La gran aventura del Reino de Asturias (24 page)

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Authors: José Javier Esparza

Tags: #Historia

BOOK: La gran aventura del Reino de Asturias
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Eran sólo una parte de sus problemas. Porque a las tradicionales rivalidades familiares y a los entuertos dejados por su padre, Abderramán debía sumar los levantamientos aquí y allá de los jefes territoriales, siempre dispuestos a marcar su autonomía. El levantamiento más grave fue el de la región de Murcia; región donde, recordemos, en 711 el conde godo Teodomiro se había sometido sin lucha al islam a cambio de que los nuevos amos de Hispania le reconocieran sus prerrogativas. Lo de Teodomiro, en todo caso, quedaba ya muy atrás. Había pasado más de un siglo desde entonces y la
kora
de Tudmir —que no obstante conservaba el nombre del godo felón— era ahora objeto de disputa entre dos tribus musulmanas rivales: yemeníes contra muraditas.

Mientras todo eso pasaba, el canciller del emir, nuestro viejo general Abd el-Karim, decidió ejecutar lo que hoy llamaríamos una campaña de imagen. Había que mostrar al mundo, y especialmente a los cordobeses, que el nuevo emir Abderramán era hombre arrojado y que sus tropas no habían sufrido merma. Así que Abd el-Karim decidió atacar al reino cristiano del norte. Reunió a sus capitanes y sometió a discusión el plan de ataque. Tal vez alguien sugirió atacar Oviedo; tal vez otro propuso Galicia. Pero Abd el-Karim no quería una campaña costosa y arriesgada; conocía demasiado bien el paño. Lo que él quería era una expedición de saqueo, cómoda y ventajosa, y decidió atacar la llanada de Álava, como tantas otras veces. Era terreno fácil y mal defendido. Pobre, es verdad, de poco botín, pero no faltaban en Córdoba plumas dispuestas a contar las cosas de manera que una vulgar aceifa pasara a la historia como una gigantesca victoria.

Fue en 823. Un grueso ejército, con el anciano Abd el-Karim a la cabeza, ascendió desde Córdoba hasta la llanura alavesa. Presa fácil: nadie allí podía defenderse. Los moros se abalanzaron sobre su pieza, los caseríos rurales. Quemarían las cosechas, sin duda. También rescatarían a algunos musulmanes que permanecían allí presos desde anteriores combates. Ante Abd el-Karim se abría entonces la posibilidad de explotar la victoria: Vizcaya, quizá Cantabria, simplemente la Castilla primitiva… Pero ni siquiera lo intentó. ¿Por qué? Porque su objetivo no estaba en la ida, sino en la vuelta. Se trataba de volver a Córdoba y poder contar que los ejércitos de Abderramán habían aplicado un severo correctivo a los rebeldes cristianos del norte. Nada más. El viejo Abd el-Karim retornó a la capital. Su proeza fue cantada por los poetas y así figura en los anales. Una vulgar expedición de rapiña ensalzada como campaña victoriosa.

Aquélla fue la última página que Abd el-Karim escribió en la historia, pues moría un año después, víctima inapelable de la edad. Había sido un gran general; también uno de los más encarnizados enemigos de los cristianos españoles. Nieto del conquistador de Córdoba, siempre se había preocupado porque su nombre pasara en letras de molde a la historia del emirato. Lo consiguió.

La muerte de Abd el-Karim dejó a Abderramán con un alfil menos, pero el emir no tardó en encontrarle sustitutos. Y la primera prueba para la nueva generación de soldados de Córdoba fue aquel follón murciano del que antes hablábamos: la disputa entre yemeníes y muraditas, que a punto estaba de sustraer al control de Córdoba el viejo territorio del renegado Teodomiro. Los dos bandos habían pasado a mayores. En las afueras de Lorca se estaban librando sangrientos combates. Una vez más, las peleas entre tribus étnicas desgarraban el emirato. Y Abderramán decidió acabar con ello.

