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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

La hechicera de Darshiva (18 page)

BOOK: La hechicera de Darshiva
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—¿Qué es ese zumbido? —preguntó Senji.

Garion desató la bolsa del cinturón y la abrió. El Orbe resplandecía con un furioso destello rojo.

—¿Zandramas? —preguntó Belgarath con interés.

Garion negó con la cabeza.

—No, abuelo —respondió—. No lo creo.

—¿Quiere guiarte a alguna parte?

—Sí, parece que intenta tirar de mí.

—Veamos adonde quiere llevarte.

Garion sostuvo el Orbe en la mano derecha y éste lo condujo hacia la puerta. Luego salieron al pasillo y Senji los siguió cojeando con la cara llena de curiosidad. El Orbe los guió a las escaleras y desde allí hasta la puerta principal del edificio.

—Parece que quiere llevarnos a ese edificio —dijo Garion señalando una alta torre de inmaculado mármol blanco.

—La Facultad de Teología Comparada —dijo Senji con desprecio—. Está integrada por un lamentable grupo de eruditos con una idea exagerada de su contribución al conocimiento de la humanidad.

—Síguelo, Garion —ordenó Belgarath.

Cruzaron el jardín. Tras una mirada fugaz a la expresión furiosa de Belgarath, los eruditos se hacían a un lado como pájaros asustados.

Por fin entraron en la planta baja de la torre. Al otro lado de la puerta había un hombre delgado, vestido con ropas eclesiásticas y sentado frente a un alto escritorio.

—Vosotros no sois miembros de esta facultad —dijo lleno de indignación—, de modo que no podéis entrar aquí.

Sin disminuir el paso, Belgarath teleportó al eficiente portero y a su escritorio al centro del jardín.

—Resulta práctico, ¿verdad? —dijo Senji—. Quizá debería estudiarlo con más detenimiento. La alquimia comienza a aburrirme.

—¿Qué hay detrás de esa puerta? —preguntó Garion.

—El museo —respondió Senji encogiéndose de hombros—. Es una mezcolanza de viejos ídolos, elementos religiosos y cosas por el estilo.

Garion intentó abrir la puerta.

—Está cerrado con llave —dijo.

Beldin retrocedió y, asestando un puntapié a la puerta, rompió la madera que rodeaba la cerradura.

—¿Por qué has hecho eso? —le preguntó Belgarath.

—¿Y por qué no iba a hacerlo? —replicó Beldin encogiéndose de hombros—. No pienso malgastar mi poder en una simple puerta.

—Te estás volviendo perezoso.

—Si quieres la arreglo para que puedas abrirla tú.

Penetraron en una sala llena de polvo y atestada de objetos. Grotescas estatuas se alineaban contra las paredes alrededor de varias vitrinas de cristal. Las telarañas colgaban del techo y todo estaba muy sucio.

—No suelen venir por aquí —observó Senji—. Prefieren elucubrar estúpidas teorías antes que contemplar los verdaderos efectos de los impulsos religiosos de la humanidad.

—Por aquí —dijo Garion guiado por la persistente presión del Orbe.

De repente, el joven notó que la piedra había adquirido una desagradable calidez y se tornaba cada vez más roja.

Entonces se detuvo frente a una vitrina polvorienta, cuyo único contenido consistía en un cojín raído. El Orbe ya estaba verdaderamente caliente y su resplandor rojizo alumbraba toda la habitación.

—¿Qué había en esa vitrina? —preguntó Belgarath.

Senji se inclinó para leer la inscripción de la corroída placa de cobre adosada a la vitrina.

—Ah —dijo—, ya lo recuerdo. Es la vitrina donde solían guardar el Cthrag Sardius antes de que lo robaran.

De repente, de forma totalmente inesperada, el Orbe pareció saltar en la mano de Garion y la vitrina de cristal estalló en miles de fragmentos.

