La guerra del fin del mundo (90 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

BOOK: La guerra del fin del mundo
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—Sí, Madre —dice, acercándose en sus cuatro patas. Empinándose en las extremidades traseras, coge al pequeño bulto envuelto que tiene la mujer sobre las faldas y lo aprieta contra su pecho. Y alzado sobre las patas de atrás, curvo, ansioso, jadea —: Yo lo llevo, yo lo acompaño. Ese fuego me espera hace veinte años, Madre.

La mujer lo oye, mientras va hacia las llamas, salmodiar con las fuerzas que le quedan una oración que nunca ha oído, en la que se repite varias veces el nombre de una santa que tampoco conoce: Almudia.

—¿Una tregua? —dijo Antonio Vilanova.

—Es lo que quiere decir —repuso el Fogueteiro—. Un trapo blanco en un palo quiere decir eso. No lo vi cuando partió, pero muchos lo vieron. Lo vi cuando regresó. Todavía llevaba el trapo blanco.

—¿Y por qué hizo eso el Beatito? —preguntó Honorio Vilanova.

—Se compadeció de los inocentes al verlos morir quemados —contestó el Fogueteiro—. Los niños, los viejos, las embarazadas. Fue a decirles a los ateos que los dejaran irse de Belo Monte. No consultó a João Abade, ni a Pedrão ni a João Grande, que estaba en San Eloy y en San Pedro Mártir. Hizo su bandera y se fue caminando por la Madre Iglesia. Los ateos lo dejaron pasar. Creíamos que lo habían matado y que lo iban a devolver como a Pajeú: sin ojos, lengua ni orejas. Pero volvió, con su trapo blanco. Ya habíamos cerrado San Eloy y Niño Jesús y la Madre Iglesia. Y apagado muchos incendios. Volvió a las dos o tres horas y en esas horas los ateos no atacaron. Eso es una tregua. Lo explicó el Padre Joaquim.

El Enano se acurrucó contra Jurema. Temblaba de frío. Estaban en una cueva, donde antaño pernoctaban los pastores de chivos, no lejos de lo que, antes que la devoraran las llamas, había sido la diminuta alquería de Cacabú, en un desvío de la trocha entre Mirandela y Quijingue. Llevaban allí escondidos doce días. Hacían rápidas excursiones al exterior para traer yerbas, raíces, cualquier cosa que masticar y agua de una aguada cercana. Como toda la región estaba infestada de tropas que, en secciones pequeñas o en grandes batallones, regresaban hacia Queimadas, habían decidido permanecer allí escondidos un tiempo. En las noches bajaba mucho la temperatura, y como los Vilanova no permitían que se encendiera una fogata por temor a que la luz atrajera a alguna patrulla, el Enano se moría de frío. De los tres, era el más friolento, porque era el más pequeño y el que había enflaquecido más. El miope y Jurema lo hacían dormir entre ellos, abrigándolo con sus cuerpos. Pero aun así, el Enano veía con temor la llegada de la noche pues, a pesar del calor de sus amigos, le castañeteaban los dientes y sentía los huesos helados. Estaba sentado entre ellos, escuchando al Fogueteiro, y, a cada momento, sus manitas regordetas indicaban a Jurema y al miope que se apretaran contra él.

—¿Qué pasó con el Padre Joaquim? —oyó preguntar al miope—. ¿A él también...?

—No lo quemaron ni lo degollaron —repuso en el acto, con dejo tranquilizador, como feliz de poder dar al fin una buena noticia, Antonio el Fogueteiro—. Murió de bala, en la barrera de San Eloy. Estaba cerca mío. También ayudó a dar muertes piadosas. Serafino el carpintero comentó que a lo mejor el Padre no veía con buenos ojos esa muerte. No era un yagunzo sino un sacerdote ¿no es verdad? Tal vez el Padre no vería bien que un hombre de sotana muriera con un fusil en la mano.

—El Consejero le habrá explicado por qué tenía un fusil en la mano —dijo una de las Sardelinhas—. Y el Padre lo habrá perdonado.

—Seguramente —dijo Antonio el Fogueteiro—. El sabe lo que hace.