Para emplear un lenguaje que los rebeldes pudieran entender, Abderramán envió un potente ejército al mando del general Unmayya ibn Mu'awiya. En realidad no hubo combate: las tropas del emir llegaron, lo arrasaron todo y mataron al que les salía al paso. Las crónicas hablan de tres mil muertos, incluido el jefe de los yemeníes, un tal Abu Samaj. La ciudad de los rebeldes, llamada Eio (tal vez Cieza, quizá Hellín), fue reducida a cenizas. Y para demostrar que una nueva era empezaba, Abderramán trasladó la capital del territorio suroriental. Si antes estaba en Orihuela, ahora estaría en una ciudad edificada de nueva planta. Esta nueva ciudad fue fundada el 25 de junio de 825 y se llamó Madina Mursiya. Había nacido Murcia.

Abderramán II pasará a la historia como uno de los gobernantes más cultos de Al Andalus. También como el más pródigo y esplendoroso, porque convirtió Córdoba en una joya. Aunque, por otro lado, aumentará la presión sobre los cristianos hasta hacerla insoportable. Ya lo veremos.

Y mientras tanto, en Asturias, ¿qué? Abderramán II era el tercer emir de Córdoba que a Alfonso le tocaba soportar. Había combatido a su padre, Alhakán, y había combatido a su abuelo, Hisam. Los dos habían intentado acabar con el reino de Asturias. También Abderramán lo intentaría. Se avecinaban tiempos muy difíciles. Pero en el norte seguía habiendo voluntad de resistir. Y más aún, los colonos ganaban incesantemente tierras al vacío. Allá, en el norte, nacía lentamente una nueva España.

Los colonos llegan a Brañosera

Entre guerras y convulsiones, la repoblación cristiana del norte continúa. Los colonos siguen llegando al sur de la cordillera para crear nuevas poblaciones. Y en una de ellas aparece un documento de incalculable valor: la Carta Puebla de Brañosera, de 824, considerada como el primer fuero municipal de España. La firman el conde Munio Núñez y su esposa, Argilo. Gracias a ese documento sabemos muchas cosas sobre quiénes fueron los pioneros.

Recordemos cómo estaba la cosa. Desde finales del siglo VIII, cántabros, vascos y asturianos están deslizándose a través de las montañas hacia las tierras altas de Castilla. A pesar de la incesante amenaza musulmana, los colonos persisten en su objetivo. En el este, junto a Álava, llegan a los valles de Mena, Losa y Tobalina, hasta La Bureba de Burgos; en el centro, al pie de Cantabria, toman tierras en los valles donde nace el Ebro y hasta el norte de Palencia.

Conocemos muy bien el sistema: clanes de campesinos libres llegan a un territorio, hacen la presura, lo escaliban y se convierten en propietarios. Así lo hemos visto hacer a Lebato y Muniadona en el valle de Mena, a sus hijos Vítulo y Ervigio en Espinosa, al obispo Juan en Valpuesta… Lo mismo debía de estar ocurriendo en otras áreas del sur del reino de Asturias, aunque la historia no haya conservado los nombres de los pioneros. Aquí y allá surge una pequeña iglesia; en torno a ella, tierras y cabañas; sus moradores construyen o rehabilitan un molino, roturan y siembran sus parcelas, crean una comunidad de aldea. Así va naciendo la vida en espacios hasta entonces mudos.

La Iglesia actúa siempre como pivote de la repoblación: no es que se convierta en propietaria de las tierras —aunque se le reconocen diversas propiedades—, sino que son los abades y obispos quienes se encargan, por delegación regia, de la función judicial y administrativa. Los clérigos son, además de campesinos, los garantes de que las presuras se ajusten a derecho, de que nadie traspase los límites de sus tierras, de que nadie abuse del vecino, y también de que la organización económica funcione: el control de los derechos de paso (portazgo) y de uso de los montes (montazgo), la prestación de servicios de defensa (anubda, castellería, soldada), etcétera.

