La herencia de la tierra (30 page)

Read La herencia de la tierra Online

Authors: Andrés Vidal

BOOK: La herencia de la tierra
4.76Mb size Format: txt, pdf, ePub

Henry asintió mientras continuaba señalando a los niños nuevas palabras que aprender y dirigía alguna que otra mirada a Sira. En cuanto el comerciante le mostró un hermoso paño de lana, Henry, entusiasmado, le preguntó:

—Oh, my God!
¿Dónde ha conseguido esta tela?

Jep le guiñó un ojo.

—Tengo mis contactos,
sir,
y sé quién me puede traer tejido elaborado con la lana más exquisita. Éste en concreto lo conseguí de Escocia. Como sabrán ustedes, no hay en el mundo vellón de mayor calidad…

Henry sonrió con complicidad al comprobar la habilidad comercial de Jep. Con tan sólo unas palabras ya había sabido cómo y qué ofrecerle. Y esa destreza también innata en el escocés, era algo que apreciaba y respetaba. Mientras consideraba las telas que el comerciante le iba enseñando, como una seda de suavísimo tacto, Jep Lluna sacó unos caramelos gruesos de colores y los ofreció a los niños. Éstos lanzaron miradas suplicantes a Henry para que les permitiera aceptarlos. El escocés dio el sí y él también tomó el puro habano que Jep le entregó de regalo. Tras encenderlo con fuertes caladas, apalabró la compra de seda y lana. Sira se acercó a los niños para entretenerlos mientras los mayores terminaban su transacción comercial.

Jep Lluna demostró ser más diestro con las palabras que con las monedas. Acostumbrado como estaba al dinero de Cuba, no encontraba en el real el precio adecuado. Al final fue Henry, todo un experto en números, quien lo salvó de la situación y se ganó así una buena rebaja en su compra.

De regreso a casa, pasaron por las cada vez más avanzadas obras de la nueva iglesia del poblado. Rosendo
Xic
miró a los trabajadores que se afanaban por entre los andamios y preguntó a Henry cuándo terminarían la iglesia. Tuvo que repetirle la pregunta porque el escocés se mostró despistado.

—¡Oh, perdón, Rosendo! Esto… si todo va bien, en unos pocos meses tendremos nuestra propia iglesia, niños. Será pequeña pero muy bonita, ya veréis.

Los niños cruzaron miradas inquisitivas ante la desbordante alegría de Henry, que avanzaba canturreando feliz. Fue Anita quien se atrevió a preguntar:

—¿Por qué estás tan contento, Henry?

Éste, hinchando el pecho ante la suave brisa de esa cálida mañana, se detuvo un instante y con los ojos soñadores, mirando al horizonte, contestó:

—Porque he visto un ángel.

Tras lo cual reinició el paso vivaz. Los niños, después de encogerse de hombros, perplejos, siguieron a su maestro dando saltitos y relamiendo satisfechos los caramelos que Jep les había regalado.

Capítulo 38

Tal y como anticipó tantas veces Pantenus, finalmente habían llegado nuevos aires progresistas. Lejos, muy lejos del Cerro Pelado, en Madrid, la corte se engalanaba con colores diferentes que desvelaban matices claros y abiertos. Había nuevo regente y era liberal, ni más ni menos. Pantenus leía el periódico con una sonrisa y hasta el desayuno le sabía mejor. Cada vez que visitaba a Rosendo le hacía un amplio resumen de la situación. Así el minero se aprendió hasta el nombre del nuevo regente del trono español: el general Espartero. Y cuando a Pantenus se le acababan las noticias, las completaba Henry.

