¿Cómo afectaba todo esto a los españoles de aquel tiempo? En el Pirineo va a haber una primera consecuencia, y de gran importancia: los condados de la vieja Marca Hispánica empiezan a cobrar una autonomía cada vez mayor. Ojo, no estamos hablando de rebeldía: los condes siguen siendo seguros vasallos del monarca carolingio. Incluso consta que, a finales del siglo IX, muy relevantes personalidades de los condados catalanes viajarán a rendir homenaje al rey. Pero, de momento, los condes ya empiezan a transmitir su título a sus hijos por herencia; es el primer paso para la emancipación de hecho, que tendrá lugar a mediados del siglo X.
Las grandes convulsiones del momento también afectaban al reino de Asturias, pero en negativo: si en tiempos de Alfonso II había sido posible soñar con un reino integrado en el orden cristiano europeo, ahora ese sueño se acabó. Sencillamente, porque tal orden ya no existía. Las únicas relaciones exteriores viables eran las que establecían los eclesiásticos con Roma; en el plano político, nada relevante.
Y en cuanto a la España sarracena, las sacudidas que experimentaba el mundo musulmán no iban a dejar de afectarle. Primero, en el plano doctrinal, tan importante en el orden islámico. Por doquier surgen iluminados que proclaman la guerra santa y que con frecuencia la dirigen no sólo contra los infieles, sino también contra el propio campo. Aquí hemos visto ya el caso del Hijo del Gato, el que atacó Zamora. Habrá muchos como él. Y sobre todo, esta dinámica empezará a producir efectos de largo plazo en el norte de África, donde irán apareciendo nuevas sectas, cada vez más radicales, que verán en Al Andalus un lugar idóneo de expansión.
Uno puede ponerse en la piel de Alfonso III y mirar alrededor: tiempos de hierro, ningún lugar donde apoyar el brazo en busca de ayuda. En un plano más profundo, no obstante, sí iba surgiendo algo. En un bosque de Borgoña, Guillermo de Aquitania fundaba en 909 la abadía de Cluny. Y sobre las rutas del Camino de Santiago empezaba a construirse una identidad que saltaba fronteras. Era Europa.
A la altura del año 909, el reino de Asturias ocupaba su máxima extensión y disfrutaba de su máximo poder. Vencidos o neutralizados sus enemigos, Alfonso III podía mirar al horizonte con la sonrisa de satisfacción del hombre que ha triunfado. Pero el reino de Asturias ya no se extenderá más. Lo que venga a partir de ahora será otra cosa. Estamos en el principio del fin.
Vamos a echar un último vistazo al mapa. El reino de Asturias se ha expandido hacia el sur de manera poco uniforme. Los ríos nos marcan el límite. La línea de frontera queda constituida, en el oeste, por el Mondego hasta su confluencia con el Duero; en el centro, por el Duero hasta su confluencia con el Pisuerga; en el este, por el Arlanzón y el cauce alto del Ebro. La ganancia territorial en occidente, en Portugal, es mucha; por el contrario, es más limitada en el área oriental, en Castilla.
Al paso de este camino hacia el sur se han constituido, de manera natural, tres entidades territoriales paralelas, dispuestas verticalmente. La primera, en el oeste, desde Galicia hasta Portugal; la segunda, en el centro, desde Asturias hasta León; la tercera, en el este, desde Cantabria y Vizcaya hasta Castilla. Cada una de estas entidades territoriales tiene sus propias características. Galicia y Portugal conforman un área de estructura predominantemente señorial. León, adonde pronto se trasladará la capital del reino, es el baluarte que se proyecta hacia el valle del Duero y la meseta. Castilla, de difícil repoblación y vida áspera, tiene por horizonte una guerrera vida de frontera y, como área de expansión natural, los Campos Góticos hacia el oeste y, hacia el sur, el territorio que se extiende hasta el Sistema Central.
La diversidad de estas entidades, subrayada por sus distintas condiciones geográficas, lleva a la corona a dotar a cada cual de un gobierno distinto. Alfonso encomienda la dirección de Galicia y Portugal a su hijo Ordoño, casado con Elvira, hija del repoblador de Coimbra, Hermenegildo Gutiérrez. El área central, leonesa, queda para el primogénito del rey, García, que dirige trabajos de repoblación en el valle del Duero. En esta área central intervienen también los otros hijos del rey: Gonzalo en la Tierra de Campos y Fruela en la comarca de Zamora. En cuanto al área oriental, es decir, Castilla, seguirá siendo gobernada por condes; en el momento que nos ocupa, principios del siglo X, ese conde es Munio Núñez, quizá descendiente del de Brañosera, seguramente el mismo que defendió Castrojeriz en 882 y 883, y lo que es más importante, consuegro del rey, porque su hija Muniadona está casada con el infante Don García.
