Read La granja de cuerpos Online
Authors: Patricia Cornwell
—Tú eres mi médico —El pañuelo con que quiso envolverse la mano quedó rojo al instante.
—No, tienes que ir al hospital.
Observé que la sangre, oscura, rezumaba también a través de la tela desgarrada de la pernera izquierda de su pantalón.
—Aborrezco los hospitales —Pese a su actitud estoica, sus ojos febriles dejaban entrever el dolor—. Echemos un vistazo y salgamos de este agujero. Prometo no morir desangrado mientras lo hacemos.
Me pregunté dónde demonios estaba Marino.
Daba la impresión de que el agente Ferguson no había entrado en el sótano desde hacía años. Tampoco vi ninguna razón para que lo hiciera, a no ser que tuviese un afecto especial por el polvo, las telarañas, las herramientas de jardinería oxidadas y las moquetas enmohecidas. Había manchas de humedad en el suelo de cemento y en las paredes, y los restos de grillos me indicaron que legiones de tales insectos habían vivido y muerto allí. Tras recorrer el sótano de extremo a extremo, no vimos nada que nos hiciera sospechar que Emily Steiner había visitado alguna vez aquel lugar.
—Ya he visto suficiente —anunció Wesley, cuyo reguero de brillantes gotas rojas sobre el suelo polvoriento acababa de completar un círculo.
—Tenemos que hacer algo con esa hemorragia, Benton.
—¿Y qué sugieres?
—Mira hacia allá un momento —dije, indicándole que me volviese la espalda.
No me preguntó por qué, pero obedeció, y yo me apresuré a descalzarme y levantarme la falda. En unos segundos me despojé de la media-pantalón.
—Muy bien, trae aquí el brazo —dije entonces.
Le sujeté el brazo entre mi codo y mi costado, como haría cualquier médico en circunstancias parecidas. Pero mientras envolvía su mano herida con la media, noté su mirada fija en mí. Percibí intensamente su aliento, que me rozaba los cabellos como su brazo me rozaba el pecho, y me subió desde el cuello un calor tan palpable que tuve miedo de que él lo notara también. Azorada y completamente sonrojada, terminé a toda prisa el improvisado vendaje y me aparté.
—Con esto debería bastar hasta que lleguemos a algún lugar donde pueda hacer más —murmuré, y evité su mirada.
—Gracias, Kay.
—Supongo que debería preguntarte dónde iremos después —añadí con una suavidad que no disimulaba mi agitación—. A menos que hayas previsto que durmamos en el helicóptero.
—He encargado a Marino que se ocupe del alojamiento.
—Te gusta vivir peligrosamente, ¿no?
—Por lo general, no tanto.
Apagó la luz y no hizo el menor intento de volver a cerrar la puerta del sótano.
La luna era una moneda de plata cortada por la mitad, el cielo que la envolvía era de un azul medianoche y entre las ramas de unos árboles lejanos asomaban las luces de los vecinos de Ferguson. Me pregunté si alguno de ellos sabría que el agente había muerto. En la calle, encontramos a Marino en el asiento del copiloto de un coche patrulla de la policía de Black Mountain, fumando un cigarrillo con un mapa abierto sobre los muslos. Tenía la luz interior encendida, y al joven agente sentado al volante no se le veía más relajado de lo que estaba horas antes, cuando nos había recogido en el campo de fútbol.
—¿Qué cuerno le ha pasado? —preguntó Marino a Wesley—. ¿Ha decidido cargarse una ventana a puñetazos?
—Más o menos —respondió Wesley. La mirada de Marino fue de la mano vendada con las medias a mis piernas desnudas.
—Vaya, vaya, ésta sí que es buena —murmuró—. Ojalá nos hubieran enseñado eso cuando hice el curso de supervivencia.
Yo le ignoré.
—¿Dónde están nuestras bolsas? —pregunté.
—En el portaequipajes, señora —dijo el agente.
