La guerra del fin del mundo (42 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

Tags: #Narrativa

BOOK: La guerra del fin del mundo
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—¿Y cómo se explican los crímenes, la destrucción de propiedades, los ataques al Ejército? —lo interrumpe el Coronel.

—Cierto, cierto, no tienen excusa —asiente el Padre Joaquim—. Pero ellos no se dan cuenta de lo que hacen. Es decir, son crímenes que cometen de buena fe. Por amor de Dios, señor. Hay una gran confusión, sin duda.

Aterrado, mira en derredor, como si hubiera dicho algo que podría provocar una tragedia.

—¿Quiénes han inculcado a esos infelices que la República es el Anticristo? ¿Quién ha convertido esas locuras religiosas en un movimiento militar contra el régimen? Eso es lo que quiero saber, señor cura. —Moreira César sube la voz, que suena destemplada—. ¿Quién ha puesto a esa pobre gente al servicio de los políticos que quieren restaurar la monarquía en el Brasil?

—Ellos no son políticos, no saben nada de política —chilla el Padre Joaquim—. Están contra el matrimonio civil, por eso lo del Anticristo. Son cristianos puros, señor. No pueden entender que haya matrimonio civil cuando existe un sacramento creado por Dios...

Pero enmudece, después de emitir un gruñido, porque Moreira César ha sacado la pistola de su cartuchera. La descerroja, calmado, y apunta al prisionero en la sien. El corazón del periodista miope parece un bombo y las sienes le duelen del esfuerzo que hace por contener el estornudo.

—¡No me mate! ¡No me mate, por lo que más quiera, Excelencia, señor!

—Se ha dejado caer de rodillas.

—Pese a mi advertencia, nos hace perder tiempo, señor cura —dice el Coronel.

—Es verdad, les he llevado medicinas, provisiones, les he hecho encargos —gime el Padre Joaquim—. También explosivos, pólvora, cartuchos de dinamita. Los compraba para ellos en las minas de Cacabú. Fue un error, sin duda. No lo sé, señor, no pensé. Me causa tanto malestar, tanta envidia, por esa fe, esa serenidad de espíritu que nunca he tenido. ¡No me mate!

—¿Quiénes los ayudan? —pregunta el Coronel—. ¿Quiénes les dan armas, provisiones, dinero?

—No sé quiénes, no sé —lloriquea el cura—. Es decir, sí, muchos hacendados. Es la costumbre, señor, como con los bandidos. Darles algo para que no ataquen, para que se vayan a otras tierras.

—¿También de la hacienda del Barón de Cañabravas reciben ayuda? —lo interrumpe Moreira César.

—Sí, supongo que también de Calumbí, señor. Es la costumbre. Pero eso ha cambiado, muchos se han ido. Jamás he visto a un terrateniente, a un político o a un extranjero en Canudos. Sólo a miserables, señor. Le digo todo lo que sé. Yo no soy como ellos, no quiero ser mártir, no me mate.

Se le corta la voz y rompe en llanto, encogiéndose.

—En esa mesa hay papel —dice Moreira César—. Quiero un mapa detallado de Canudos. Calles, entradas, cómo está defendido el lugar.

—Sí, sí —gatea hacia la mesita plegable el Padre Joaquim—. Todo lo que sepa, no tengo por qué mentirle.

Se encarama en el asiento y comienza a dibujar. Moreira César, Tamarindo y Cunha Matos lo rodean. En su rincón, el periodista del
Jornal de Noticias
siente alivio. No verá volar en pedazos la cabeza del curita. Divisa su perfil ansioso mientras dibuja el mapa que le han pedido. Lo oye responder atropelladamente a preguntas sobre trincheras, trampas, caminos cortados. El periodista miope se sienta en el suelo y estornuda, dos, tres, diez veces. La cabeza le revolotea y vuelve a sentir, compulsiva, la sed. El Coronel y los otros oficiales hablan con el prisionero sobre «nidos de fusileros» y «puestos de avanzada» —éste no parece entender bien qué son — y él abre su cantimplora y bebe un largo trago, pensando que ha violentado una vez más su horario. Distraído, aturdido, desinteresado, oye discutir a los oficiales sobre los confusos datos que les da el párroco y al Coronel explicar dónde se instalarán las ametralladoras, los cañones, y en qué forma deben desplegarse las compañías para encerrar a los yagunzos en una tenaza. Lo oye decir:

—Debemos impedirles toda posibilidad de fuga.

