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Authors: Cayo Julio César

Tags: #Historia

La guerra de las Galias (23 page)

BOOK: La guerra de las Galias
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XXXII. César, con la detención de muchos días en Avarico y la gran copia de trigo y demás abastos que allí encontró, reparó su ejército de las fatigas y miserias. Acabado ya casi el invierno, cuando la misma estación convidaba a salir a campaña y él estaba resuelto a ir contra el enemigo, por si pudiese o bien sacarle fuera de las lagunas y bosques, o forzarle con cerco, se halla con una embajada solemne de los eduos principales suplicándole: «que ampare a la nación en las circunstancias más críticas; que se ve en el mayor peligro, por cuanto siendo antigua costumbre crear anualmente un solo magistrado, que con potestad regia gobierne la república, dos ahora se arrogan el gobierno, pretendiendo cada uno que su elección es la legítima. Uno de éstos es Convictolitan, mancebo bienquisto y de grandes créditos; el otro Coto, de antiquísima prosapia, hombre asimismo muy poderoso y de larga parentela, cuyo hermano Vedeliaco tuvo el año antecedente la misma dignidad; que toda la nación estaba en armas; dividido el Senado y el pueblo en bandos, cada uno por su favorecido. Que si pasa adelante la competencia, será inevitable una guerra civil y César, con su diligencia y autoridad puede atajarla».

XXXIII. Éste, si bien consideraba el perjuicio que se le seguía de interrumpir la guerra y alejarse del enemigo, todavía conociendo cuantos males suelen provenir de las discordias, juzgó necesario precaverlos, impidiendo que una nación tan ilustre, tan unida con el Pueblo Romano, a quien él siempre había favorecido y honrado muchísimo, viniese a empeñarse en una guerra civil, y el partido que se creyese más flaco solicitase ayuda de Vercingetórige. Mas porque según las leyes de los eduos no era lícito al magistrado supremo salir de su distrito, por no contravenir a ellas, quiso él mismo ir allá, y en Decisa convocó el Senado y a los competidores. Congregada casi toda la nación, y enterado por las declaraciones secretas de varios que Vedeliaco había proclamado por sucesor a su hermano donde y cuando no debiera contra las leyes que prohíben no sólo nombrar por magistrados a dos de una misma familia, viviendo actualmente ambos, sino también el tener asiento en el Senado, depuso a Coto del gobierno y se lo adjudicó a Convictolitan, creado legalmente por los sacerdotes conforme al estilo de la república, asistiendo los magistrados inferiores.

XXXIV. Dada esta sentencia, y exhortando a los eduos a que olvidadas las contiendas y disensiones, y dejándose de todo, sirviesen a la guerra presente (seguros de recibir el premio merecido, conquistada la Galia) con remitirle cuanto antes toda la caballería y diez mil infantes, para ponerlos en varias partes de guardia por razón de los bastimentos, dividido el ejército en dos trozos: cuatro legiones a Labieno para que las condujese al país de Sens y al de París; él marchó a los alvernos llevando seis a Gergovia el río Alier abajo. De la caballería dio una parte a Labieno, otra se quedó consigo. Noticioso Vercingetórige de esta marcha, cortando todos los puentes del río, empezó a caminar por su orilla opuesta.

XXXV. Estando los dos ejércitos a la vista, acampados casi frente a frente, y apostadas atalayas para impedir a los romanos hacer puente por donde pasar a la otra banda, hallábase César muy a pique de no poder obrar la mayor parte del verano por el embarazo del río, que ordinariamente no se puede vadear hasta el otoño. Para evitar este inconveniente, trasladados los reales a un boscaje enfrente de uno de los puentes cortados por Vercingetórige, al día siguiente se ocultó con dos legiones formadas de la cuarta parte de las cohortes de cada legión con tal arte, que pareciese cabal el número de las seis legiones. A las cuatro envió como solía con todo el bagaje, y ordenándoles que avanzasen todo lo que pudiesen, cuando le pareció era ya tiempo de que se hubiesen acampado, empezó a renovar el puente roto con las mismas estacas que por la parte inferior todavía estaban en pie. Acabada la obra con diligencia, transportadas sus dos legiones, y delineado el campo, mandó venir las demás tropas. Vercingetórige, sabido el caso, por no verse obligado a pelear mal de su grado, se anticipó a grandes jornadas.

