguien poderoso, el más poderoso del mundo. Has de elegir a un dios entre los hombres, para que de tu sangre y la suya nazca un nuevo Alejandro que devuelva al reino su esplendor. Únicamente así acabarán estos tiempos de tribulaciones. Júrame que sólo te entregarás a un hombre como ése, Cleopatra.
De regreso a la ciudad, caminaban en silencio. Cleopatra cavilaba sobre las palabras de su abuela, y también sobre lo que había visto al dejar atrás la aldea. Una pareja fornicaba al exiguo amparo de una higuera, sin que parecieran cohibirles las miradas ajenas. «A eso me refería, señora, con cosas que no deberíais ver», dijo Carmión, tirándole de la mano para que acelerara el paso.
Cleopatra conocía la teoría de los rituales copulatorios. En la Biblioteca de Alejandría había ojeado a hurtadillas un antiguo manual titulado Las doce posturas de Cirene. También había leído los Cuentos milesios, una colección de relatos muy subidos de tono. Su curiosidad la había impulsado incluso a consultar el tratado de obstetricia de Herófilo. Aunque contemplar a aquellos amantes había sido muy distinto. Se sonrojó, y de nuevo los ijares se le encogieron con una mezcla de frío y extraño calor líquido.
Mientras recorrían la parte alta del dique que la inundación había convertido en puente, Cleopatra se acarició el vientre. Algún día llevaría en él herederos de la sangre de los Ptolomeos. ¿En qué mundo les tocaría vivir? ¿Tendrían que sufrir la prolongada decadencia de su estirpe y su reino?
¿Por qué no habría nacido doscientos años antes? En aquel entonces los Ptolomeos eran sabios y poderosos, y se ganaban de verdad su apodo de «Benefactores», mientras la Biblioteca era el asombro del orbe.
Y, sobre todo, dos siglos atrás nadie en Egipto había oído hablar de la temida Roma, aquella nación de bárbaros ávidos de oro y de sangre.