Angustias estaba encantada con la información que recibía de los amigos de su hijo. Le tranquilizaba saber que la mayoría de esos sucesos tenían lugar en la corte o en las ciudades. Ahora sabía que en España se vivía una tendencia anticlerical y suspiraba cuando veía avanzar las obras de la parroquia sin ningún contratiempo. A pesar de las explicaciones de Pantenus, aquello de poner y quitar siervos del Señor Como si de secretarios de ministros se tratara no le parecía lo más correcto. Henry le insistía en que el Vaticano no tenía ningún derecho a inmiscuirse en las cuestiones de Estado, pero él era extranjero, si bien parecía uno más entre ellos, no podía entender qué repercusión podía tener que se desobedeciera al Papa. Pensaba Angustias que entre los nuevos aires se colaba de todo, como cuando se abre una casa vieja para ventilarla. A menudo rezaba para que nada de aquello viniera a enturbiar la paz en la que transcurrían sus días, los de su familia, los de sus preciosos nietos y los de todas las personas del poblado. Menudo susto se llevó cuando Pantenus le leyó aquella noticia donde se mencionaba que el Regente había impuesto la desamortización de los bienes del clero. Se subastaban, a precios irrisorios, las tierras, el oro, la plata, los retablos e incluso los dorados de los altares. Muchas cosas estaban cambiando.

Y a pesar de todo, en medio de aquel ambiente convulso, en enero de 1843, el Cerro Pelado ya contaba con una iglesia. Tras meses intensos de obras bajo la dirección de Jubal Fontana, el templo estaba terminado y había llegado el momento de inaugurarlo.

Amelia llamó desde el pasillo:

—¡Ana! ¡Venga, mujer! ¡Se nos hará tarde! ¡Ay, esta chiquilla siempre igual!

Ana salió de su habitación arreglándose el tocado de su pelo.

—¿Has visto si ya están los niños? —preguntó casi sin aliento.

Su madre, apremiándola con gestos, le contestó:

—Sí, sí, ya están afuera esperándote y muertos de frío. Estamos todos, sólo faltas tú. ¡A ver si terminas antes de que se ponga a nevar!

—¿Y Narcís?

Amelia negó con la cabeza y respondió:

—No, hija, yo creo que ese chico está perdido, se pasa el día bebiendo y deambulando por ahí…

Ana apretó los labios en un gesto preocupado. Rosendo había intentado hablar con él muchas veces, pero era inútil. No escuchaba a nadie. No quería estar con nadie. La familia apenas lo veía.

Delante de la casa esperaban todos, incluido Rosendo, taciturno. Perigot había engalanado el carro con flores y se había vestido con sus mejores ropas. A pesar del frío, el conductor no llevaba gorra y su ralo pelo se sostenía en punta. Mientras se sentaban como podían en el carro, apareció Henry, que tras morir su viejo
Brave
había adquirido un elegante caballo andaluz de color blanco. Había decidido llamarlo
Manso
por su dócil temperamento. Los críos, al verlo, quisieron ir con él. Rosendo asintió. Henry colocó delante de él a Anita, después a Rosendo
Xic y,
abrazado por éste, a Roberto. Felices por poder montar el gran animal, se aferraron a las abundantes crines de
Manso
y, entre risas, se dejaron llevar a un paso lento y ceremonioso. Henry se mantenía con la espalda totalmente recta, una mano en las riendas y la otra apoyada en la cintura.

Rosendo pensaba que era una pérdida de tiempo y ganas de molestar a Perigot utilizar el carro cuando podrían ir andando, pero la insistencia de las mujeres para que sus vestidos no se ensuciaran durante el camino le hizo desistir. No acababa de entender que fuera necesaria tanta parafernalia para inaugurar la iglesia. Era tan sólo un edificio más y, además, poco práctico.

Esa desgana, sin embargo, se disipó cuando llegaron al exterior del modesto templo. Entusiasmados, todos los habitantes del poblado y muchos de Runera se habían acercado a la inauguración. Rosendo, al bajar del carro, respondió a la multitud de saludos con un rápido movimiento de la mano. El gentío se abrió dejando un pasillo para que la familia Roca y Henry se acercaran a la fachada. En cuanto llegara el vicario capitular de la diócesis de Solsona se abrirían las puertas y, tras ocupar sus asientos, comenzaría la misa. Rosendo miró a los suyos para comprobar que no faltaba nadie. Henry se había rezagado y el minero fue a buscarlo. El escocés había bajado las escaleras de la entrada y en una esquina parecía otear el horizonte. Rosendo le tocó la espalda y le dijo:

—Vamos, Henry, nos esperan.

