No mientras los chicos de Tuskegee te estuvieran protegiendo. En ese caso siempre regresabas a casa sano y salvo, por más aviones que la Luftwaffe enviara contra nosotros. Eso estaba garantizado. Ningún aviador negro iba a perder a un chico blanco a manos de los alemanes. Así que Nathaniel se colocó detrás del primer FW, para que el cabrón se diera cuenta de que estaba ahí, tratando de hacer creer al nazi que si no se larga es hombre muerto. Nathaniel era un jugador de póquer cojonudo. Se había costeado la mitad de sus estudios universitarios con la asignación mensual que recibían los chicos ricos de casa y que él les ganaba al póquer. Era aun auténtico tahúr.
En el noventa por ciento de los casos ganaba tirándose faroles. Te miraba como diciendo «tengo un
full
, así que no me provoques», cuando en realidad sólo tenía una mísera pareja de sietes…
Lincoln Scott hizo una pausa y suspiró.
—Lo alcanzaron, claro —prosiguió—. El caza se colocó detrás de él y lo acribilló. Oí gritar a Nathaniel a través de la radio mientras caía. Entonces vinieron a por mí, Hicieron un agujero en el depósito de combustible. No me explico cómo no explotó. Empecé a caer en picado, con el aparato envuelto en llamas. Supongo que utilizaron toda su munición para alcanzarme, porque de pronto desaparecieron. Yo me tiré en paracaídas a unos mil quinientos metros de altura. Y aquí estoy.
Pudimos habernos largado, ¿comprende?, pero no lo hicimos. Y ese maldito bombardero consiguió regresar a casa. Siempre lo conseguían. Nosotros a veces no, pero ellos sí.
Scott meneó la cabeza con lentitud.
—Esos hombres que querían lincharme. No estarían hoy aquí si hubieran tenido al escuadrón 332 escoltándolos. Puede estar seguro.
Scott se levantó de la cama, sosteniendo todavía la Biblia. Utilizó el libro de tapas negras para señalar hacia Tommy, subrayando sus palabras.
—No soy hombre que se resigne fácilmente, señor Hart. Ni tampoco me quedo cruzado de brazos cuando me encuentro en una situación comprometida. No soy el tipo de negro que se apresura a llevarle las maletas, a saludarle tocándose la gorra, a decir «sí señor», «no señor». Todas esas tácticas jurídicas a las que se refirió me parecen perfectas. Si hay que utilizarlas, adelante Hart, que para eso es usted mi abogado. Pero que quede claro que voy a luchar. Yo no maté al capitán Bedford y ya va siendo hora de que todo el mundo se entere.
Tommy escuchó con atención, asimilando lo que el negro le decía y cómo lo decía.
—Entonces creo que tenemos una tarea difícil —replicó sin levantar la voz.
—Nada hasta la fecha ha sido fácil para mí, Hart. Nada verdaderamente importante. Mi padre solía decir eso cada mañana y cada noche en su iglesia. Sigue teniendo razón.
—Bien. Si usted no mató al capitán Bedford, vamos a tener que averiguar quién lo hizo y por qué.
No creo que será empresa fácil, porque no tengo ni remota idea de por dónde empezar.
Scott asintió y abrió la boca para decir algo, pero antes de que pudiera articular una palabra, oyó a irnos hombres aproximándose a paso de marcha por el pasillo y se distrajo. El sistemático y resonante sonido de las botas se detuvo frente al cuarto de literas, y al cabo de unos segundos se abrió la recia puerta de madera. Tommy se volvió rápidamente y vio en el umbral a MacNamara y a Clark, acompañados por media docena de oficiales. Reconoció a dos de los hombres que habían compartido anteriormente el dormitorio que ocupaban Trader Vic y Lincoln Scott.
MacNamara fue el primero que entró en la habitación, pero permaneció junto a la puerta, en silencio, observando con los brazos cruzados. Clark, que como de costumbre iba detrás de él, pasó rápidamente al centro de la habitación. El comandante observó irritado a Tommy y luego dirigió a Lincoln Scott una mirada severa y furibunda.