En algún momento, muy temprano, en el paisaje de las comunidades de aldea empiezan a aparecer los condes con la misión expresa de representar al rey y defender a los campesinos. La del conde es una vieja institución europea, tanto romana como germánica: el
comes
es el que va en la comitiva del jefe, un hombre de confianza para la guerra y para la paz. Condes del rey de Oviedo eran, sin duda, los guerreros que regentaban los castillos de la frontera oriental del reino, donde nace Castilla. Y uno de esos condes, Munio Núñez, deja inscrito su nombre en la historia por ser el primero que firma una carta puebla, es decir, un documento que reconoce las propiedades y derechos de los campesinos.

Vamos a poner la lupa en un punto muy concreto del mapa: Brañosera, en el límite entre Cantabria y Palencia, equidistante de Reinosa y Aguilar de Campoo. Hoy eso es un parque natural (el de la Montaña Palentina); en el siglo i antes de Cristo, aquí estuvo asentada —eso dice el Fuero— la ciudad celtíbera de Vadinia, escenario de sangrientos choques entre cántabros y romanos. Ahora, en el momento de nuestro relato, hacia 820, no hay nada, sólo brañas, es decir, altos pastos de verano, y osos. Brañas y osos: Brañosera.

No hay nada hasta que empiezan a aparecer nuestros colonos. Vienen de Cantabria, más concretamente de Malacoria, que es la actual Mazcuerras, no lejos de Cabezón de la Sal. Por el valle del Saja o por el camino de Reinosa, y después siguiendo el nacimiento del Ebro, habrían podido viajar hasta este paraje verde y fresco, nueva tierra de promisión. ¿Cuándo empezó exactamente la repoblación? No lo sabemos. Hace muy poco acabamos de ver un ataque musulmán por esta zona, Pisuerga arriba. Podemos suponer que los primeros colonos empezarían a llegar hacia 820. Y lo que sabemos con toda seguridad es que en 824 el conde del lugar, Munio Núñez, junto con su esposa, Argilo, firman la carta puebla que reconoce a los colonos sus propiedades.

Nunca se insistirá bastante en la importancia de estos documentos: no sólo nos están diciendo quiénes fueron los primeros colonos y en qué año se asentaron, sino que, además, nos indican que estamos hablando de hombres libres, y esa cualidad va a ser decisiva para toda la historia posterior. Hasta entonces, la norma social en todo el mundo conocido, y por supuesto en Europa, era la estratificación social entre señores y siervos: el señor era el propietario, y el siervo ponía su trabajo. En el reino de Asturias, el régimen común era el de la servidumbre, como en el resto de Europa. La repoblación al sur del Pirineo, como más tarde al sur de Galicia, se realizará en régimen de servidumbre. La servidumbre no es la esclavitud —son cosas bien distintas—, pero tampoco era la libertad. Por el contrario, esta gente que se va asentando aquí comparece como dueña de sí misma, como propietaria libre de sus tierras, y eso es lo que reconoce la carta puebla.

¿Qué quiere decir exactamente esa «libertad»? No poca cosa. Los pobladores pueden administrar libremente sus tierras. Tienen derecho a cobrar impuestos a quienes quieran pasar por ellas o utilizar sus pastos. Tienen derecho a tomar como propiedad cualquier tierra del término, en ganancias compartidas con el conde. Quedan exonerados de pagar otros impuestos o prestar otros servicios que los privativos del conde «en lo que pudieren». Y además se reconoce todo eso a cualquier persona que acuda a este territorio, con carácter general. ¿Y el conde? El conde tiene sus tierras, pero no es propietario del territorio donde ejerce su jurisdicción, sino sólo delegado del poder del rey. Por eso en Castilla no se desarrollará el feudalismo como en Francia o en Inglaterra. Y así nace una sociedad de hombres libres.

