La hija del Apocalipsis (54 page)

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Authors: Patrick Graham

BOOK: La hija del Apocalipsis
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—No respiro, cielo. Ya no necesito hacerlo. Es genial, ¿verdad?

—Querrás decir que es guay.

—Sí, es guay. ¿Vienes a comer la tarta?

—No.

—¿Por qué?

—Espero a mis amigas.

La voluminosa señora de amarillo sonríe empujando amablemente, pero con firmeza, a la forma con mono.

—Hace más de una hora que han llegado y se preguntan qué estás haciendo sola en ese columpio.

Holly levanta los ojos hacia las ventanas, por donde escapan ahora risas y música que está de moda. Frunce el entrecejo.

—¿Está también Jessica?

—Claro. Estabais jugando a maquillaros cuando ha derramado un poco de esmalte de uñas sobre la moqueta de tu habitación. Tú te has enfadado y te has ido, pero ya se te ha pasado, ¿verdad, cariño?

Holly mira los rostros que acaban de aparecer tras la ventana de su habitación. Jessica, con un gran tajo sangrante abierto hasta la barbilla; Amber, que intenta arreglarse el pelo en la mitad del cráneo donde todavía tiene, y está también ese demonio de Megan, con su bonito vestido blanco manchado de sangre y sus ojos destrozados que la miran sonriendo. Todas sus amigas están allí. Holly va a levantarse cuando los rostros se ponen a bufar y a arañar el cristal, mientras que la verja del jardín se abre chirriando. Cuatro chicos muy guapos acaban de entrar. Los tres que van en cabeza tienen el pelo muy rubio y los ojos muy azules. El que se mantiene un poco a distancia va vestido solo con unos pantalones cortos y tiene el pelo negro. Holly siente que el corazón se le acelera cuando este último le dirige una sonrisa. Ha empezado a columpiarse de nuevo.

—¿Quiénes sois? —pregunta a los chicos rubios, que se han detenido al borde del círculo de hierba chamuscada.

—Yo me llamo Kano. Él es Elikan, y el otro es mi primo Cyal.

—¿Y él?

—Él es Gordon. Es un poco tímido.

—Holly… Cariño, ¿con quién hablas?

—Yo me llamo Holly. Holly Amber Habscomb.

—Buenos días, Holly Amber Habscomb.

—¿Nos conocemos?

—Sí.

—Pero vosotros no vais a la clase de la señorita Banks, estoy segura.

—No.

—¿A qué colegio vais?

—Nosotros no vamos al colegio.

—¡Ah! ¿Es posible hacer eso?

—Pues claro. Nosotros nos pasamos el día en las orillas de los ríos. Es mucho más divertido. ¿Te gustaría venir a jugar con nosotros a la orilla del río, Holly?

—Me encantaría, pero mi madre me matará si lo hago.

—No es tu madre, Holly. Tu madre ha muerto, ¿te acuerdas?

—¡No, eso es mentira!

Las hojas del olmo tiemblan. Algunas arden, se desprenden y se arremolinan en el aire frío. Kano se muerde los labios.

—Perdona, Holly. No quería herirte. Entonces, ¿vienes a jugar?

—¡Holly! ¿Vas a decirme de una vez quién está ahí?

La niña se vuelve hacia la escalera de entrada a la casa, donde la voluminosa señora del vestido amarillo frunce los ojos para intentar ver las formas que acaban de llegar.

—¡Son unos chicos, mamá! ¡Parecen divertidos!

—¿Chicos? ¡No está bien andar con chicos, Holly! ¡Tienen malos pensamientos y son sucios!

—Ellos no, mamá. Ellos son buenos; se nota.

—¡Diles que se acerquen! ¡Quiero verlos!

—No se atreven. Son tímidos. ¿Verdad que sois tímidos?

Los cuatro chicos dicen que sí con la cabeza. Gordon tiene una preciosa sonrisa triste que a la niña le llega al corazón. La voz de la voluminosa señora resuena de nuevo en el silencio. Parece inquieta.

—Pregúntales su nombre. Quiero saber cómo se llaman.

—Kano, Cyal y Elikan. Y Gordon, ¿no?

Gordon asiente sonrojándose.

—¿Pueden venir a comer tarta con nosotros? ¿Quieres que vengan?

La voluminosa señora chilla. Parece aterrada.

—¡De ninguna manera, Holly! ¡Ya está bien! Lo que quiero es que digas a esos sucios animalitos que se vayan y que vengas a comer la tarta con tus amigas. ¿Me oyes, cariño? Hazle caso a mamá o mamá se pondrá tan furiosa que…

—¿Que qué?

La voluminosa señora se dispone a responder cuando en el piso de arriba se abre la ventana. La cosa Jessica se asoma. Unos gruñidos de gato escapan de su garganta.

—¡Holly! Ven a jugar, Holly. Te peinaremos y después jugaremos con los perros del barrio. Jugaremos a sacarles los ojos.