Ha terminado el interrogatorio. Dos soldados entran a llevarse al prisionero. Antes de que salga, Moreira César le dice:

—Como conoce esta tierra, ayudará a los guías. Y nos ayudará a identificar a los jefecillos, cuando llegue la hora.

—Creí que lo iba usted a matar —dice, desde el suelo, el periodista miope, cuando se lo han llevado.

El Coronel lo mira como si sólo ahora lo descubriera.

—El señor cura nos será útil en Canudos —responde—. Y, además, conviene que se sepa que la adhesión de la Iglesia a la República no es tan sincera como algunos creen.

El periodista miope sale de la tienda. Ha anochecido y la luna, grande y amarilla, baña el campamento. Mientras avanza hacia la barraca que comparte con el periodista viejo y friolento, la corneta anuncia el rancho. El sonido se repite, a lo lejos. Se han encendido, aquí y allá, fogatas, y él pasa entre grupos de soldados que van en busca de las magras raciones. En la barraca, encuentra a su colega. Como siempre, tiene su bufanda enrollada al cuello. Mientras hacen la cola de la comida, el periodista del
Jornal de Noticias
le cuenta todo lo que ha visto y oído en la tienda del Coronel. Comen, sentados en tierra, conversando. El rancho es una sustancia espesa, con un remoto sabor a mandioca, un poco de farinha y dos terrones de azúcar. Les dan también café que les sabe a maravilla.

—¿Qué lo ha impresionado tanto? —le pregunta su colega.

—No entendemos lo que pasa en Canudos —responde él—. Es más complicado, más confuso de lo que creía.

—Bueno, yo nunca creí que los emisarios de Su Majestad británica estuvieran en los sertones, si se refiere a eso —gruñe el periodista viejo—. Pero tampoco puedo creerme el cuento del curita de que sólo hay amor a Dios detrás de todo eso. Demasiados fusiles, demasiados estragos, una táctica muy bien concebida para que todo sea obra de Sebastianistas analfabetos.

El periodista miope no dice nada. Retornan a la barraca y, de inmediato, el viejo se abriga y se duerme. Pero él permanece despierto, escribiendo con su tablero portátil sobre las rodillas, a la luz de un candil. Se tumba en su manta cuando oye el toque de silencio. Imagina a los soldados que duermen a la intemperie, vestidos, al pie de sus fusiles, alineados de a cuatro, y a los caballos, en su corral, junto a las piezas de artillería. Está mucho rato desvelado pensando en los centinelas que recorren el perímetro del campamento y que, a lo largo de la noche, se comunicarán mediante silbatos. Pero, a la vez, subyacente, aguijoneante, turbadora, hay en su conciencia otra preocupación: el cura prisionero, sus balbuceos, sus palabras. ¿Tiene razón su colega, el Coronel? ¿Puede explicarse Canudos de acuerdo a los conceptos familiares de conjura, rebeldía, subversión, intrigas de los políticos que quieren la restauración monárquica? Hoy, oyendo al empavorecido curita, ha tenido la certidumbre que no. Se trata de algo más difuso, inactual, desacostumbrado, algo que su escepticismo le impide llamar divino o diabólico o simplemente espiritual. ¿Qué, entonces? Pasa la lengua por su cantimplora vacía y poco después cae dormido.