—Aquí, el agente T. C. Baird va a ser un buen samarita-no y nos va a dejar en el Travel-Eze, donde su seguro servidor ya se ha encargado de reservar alojamiento —continuó Marino con el mismo tono irritante—. Tres habitaciones de lujo a 39,99 la noche. He conseguido descuento porque somos policías.
Le dirigí una mirada severa.
—Yo no soy policía.
—Calma, doctora —Marino arrojó la colilla por la ventanilla—. En un día bueno, podría pasar por tal.
—En un día bueno también podría usted —le respondí.
—Me siento insultado.
—No, soy yo quien se siente insultada. Sabe que no debe identificarme fraudulentamente para conseguir descuentos ni por cualquier otra razón —declaré.
Yo era una funcionaría gubernamental sometida a una normativa muy clara. Marino sabía perfectamente que no podía permitirme la menor transigencia en mi escrupulosidad, ya que tenía enemigos. Muchos enemigos.
Wesley abrió la puerta del asiento trasero del coche patrulla.
—Tú primero —me dijo apaciblemente. Se volvió al agente Baird y le preguntó—: ¿Sabemos algo más de Mote?
—Está en cuidados intensivos, señor.
—¿Y su estado?
—Parece que no muy bueno, señor. Por ahora. Wesley se acomodó a mi lado y descansó con delicadeza la mano vendada sobre el muslo.
—Pete —dijo a Marino—, todavía nos falta hablar con mucha gente de por aquí.
—Sí, bien, mientras ustedes dos jugaban a médicos en el sótano, ya he empezado a ocuparme de eso.
Marino sostuvo en alto un bloc de notas y pasó unas hojas repletas de garabatos ilegibles.
—¿Arranco ya? —preguntó el agente Baird.
—¿A qué espera? —replicó Wesley, quien también estaba perdiendo la paciencia con Marino.
La luz del interior del coche se apagó y el vehículo inició la marcha. Durante un rato, Marino, Wesley y yo nos dedicamos a charlar como si el joven agente no estuviera presente. Recorríamos unas calles desconocidas y oscuras. El aire frío de las montañas penetraba por las ventanillas entreabiertas. Mientras, perfilamos nuestra estrategia para la mañana siguiente. Yo ayudaría al doctor Jenrette en la autopsia de Max Ferguson; Marino hablaría con la madre de Emily Steiner; Wesley volaría de vuelta a Quántico con el tejido del congelador de Ferguson, y los resultados de nuestras respectivas gestiones determinarían qué hacíamos a continuación.
Eran casi las dos de la madrugada cuando distinguimos ante nosotros, en la carretera estatal 70, el rótulo de neón amarillo del motel Travel-Eze recortado contra el oscuro y ondulado horizonte. Me sentí más feliz que si nuestro alojamiento fuera de la cadena Four Seasons, hasta que en el mostrador de recepción nos informaron de que el restaurante estaba cerrado, el servicio de habitaciones había finalizado y no existía bar. De hecho, nos informó el empleado con su acento de Carolina del Norte, a aquella hora haríamos mejor en esperar el desayuno en lugar de suspirar por la cena que nos habíamos perdido.
—Debe de estar bromeando —replicó Marino, con una mueca amenazadora—. Si no como algo, se me van a revolver las tripas.
—Lo siento muchísimo, señor —El empleado era apenas un muchacho, de mejillas sonrosadas y cabellos casi tan amarillos como el rótulo del motel—. Pero puede utilizar las dispensadoras automáticas que hay en cada planta —apuntó—. Y encontrará un
Mr. Zip
a un kilómetro y medio de aquí.
—Nuestro transporte acaba de marcharse —Marino le dirigió una mirada colérica—. ¿Qué me dice? ¿Pretende que camine un kilómetro y medio a estas horas para llegar a un tugurio llamado
Mr. Zip
?