XXXVI. César, levantando el campo, al quinto día llegó a Gergovia; y en el mismo, después de una ligera escaramuza de la caballería, registrada la situación de la ciudad, que por estar fundada en un monte muy empinado, por todas partes era de subida escabrosa, desconfió de tomarla por asalto; el sitio no lo quiso emprender hasta estar surtido de víveres. Pero Vercingetórige, asentados sus reales cerca de la ciudad en el monte, colocadas con distinción las tropas de cada pueblo a mediana distancia unas de otras, y ocupados todos los cerros de aquella cordillera, en cuanto alcanzaba la vista, presentaba un objeto de horror. Cada día, en amaneciendo, convocaba a los jefes de diversas naciones que había nombrado por consejeros, ya para consultar con ellos, ya para ejecutar lo que fuese menester; y casi no pasaba día sin hacer prueba del coraje y valor de los suyos mediante alguna escaramuza de caballos entreverados con los flecheros. Había enfrente de la ciudad un ribazo a la misma falda del monte harto bien pertrechado y por todas partes desmontado, que una vez cogido por los nuestros, parecía fácil cortar a los enemigos el agua en gran parte, y las salidas libres al forraje. Pero tenían puesta en él guarnición, aunque no muy fuerte. Como quiera, César, en el silencio de la noche, saliendo de los reales, desalojada la guarnición primero que pudiese ser socorrida de la plaza, apoderado del puesto, puso en él dos legiones, y abrió dos fosos de a doce pies, que sirviesen de comunicación a entrambos reales, para que pudiesen sin miedo de sorpresa ir y venir aun cuando fuese uno a uno.

XXXVII. Mientras esto pasa en Gergovia, Convictolitan el eduo, a quien, como dijimos, adjudicó César el gobierno, sobornado por los alvernos, se manifiesta con ciertos jóvenes, entre los cuales sobresalían Litabico y sus hermanos, nacidos de nobilísima sangre. Dales parte de la recompensa, exhortándolos «a que se acuerden que nacieron libres y para mandar a otros; ser sólo el Estado de los eduos el que sirve de rémora a la victoria indubitable de la Galia; que por su respecto se contenían los demás; con su mudanza no tendrían en la Galia dónde asentar el pie los romanos. No negaba él haber recibido algún beneficio de César, si bien la justicia estaba de su parte, pero en todo caso más estimaba la común libertad. Porque ¿qué razón hay para que los eduos en sus pleitos vayan a litigar en los estrados de César, y los romanos no vengan al consejo de los eduos?» Persuadidos sin dificultad aquellos mozos no menos de las palabras de su magistrado que de la esperanza del premio, hasta ofrecerse por los primeros ejecutores de este proyecto, sólo dudaban del modo, no esperando que la nación se moviese sin causa a emprender esta guerra. Determinóse que Litabico fuese por capitán de los diez mil hombres que se remitían a César, encargándose de conducirlos, y sus hermanos se adelantasen para verse con César; establecen asimismo el plan de las demás operaciones.

XXXVIII. Litabico al frente del ejército, estando como a treinta millas de Gergovia, convocando al improviso su gente: «¿adonde vamos, dice llorando, soldados míos? Toda nuestra caballería, la nobleza toda acaba de ser degollada; los príncipes de la nación, Eporedórige y Virdomaro, calumniados de traidores, sin ser oídos, han sido condenados a muerte. Informaos mejor de los que han escapado de la matanza, que yo, con el dolor de la pérdida de mis hermanos y de todos mis parientes, ya no puedo hablar más». Preséntanse los que tenía él bien instruidos de lo que habían de decir, y con sus aseveraciones confirman en público cuanto había dicho Litavico: «que muchos caballeros eduos habían sido muertos por achacárseles secretas inteligencias con los alvernos; que ellos mismos pudieron ocultarse entre el gentío y librarse así de la muerte». Claman a una voz los eduos instando a Litavico que mire por sí. «Como si el caso, replica él, pidiese deliberación, no restándonos otro arbitrio sino ir derechos a Gergovia y unirnos con los alvernos. ¿No es claro que los romanos después de un desafuero tan alevoso, están afilando las espadas para degollarnos? Por tanto, si somos hombres, vamos a vengar la muerte de tantos inocentes, y acabemos de una vez con esos asesinos.» Señala con el dedo a los ciudadanos romanos que por mayor seguridad venían en su compañía. Quítales al punto gran cantidad de trigo y otros comestibles, y los mata cruelmente a fuerza de tormentos. Despacha mensajeros por todos los lugares de los eduos, y los amotina con la misma patraña del degüello de los caballeros y grandes, incitándolos a que imiten su ejemplo en la venganza de sus injurias.