Cuando la primera
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raya el horizonte, se escucha, en un extremo del campamento, el tintineo de unos cencerros y balidos. Un pequeño brote de arbustos comienza a agitarse. Algunas cabezas se yerguen, en la sección que custodia ese flanco del Regimiento. El centinela que se estaba alejando regresa ligero. Los que han sido despertados por el ruido esfuerzan los ojos, se llevan las manos a la oreja. Sí: balidos, campanillas. En sus caras soñolientas, sedientas, hambrientas, hay ansiedad, alegría. Se frotan los ojos, se hacen señas de guardar silencio, se incorporan con sigilo y corren hacia los arbustos. Ahí están siempre los balidos, el tintineo. Los primeros que llegan al matorral divisan a los carneros, blancuzcos en la sombra azulada... choccc, choccc... Ha cogido a uno de los animales cuando estalla el tiroteo y se escuchan los ayes de dolor de los que ruedan por el suelo, alcanzados por balas de carabina o dardos de ballesta.

En el otro extremo del campamento, suena la diana, anunciando a la Columna que se reanuda la marcha.

El saldo de la emboscada no es muy grave —dos muertos, tres heridos — y las patrullas que salen en pos de los yagunzos, aunque no los capturan, traen una docena de carneros que refuerzan el rancho. Pero, tal vez por las crecientes dificultades con el alimento y el agua, tal vez por la cercanía de Canudos, la reacción de la tropa ante la emboscada revela un nerviosismo que hasta ahora no se había manifestado. Los soldados de la compañía a la que pertenecen las víctimas piden a Moreira César que el prisionero sea ejecutado, en represalia. El periodista miope comprueba el cambio de actitud de los hombres apiñados en torno al caballo blanco del jefe del Séptimo Regimiento: caras descompuestas, odio en las pupilas. El Coronel los deja hablar, los escucha, asiente, mientras ellos se quitan la palabra. Por fin, les explica que ese prisionero no es un yagunzo del montón, sino alguien cuyos conocimientos serán preciosos para el Regimiento allá en Canudos.

—Se vengarán —les dice—. Ya falta poco. Guarden esa rabia, no la desperdicien.

Ese mediodía, sin embargo, los soldados tienen la venganza que anhelan. El Regimiento está pasando junto a un promontorio pedregoso, en el que se divisa —el espectáculo es frecuente — el pellejo y la cabeza de una vaca a la que los urubús han arrancado todo lo comestible. Un palpito hace murmurar a un soldado que esa res muerta es un escondrijo de vigía. Apenas lo ha dicho cuando varios rompen la formación, corren y, con aullidos de entusiasmo, ven asomar del hueco donde estaba apostado, debajo de la vaca, un yagunzo esquelético. Caen sobre él, le hunden sus cuchillos, sus bayonetas. Inmediatamente lo decapitan y van a mostrarle su cabeza a Moreira César. Le dicen que la dispararán con un cañón a Canudos, para que los rebeldes sepan lo que les espera. El Coronel le comenta al periodista miope que la tropa se halla en excelente forma para el combate.

Aunque pasó la noche viajando, Galileo Gall no sentía sueño. Las cabalgaduras eran viejas y flacas, pero no dieron muestras de cansancio hasta entrada la mañana. No era fácil la comunicación con el guía Ulpino, hombre de rasgos fuertes y piel cobriza que mascaba tabaco. Casi no cambiaron palabras hasta el mediodía, en que hicieron un alto para comer. ¿Cuánto tardarían hasta Canudos? El guía, escupiendo la brizna que mordisqueaba, no le dio una respuesta precisa. Si los caballos respondían, dos o tres días. Pero eso era en tiempos normales, no en éstos... Ahora no seguirían el camino recto, irían pespunteando, para evitar a los yagunzos y a los soldados, pues, cualquiera de ellos, les quitarían los animales. Gall sintió, de pronto, gran cansancio y casi al instante se quedó dormido.