Falta muy poco tiempo para que estas tres franjas verticales que así quedan constituidas (la galaico-portuguesa, la asturleonesa y la cántabro-castellana) den nacimiento a reinos distintos. Pero nadie puede prever tal cosa ahora, a la altura del año 907, cuando el reino de Asturias parece más sólido que nunca, más grande que nunca, más poderoso que nunca. Tan poderoso que los ejércitos del reino se permiten hazañas inconcebibles muy pocos años antes.
Ya hemos mencionado la campaña que el rey Alfonso emprendió en 907 por el valle del Tajo: en el curso de la misma apareció en Toledo, donde los nuevos amos de la ciudad, recién arrebatada a los Banu-Qasi, le cubrieron de regalos. En esa misma campaña, según la tradición, Alfonso ocupó el castillo de un lugar llamado Quinitialubel —cuyo emplazamiento exacto nadie ha sido capaz de localizar—, donde hizo muchos cautivos. Y más: hacia 908, el infante Ordoño moviliza una hueste armada y cabalga nada menos que hasta Sevilla, donde saquea a conciencia la opulenta barriada de Regel y obtiene un enorme botín.
La posición política del reino es, por tanto, muy sólida. Alfonso empieza a utilizar el título de
imperator
, es decir, «emperador». ¿Qué quiere decir exactamente emperador? Hay quien supone que Alfonso había entregado a sus hijos el título de rey en los distintos territorios de la corona, y que él se reservó para sí el de emperador como soberano de todos ellos. Esto es sólo una conjetura. Otros prefieren pensar que se trataba de una manera de afirmar su autoridad sobre los demás reyes de la Península, cristianos o musulmanes, pero esto es, igualmente, otra conjetura. Lo único cierto es el título: emperador.
Y mientras tanto, por supuesto, la repoblación proseguía en las tierras del reino. La actividad parece especialmente intensa en la margen norte del Duero, donde hay enormes extensiones que llenar de gente y, por supuesto, garantizar su supervivencia, es decir, dotarlas de cultivos. El sistema de la repoblación cambia de manera significativa. Aquí y ahora, y especialmente en el área central, la repoblación oficial precede a la llegada de colonos privados. Así empiezan a llegar centenares, quizá miles de campesinos a las comarcas de Benavente y hasta Tordesillas.
El caso de Tordesillas merece un comentario aparte, porque los documentos de la época nos dicen algo singular: que la zona estaba ocupada por «gente barbárica». Esto es exactamente lo que un diploma de 909 pone en boca del rey Alfonso III: «Estando yerma aquella villa, con mi propia mano y con mis criados la tomé de la gente barbárica».
Los hechos sucedieron así: en 909, García, el primogénito de Alfonso, ocupa un otero desde el que dirige la repoblación de una ancha zona yerma en la línea del Duero, junto al poblado moro de Alkamín. De ese otero nacerá el sitio de Tordesillas. Y bien: ¿quién era la «gente barbárica»?
Este es uno de esos asuntos que apasionan a los historiadores, porque detrás de la enigmática mención caben varias hipótesis. La primera: ese «barbárica», en el singular latín administrativo de la época, hay que entenderlo como «berberisco», es decir, berebere. Es una hipótesis razonable, pues sabemos que bereberes eran los pobladores de los puestos moros avanzados hacia el Duero, como bereberes fueron los que constituyeron el grueso del demencial ataque de Ibn al-Qitt contra Zamora. Ahora bien, el texto habla también de una «villa yerma», es decir, que allí no había nada cultivado. ¿De qué vivían, entonces, aquellos bereberes? ¿Era simplemente un puesto militar? Pero incluso éste necesitaría avituallamiento.
Segunda hipótesis: «Barbárica» quiere decir «bárbara» en el sentido tradicional de no civilizado. Por eso su villa era yerma. En el área de Tordesillas no habría más que grupos humanos desorganizados, tal vez nómadas, apegados quizás a algunos rebaños de cabras. Esta hipótesis nos sumerge de nuevo en el problema del famoso «desierto del Duero», o sea, la despoblación del valle a partir del siglo VIII. Es una evidencia que el valle nunca estuvo enteramente despoblado, pero es otra evidencia que a partir de esa fecha no hubo ningún centro urbano desarrollado, hasta que la Reconquista sometió aquellos territorios al control político de León. ¿Era, pues, ésa la «gente barbárica»? ¿Gentes que malvivían en un estado semi primitivo, ajeno a la civilización? Y sin embargo sabemos que ahí había una ciudad mora, Alkamín.
Todas estas preguntas son vitales porque nos plantean una cuestión clave de la Reconquista, a saber: quién o qué había en las áreas reconquistadas. Nunca podremos contestarla de manera fehaciente, salvo que la arqueología haga descubrimientos que arrojen datos insospechados. Lo que sí sabemos, por el contrario, es quiénes fueron a vivir allí, a los lugares que el rey tomó con sus manos de la gente barbárica: fueron los colonos. ¿Y quiénes eran estos colonos? ¿De dónde procedían? Por los datos que hay sobre la repoblación de Benavente, por ejemplo, sabemos que los colonos llegaban de muy distintos lugares. Consta que hay gallegos, asturianos, vascones y, por supuesto, mozárabes fugitivos del sur musulmán. La presencia mozárabe, que ya habíamos visto intensa en Zamora, es también muy abundante en la Tierra de Campos y en toda la extensión de la llanura leonesa. Son, en fin, los agentes de un mundo nuevo.
