XLVI. El muro de la ciudad distaba del llano y principio de la cuesta por línea recta, si no fuese por los rodeos, mil doscientos pasos; todo lo que se rodeaba para suavizar la pendiente, alargaba el camino. En la mitad del collado, a lo largo, habían los galos fabricado de grandes piedras una cortina de seis pies contra nuestros asaltos; y desocupada la parte inferior del collado, la superior hasta tocar el muro de la plaza estaba toda erizada de municiones y gente armada. Los soldados, dada la señal, llegan corriendo a la corrida, y, saltándola, se apoderan de tres diversas estancias; pero con tanta aceleración, que Teutomato, rey de los nitióbriges, cogido de sobresalto en su pabellón durmiendo la siesta, medio desnudo, apenas pudo escapar, herido el caballo, de las manos de los soldados que saqueaban las tiendas.
XLVII. César, ya que consiguió su intento, mandó tocar la retirada, y la legión décima, que iba en su compañía, hizo alto. A los soldados de las otras legiones, bien que no percibieron el sonido de la trompeta a causa de un gran valle intermedio, todavía los tribunos y legados, conforme a las órdenes de César, los tenían a raya. Pero inflamados con la esperanza de pronta victoria, con la fuga de los enemigos, y con los buenos sucesos de las batallas anteriores, ninguna empresa se proponía tan ardua que fuese a su valor insufrible, ni desistieron del alcance hasta tropezar con las murallas y puerta de la ciudad. Aquí fueron los alaridos que resonaban por todas partes, tanto que los de los últimos barrios, asustados con el repentino alboroto, creyendo a los enemigos dentro de la plaza, echaron a huir corriendo. Las mujeres desde los adarves arrojaban sus galas y joyas, y descubiertos los pechos, con los brazos abiertos, suplicaban a los romanos las perdonasen, y no hiciesen lo que en Avarico, donde no respetaron ni al sexo flaco ni a la edad tierna. Algunas, descolgadas por las manos de los muros, se entregaban a los soldados. Lucio Fabio, centurión de la legión octava, a quien se oyó decir este mismo día que se sentía estimulado de los premios que se dieron en Avarico, ni consentiría que otro escalase primero el muro, tomando a tres de sus soldados, y ayudado de ellos, montó la muralla, y dándoles después la mano, los fue subiendo uno a uno.
XLVIII. Entre tanto los enemigos, que, según arriba se ha dicho, se habían reunido a la parte opuesta de la plaza para guardarla, oído el primer rumor, y sucesivamente aguijado de continuos avisos de la toma de la ciudad, con la caballería delante corrieron allá de tropel. Conforme iban llegando, parábanse al pie de la muralla, y aumentaban el número de los combatientes. Juntos ya muchos a la defensa, las mujeres que poco antes pedían merced a los romanos, volvían a los suyos las plegarias, y desgreñado el cabello al uso de la Galia, les ponían sus hijos delante. Era para los romanos desigual el combate, así por el sitio, como por el número; demás que cansados de correr y de tanto pelear, dificultosamente contrastaban a los que venían de refresco y con las fuerzas enteras.
XLIX. César, viendo la desigualdad del puesto, y que las tropas de los enemigos se iban engrosando, muy solícito de los suyos, envía orden al legado Tito Sestio, a quien encargó la guarda de los reales menores, que sacando prontamente algunas cohortes, las apostó a la falda del collado hacia el flanco derecho de los enemigos, a fin de que si desalojasen a los nuestros del puesto, pudiese rebatir su furia en el alcance. César, adelantándose un poco con su legión, estaba a la mira del suceso.
L. Trabado el choque cuerpo a cuerpo con grandísima porfía, los enemigos, confiados en el sitio y en el número, los nuestros en sola su valentía, de repente, por el costado abierto de los nuestros, remanecieron los eduos destacados de César por la otra ladera a mano derecha para divertir al enemigo. Ésos por la semejanza de las armas gálicas espantaron terriblemente a los nuestros, y aunque los veían con el hombro derecho desarmado, que solía ser la contraseña de gente de paz, eso mismo atribuían los soldados a estratagema de los enemigos para deslumbrarlos. En aquel punto el centurión Lucio Fabio y los que tras él subieron a la muralla, rodeados de los enemigos y muertos, son tirados el muro abajo. Marco Petreyo, centurión de la misma legión, queriendo romper las puertas, viéndose rodeado de la muchedumbre y desesperando de su vida por las muchas heridas mortales, vuelto a los suyos: «Ya que no puedo, les dijo, salvarme con vosotros, por lo menos aseguraré vuestra vida, que yo he puesto a riesgo por amor de la gloria. Vosotros aprovechad la ocasión de poneros en salvo.» Con esto se arroja en medio de los enemigos, y matando a dos, aparta los demás de la puerta. Esforzándose a socorrerle los suyos: «En vano, dice, intentáis salvar mi vida; que ya me faltan la sangre y las fuerzas. Por tanto, idos de aquí, mientras hay tiempo, a incorporaros con la legión.» Así peleando, poco después cae muerto, y dio a los suyos la vida.