—Yes… oh, yes…
—contestó éste sin dejar de mirar en la lejanía, como si buscara algo.

Rosendo se volvió pero detuvo su paso enseguida al ver que Henry no lo seguía.

—Henry, ¿vamos?

Pero Henry no se movía. Rosendo comenzó a extrañarse. Cuando estaba a punto de estirar la mano para avisar de nuevo al escocés, el minero notó la suave voz de Ana a sus espaldas:

—¿No es maravilloso?

Ana sonrió y rodeó con sus manos el brazo de Rosendo. Él la miró perplejo.

—¿Maravilloso? ¿El qué?

Ana le contestó señalando algo con el dedo. Al girarse vio cómo Henry saludaba con un afectuoso apretón de manos a Jep Lluna para, a continuación, ofrecer su brazo a una radiante Sira.

—¿No ves qué cara de felicidad tiene Henry?

Rosendo lo miró.

—Pero… ¿va a sentarse con nosotros o no?

Ana le dio una palmada y se rió.

—¡Ay, este hombre! ¿Pero no ves que está enamoradísimo de esa chica? Se sentará con ella, que es lo que debe hacer. He visto cómo la trata, cómo la mira… —suspiró—. Es todo tan dulce —Rosendo se rascó la nuca. Volvió a mirar a Henry y en ese instante el escocés, ya algo lejos, lo saludó como dando a entender la situación. Encogiéndose de hombros, Rosendo se dio media vuelta y junto a Ana regresaron a la puerta para esperar al vicario.

De repente se oyó un estrépito de cascos de caballo. Rosendo se asomó pensando que por fin llegaba el religioso y empezaría la ceremonia. Pero no, eran los Casamunt.

Las conversaciones entre los asistentes se interrumpieron y, ante la visión de los señores, se empezaron a escuchar murmullos de admiración. Éstos se habían vestido con todo el lujo posible, con ropas de la mejor seda y ostentosas joyas. Ana se acercó al oído de Rosendo y le susurró:

—Es más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja, a que entre un rico en el reino de Dios.

Él la miró de reojo y vio que le sonreía con picardía. Ella le guiñó el ojo para añadir:

—¿Qué miras? Lo dijo Jesús, versículo veinticinco, capítulo dieciocho, Evangelio de Lucas.

Los Casamunt se acercaron a la puerta. Tras Valentín, el patriarca, aparecieron el marido de Helena, ésta y Fernando.

Al momento, se presentó un mozo con una llave.

—¡Paso, señores, paso, el señor vicario ha mandado abrir!

En cuanto las puertas se retiraron, los feligreses miraron al interior y dejaron escapar una exclamación de asombro. Angustias, apenas conteniendo la emoción, murmuró para sí:

—Es preciosa.

A pesar de su reducido tamaño, la sensación de amplitud y la profusión de ventanales que la llenaban de luz hacían de la nueva iglesia dedicada a Santa Bárbara, patrona de los mineros, un lugar que transmitía calidez. Mientras la concurrencia entraba sin prisas, Fernando, de un empujón, avanzó y le espetó a Rosendo:

—¿Y eso son tus mejores galas? Eres un campesino paleto.

Helena, por su parte, infló pecho para que se notara la diferencia de su estatura con Ana, algo más baja.

En cuanto todos los bancos estuvieron llenos, procedente de la sacristía apareció el vicario acompañado de don Roque. El sacerdote lucía algo de tripa, un caminar pesado, la mirada dura y una gesticulación harto ceremoniosa.