Podemos imaginar a Alfonso III, a la altura del año 909, mirando satisfecho ese mundo nuevo que él tanto había contribuido a crear: el reino de Asturias ocupaba su máxima extensión. El monarca Magno pasaba ya de los sesenta años. Dejaba tras de sí una herencia magnífica. Poco podía sospechar el rey que ese legado excepcional significaba también, en efecto, el principio del fin.
Un pequeño rincón de valles y bosques, incierta comarca entre Álava, Cantabria y Vizcaya. Eso era Castilla, la tierra de los castillos, a mediados del siglo VIII. Desde finales de ese siglo, aquella comarca fue repoblándose muy lentamente, de valle en valle, en las manos de colonos que afluían sin cesar desde el norte. Bajo el perpetuo peligro de las expediciones moras de saqueo, esos colonos construyeron un mundo propio. Dos siglos después, Castilla ya era una realidad.
En efecto, a principios del siglo X, cuando el reino de Asturias va a desaparecer como tal, Castilla ya era una entidad política; no independiente, siempre ligada a la corona leonesa, pero ya con personalidad propia. A lo largo de nuestro relato hemos ido viendo cómo esa tierra salía a la luz desde los pasos pioneros de Lebato y Muniadona, y de sus hijos Vítulo y Ervigio. ¿Qué diferenciaba a esa tierra nueva de las otras regiones del reino, como Galicia y León? Muchas cosas. Y sobre esas diferencias se iba a fundamentar el nacimiento de la Castilla histórica.
La colonización de Castilla había ido acumulando diferencias sensibles con el resto del reino de Asturias. La primera y más notoria, la permanente amenaza de las incursiones sarracenas, mucho más frecuentes y destructivas en el área castellana original que en cualquier otra parte del reino. La segunda, la composición social y cultural de los colonos, con más presencia vascona y goda y menos aportación mozárabe en Castilla que en Portugal o en León. Una cosa y otra fueron contribuyendo a dar una identidad singular al solar castellano.
En primer lugar, la continua exposición a las razias moras hizo que los grandes magnates del reino considerasen muy poco apetitoso asentarse en el solar castellano: los valles de Mena, Losa y Tobalina, la comarca de La Bureba y el cauce alto del Ebro eran áreas extraordinariamente expuestas al enemigo y con malas posibilidades de defensa. Los colonos que allí fueron instalándose se jugaban literalmente la vida todos los días. Para quien tuviera algo que perder, los beneficios no compensaban el riesgo. Por eso la inmensa mayoría de los colonos castellanos son pequeños propietarios, gentes que partían de una situación de necesidad y para quienes la esperanza pesaba más que el peligro. Y movidos por tal esperanza acudieron a esta tierra de frontera.
Castilla es, en efecto, una tierra de frontera. Primera frontera: Castrobarto, Losa, Villarcayo, Valdegovia, Castrosiero. Segunda frontera, más al sur, ya a orillas del alto Ebro: desde la montaña palentina hasta Trespaderne, Tobalina, Mijangos, Lantarón, Pancorbo. Tercera frontera, ya al otro lado del Ebro, de cara al Duero y lindando con La Rioja: los Campos Góticos, Peñahorada, Burgos, Miranda, el valle de Oca, el río Tirón… Antes de 885 se ha marcado ya la línea sobre el río Arlanzón con la fortificación de Burgos. Vale la pena coger un mapa y hacer cálculos. Estamos hablando de una porción de terreno muy pequeña, aproximadamente la mitad de la actual provincia burgalesa; un avance aparentemente escaso para dos siglos. Pero cuando leemos la brutal secuencia de ataques musulmanes sobre esas tierras, año tras año, asombra que en semejantes condiciones los colonos fueran capaces de seguir moviéndose hacia el sur.
El otro aspecto, el de la composición social, va a ser muy importante para entender por qué Castilla, en esta etapa inicial, es sinónimo de libertad, tal y como podía entenderse este concepto en los siglos IX y X. Ni los cántabros, ni los godos, ni los vascones —que ése es el primer contingente humano de Castilla— estaban habituados a una estructura social de servidumbre; venían de unas tradiciones culturales donde la libertad personal y familiar, asentada en la propiedad, tenía un gran valor. Cuando empiezan a ocupar tierras en el solar castellano, en la estela de su trabajo va naciendo un aparato jurídico muy denso, de complejas relaciones horizontales y verticales, cuyo mejor exponente es el régimen de behetría: la capacidad para elegir un señor y obedecer sólo a quien uno quiera. Algo completamente único en la Europa de aquel tiempo, pero con hondas raíces en la Antigüedad germánica e ibérica.