Al empleado se le heló la sonrisa y el miedo brilló en sus ojos como pequeñas candelas cuando volvió la mirada hacia Wesley y hacia mí en busca de un gesto tranquilizador. Pero los dos estábamos demasiado cansados para ofrecérselo. Cuando Wesley apoyó sobre el mostrador la mano ensangrentada envuelta en la media, la expresión del muchacho se transformó en una mueca de horror.
Su voz subió una octava y se quebró.
—¡Señor! ¿Necesita un médico?
—Bastará con que me dé la llave de la habitación —respondió Wesley.
El empleado se volvió y descolgó tres llaves de sendos ganchos con gesto nervioso. Dos de las llaves se le cayeron al suelo. Se agachó a recogerlas y aún se le volvió a caer una de ellas. Por fin nos las entregó. Cada llave iba sujeta a un enorme medallón de plástico que llevaba grabado el número de la habitación con cifras tan grandes que podían leerse a veinte pasos.
—¿Es que en este local no han oído hablar de la seguridad? —dijo Marino como si odiase al muchacho desde que había nacido—. Se supone que el número de la habitación debe escribirse en un papel y hacerse llegar al huésped de forma reservada, de modo que los posibles moscones no puedan ver dónde guarda uno su esposa y su Rolex. Por si no estás al corriente, chico, hace un par de semanas hubo un asesinato muy cerca de aquí.
Mudo de perplejidad, el empleado contempló a Marino mientras éste recogía su llave como si fuera una prueba incriminatoria.
—¿No hay llave del minibar? O sea, que también me puedo olvidar de tomar una copa en la habitación a esta hora, ¿no? —Marino alzó aún más el tono de voz—. No importa. No quiero más malas noticias.
Cuando seguimos la acera hacia el centro del pequeño motel, vimos el parpadeo azulado de las pantallas de televisión y las siluetas que se movían tras las tenues cortinas al otro lado de las lunas de las ventanas. Cuando subimos al piso superior y buscamos nuestras habitaciones, las puertas de éstas, verdes y rojas alternativamente, me recordaron las casas y hoteles de plástico del Monopoly. Mi cuarto estaba pulcro y ordenado, con el televisor atornillado a la pared y los vasos de agua y la jarra del hielo envueltos en plástico higiénico.
Marino se retiró sin darnos las buenas noches siquiera, y cerró la puerta con energía excesiva.
—¿Qué diablos le sucede? —preguntó Wesley, entrando en mi habitación detrás de mí.
Yo no tenía ganas de hablar de Marino; así pues, acerqué una silla a una de las camas dobles y apunté:
—Ante todo tengo que limpiarte las heridas, Benton.
—Sin calmantes, no.
"Wesley salió a llenar el cubo de hielo y sacó de su bolsa una botella de Dewar's. Preparó las bebidas mientras yo extendía una toalla sobre la cama y colocaba en ella pinzas, paquetes de Betadine e hilo de sutura de nylon 5—0.
Me miró mientras tomaba un buen trago de whisky.
—Esto va a doler, ¿verdad?
Me puse las gafas y me encaminé al baño.
—Va a doler de mil demonios. Ven conmigo.
Durante los minutos siguientes estuvimos lado a lado en el lavamanos mientras yo procedía a lavarle las manos con agua tibia y jabón. Fui lo más delicada posible y él no se quejó, pero noté cómo contraía los músculos de la mano lesionada y, cuando contemplé su rostro en el espejo, lo vi sudoroso y pálido. Tenía cinco heridas en la palma.
—Por suerte no te has seccionado la arteria radial —comenté.
—No sabes lo afortunado que me siento. Cuando me fije en su rodilla, bajé la tapa del retrete y le indiqué que se sentara allí.
—¿Quieres que me quite los pantalones?
—Eso, o los tendremos que cortar. Wesley se sentó con un comentario:
—De todos modos ya están inservibles.