XXXIX. Venía entre los caballeros eduos
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por llamamiento expreso de César, Eporedórige, joven nobilísimo y de alta jerarquía en su patria, y con él Virdomaro, de igual edad y valimiento, bien que de linaje inferior, a quien César, por recomendación de Diviciaco, de bajos principios había elevado a suma grandeza. Éstos se disputaban la primacía, y en aquel pleito de la magistratura echaron el resto, uno por Convictolitan, otro por Coto. Eporedórige, sabida la trama de Litavico, casi a medianoche se la descubre a César, rogándole no permita que su nación por la mala conducta de aquellos mozos se rebelase contra el pueblo romano, lo que infaliblemente sucedería si tantos millares de hombres llegasen a juntarse con los enemigos, pues ni los parientes descuidarían de su vida, ni la república podrá menospreciarla.

XL. César, que siempre se había esmerado en favorecer a los eduos, entrando en gran cuidado con esta novedad, sin detenerse saca de los reales cuatro legiones a la ligera y toda la caballería. Por la prisa no tuvo tiempo para reducir a menos espacio los alojamientos; que el lance no sufría dilación. Al legado Cayo Fabio con dos legiones deja en ellos de guarnición. Mandando prender a los hermanos de Litavico, halla, que poco antes se habían huido al enemigo. Hecha una exhortación a los soldados sobre que no se les hiciese pesado el camino siendo tanta la urgencia, yendo todos gustosísimos, andadas veinticinco millas, como avistase al ejército de los eduos, disparada la caballería, detiene y embaraza su marcha, y echa bando que a ninguno maten. A Eporedórige y Virdomaro, a quienes tenían ellos por muertos, da orden de mostrarse a caballo y saludar a los suyos por su nombre. Con tal evidencia descubierta la maraña de Litavico, empiezan los eduos a levantar las manos y hacer seña de su rendición, y depuestas las armas, a pedir por merced la vida. Litavico, con sus devotos (que según fuero de los galos juzgan alevosía desamparar a sus patronos, aun en la mayor desventura), se refugió en Gergovia.

XLI. César, después de haber advertido por cartas a la república Eduana, que por beneficio suyo vivían los que pudieran matar por justicia, dando tres horas de la noche para reposo al ejército, dio la vuelta a Gergovia. A la mitad del camino, unos caballos, despachados por Fabio, le traen la noticia «del peligro grande en que se han visto; los reales asaltados con todas las fuerzas del enemigo, que de continuo enviaba gente de refresco a la que se iba cansando, sin dejar respirar a los nuestros de la fatiga, precisados por lo espacioso de los reales a estar fijos todos cada uno en su puesto; ser muchos los heridos por tantas flechas y tantos dardos de todas suertes, bien que contra esto les habían servido mucho las baterías; que Fabio, a su partida, dejadas solas dos puertas, tapiaba las demás y añadía nuevos pertrechos al vallado, apercibiéndose para el asalto del día siguiente». En visto de esto, César, seguido con gran denuedo de los soldados, antes de rayar el Sol llegó a los reales.