Capítulo 8

—¿Cuánto tiempo estuvo aquí? —le preguntó Belgarath al atribulado Senji, que miró boquiabierto primero el destellante Orbe en manos de Garion y luego los restos de la vitrina—. Senji —repitió con brusquedad el hechicero—. Por favor, presta atención.

—¿Eso es lo que me imagino? —preguntó el alquimista mientras señalaba el Orbe con una mano temblorosa.

—Cthrag Yaska —asintió Beldin—. Ya que vas a participar en este asunto, es justo que sepas de qué se trata. Ahora responde las preguntas de mi hermano.

—Yo no... —balbuceó Senji—. Siempre he sido un alquimista, y no siento ningún interés por...

—Las cosas no funcionan de esa manera —lo interrumpió Belgarath—. Te guste o no, eres miembro de un grupo muy selecto. Deja de pensar en tonterías como el oro y presta atención a las cuestiones importantes.

—Sólo era una especie de juego —dijo Senji después de tragar saliva—. Nadie me tomó nunca en serio.

—Nosotros sí —dijo Garion mientras acercaba el Orbe al acobardado hombrecillo—. ¿Tienes idea del tipo de poder con que acabas de toparte? —De repente se sentía furioso—. ¿Quieres que haga estallar esta torre o que hunda las islas Melcenes para demostrarte la seriedad del asunto?

—Tú eres Belgarion, ¿verdad?

—Sí.

—¿El Justiciero de los Dioses?

—Algunos me llaman así.

—¡Oh, Dios! —gimió Senji.

—Estamos perdiendo el tiempo —dijo Belgarath con firmeza—. Comienza a hablar. Quiero saber de dónde vino Cthrag Sardius, cuánto tiempo estuvo aquí y adonde se dirigió luego.

—Es una larga historia —protestó Senji.

—Resúmela —sugirió Beldin mientras apartaba con un pie los fragmentos de cristal—. Tenemos bastante prisa.

—¿Cuánto tiempo permaneció aquí el Sardion? —preguntó Belgarath.

—Eones —respondió Senji.

—¿De dónde vino?

—De Zamad —respondió el alquimista—. Los habitantes de esa zona son karands y temen a los demonios. Creo que algunos de sus magos fueron devorados vivos. Bueno, cuenta la leyenda que cuando se produjo el agrietamiento de la tierra, hace unos cinco mil años... —El hombrecillo vaciló otra vez, con la vista fija en los dos temibles hechiceros.

—Fue muy ruidoso —le informó Beldin con una mueca de desdén—. Demasiado humo y terremotos. A Torak siempre le gustó presumir... Creo que, en realidad, era un defecto de su carácter.

—¡Oh, Dios! —dijo Senji.

—Deja de repetir eso —ordenó Belgarath—. Ni siquiera sabes quién es tu dios.

—Pero lo sabrás, Senji —anunció Garion con una voz que no era la suya—, y una vez que lo hayas conocido, lo servirás durante el resto de tu vida. —Belgarath miró a Garion con expresión inquisitiva y el joven abrió las manos en un gesto de impotencia—. Acaba con esto, Belgarath —dijo la voz que surgía de la boca de Garion—. Sabes muy bien que el tiempo no te esperará.

—De acuerdo —dijo Belgarath tras volverse hacia Senji—, el Sardion vino de Zamad, pero ¿cómo?

—Dicen que cayó del cielo.

—Siempre dicen lo mismo —señaló Beldin—. Algún día me gustaría que algo saltara desde la tierra, sólo para variar.

—Te aburres con demasiada facilidad, hermano —dijo Belgarath.

—Tú no estuviste sentado sobre la tumba de Cara Quemada durante cinco siglos, hermano —replicó Beldin.

—Creo que no podré soportar esto —murmuró Senji y ocultó la cara entre sus manos temblorosas.

—Con el tiempo resulta más sencillo —afirmó Garion con voz tranquilizadora— No estamos aquí para fastidiarte la vida. Sólo necesitamos un poco de información, y cuando la hayamos obtenido, nos marcharemos. Si quieres, más tarde podrás convencerte a ti mismo de que todo fue un sueño.