Con un escalpelo, corté la tela de lana de la pernera izquierda mientras Benton permanecía sentado muy quieto, manteniendo la pierna totalmente extendida. El corte de la rodilla era profundo y procedí a afeitar los bordes de la herida y a lavar ésta a fondo. Había colocado toallas en el suelo para recoger el agua ensangrentada que goteaba por todas partes. Cuando conduje de nuevo a Wesley al dormitorio, se acercó cojeando hasta la botella de whisky y llenó otra vez su vaso.
—Y por cierto —le comenté—, te agradezco el detalle, pero no bebo antes de una intervención.
—Supongo que debería dar gracias por ello —fue su respuesta.
—Sí, deberías agradecerlo.
Se sentó en la cama y yo ocupé la silla, muy cerca de él. Abrí varios de los envoltorios de papel de estaño de Betadine y empecé a aplicar ésta sobre las heridas.
—¡Señor! —masculló él—. Qué es eso, ¿ácido de batería?
—Es un yodo tópico antibacteriano.
—¿Y lo llevas en el maletín?
—Sí.
—No pensaba que llevaras un equipo de primeros auxilios. La mayoría de tus pacientes poco puede necesitarlos...
—Lamentablemente, tienes razón. Pero nunca se sabe cuándo puede ser útil. O cuándo puede necesitarlo alguien más en la escena del crimen. Como tú, ahora —Extraje un fragmento de cristal y lo deposité sobre la toalla—. Sé que esto va a ser toda una sorpresa para el agente especial Wesley, pero inicié mi carrera con pacientes vivos.
—¿Y cuándo empezaron a morírsete?
—Inmediatamente.
Mientras le extraía un fragmento minúsculo, contrajo los músculos.
—No te muevas —le dije.
—¿Qué le sucede a Marino? Últimamente está de veras impresentable.
Coloqué otras dos astillas de cristal en la toalla y detuve la hemorragia con gasas.
—Será mejor que tomes otro trago —le dije.
—¿Por qué?
—Ya he quitado todos los cristales.
—Entonces, ya has terminado y vamos a celebrarlo, ¿no? Nunca le había notado tan aliviado.
—Todavía no.
Inspeccioné meticulosamente la mano para comprobar que no me había dejado ningún fragmento. A continuación abrí un paquete de aguja e hilo de sutura.
—¿Sin Novocaína? —protestó él.
—Como necesitas muy pocos puntos para cerrar esos cortes, la anestesia te dolería tanto como la aguja —le expliqué sosegadamente mientras asía la aguja con las pinzas.
—Aun así, prefiero la Novocaína.
—Pues no tengo. Quizá será mejor que no mires. ¿Quieres que ponga la tele?
Wesley apartó la mirada con aire estoico al tiempo que respondía entre dientes:
—Vamos. Acabemos con esto de una vez. No se le escapó una queja mientras le cosía, pero al tocarle la mano y después, al rozarle la pierna, comprobé que temblaba. Sólo respiró profundamente y empezó a relajarse cuando le envolví las heridas con Neosponna y gasa.
—Eres un paciente muy bueno.
Le di unas palmaditas en el hombro al tiempo que me incorporaba.
—No es eso lo que dice mi esposa.
No recordaba la última vez que Wesley había mencionado a Connie por su nombre. Las pocas veces que hablaba de ella, en algún fugaz comentario, daba la impresión de referirse a una fuerza de la naturaleza que le afectaba tanto como la gravedad.
—¿Por qué no salimos ahí fuera y nos sentamos a terminar las copas? —propuso.
El balcón al que se abría la puerta de la habitación era común a todas las estancias y se extendía de un extremo a otro de la planta. Los escasos huéspedes que pudieran quedar despiertos a aquella hora estaban demasiado lejos como para oír nuestra conversación. Wesley acercó un par de sillas de plástico. No disponíamos de mesa y dejamos los vasos y la botella de whisky en el suelo.