XLII. Tal era el estado de las cosas en Gergovia cuando los eduos, recibido el primer mensaje de Litavico, sin más ni más, instigados unos de la codicia, otros de la cólera y temeridad (vicio sobre todos connatural a esta gente, que cualquier hablilla cree como cosa cierta), meten a saco los bienes de los romanos, dando a ellos la muerte o haciéndolos esclavos. Atiza el fuego Convictolitan, encendiendo más el furor del populacho, para que, despeñado en la rebelión, se avergüence de volver atrás. Hacen salir sobre seguro de Chalons a Marco Aristio, tribuno de los soldados, que iba a juntarse con su legión; obligan a lo mismo a los negociantes de la ciudad, y asaltándolos al improviso en el camino, los despojan de todos sus fardos; a los que resisten cercan día y noche, y muertos de ambas partes muchos, llaman en su ayuda mayor número de gente armada.

XLIII. En esto, viniéndoles la noticia de que toda su gente estaba en poder de César, corren a excusarse con Aristio, diciendo: «que nada de esto se había hecho por autoridad pública»; mandan que se haga pesquisa de los bienes robados; confiscan los de Litavico y sus hermanos; despachan embajadores a César con orden de disculparse, todo con el fin de recobrar a los suyos. Pero envueltos ya en la traición, y bien hallados con la ganancia del saqueo, en que interesaban muchos, y temerosos del castigo, tornan clandestinamente a mover especies de guerra, y a empeñar en ella con embajadas a las demás provincias. Lo cual, dado que César no lo ignoraba, todavía respondió con toda blandura a los enviados: «que no por la inconsideración y ligereza del vulgo formaba él mal concepto de la república, ni disminuiría un punto su benevolencia para con los eduos». Él, por su parte, temiendo mayores revoluciones de la Galia, para no ser cogido en medio por todos los nacionales, andaba discurriendo cómo retirarse de Gergovia, y reunir todo el ejército, de suerte que su retirada, ocasionada del miedo de la rebelión, no tuviese visos de huida.

XLIV. Estando en estos pensamientos, preséntesele ocasión al parecer de un buen lance. Porque yendo a reconocer los trabajos del campo menor, reparó que la colina ocupada de los enemigos estaba sin gente, cuando los días anteriores apenas se podía divisar por la muchedumbre que la cubría. Maravillado, pregunta la causa a los desertores que cada día pasaban a bandadas a su campo. Todos convenían en afirmar lo que ya el César tenía averiguado por sus espías: que la loma de aquella cordillera era casi llena, mas por donde comunicaba con la otra parte de la plaza, fragosa y estrecha; que temían mucho perder aquel puesto persuadidos de que, si los romanos, dueños ya del uno, los echaban del otro, forzosamente se verían como acorralados y sin poder por vía alguna salir al forraje; que por eso Vercingetórige los había llamado a todos a fortalecer aquel sitio.

XLV. En consecuencia, César manda ir allá varios piquetes de caballos a medianoche, ordenándoles que corran y metan ruido por todas partes. Al rayar del día, manda sacar de los reales muchas recuas de mulos sin albardas, y a los arrieros, montados encima con sus capacetes, correr en derredor de las colinas, como si fueran unos diestros jinetes. Mezcla con ellos algunos caballos, que con alargar más las cabalgadas representen mayor número, mandándoles caracolear y meterse todos en un mismo término. Esta maniobra se alcanzaba a ver desde la plaza, como que tenía la vista a nuestro campo, aunque a tanta distancia no se podía bien distinguir el verdadero objeto. César destaca una legión por aquel cerro, y a pocos pasos, apuéstala en la bajada oculta en el bosque. Crece la sospecha en los galos, y vanse a defender aquel puesto todas las tropas. Viendo César evacuados los reales enemigos, cubriendo las divisas de los suyos y plegadas las banderas, hace desfilar de pocos en pocos, porque no fuesen notados de la plaza, los soldados del campo mayor al menor; y declara su intento a los legados comandantes de las legiones. Sobre todo les encarga repriman a los soldados, no sea que por la gana de pelear o codicia del pillaje se adelanten demasiado; háceles presente cuánto puede incomodarles lo fragoso del sitio, a que sólo se puede obviar con la presteza; ser negocio éste de ventura, no de combate. Dicho esto, da la señal, y al mismo tiempo a mano derecha por otra subida destaca los eduos.

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