Pese a que no había una fogata y a que la boca de la cueva la habían disimulado con matorrales y cactos enteros arrancados de las cercanías, la claridad de la noche —el Enano imaginaba la luna amarilla y miríadas de estrellas lucientes observando con asombro el sertón — se filtraba hasta donde estaban y podía ver el perfil de Antonio el Fogueteiro, su nariz chata, su frente y mentón cortados a cuchillo. Era un yagunzo que el Enano recordaba muy bien, porque lo había visto, allá en Canudos, preparar esos fuegos artificiales que las noches de procesión encendían el cielo de rutilantes arabescos. Recordaba sus manos quemadas por la pólvora, las cicatrices de sus brazos y cómo, al comienzo de la guerra, se había dedicado a preparar esos cartuchos de dinamita que los yagunzos arrojaban a los soldados por sobre las barreras. El Enano había sido el primero en verlo asomar a la cueva esa tarde, había gritado que era el Fogueteiro, para que los Vilanova, que tenían las pistolas listas, no dispararan.

—¿Y para qué volvió el Beatito? —preguntó Antonio Vilanova, después de un momento. Era él quien casi exclusivamente hacía las preguntas, él quien había estado interrogando a Antonio el Fogueteiro toda la tarde y la noche, después que lo reconocieron y lo abrazaron—. ¿Se había iluminado?

—Seguramente —dijo Antonio el Fogueteiro.

El Enano trató de imaginar la escena, la figurilla menuda, pálida, los ojos ardientes del Beatito, retornando al pequeño reducto, con su bandera blanca, entre los muertos, los escombros, los heridos, los combatientes, entre las casas quemadas y las ratas que, según el Fogueteiro, habían aparecido de pronto por todas partes, para precipitarse vorazmente sobre los cadáveres.

—Han aceptado —dijo el Beatito—. Pueden rendirse.

—Que saliéramos en fila de a uno, sin ninguna arma, con las manos en la cabeza —explicó el Fogueteiro, con el tono que se emplea para contar la más descabellada fantasía o el desatino de un borracho—. Que nos considerarían prisioneros y que no nos matarían.

El Enano lo oyó suspirar. Oyó suspirar a uno de los Vilanova y le pareció que una de las Sardelinhas lloraba. Era curioso, las mujeres de los Vilanova, a quienes el Enano confundía con tanta facilidad, nunca lloraban al mismo tiempo: lo hacían una antes, otra después. Pero sólo lo habían hecho desde que Antonio el Fogueteiro comenzó esta tarde a responder a las preguntas de Antonio Vilanova; durante la fuga de Belo Monte y todo el tiempo que llevaban escondidos allí, no las había visto llorar. Temblaba de tal modo que Jurema le pasó el brazo por los hombros y le sobó el cuerpo con fuerza. ¿Temblaba por el frío de Cacabú, porque el hambre lo había enfermado, o era lo que contaba el Fogueteiro lo que le causaba este temblor?

—Beatito, Beatito, ¿te das cuenta lo que dices? —gimió João Grande—. ¿Te das cuenta lo que pides? ¿Quieres de veras que botemos las armas, que vayamos con las manos en la cabeza a rendirnos a los masones? ¿Eso quieres, Beatito?

—Tú no —dijo la voz que parecía siempre rezando—. Los inocentes. Los párvulos, las que van a parir, los ancianos. Que tengan la vida salva, no puedes decidir por ellos. Si no los dejas salvarse, es como si los mataras. Vas a cargar con esa culpa, vas a echar sangre inocente sobre tu cabeza, João Grande. Es un crimen contra el cielo permitir que los inocentes mueran. Ellos no pueden defenderse, João Grande.

—Dijo que el Consejero hablaba por su boca —añadió Antonio el Fogueteiro—. Que lo había inspirado, que le mandó salvarlos.

—¿Y João Abade? —preguntó Antonio Vilanova.

—No estaba allí —explicó el Fogueteiro—. El Beatito volvió a Belo Monte por la barrera de la Madre Iglesia. Él estaba en San Eloy. Le avisaron, pero se demoró en venir. Estaba reforzando esa barrera, que era la más débil. Cuando vino, habían empezado a irse detrás del Beatito. Mujeres, niños, viejos, enfermos arrastrándose.