Holly se vuelve hacia Kano.

—Ella también está muerta, ¿verdad?

El pequeño mago le sonríe.

—Lo siento, Holly.

—Lo de mis amigas, vale, pero mi madre no ha muerto. Las madres no mueren. Me lo ha dicho ella.

—Entonces, dile que venga.

—¿Para qué?

—Para ver si está viva de verdad.

La voz de la voluminosa señora suena de nuevo. Holly se estremece. Hay algo viscoso en esa voz. Como si hablara mientras come papilla.

—Holly, cariño, quiero que obedezcas a mamá y que entres en casa ahora mismo.

Holly se vuelve hacia la escalera. La forma que está al lado de la señora se rasca la cara y arranca costras que liberan serpentinas de sangre fresca.

—Oye, mamá…

—¿Qué?

—¿Por qué me llamas «cariño»?

—¿Cómo quieres que te llame?

—Pues «princesa», como siempre.

La sonrisa de la voluminosa señora se convierte en una especie de mueca.

—Si prefieres que te llame «princesa», por mí perfecto, princesa. O incluso «reina», si quieres.

—No.

—¿Por qué?

—Porque «reina» suena a puta.

—¡Ah, vale! Como quieras, princesa.

Holly se balancea. Frunce de nuevo el entrecejo.

—¿Mamá…?

—¿Qué, princesa?

—¿Has oído lo que he dicho?

—No. ¿Qué has dicho?

—He dicho «puta».

—¡Eso no está bien!

—Sí, ya, pero lo he dicho.

—Bueno, princesa, pero no pasa nada. Hoy es tu cumpleaños, así que puedes decir lo que quieras, incluso palabrotas.

—Pero, normalmente, cuando digo una palabra como esa, gritas mis dos nombres de pila y mi apellido y me llevas a la cocina tirándome del pelo para lavarme la boca con jabón de Wal-Mart.

—¿Estás segura?

—Segurísima. Es un jabón tan asqueroso que te juro que me acuerdo.

—Si quieres, puedo reñirte y arrastrarte hasta la cocina para lavarte la boca con jabón. ¿De verdad quieres que haga eso delante de tus amigas?

—Sí.

—¿Por qué?

—Porque eso es lo que pasa normalmente y eso es lo que quiero que pase hoy también.

—Cálmate, cariño.

—«Cariño» no; «princesa». Entonces, ¿vienes a tirarme del pelo o no?

—No puedo.

—¿Por qué?

—Porque me he hecho daño en la cadera buscándote en el centro comercial y ahora apenas puedo andar.

Holly se vuelve hacia Kano. La niña le sonríe moviendo lentamente la cabeza.

—¿Mamá…?

—¿Sí?

—Si te duele tanto, ¿por qué no le dices a papá que venga a buscarme?

—Está esperándote, cariño. Está esperándote para darte una buena tunda.

—¿Mamá…?

—¿Qué, princesa?

—Papá no me pega nunca. Nunca me ha pegado. Ni siquiera una bofetada flojita.

—Vamos, cariño, estás triste a causa de la tormenta. No sabes lo que dices. ¿No te acuerdas de la última vez, cuando birlaste unos caramelos en el supermercado? ¿No te acuerdas cuando papá te llevó al granero y estuvo a punto de romperte la espalda por darte una buena zurra con la pala?

—¿Qué granero, mamá?

—¿Cómo?

—No tenemos granero.

Holly frunce los ojos anegados de lágrimas. Ve que la voluminosa señora se inclina hacia la cosa que se parece a su padre. Murmuran. Luego, la señora se incorpora y grita de nuevo:

—Perfecto. Papá y yo vamos a comernos la tarta sin ti. ¿Es eso lo que quieres?

Holly está llorando.

—Estás muerta, mamá, ¿verdad?

—Cariño, te juro que no. Mamá está aquí. Mamá te quiere. Holly, ven corriendo a dar un abrazo bien fuerte a tu mamá que te quiere mucho, cariño.

La señora ha abierto los brazos. Su emoción parece tan sincera que la niña se levanta y echa a andar hacia ella. La voz de Kano rompe el silencio.

—¡Holly, no lo hagas! ¡Dile que baje la escalera y vaya a abrazarte!

La señora tuerce los labios, furiosa, mientras que Holly se queda inmóvil sobre la hierba chamuscada. La niña intenta contener las lágrimas.

—¿Mamá…?

—¿Qué?

—Si estás viva y de verdad me quieres, haz el favor de venir hasta aquí para abrazarme. Hazlo, por favor. Si de verdad me quieres…

En el piso de arriba, las cosas niñas arañan el cristal. La señora se estira poniendo los brazos en jarras. El juego ha terminado.

—¿Que si de verdad te quiero? ¿Cómo te atreves a ponerlo en duda, pequeña ingrata?