Unas horas después, reanudaron la marcha. A poco de partir pudieron refrescarse, en un ínfimo arroyo de agua salobre. Mientras avanzaban, entre colinas de cascajo y llanos crispados de cardos y palmatorias, la impaciencia angustiaba a Gall. Recordó aquel amanecer de Queimadas donde pudo morir y en el que el sexo volvió a su vida. Se perdía al fondo de su memoria. Descubrió, asombrado, que no tenía idea de la fecha: ni día ni mes. El año sólo podía seguir siendo 1897. Era como si en esta región que recorría incesantemente, rebotando de un lado a otro, el tiempo hubiera sido abolido, o fuera un tiempo distinto, con su propio ritmo. Trató de recordar qué ocurría, en las cabezas que había palpado aquí, con d sentido de la cronología. ¿Existía un órgano específico vinculado a la relación del hombre con el tiempo? Sí, por supuesto. ¿Era un huesecillo, una imperceptible depresión, una temperatura? No recordaba su asiento. Pero sí, en cambio, las aptitudes o ineptitudes que revelaba: puntualidad e impuntualidad, previsión del futuro o improvisación continua, capacidad para organizar con método la vida o existencias socavadas por el desorden, comidas por la confusión... «Como la mía», pensó. Sí, él era un caso típico de personalidad cuyo destino era el tumulto crónico, una vida que por todas partes se disolvía en caos... Lo había comprobado en Calumbí, cuando trataba febrilmente de resumir aquello en lo que creía y los hechos centrales de su biografía. Había sentido la desmoralizadora sensación de que era imposible ordenar, jerarquizar ese vértigo de viajes, paisajes, gentes, convicciones, peligro, exaltaciones, infortunios. Y, lo más probable, es que en esos papeles que habían quedado en manos del Barón de Cañabrava no se transparentara bastante lo que sí era constante en su vida, esa lealtad que nunca había incumplido, algo que podía dar un semblante de orden al desorden: su pasión revolucionaria, su gran odio a la infelicidad y la injusticia que padecían tantos hombres, su voluntad de contribuir de algún modo a que aquello cambiara. «Nada de lo que usted cree es cierto ni sus ideales tienen nada que ver con lo que pasa en Canudos. » La frase del Barón vibró de nuevo en sus oídos y lo irritó. ¿Qué podía entender de sus ideales un terrateniente aristócrata que vivía como si la Revolución Francesa no hubiera tenido lugar? ¿Alguien consideraba «idealismo» una mala palabra? ¿Qué podía entender de Canudos la persona a quien los yagunzos le arrebataron una hacienda y le estaban quemando otra? Calumbí era, sin duda, en este momento, pasto de las llamas. Él sí podía entender ese fuego, él sabía muy bien que no era obra del fanatismo o la locura. Los yagunzos estaban destruyendo el símbolo de la opresión. Oscura, sabiamente, intuían que siglos de régimen de propiedad privada llegaban a arraigar de tal modo en las mentes de los explotados, que ese sistema podía parecerles de derecho divino y, los terratenientes, seres de naturaleza superior, semidioses. ¿No era el fuego la mejor manera de probar la falsedad de esos mitos, de disipar los temores de las víctimas, de hacer ver a las masas de hambrientos que el poder de los propietarios era destruible, que los pobres tenían la fuerza necesaria para acabar con él? El Consejero y sus hombres, pese a las escorias religiosas que arrastraban, sabían dónde había que golpear. En los fundamentos mismos de la opresión: la propiedad, el Ejército, la moral oscurantista. ¿Había cometido un error escribiendo esas páginas autobiográficas que dejó en manos del Barón? No, ellas no harían daño a la causa. ¿Pero no era absurdo confiar algo tan personal a un enemigo? Porque el Barón era su enemigo. Sin embargo, no sentía por él animadversión. Tal vez porque, gracias a él, había podido sentir que entendía todo lo que oía y que le entendían todo lo que decía: era algo que no le pasaba desde que salió de Salvador. ¿Por qué había escrito esas páginas? ¿Porque sabía que iba a morir? ¿Las había escrito en un arranque de debilidad burguesa, porque no quería acabar sin dejar rastro de él en el mundo? De pronto se le ocurrió que a lo mejor había embarazado a Jurema. Sintió una especie de pánico. Siempre le había producido un rechazo visceral la idea de un hijo y tal vez ello había influido en su decisión de Roma, de abstención sexual. Se había dicho, siempre, que su horror a la paternidad era consecuencia de su convicción revolucionaria. ¿Cómo puede un hombre estar disponible para la acción si tiene la responsabilidad de un apéndice al que hay que alimentar, vestir, cuidar? También en eso había sido constante: ni mujer, ni hijos ni nada que pudiera coartar su libertad y debilitar su rebeldía.

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