LI. Los nuestros, apretados por todas partes, perdidos cuarenta y seis centuriones, fueron rechazados de allí; pero siguiéndolos desapoderadamente los galos, la décima legión, que estaba de respeto en lugar menos incómodo, los detuvo; al socorro de esta legión concurrieron las cohortes de la decimotercera, que al mando de Tito Sestio, sacadas de los reales menores, estaban apostadas en lugar ventajoso. Las legiones, luego que pisaron el llano, se pusieron en orden de batalla contra el enemigo. Vercingetórige retiró de las faldas del monte los suyos dentro de las trincheras. Este día perecieron poco menos de setecientos hombres.
LII. Al siguiente, César, convocando a todos, «reprendió la temeridad y desenfreno de los soldados, que por su capricho resolvieron hasta dónde se había de avanzar, o lo que se debía hacer, sin haber obedecido al toque de la retirada ni podido ser contenidos por los tribunos y legados».
Púsoles delante, «cuánto daño acarrea la mala situación, y su ejemplo mismo en Avarico, donde sorprendido el enemigo sin caudillo y sin caballería, quiso antes renunciar a una victoria cierta que padecer en la refriega ningún menoscabo, por pequeño que fuese, por la fragura del sitio. Cuanto más admiraba su magnanimidad, que ni por la fortificación de los reales, ni por lo encumbrado del monte, ni por la fortaleza de la muralla se habían acobardado, tanto más desaprobada su sobrada libertad y arrogancia en presumirse más próvidos que su general en la manera de vencer y dirigir las empresas, que él no apreciaba menos en un soldado la docilidad y obediencia que la valentía y grandeza de ánimo».
LIII. A esta amonestación, añadiendo por último para confortar a los soldados, «que no por eso se desanimasen, ni atribuyesen al valor del enemigo la desgracia originada del mal sitio», firme en su resolución de partirse, movió el campo y ordenó las tropas en lugar oportuno. Como ni aun así bajase Vercingetórige al llano, después de una escaramuza de la caballería, y ésa con ventaja suya, retiró el ejército a sus estancias. Hecho al día siguiente lo mismo, juzgando bastar esto para humillar el orgullo de los galos y alentar a los suyos, tomó la vía de los eduos. No moviéndose ni aun entonces los enemigos, al tercer día, reparado el puente del Alier, pasó el ejército.
LIV. Inmediatamente los dos eduos Virdomaro y Eporedórige le hacen saber que Litavico con toda su caballería era ido a cohechar a los eduos, que sería bien se anticipasen los dos para confirmar en su fe a la nación. Como quiera que ya por las muchas experiencias tenía César bien conocida la deslealtad de los eduos, y estaba cierto que con la ida de éstos se apresuraba la rebelión, con todo no quiso negarles la licencia, porque no pareciese o que les hacía injuria, o que daba muestras de miedo. Al despedirse, les recordó en pocas palabras «cuánto le debían los eduos, cuáles y cuan abatidos los había encontrado,
134
forzados a no salir de los castillos, despojados de sus labranzas, robadas todas sus haciendas, cargados de tributos, sacándoles por fuerza con sumo vilipendio los rehenes; y a qué grado de fortuna los había sublimado, tal que no sólo recobraron su antiguo estado, sino que nunca se vieron en tanta pujanza y estimación». Con estos recuerdos los despidió.
LV. En Nevers, fortaleza de los eduos, fundada sobre el Loire en un buen sitio, tenía César depositados los rehenes de la Galia, los granos, la caja militar con gran parte de los equipajes suyos y del ejército, sin contar los muchos caballos que con ocasión de esta guerra, comprados en Italia y España, había remitido a este pueblo. Adonde habiendo venido Eporedórige y Virdomaro, e informándose en orden al estado de la república, cómo Litavico había sido acogido por los eduos en Bibracte, ciudad entre ellos principalísima, Convictolitan el magistrado y gran parte de los senadores unídose con él, y que de común acuerdo eran enviados embajadores a Vercingetórige a tratar de paces y liga, les pareció no malograr tan buena coyuntura. En razón de esto, degollados los guardas de Nevers con todos los negociantes y pasajeros, repartieron entre sí el dinero y los caballos. Los rehenes de los pueblos remitiéronlos en Bibracte a manos del magistrado; al castillo, juzgando que no podrían defenderlo, porque no se aprovechasen de él los romanos, pegáronle fuego; del trigo, cuanto pudieron de pronto, lo embarcaron, el resto lo echaron a perder en el río o en las llamas. Ellos mismos empezaron a levantar tropas por la comarca, a poner guardias y centinelas a las riberas del Loire y a correr toda la campiña con la caballería para meter miedo a los romanos, por si pudiesen cortarles los víveres o el paso para la Provenza, cuando la necesidad los forzase a la vuelta. Confirmábase su esperanza con la crecida del río, que venía tan caudaloso por las nieves derretidas, que por ningún paraje parecía poderse vadear.