—¿Estoy ante tres semidioses y pretendes que lo recuerde como si fuera un sueño?

—¡Qué bonita expresión! —exclamó Beldin—. «Semidiós»; suena muy bien.

—Te dejas impresionar con facilidad por las palabras —observó Belgarath.

—Las palabras son la esencia del pensamiento. Sin ellas, las ideas no existen.

—No me importaría profundizar en ese tema —dijo Senji con los ojos brillantes.

—Más tarde —dijo Belgarath—. Ahora volvamos a Zamad... y al Sardion.

—De acuerdo —respondió el alquimista del pie deforme—. Cthrag Sardius, o el Sardion, como prefieras llamarlo, cayó del cielo en Zamad. Los bárbaros que habitaban la región lo tomaron por un objeto sagrado y le construyeron un santuario para adorarlo. El santuario estaba situado en un valle entre las montañas y en él había una gruta, un altar..., lo habitual en esos sitios.

—Hemos estado allí —dijo Belgarath con voz cortante—. Ahora se encuentra en el fondo de un lago. ¿Cómo llegó a Melcena?

—Eso sucedió muchos años más tarde —respondió Senji—. Los karands siempre han sido un pueblo conflictivo y su organización social es bastante primitiva. Hace unos tres mil años, o tal vez un poco más, un ambicioso rey de Zamad conquistó Voresebo y comenzó a mirar hacia el sur con codicia. Hubo una serie de batallas en la frontera de Rengel, que, por supuesto, formaba parte del imperio melcene. Entonces el emperador decidió que era hora de dar un escarmiento a los karands. Organizó una expedición de castigo y avanzó sobre Voresebo y Zamad al frente de una columna de elefantes. Los karands, que nunca habían visto un elefante, huyeron despavoridos y el emperador aprovechó la ocasión para destruir todos los pueblos y aldeas de los alrededores. Como había oído hablar de Cthrag Sardius, se dirigió al santuario y lo robó, movido por el deseo de castigar a los karands, más que por la ambición de apoderarse de la piedra. Como sabréis, no es un objeto muy atractivo.

—¿Qué aspecto tiene? —preguntó Garion.

—Es ligeramente ovalada y bastante grande; de éste tamaño. —Hizo un círculo de unos sesenta centímetros de diámetro con las manos—. Tiene un extraño color rojizo y cierta transparencia, como algunos pedernales. Bueno, como os decía, el emperador no estaba interesado por la piedra, así que cuando volvió a Melcena, la donó a la universidad. Allí pasó de departamento en departamento, hasta que acabó en este museo. Estuvo dentro de esa vitrina durante miles de años, cubierta de polvo, sin que nadie le prestara la menor atención.

—¿Cómo salió de aquí? —preguntó Belgarath.

—A eso iba. Hace unos quinientos años llegó un erudito a la Facultad de Ciencias Ocultas, un tipo raro que oía voces extrañas y estaba obsesionado por el Sardion. Solía pasarse horas aquí sentado mirándolo. Creo que pensaba que la piedra le hablaba.

—Es posible —dijo Beldin—. Podía hacerlo.

—El erudito se volvió cada vez más loco y una noche robó el Sardion. No creo que nadie se hubiera percatado de su desaparición, pero el pobre hombre huyó de la isla como si lo persiguieran todas las legiones de Melcena. Subió a bordo de un barco y navegó hacia el sur. Su embarcación fue vista por última vez al sur de Gandahar, cuando parecía dirigirse hacia los Protectorados Dalasianos. Sin embargo, el barco nunca regresó y todos supusieron que había naufragado durante una tormenta. Eso es todo lo que se sabe de él.

Beldin se rascó la barriga con aire pensativo.