—Teniente Scott —le espetó Clark—, ¿sigue negando los cargos que se le imputan?
—Sí —replicó Scott con la misma contundencia.
—En tal caso supongo que no se opondrá a que registremos sus pertenencias.
—¡Por supuesto que nos oponemos! —contestó Tommy Hart avanzando un paso—. ¿Bajo qué ley se cree autorizado a presentarse aquí para registrar las pertenencias del teniente Scott? Necesita una orden judicial. Tiene que demostrar la causa en una vista, con testimonios y pruebas que lo respalden. ¡Nos oponemos enérgicamente! Coronel…
MacNamara no dijo palabra.
Clark se volvió en primer lugar hacia Tommy y luego hacia Lincoln Scott.
—No veo el problema. Si es usted tan inocente como afirma, ¿qué tiene que ocultar?
—No tengo nada que ocultar —contestó Scott secamente.
—Eso no tiene nada que ver —protestó Tommy alzando la voz y con tono insistente—. ¡Coronel!
Un registro está fuera de lugar y es inconstitucional.
El coronel MacNamara respondió por fin con voz fría, lentamente.
—Si el teniente Scott se opone, expondremos el asunto en la vista de mañana. El tribunal decidirá…
—Adelante —terció Scott bruscamente—. No he hecho nada, por lo que no tengo nada que ocultar.
Tommy miró contrariado a Scott, pero éste no le prestó atención.
—Puede registrar mis cosas, comandante —dijo dirigiéndose con tono despectivo al comandante Clark.
Éste, junto con otros dos oficiales, se aproximó a la cama y se pusieron de inmediato a registrar el colchón de paja y las escasas ropas y mantas. Lincoln Scott se apartó unos pasos y permaneció solo, con la espalda apoyada en uno de los tabiques de madera. Los tres oficiales se pusieron a hojear la Biblia y
La caída del Imperio romano
y examinaron la tosca mesa de madera donde Scott guardaba sus cosas. En aquel segundo, Tommy pensó que los hombres realizaban un registro superficial. No examinaban a fondo ninguno de los objetos ni mostraban interés en lo que hacían.
Presa de una sensación de nerviosismo, exclamó de nuevo:
—¡Coronel! Reitero mi protesta contra esta intromisión. Dadas las circunstancias en que se encuentra, no sería inteligente por parte del teniente Scott renunciar a su protección constitucional contra un registro e incautación ilegal de sus pertenencias.
El comandante Clark miró a Tommy con un gesto parecido a una sonrisa.
—Casi hemos terminado —dijo.
MacNamara no respondió a la petición de Tommy.
—¡Esto no es correcto, coronel!
En éstas los dos oficiales que acompañaban al comandante Clark se agacharon y alzaron las esquinas de la litera de madera. La desplazaron unos veinticinco centímetros a la derecha, arrastrando las patas sobre el suelo, y luego volvieron a dejarla caer estrepitosamente. En el acto, el comandante Clark se puso de rodillas y empezó a examinar los tablones del suelo que habían quedado expuestos.
—¿Qué hace? —inquirió Scott.
Nadie respondió.
Clark empezó a mover una tabla del suelo hasta que logró desprenderla y, con un rápido movimiento, la levantó. La tabla había sido cortada y luego restituida en su lugar. Tommy comprendió en seguida de qué se trataba: un escondrijo. El espacio entre los fundamentos de cemento y las tablas medía aproximadamente un metro y medio. Cuando él llegó al Stalag Luft 13, éste era uno de los escondites preferidos por los
kriegies
. Lo ocultaban todo en ese pequeño espacio debajo del suelo que había en cada habitación: la tierra excavada en los numerosos intentos fallidos de construir un túnel, artículos de contrabando, radios, uniformes convertidos en trajes de paisano para fugas planificadas pero nunca llevadas a cabo, raciones de comida para casos de emergencia que nunca se llegaban a consumir. Pero lo que a los
kriegies
les parecía tan conveniente, no había pasado inadvertido a los hurones.