—¿Y nadie los contuvo? —preguntó Antonio Vilanova.

—Nadie se atrevió —dijo el Fogueteiro—. Era el Beatito, era el Beatito. No alguien como tú o como yo, sino alguien que había acompañado al Consejero desde el principio. Era el Beatito. ¿Tú le hubieras dicho que se había iluminado, que no sabía lo que hacía? Ni João Grande se atrevió, ni yo ni nadie.

—Pero João Abade sí se atrevió —murmuró Antonio Vilanova.

—Seguramente —dijo Antonio el Fogueteiro—. João Abade sí se atrevió.

El Enano sentía los huesos helados y su frente ardiendo. Reprodujo la escena con facilidad: la figura elevada, flexible, firme, el ex-cangaceiro apareciendo allí, la faca y el machete a la cintura, el fusil en el hombro, las sartas de balas en el pecho, no cansado sino más allá del cansancio. Ahí estaba, viendo la incomprensible fila de embarazadas, niños, viejos, inválidos, esos resucitados que iban con las manos en la cabeza hacia los soldados. No lo imaginaba: lo veía, con la nitidez y el color de uno de los espectáculos del Circo del Gitano, los de la buena época, cuando era un circo numeroso y próspero. Estaba viendo a João Abade: su estupefacción, su confusión, su cólera.

—¡Alto! ¡Alto! —gritó, desorbitado, mirando a derecha y a izquierda, haciendo gestos a los que se rendían, tratando de atajarlos—. ¿Se han vuelto locos? ¡Alto! ¡Alto!

—Le explicamos —dijo el Fogueteiro—. Se lo explicó João Grande, que estaba llorando y se sentía responsable. Llegaron también Pedrão, el Padre Joaquim, otros. Bastaron dos palabras para que se diera cuenta del todo.

—No es que los vayan a matar —dijo João Abade, alzando la voz, cargando su fusil, tratando de apuntar a los que ya habían cruzado y se alejaban—. A todos nos van a matar. Los van a humillar, los van a ofender como a Pajeú. No se puede permitir, precisamente porque son inocentes. ¡No se puede permitir que les corten los pescuezos! ¡No se puede permitir que los deshonren!

—Ya estaba disparando —dijo Antonio el Fogueteiro—. Ya estábamos disparando todos. Pedrão, João Grande, el Padre Joaquim, yo. —El Enano notó que su voz, hasta entonces firme, dudaba —: ¿Hicimos mal? ¿Hice mal, Antonio Vilanova? ¿Hizo mal João Abade en hacernos disparar?

—Hizo bien —dijo en el acto Antonio Vilanova—. Eran muertes piadosas. Los hubieran matado a faca, hecho lo que a Pajeú. Yo hubiera disparado, también.

—No sé —dijo el Fogueteiro—. Me atormenta. ¿El Consejero lo aprueba? Voy a vivir haciéndome esa pregunta, tratando de saber si después de haber acompañado diez años al Consejero, me condenaré por una equivocación de último momento. A veces...

Se calló y el Enano se dio cuenta que, ahora, las Sardelinhas lloraban a la vez; una con sollozos fuertes y desvergonzados, la otra de manera apagada, hipando.

—¿A veces...? —dijo Antonio Vilanova.

—A veces pienso que el Padre, el Buen Jesús o la Señora hicieron el milagro de salvarme de entre los muertos para que me redima de esos tiros —dijo Antonio el Fogueteiro—. No sé. No sé nada, otra vez. En Belo Monte todo me parecía claro, el día era día y la noche noche. Hasta ese momento, hasta que empezamos a disparar contra los inocentes y el Beatito. Todo se volvió difícil, otra vez.

Suspiró y permaneció callado, escuchando, como el Enano y los otros, el llanto de las Sardelinhas por esos inocentes a los que los yagunzos habían dado muerte piadosa.

—Porque tal vez, el Padre quería que subieran al cielo con martirio —añadió el Fogueteiro.