—Todo parece encajar, Belgarath —observó—. El Sardion tiene el mismo tipo de poder que el Orbe y yo diría que ha tomado medidas conscientes para trasladarse de un sitio a otro, tal vez en respuesta de determinados hechos. Apuesto a que si pudiéramos comprobarlo, descubriríamos que ese emperador melcene lo sacó de Zamad en el mismo momento en que tú y Hombros de Oso fueron a Cthol Mishrak a recuperar el Orbe. Entonces el erudito que mencionó Senji lo robó de allí durante la batalla de Vo Mimbre.

—Hablas como si estuviera vivo —objetó Senji.

—Lo está —respondió Beldin— y puede controlar los pensamientos de las personas que lo rodean. Por supuesto, no es capaz de levantarse y andar por sí solo, de modo que utiliza a los hombres para que lo transporten de un sitio a otro.

—Todo se reduce a una conjetura, Beldin —dijo Belgarath.

—Soy muy bueno en eso. ¿Continuamos? Tenemos que coger un barco, ¿recuerdas? Ya tendremos tiempo de discutir esto más tarde.

Belgarath asintió con un gesto y se volvió hacia Senji.

—Nos dijeron que podrías ayudarnos —dijo.

—Puedo intentarlo.

—Bien. Alguien nos ha dicho que podías conseguir una copia íntegra de Los Oráculos de Ashaba.

—¿Quién dijo eso? —preguntó Senji con cautela.

—Una vidente dalasiana llamada Cyradis.

—Nadie cree en las cosas que dicen las videntes —se burló Senji.

—Yo sí. Nunca he visto que una vidente se equivocara en siete mil años. A veces son enigmáticas, pero nunca se equivocan.

Senji retrocedió.

—No seas evasivo, Senji —le dijo Beldin—. ¿Sabes dónde podemos encontrar una copia de los oráculos?

—Solía haber una en la biblioteca de esta facultad —respondió el alquimista con aire esquivo.

—¿Solía haber?

Senji miró a alrededor con nerviosismo y luego bajó la voz hasta convertirla en un murmullo:

—La robé —confesó.

—¿Le falta algún pasaje? —preguntó Belgarath con gran interés.

—Que yo sepa, no.

—Bueno, ¡por fin! —dijo con un suspiro explosivo—. Creo que acabamos de vencer a Zandramas en su propio juego.

—¿Pensáis enfrentaros a Zandramas? —preguntó Senji con incredulidad—. Es muy peligrosa, ¿sabes?

—Nosotros también —dijo Belgarath—. ¿Dónde está el libro que robaste?

—Escondido en mi laboratorio. Los funcionarios de la universidad tienen una mentalidad muy estrecha y no comprenden que los miembros de una facultad puedan consultar libros de la biblioteca de otra.

—Todos los funcionarios tienen una mentalidad estrecha —dijo Beldin encogiéndose de hombros—, es uno de los requisitos para conseguir el empleo. Ahora volvamos a tu laboratorio, pues mi anciano amigo debe echar un vistazo a ese libro.

Senji atravesó la puerta y cojeó por el pasillo. El hombre delgado vestido con ropas eclesiásticas se las había ingeniado para devolver el escritorio a su sitio, pero Garion notó que aún tenía los ojos desorbitados.

—Nos vamos —dijo Belgarath al pasar junto a él—. ¿Alguna objeción?

El delgado individuo se encogió en su silla.

—Sabia decisión —observó Beldin.

Ya era la hora del crepúsculo y el sol otoñal inundaba con su luz el cuidado césped del jardín.

—Me pregunto si los demás habrán descubierto el rastro de Naradas —dijo Garion mientras se dirigían hacia la Facultad de Alquimia Aplicada.

—Es muy probable —respondió Belgarath—. Los hombres de Seda son muy competentes.

Volvieron a entrar en el edificio apuntalado. Los pasillos estaban llenos de humo y había nuevas puertas destrozadas en el suelo. Senji olfateó el humo.

—Están usando demasiado sulfuro —señaló con aire profesional.

—Antes nos cruzamos con un tipo que dijo exactamente lo mismo —comentó Garion—. Creo que acababa de provocar una explosión.

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