Tommy recordaba lo ufano que se había mostrado Fritz Número Uno el día en que había descubierto uno de esos escondites, pues el hallazgo de uno había conducido inmediatamente al descubrimiento de más de dos docenas en los otros barracones. Por consiguiente, hacía un año que los
kriegies
habían renunciado a esconder esos objetos allí, para desesperación de Fritz Número Uno, que no dejaba de examinar los mismos lugares una y otra vez.
—¡Coronel! —le gritó Tommy—. ¡Esto no es justo!
—¿Conque le parece injusto? —replicó el comandante Clark.
El fornido oficial se agachó, introdujo la mano en el espacio vacío y se incorporó sonriendo y sosteniendo en la mano un cuchillo largo y plano, de confección casera. Medía unos treinta centímetros de longitud y uno de sus extremos estaba envuelto en un trapo. La hoja de metal era plana y afilada, y al extraerla de debajo de la tabla del suelo emitió un malévolo destello.
—¿Reconoce esto? —preguntó Clark a Lincoln Scott.
—No.
—Ya —dijo Clark sonriendo. Luego se volvió hacia uno de los oficiales que se hallaba al fondo del grupo y le dijo—: Déjeme ver esa sartén.
El oficial le entregó el utensilio construido por Scott.
—¿Y esto, teniente? ¿No es suyo?
—Sí —respondió Scott—. ¿Cómo ha ido a parar a sus manos?
Clark, que no tenía ganas de responder a la pregunta, se volvió, sosteniendo la burda sartén y el cuchillo de confección casera. Miró a Tommy pero dirigió sus palabras al coronel MacNamara.
—Observe con atención —dijo.
Lentamente, el comandante desenrolló el trapo de color aceituna que había utilizado Scott para confeccionar el asa de la sartén. Luego, con la misma lentitud y deliberadamente, retiró el trapo enrollado en torno al mango del cuchillo. Acto seguido sostuvo en alto ambos pedazos de tejido.
Eran del mismo material y de una longitud casi idéntica.
—Parecen iguales —dijo el coronel MacNamara secamente.
—Hay una diferencia, señor —repuso Clark—. Este pedazo —dijo mostrando el trapo envuelto en torno al asa del cuchillo—, parece tener unas manchas de sangre del capitán Bedford.
Scott se puso rígido, con la boca ligeramente entreabierta. Parecía disponerse a decir algo, pero en vez de ello se volvió y miró a Tommy. Por primera vez, Tommy observó miedo en los ojos del negro. En aquel segundo, recordó lo que Hugh Renaday y Phillip Pryce habían comentado hacía unas horas. Motivo, oportunidad, medios: las tres vértices de un triángulo. Pero cuando Tommy había hablado con ellos, faltaban los medios para completar la ecuación.
Ahora se había completado.
A la mañana siguiente, cuando sonó el toque de llamada, los
kriegies
se agruparon como de costumbre en desordenadas formaciones, salvo Lincoln Scott. El aviador negro permaneció aparte, en posición de descanso, con las manos enlazadas a la espalda y las piernas ligeramente separadas, a diez metros del bloque más próximo, esperando que lo contaran como a todos los demás prisioneros. Su rostro mostraba un gesto duro, inexpresivo, con la vista al frente, hasta que hubieron completado el recuento y el comandante Clark ordenó que rompieran filas. Entonces dio media vuelta sin vacilar y se dirigió a paso de marcha hacia el barracón 101. Desapareció por la puerta sin decir una sola palabra a los otros
kriegies
.