Los oficios religiosos nunca habían sido del gusto de Rosendo, así que trató de disimular su aburrimiento pensando en los nuevos planes para la mina. De vez en cuando miraba a su mujer y a su madre e imitaba lo que hacían, mascullando las oraciones pertinentes sin esforzarse en averiguar qué se estaba diciendo. Su atención se despertó durante el sermón del vicario. Éste, con voz estentórea, comenzó agradeciendo a la familia Roca su apoyo a la construcción de la iglesia:

—¡Qué duda cabe de que su aportación, así como su fervoroso teson cristiano, han hecho posible que hoy estemos reunidos aquí, a la luz de Cristo Nuestro Señor!

Hizo una pausa, y con el dedo señalando a las alturas prosiguió:

—Tampoco podemos olvidar la intervención de Los señores de estas tierras. De la misma manera que hemos de alabar la bondad infinita de Dios para con su creación, también hemos de reconocer la inmensa generosidad de la familia Casamunt.

Rosendo notó cómo su esposa tragaba saliva. Mirando al vicario, Rosendo posó su mano sobre la de Ana en un gesto tranquilizador.

—Sin la familia Casamunt, nada habría en estas tierras. Serían tierras baldías, yermas, vacías… Es gracias a ellos y a su interés en el beneficio colectivo, que esta comarca ha crecido, y es más próspera y más justa. Y hoy, con nuestra iglesia de Santa Bárbara, más cristiana; está más cerca de Dios.

El prelado hizo una exagerada pero eficaz pausa y, elevando la voz, prosiguió:

—Vivimos en unos tiempos aciagos para el verdadero creyente. La fe ha de mostrarse más fuerte que nunca. Desde los gobiernos pretenden envenenarnos con la palabra de moda… ¡Liberalismo! Como si con sólo nombrarla todos los males fueran a desaparecer. ¿Y qué nos ha traído el liberalismo? ¡La desamortización! —pronunció esta palabra sílaba a sílaba—. Una forma de camuflar el robo a la Santa Madre Iglesia de tierras que fueron entregadas por fervorosos siervos de Dios. ¿Y qué más nos ha traído el liberalismo? ¡Guerra! Y yo os quiero recordar de dónde proviene el «liberalismo»… —Calló y clavó la mirada entre los asistentes para responder contundente—: ¡Del «libertinaje»! —La palabra sonó como un latigazo por todo el templo—. ¿Cómo entender que las costumbres de los abuelos de nuestros abuelos sean ahora rechazadas sin más? ¿Qué es eso que llaman «modernidad» sino un canto de sirenas que nos arrastrará a la perdición? ¿No fue el diablo quien ofreció a Jesús todos los reinos de la tierra? ¿Y qué le respondió Jesús?: «Sólo a Dios adorarás, sólo a Él servirás.» La tradición no es más que la forma que tenemos los hombres de seguir firmes la voluntad de Dios. Si no queréis caer en el pecado, ¡alejaos de todo aquello que os separe de lo que ha sido siempre nuestra forma de ser, nuestra forma de vivir y nuestra forma de cumplir la voluntad divina!

El vicario descansó unos instantes para tomar aire. Rosendo se preguntó, mientras comenzaba a sentir que la furia le invadía, por el tono de aquellas palabras en un día de fiesta como aquél. Se le estaba acabando la paciencia. Miró hacia atrás y su mirada se cruzó con la de Henry, que se mostraba también bastante descontento. La voz del religioso continuó:

—No lo olvidéis: si se rompe el orden establecido, llegará la corrupción y será el caos. Y el orden en esta tierra ha sido y será siempre obedecer a nuestro Señor.

De manera inconsciente, Rosendo desvió su mirada iracunda del prelado y la posó en la talla de Santa Bárbara, que habían adquirido en un prestigioso taller de Barcelona. Se fijó en la espada, símbolo de su fe inquebrantable según le había explicado su madre, aunque para él seguía siendo un símbolo de lucha.

Other books

Dream Valley by Cummins, Paddy
Hers for the Evening by Jasmine Haynes
Cicero's Dead by Patrick H. Moore
The Wild Rose of Kilgannon by Kathleen Givens
His Enemy's Daughter by Terri Brisbin
Summerland by Michael Chabon