La herencia de la tierra (34 page)

Read La herencia de la tierra Online

Authors: Andrés Vidal

BOOK: La herencia de la tierra
9.15Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Pero don Roque no puede mentir…, pronuncia la palabra de Dios.

—Ése lo único que pronuncia es la palabra de los Casamunt —respondió Gustavo despectivo.

—No, papá, es un cura. Si él lo dice es porque la señora Roca es de verdad una mentirosa.

Gustavo, viendo que su hijo no cambiaba de opinión, lo miró con tono grave y le dijo:

—Si no dejas de decir esas cosas, esta noche dormirás con los caballos.

Abelardo lo observó con la boca prieta y los ojos muy abiertos. Gustavo, dándose cuenta de que su hijo no se daba por vencido, decidió hacerle una última advertencia:

—No vuelvas a insultar a la familia Roca, ¿entendido?

Abelardo no respondió. Agachó la cabeza y siguió comiendo. Su padre no quería escucharlo, pero eso no significaba que tuviera razón. Don Roque no podía equivocarse, «un hombre de Dios no miente», se dijo y pensó que, quizá, su padre sí lo hacía.

Capítulo 43

Hacía ya tiempo que los meses transcurrían en calma. Los habitantes de la aldea del Cerro Pelado no se cuestionaban su forma de vida y la actividad en el interior de la mina continuaba sin descanso. La prosperidad de la que gozaban les proporcionaba estabilidad.

En aquel caluroso mediodía de verano, la pared húmeda de piedra parecía temblar bajo la luz amarillenta que desprendían los candiles. Rosendo, con los pies clavados en el barro, manejaba sin pausa la picona. Cada uno de sus golpes producía un sonido estridente que resonaba en toda la galería. Los fragmentos de carbón iban cayendo sin orden al suelo. Cuando reunía un buen montón, dejaba la picona apoyada contra la roca y los echaba con la pala en un saco. Una vez éste estaba lleno, encorvado para no golpearse con el bajo techo, lo llevaba hasta la vagoneta de uno de los corredores principales. Tal postura le provocaba un dolor punzante en los riñones que sólo conseguía aliviar estirándose completamente cada vez que salía al pasillo central, más alto y mejor acondicionado que los demás. Después, volvía a su puesto.

El esfuerzo continuado proporcionaba a Rosendo una sensación de desgaste que le resultaba, en parte, gratificante. Se alejaba así de los asuntos administrativos de la mina y se igualaba a sus trabajadores. Y es que entre esos pasillos grises, Rosendo se sentía un minero más y no quería olvidar cuál era el verdadero precio del carbón que vendía. Con la única luz de los candiles, Rosendo picaba con fuerza la piedra hasta que la hacía añicos.

Un ruido a su espalda descentró al minero. Era Rosendo
Xic,
que sostenía un trozo de carbón entre las manos. Su rostro también se había teñido de negro y sus grandes ojos centelleaban expectantes en la semioscuridad de la caverna.

—¿Qué haces aquí, hijo? —preguntó Rosendo mientras se retiraba de la cara el pañuelo bermellón que siempre llevaba dentro de la mina.

—El tío Narcís acaba de llegar.

Rosendo experimentó un sinfín de sensaciones. En su corazón sentía el alivio de saber vivo al hermano y a su cabeza acudían los años pasados, los problemas. Rosendo no había olvidado sus últimas palabras reprochándole haber cambiado. También recordaba la soledad a la que le había visto abocado. Pero ahora volvía a estar aquí. ¿Para qué? La guerra no había terminado.

Al salir al exterior de la mina, los rayos del sol le hicieron cerrar los ojos instantáneamente. Cogió la diminuta mano del pequeño y emprendieron el camino hacia el Cerro Pelado.