Durante unos instantes Tommy pensó en seguirlo, pero al final se abstuvo de hacerlo. Los dos hombres no habían hablado sobre el hallazgo del cuchillo, salvo un breve comentario que había hecho Scott para negar todo conocimiento del mismo. Tommy había pasado una noche agitada, con pesadillas, despertándose más de una vez en la oscuridad sintiendo una desapacible y deprimente frialdad a su alrededor. Se dirigió rápidamente hacia la puerta principal, al tiempo que indicaba a Fritz Número Uno que le diera escolta. Vio que el hurón lo miraba como dudando, como deseando rehuirlo, pero cambió de parecer, se detuvo y esperó. Pero antes de que Tommy alcanzara al hurón, fue interceptado por el comandante Clark. Éste exhibía una sonrisa pequeña, burlona, que no ocultaba sus sentimientos.
—A las diez de la mañana, Hart. Usted, Scott, el canadiense que le ayuda y cualquier otro hombre que le eche una mano. La vista se celebrará en el teatro del campo. Es de suponer que actuaremos ante un numeroso público, con la sala abarrotada a más no poder. ¿Qué clase de actor es usted, teniente? ¿Se cree capaz de ofrecer una buena representación?
—Lo que sea con tal de mantener a los hombres ocupados, comandante —replicó Tommy con sarcasmo.
—De acuerdo —repuso Clark.
—Confío en que me proporcione entonces las listas de pruebas y testigos, comandante. Tal como exige el reglamento militar.
—Si lo desea… —Clark asintió con la cabeza.
—Sí. También necesito examinar físicamente las supuestas pruebas.
—Como guste. Pero no veo…
—Ésa es la cuestión, comandante —le interrumpió Tommy—. Lo que usted no ve.
Saludó y, sin esperar a que el oficial le diera una orden, dio media vuelta y se dirigió hacia Fritz Número Uno. Pero apenas había dado tres pasos cuando oyó la voz del comandante estallar como una granada a su espalda.
—¡Hart!
Tommy se detuvo y dio media vuelta.
—¿Señor?
—¡No le di permiso para retirarse, teniente!
—Lo lamento, señor —respondió Tommy poniéndose firmes—. Tenía la impresión de que habíamos concluido la conversación.
Clark aguardó unos treinta segundos antes de devolver el saludo.
—Eso es todo, teniente —dijo bruscamente—. Nos veremos a las diez en punto.
De nuevo Tommy se volvió y echó a andar a toda prisa hacia el hurón que le estaba esperando.
Pensó que había corrido un riesgo, aunque calculado. Era preferible que el comandante Clark se enfureciera con él, porque eso serviría para impedir que se encarnizara con Scott. Tommy suspiró profundamente. Pensó que las cosas no podían estar peor para el aviador negro, y por enésima vez desde el hallazgo del cuchillo de fabricación casera, la víspera, Tommy experimentó un profundo abatimiento. Tenía la sensación de que apenas tenía idea de lo que hacía, de que en realidad no había hecho nada, y comprendió que si no se le ocurría un plan efectivo, Lincoln Scott se enfrentaría a un pelotón de fusilamiento.
Mientras caminaba, meneó la cabeza, pensando que quedaba muy bien decir que era preciso descubrir al verdadero asesino, pero lo cierto era que no sabía por dónde empezar. En aquel segundo, pensó con nostalgia en las sencillas tareas de navegante que había realizado a bordo del
Lovely Lydia
. Buscar una referencia, utilizar una carta, tomar nota de una señal, hacer unos simples cálculos con una regla, sacar el sextante, mirar desde su punto de observación y trazar el rumbo de regreso. Interpretar la posición de las estrellas que resplandecían en el cielo y hallar el camino de regreso a casa. Tommy creía que era fácil. Y ahora, en el Stalag Luft 13, se enfrentaba a la misma tarea, pero no sabía qué herramientas utilizar para navegar. Avanzó con paso rápido, sintiendo la humedad del amanecer que impregnaba el aire a su alrededor. Sería otra buena jornada para volar, pensó. Qué ironía. Era preferible que hubiera niebla, que granizara o estallara una tormenta. Porque si hacía un día cálido y despejado, significaba que morirían hombres. Le parecía que la muerte se correspondía mejor con los días grises y fríos, en las épocas gélidas y húmedas del alma.