LVI. Enterado César de estas cosas, determinó darse prisa para que si al echar puentes se viese precisado a pelear, lo hiciese antes de aumentarse las fuerzas enemigas. Porque dar a la Provenza la vuelta, eso ni aun en el último apuro pensaba ejecutarlo, pues que se lo disuadían la infamia y vileza del hecho, y también la interposición de las montañas Cebenas y aspereza de los senderos; sobre todo deseaba con ansia ir a juntarse con Labieno y con sus legiones. Así que a marchas forzadas, continuadas día y noche, arribó cuando menos se le esperaba a las orillas del Loire, y hallado por los caballos un vado, según la urgencia, pasadero, donde los brazos y los hombres quedaban libres fuera del agua lo bastante para sostener las armas, puesta en orden la caballería para quebrantar el ímpetu de la corriente, y desconcertados a la primera vista los enemigos, pasó sano y salvo el ejército; y hallando a mano en las campiñas trigo y abundancia de ganado, abastecido de esto el ejército, dispónese a marchar la vuelta de Sens.
LVII. Mientras pasa esto en el campo de César, Labieno, dejados en Agendico para seguridad del bagaje los reclutas recién venidos de Italia, marcha con cuatro legiones a París, ciudad situada en una isla del río Sena. A la noticia de su arribo acudieron muchas tropas de los partidos comarcanos, cuyo mando se dio a Camulogeno Aulerco, que sin embargo de su edad muy avanzada, fue nombrado para este cargo por su singular inteligencia en el arte militar. Habiendo éste observado allí una laguna contigua que comunicaba con el río y servía de grande embarazo para la entrada en todo aquel recinto, púsose al borde con la mira de atajar el paso a los nuestros.
LVIII. Labieno, al principio, valiéndose de andamios, tentaba cegar la laguna con zarzos y fagina, y hacer camino. Mas después, vista la dificultad de la empresa, moviendo el campo traído llegó a Meudon, ciudad de los seneses, asentada en otra isla del Sena, bien así como París. Cogidas aquí cincuenta barcas, trabadas prontamente unas con otras, y metidos en ellas los soldados, atónito de la novedad el poco vecindario, porque la mayor parte se había ido a la guerra, se apodera de la ciudad sin resistencia. Restaurado el puente que los días atrás habían roto los enemigos, pasa el ejército, y empieza río abajo a marchar a París. Los enemigos, sabiéndolo por los fugitivos de Meudon, mandan quemar a París y cortar sus puentes, y dejando la laguna, se acampan a las márgenes del río enfrente de París y los reales de Labieno.
LIX. Ya corrían voces de la retirada de César lejos de Gergovia, igualmente que del alzamiento de los eduos y de la dichosa revolución de la Galia, y los galos en sus corrillos afirmaban que César, cortado el paso del Loire y forzado del hambre, iba desfilando hacia la Provenza. Los beoveses al tanto, sabidos la rebelión de los eduos, siendo antes de suyo poco fieles, comenzaron a juntar gente y hacer a las claras preparativos para la guerra. Entonces Labieno, viendo tan mudado el teatro, conoció bien ser preciso seguir otro plan muy diverso del que antes se había propuesto. Ya no pensaba en conquistas ni en provocar al enemigo a batalla, sino en cómo retirarse con su ejército sin pérdida a Agendico; puesto que por un lado le amenazaban los beoveses, famosísimos en la Galia por su valor, y por el otro le guardaba Camulogeno con mano armada. Demás que un río caudalosísimo cerraba el paso de las legiones al cuartel general donde estaban los bagajes. A vista de tantos tropiezos, el único recurso era encomendarse a sus bríos.
LX. En efecto, llamando al anochecer a consejo, los animó a ejecutar con diligencia y maña lo que ordenaría; reparte a cada caballero romano una de las barcas traídas de Meudon, y a las tres horas de la noche les manda salir en ellas de callada río abajo y aguardarle allí a cuatro millas; deja de guarnición en los reales cinco cohortes que le parecían las menos aguerridas, y a las otras cinco de la misma legión manda que a medianoche se pongan en marcha río arriba con todo el bagaje, metiendo mucho ruido. Procura también coger unas canoas, las cuales agitadas con gran retumbo de remos, hace dirigir hacia la misma banda. Él, poco después, moviendo a la sorda con tres legiones, va derecho al paraje donde mandó para las barcas.
LXI. Arribado allá, los batidores de los enemigos, distribuidos como estaban por todas las orillas del río, fueron sorprendidos por los nuestros a causa de una recia tempestad que se levantó de repente; a la hora es transportada la infantería y la caballería mediante la industria de los caballeros romanos escogidos para este efecto. Al romper del día, casi a un tiempo vienen nuevas al enemigo de la extraordinaria batahola que traían los romanos en su campo; que un grueso escuadrón iba marchando río arriba; que allí mismo se sentía estruendo de remos, y que poco más abajo transportaban en barcas a los soldados. Con estas noticias, creyendo que las legiones pasaban en tres divisiones, y que aturdidos todos con la sublevación de los eduos se ponían en huida, dividieron también ellos sus tropas en tres tercios; porque dejando uno de guardia enfrente de los reales, y destacando hacia Meudon una partida pequeña que fuese siguiendo paso a paso nuestras naves, el resto del ejército lleváronlo sobre Labieno.