El trayecto transcurrió en silencio y, casi sin darse cuenta, padre e hijo llegaron a la casa. Al momento de abrir la puerta, apareció Montse, que informó con gesto grave que estaban en el dormitorio de Narcís. Sin tan siquiera preguntar, Rosendo subió las escaleras acompañado de su hijo. Cuando entró en el cuarto tropezó con la espalda de su madre. Ésta, que llevaba un pañuelo en la mano, se volvió al oírlo llegar. Sus ojos estaban húmedos. Sobre el camastro se hallaba recostado el hermano que tanto tiempo había estado ausente, entrecerrando los ojos a la vez que negaba con la cabeza, Angustias dejó claro el estado de salud de Narcís.

De repente, Rosendo
Xic
se retorció y emitió una aguda queja que sacó a Rosendo de su ensimismamiento. Su mirada se encontró con la de su hijo, y soltó entonces la mano del pequeño.

—Lo siento, hijo. Apreté sin querer. Límpiate la cara y vete a jugar con tus hermanos.

El niño obedeció sin rechistar la orden de su padre y salió del cuarto. Rosendo comenzó a avanzar lentamente hacia el camastro. A su izquierda vio a un hombre de pie, con una espesa barba parda, al que nunca antes había visto: era un secuaz de su hermano. El tipo vestía una larga capa y botas de cuero y sostenía entre sus manos un sombrero al que quitaba unas briznas que sólo él veía. Rosendo lo miró y éste permaneció en silencio.

Cuando estuvo cerca de la cama, la mano de Narcís se aferró a su pantalón manchado de carbón. Lo saludó con voz cansada y débil:

—Buenas, hermano. Vaya sorpresa, ¿eh?

—Hola, Narcís.

—Ya ves, vuelvo al hogar a morir.

—No digas eso.

—Pero es la verdad.

Rosendo no respondió, y Narcís continuó con su relato:

—Esto de ver el final te da claridad, hermano. He visto heridas como la mía y siempre acaban igual. Con infecciones que empujan la vida por el maldito agujero que te han hecho. —Narcís giró la cara hacia el lado donde no había nadie.

El rostro de Rosendo se contrajo. Desvió la mirada y sus ojos se encontraron con los de su madre, enrojecidos por las lágrimas. La voz tibia de Narcís reclamó de nuevo su atención:

—Siento todo el dolor que he provocado.

—Narcís, no…

—Sí, Rosendo, es necesario —lo interrumpió Narcís, afónico—. Toda mi vida te he tenido una envidia cruel. No sé por qué. Supongo que era el pequeño y buscaba el favor de padre y madre. Ellos te respetaban. Padre también, aunque raramente lo demostrara…

—Déjalo ya, Narcís.

—No, quiero terminar. —Después de toser, continuó—: A pesar de mi comportamiento, tú siempre tenías un gesto amable conmigo y yo volvía a estropearlo. —Lágrimas quietas comenzaron a rodar por el rostro de Narcís—. Supongo que ansiaba ser igual a ti, pero nunca he podido.

Se estremeció sobre el camastro en una mueca que le obligó a cerrar con fuerza los ojos. Después continuó:

—Siento muchísimo el dolor que he causado. ¿Madre? —Buscó su mirada.

Angustias se acercó rápidamente y unió las manos de sus dos hijos. Cuando el enfermo recuperó la compostura, continuó su discurso en un tono más apremiante.

—Escúchame, tengo algo importante que contarte—Rosendo frunció el ceño extrañado, sin comprender. Narcís comenzó su explicación:

—Hace unos meses el general Ramón Cabrera atravesó la frontera francesa para organizar el Ejército Real de Cataluña. Mi grupo y yo vimos que esa causa estaba perdida y decidimos separarnos. Desde entonces nos hemos dedicado al robo y al saqueo como respetables bandoleros. De algo hay que vivir…

Rosendo lo interrumpió:

—No tienes que explicarme nada, no importa lo que hayas hecho.