—Mamá, por favor, haz que no estés muerta…

—¿Cómo te atreves a poner en duda que te quiero, yo que te he buscado entre los escombros del centro comercial hasta la extenuación? Estaba intentando salvar a papá cuando una viga cayó sobre mí y las olas inundaron los almacenes. Mi garganta se llenó de agua mientras tú te escondías Dios sabe dónde.

—Mamá, si supieras cuánto te echo de menos…

—¡Pues yo no te echo de menos a ti! Te detesto, ¿me oyes? ¡Te odio!

Sollozando, Holly ha caído de rodillas. Nota la vibración ardiente que emana de ella. La envuelve. Aumenta. Está a punto de levantarse y acercarse a la cosa del vestido amarillo cuando la verja se abre de nuevo chirriando. Se vuelve. Una alta y guapa mujer morena acaba de detenerse al borde del círculo de hierba chamuscada.

—Holly, ven, cielo. Ya estoy aquí.

—Marie, no hagas eso.

Kano ha cogido del brazo a la chica, que se suelta lentamente y pone un pie en el interior del círculo quemado.

—¡No! ¡Marie!

La mujer hace muecas de dolor mientras avanza sobre la hierba humeante. El dolor es tan insoportable que se le saltan las lágrimas de los ojos. Holly la mira.

—¿Quién es usted?

—Soy Marie. Marie Megan Parks. ¿Te acuerdas de mí, cielo?

—No, pero me gusta que me llame «cielo».

Holly se vuelve hacia la casa, que está desapareciendo. La bruma envuelve el seto. Ha empezado a llover otra vez.

—¿Qué pasa?

—Tienes que despertarte. Tienes que apagar el fuego, si no, todo arderá.

Holly mira las hojas incandescentes que se arremolinan a su alrededor.

—¿Soy yo quien hace esto?

—Sí. Tienes que dejar de soñar.

—No sé cómo se hace…

—Tienes que dejar que te abrace y yo te despertaré. ¿De acuerdo?

Holly se vuelve hacia la mujer. Deben de dolerle terriblemente los pies, pero resiste. Resiste porque la quiere. La niña dice que sí con la cabeza. Se pone rígida al sentir que los brazos de la mujer se cierran en torno a ella. Llora todavía más al notar que sus labios se posan en su frente. Abre los ojos. El jardín de su casa ha desaparecido. Por encima de ella, el olmo del Santuario tiembla. Huele a quemado. Vuelve la calma. Holly apoya su mejilla ardiente en el brazo de Marie, que la estrecha contra sí. Mira a los Guardianes inmóviles al borde del círculo de hierba calcinada. Siente el dolor de Marie. Le mira los pies.

—Perdón, Marie.

—¿Perdón por qué, cielo?

—Por haberte hecho daño.

—Chis…, cielo, chis… Lo único que me haría realmente daño es perderte.

XII

El caos

126

Tras dejar la gestión del gabinete de crisis en manos del ministro de Defensa, el presidente ha reunido a sus consejeros más cercanos en una salita contigua al Despacho Oval. En las paredes forradas de madera, unos cuadros representan a los padres fundadores de la nación, así como las grandes batallas que la han constituido: Lexington y Concord, Yorktown, Shiloh, Bull Run, Gettysburg y el sitio de Washington. Sentado en un sillón bajo el retrato de Thomas Jefferson, el presidente hojea el expediente sobre Holly mientras paladea un whisky de malta añejo. Levanta los ojos hacia Crossman y señala su vaso de cristal grueso, en el que tintinean dos cubitos.

—¿Quiere, Stuart?

—Con mucho gusto, señor.

—¿Solo o con hielo?

—Solo.

—Usted sí que sabe, Crossman; es innegable.

El presidente hace una seña a su mayordomo, que destapa una vieja botella y vierte ceremoniosamente un poco de líquido ámbar.

—Lo que va a catar es un malta que data del año de la Declaración de Independencia. Los puristas como usted lo toman solo, mojándose los labios y pensando en la Historia. Pero yo soy un tipo del Sur. Por eso mi querido Harold refunfuña cuando le pido que alargue la Historia con agua de Seltz y dos cubitos. ¿Verdad, Harold?

—Afortunadamente, el señor tiene otras cualidades.

—Aun así, ¿qué se puede esperar de un presidente que estropea un malta que ya deleitó los paladares de nuestros viejos fundadores?

—¿La prudencia de los que desean mantener la cabeza fría?

—¡Maldito Harold!

El mayordomo sonríe dignamente tendiéndole el vaso a Crossman. El jefe del FBI dirige una mirada al presidente, que ha vuelto a sumergirse en la lectura del informe. Da un sorbo preguntándose si, efectivamente, un néctar como ese se degusta, si hay que pasearlo por la boca como un buen vino o si es correcto beberlo sin más. Sin levantar los ojos, el presidente dice:

—Como un vaso de agua, Crossman.

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