«Estoy sudando», pensó el Enano. ¿O estaba sangrando? Pensó: «Me estoy muriendo». Corrían gotas por su frente, se deslizaban por sus cejas y pestañas, le cerraban los ojos. Pero, aunque sudaba, el frío estaba allí, helándole las entrañas. Jurema, a ratos, le limpiaba la cara.

—¿Y qué pasó entonces? —oyó que decía el periodista miope—. Después de que João Abade, de que usted y los demás...

Se calló y las Sardelinhas, que habían suspendido el llanto, sorprendidas por la intromisión, lo reanudaron.

—No hubo después —dijo Antonio el Fogueteiro—. Los ateos creyeron que estábamos tirándoles a ellos. Rabiaron al ver que les quitábamos esas presas que ya creían suyas. —Se calló y su voz vibró—. «Traidores», gritaban. Que habíamos roto la tregua y que lo íbamos a pagar. Se nos echaron por todos lados. Miles de ateos. Fue una suerte.

—¿Una suerte? —dijo Antonio Vilanova.

El Enano había entendido. Una suerte tener otra vez que disparar contra ese torrente de uniformes que avanzaban con fusiles y antorchas, una suerte no tener que seguir matando inocentes para salvarlos de la deshonra. Lo entendía, y, en medio de la fiebre y el frío, lo veía. Veía cómo los yagunzos exhaustos, que habían estado dando muertes piadosas, se frotaban las manos ampolladas y requemadas, dichosos de tener otra vez al frente a un enemigo claro, definido, flagrante, inconfundible. Podía ver esa furia que avanzaba matando lo que no había sido aún matado, quemando lo que faltaba por quemar.

—Pero estoy segura que él ni siquiera en ese momento lloró —dijo una de las Sardelinhas, y el Enano no supo si era la mujer de Honorio o de Antonio—. Los imagino a João Grande, al Padre Joaquim, llorando por tener que hacer eso con los inocentes. ¿Pero él? ¿Acaso lloró?

—Seguramente —susurró Antonio el Fogueteiro—. Aunque yo no lo vi.

—Nadie vio llorar nunca a João Abade —dijo la misma Sardelinha.

—Nunca lo quisiste —murmuró, con decepción, Antonio Vilanova y el Enano supo entonces cuál de las hermanas hablaba: Antonia.

—Nunca —admitió ésta, sin ocultar su rencor—. Y menos después de ahora. Ahora que sé que acabó, no como João Abade sino como João Satán. El que mataba por matar, robaba por robar y se complacía en hacer sufrir a la gente.

Hubo un silencio espeso y el Enano sintió que el miope se había asustado. Esperó, tenso.

—No quiero oírte decir eso nunca más —murmuró, despacio, Antonio Vilanova—. Eres mi mujer desde hace años, desde siempre. Hemos pasado todas las cosas juntos. Pero si te oigo repetir eso, todo se acabaría. Tú te acabarías también.

Temblando, sudando, contando los segundos, el Enano esperó.

—Juro por el Buen Jesús que no lo repetiré nunca más —balbuceó Antonia Sardelinha.

—Yo vi llorar a João Abade —dijo entonces el Enano. Le entrechocaban los dientes y las palabras le salían a espasmos, masticadas. Hablaba con la cara aplastada contra el pecho de Jurema—. ¿No se acuerdan, no se los dije? Cuando oyó la Terrible y Ejemplar Historia de Roberto el Diablo.

—Era hijo de un Rey y al nacer él su madre ya tenía los cabellos blancos —recordó João Abade—. Nació por un milagro, si se llaman también milagros los del Diablo. Ella había hecho pacto para que Roberto pudiera nacer. ¿No es ése el comienzo?

—No —dijo el Enano, con una seguridad que provenía de toda una vida contando esa historia que ya no se acordaba cuándo ni dónde había aprendido y que él había llevado y traído por los pueblos, referido cientos, miles de veces, alargándola, acortándola, embelleciéndola, entristeciéndola, alegrándola, dramatizándola, de acuerdo al estado de ánimo del cambiante auditorio. Ni João Abade podía enseñarle a él el comienzo—. Su madre era estéril y vieja y tuvo que hacer pacto para que Roberto naciera, sí. Pero no era hijo de Rey sino de Duque.

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