—Déjame hablar, hermano… —Narcís tragó saliva, inspiró y continuó—: Ayer tuvimos un encontronazo con una fuerza organizada, muy numerosa. Venían por el camino de Berga y reclutaban a todo el que podían. Cuando los dejamos eran unos treinta, hoy puede que sean más. Habíamos oído hablar de sus «hazañas» por esta zona, así que al cruzarnos con ellos decidimos seguirlos. Pedro, el
Barbas
—señaló débilmente con la mano a su compañero— y yo los seguimos durante un día entero.Nuestros compañeros iban más rezagados, a la espera de entrar en acción.

Mediada la tarde, se cruzaron con una ostentosa diligencia, pero ellos ni se inmutaron; y te puedo asegurar que la captura prometía ser generosa. Mandé a Pedro a que avisara a los nuestros para hacerse con la presa. Yo me quedé apostado tras una roca. Al rato se acercó uno de los enemigos a relajar el vientre. Pensé que era mi oportunidad. Me acerqué por detrás y lo desarmé. Empecé entonces el interrogatorio mientras le apuntaba con mi trabuco. Sobresaltado, me volví al oír un ruido. Era Pedro. Su sonrisa inicial se cambió rápida por una señal de aviso. Miré y vi al prisionero frente a mí con una navaja en la mano. Me dijo que me iba a atravesar como atravesaría a mi hermano.

Narcís paró un momento su explicación para respirar. La historia y la herida le aceleraban el corazón. Después continuó:

—Cuando lanzó el ataque apenas me dio tiempo a esquivar el golpe y me hundió la daga en el costado. enseguida, Pedro aprisionó el cuello del cobarde con un cuchillo. Me arrastré como pude hasta ellos y le intenté sonsacar lo que sabía. No tardó en explicarme qué tenían previsto hacer.

Después, Pedro remató la faena.

Narcís dedicó una mirada de complicidad a Pedro
el Barbas,
que asintió apesadumbrado.

Rosendo no cambiaba su expresión confusa y finalmente habló:

—No entiendo, ¿qué quieres decirme?

—Hermano —respondió Narcís visiblemente cansado—, esos hombres tienen un objetivo claro. Y eres tú.

—Pero ¿por qué?

—No me dijeron quién los mandaba. Sólo que su plan era arrasar la aldea y la mina. Destrozarlo todo.

Un nombre acudió a la mente del minero, como el eco del pasado:

—Los Casamunt —susurró con la mirada ausente.

—Tal vez, pero eso es lo de menos ahora. Tienes que preocuparte por defender a tu gente. Pedro ha puesto sobre aviso a nuestros compañeros, poco pueden hacer por una guerra casi perdida, pero sí ayudar. Están junto a la cascada, esperando tus instrucciones. Eso sí, deberás ser generoso con ellos…

—¿Qué harías tú en mi lugar? —dijo Rosendo al tiempo que recuperaba su fuerza combativa.

—Empieza a prepararte. Pedro se puede hacer cargo de sus hombres y ayudarte a parar el golpe, pero no será suficiente. Tendrás que buscar a más soldados entre tus trabajadores.

—Pero ellos no son soldados…

—Todos somos soldados cuando se necesita. Debéis luchar juntos por la aldea. No sabemos cuántos son ni cuándo llegarán. Aunque hemos cabalgado durante la noche y seguramente les llevamos un día de ventaja. Espero que ahora sí puedas perdonarme —dijo Narcís en un susurro.

—No hay nada que perdonar.

—Gracias, hermano. —Y, dirigiéndose a su lugarteniente añadió—: Pedro, confía en él como confías en mí.

Una inclinación solemne de la cabeza
del Barbas
puso fin a la escena.

Rosendo permaneció al lado de su hermano durante largo rato. Su estado empeoró con rapidez. La cada vez más acentuada lividez de Narcís no presagiaba nada bueno. Poco a poco, su respiración se debilitó hasta hacerse casi inaudible. Al tiempo, su cuerpo reaccionaba a la fiebre con frecuentes estremecimientos que lo sacudían de la cabeza a los pies. Angustias no soltaba su mano para hacerle saber que seguía a su lado.

Cuando llegó Salvador Lluch con su maleta poco se podía ya hacer.