Como el texto de la Carta Puebla de Brañosera es conocido, nada mejor que reproducirlo:

En el nombre de Dios, Yo, Munio Núñez y mi mujer Argilo, buscando el Paraíso y hacer merced, hacemos una puebla en el lugar de Osos y Caza y traemos para poblar a Valerio y Félix, a Zonio, Cristuévalo y Cervello con toda su parentela, y os damos para población el lugar que se llama Brañosera con sus montes y sus cauces de agua, fuentes, con los huertos de los valles y todos sus frutos. Y os marcamos los términos por los puntos que se llaman la Pedrosa, y el Villar y los Llanos y por Zorita y por Pamporquero y por Cuevares y Peña Rubia, y por la Hoz por la que discurre el camino de los de Asturias y Cabuérniga y por el Hito de Piedra que hay en Valberzoso y por el Coto Mediano. Y yo el Conde Munio Núñez y mi mujer Argilo os daremos a vosotros, Valerio y Félix y Zonio y Cristuévalo y Cervello, esos términos a vosotros y a aquellos que llegaren a poblar Brañosera.

Muy importante: la tierra queda para todos los que lleguen a poblar Brañosera. Conocemos a los primeros, pero luego llegarían más, sin duda atraídos por esa nueva vida de hombres libres. Y a propósito de libertades, éstos son los derechos y obligaciones que la Carta reconoce a las gentes de Brañosera:

Y a todos los que de otras villas vinieren con sus ganados o por interés de pastar los prados de los pagos que se mencionan en los términos de esta escritura, los hombres de Brañosera les cobren montazgo y tengan derecho sobre aquellas cosas que se encuentren dentro de esos términos, la mitad para el conde y la otra mitad para el concejo de Brañosera. Y todos los que vinieren a poblar la villa de Brañosera no paguen anubda ni castellería, sino que tributen, en cuanto pudieren, por infurción del conde de esta parte del Reino.

La infurción era un tributo personal que el campesino pagaba al conde, la garantía de su defensa, entre otros servicios. Es llamativo ese «que tributen en cuanto pudieren» que Munio precisa. Por lo demás, Munio y su esposa Argilo —interesante también, la presencia de las esposas en todos estos documentos— se ocupan igualmente de su vida ultra terrena. Así concluye la Carta Puebla de Brañosera:

Y levantamos dentro del espeso bosque de Brañosera la iglesia de San Miguel Arcángel, y yo, Munio Núñez y mi mujer Argilo, para remedio de nuestras Almas, donamos tierras de labor a los lados de dicha iglesia y para la misma. Y si algún hombre después de mi muerte o la de mi mujer Argilo contradijere al Concejo de la Villa de Brañosera por los montes o límites o contenido que en esta escritura se señalan, pagara, antes de litigar, tres libras de oro al fisco del conde, y que esta escritura permanezca firme.

Atención a este otro dato: el conde habla del «concejo de la villa de Brañosera». Lo cual nos está diciendo que, además del poder del propio conde, en ese pueblo hay un consejo de vecinos con autonomía suficiente para reconocer derechos de propiedad. Estamos a principios del siglo IX; en ningún otro lugar de Europa había nada igual.

Esta Carta Puebla de Brañosera es un documento de valor excepcional. Nos informa sobre los principios de la Reconquista. Nos describe la vida de aquellas gentes. Nos explica el origen de la organización municipal española. Es el primer fuero conocido en España, junto con el que Carlomagno otorgó a los godos e hispanos de Barcelona. Es literalmente una ventana abierta a nuestro pasado común.

Andando el tiempo, todos los condes de Castilla confirmarán el fuero de Brañosera: Gonzalo Fernández, Fernán González, Sancho García… En cuanto a nuestro conde Munio, un descendiente suyo de igual nombre liderará como conde de Castilla, casi un siglo después, la expansión hacia el Duero. Hoy, por cierto, la principal calle del pueblo de Brañosera, que todavía existe, es la Avenida del conde Munio Núñez. No es para menos.

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