La voz de Narcís resurgió de forma inesperada:

—Salvador, le debo una…

La tos la interrumpió y le provocó nuevas y violentas convulsiones.

—Tranquilo, hijo, no te preocupes —respondió el boticario.

Casi al instante, la mano de Narcís perdió la poca fuerza que tenía y se soltó. El llanto de Angustias anunció lo inevitable: Narcís había muerto. Rosendo abrazó a su temblorosa madre y se retiró en silencio de la estancia.

Ya en el exterior de la casa se dio cuenta de que lo seguía Pedro
el Barbas.
Tras un instante de reflexión, Rosendo finalmente habló:

—Ve a avisar a tus hombres, yo reuniré a los míos.

Se dirigía hacia la plaza del poblado para hacer lo que su hermano le había aconsejado cuando, al deslizar su mano dentro del pantalón, palpó un objeto pequeño, redondo y frío. Al sacarlo del bolsillo, una bola de metal rodó en la palma de su mano. enseguida reconoció la antigua bala que Narcís había llevado como amuleto desde la adolescencia. Al verla sintió una punzada en el pecho: recordó el día en que la consiguió. Ahora su hermano se había ido y esa bala era lo único que le quedaba de él, un símbolo de la terrible y siempre funesta guerra.

Capítulo 44

Poco más tarde, alguien golpeaba fuerte las puertas de la iglesia. No era usual que el acceso al templo se hallara cerrado a esas horas. Rosendo
Xic
aporreaba la madera con sus pequeñas manos esperando que el cura le abriese. En su lugar, sólo oyó la voz de Paquita Armengol, la anciana que vivía en la casa adyacente a la del párroco.

—¿Qué quieres, hijo? Don Roque no está. Se ha ido a Solsona.

—Pero yo necesito entrar en la iglesia… el domingo me olvidé algo…

—Bueno, bueno, qué carácter —dijo Paquita riendo—. Has tenido suerte, chico, el párroco me dejó las llaves antes de marcharse. Aguarda, que ahora vuelvo.

Y desapareció tras la puerta.

Mientras el chiquillo esperaba, se volvió y vio a su padre en la plaza, que lo observaba con gesto tenso. Rosendo
Xic
señaló la puerta de Paquita Armengol y justo en ese momento apareció ella con la enorme llave en la mano.

—Ven, sígueme, yo te abro, que luego me la perdéis y la responsable soy yo —murmuró Paquita.

La anciana introdujo la llave en la cerradura de hierro y la puerta se abrió. Rosendo
Xic
entró corriendo y pasando por debajo del brazo de la señora.

—¡Rosendo, niño! ¡Espera, he de entrar contigo! ¡No toques nada, me oyes, que don Roque se va a enfadar! —lo increpaba Paquita mientras desaparecía absorbida por la oscuridad en la que se hallaba sumida la iglesia.

Instantes después, las campanas comenzaron a sonar. La misión de Rosendo
Xic
era convocar a todos los habitantes de la aldea a una cita inexcusable. En mitad de la plaza, Rosendo permanecía en pie a la espera. Entonces, poco a poco, hombres y mujeres, intrigados por esa llamada inesperada, se fueron acercando.

Cuando todos los vecinos hubieron llegado, el estrépito que surgía del campanario se interrumpió. Rosendo
Xic
atravesó la plaza corriendo bajo la mirada atenta de su padre. Paquita Armengol salió entonces de la iglesia, bufó aliviada y cerró la puerta dando dos vueltas a la llave.

Rosendo habló:

—Tengo algo importante que deciros.

Un murmullo confuso recorrió el numeroso grupo, extrañado ante tal anuncio.

—Mi hermano llegó este mediodía.

Other books

Beggar Bride by Gillian White
Monster Gauntlet by Paul Emil
Hope's Chance by Jennifer Foor
Precious Stones by Darrien Lee
Paddington Helps Out by Michael Bond
The Property of a Lady by Elizabeth Adler
By Magic Alone by Tracy Madison
Iron Lace by Lorena Dureau
Dirty Past by Emma Hart