La gente como nosotros no tiene miedo (5 page)

BOOK: La gente como nosotros no tiene miedo
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—¿No te has enterado? —pregunta.

—¿De qué? —digo.

—Hagar ha ido contando a todo el mundo que los chavales del pueblo han arrancado de la valla los carteles de
RECINTO MILITAR
PROHIBIDO EL PASO
.

—¿Para qué los quieren?

—La oficial ha dicho que venden el metal. A las fundiciones. Pero escucha esto: sólo se han llevado los de color rojo. ¿No es curioso?

No puedo evitar que se me escape la risa. Esos criajos rastreros no tienen escrúpulos. No tienen miedo. Y ahora han empezado a robar cosas de nuestra base.

—¡No es gracioso! —dice Dana, en un susurro más alto que un grito.

—Un poco sí —le digo—. Apuesto a que los chicos robaron solo los rojos por hacer la gracia.

Dana no lo entiende. Su novio tiene veintisiete años. Se conocieron cuando ella estaba en el último año del instituto. No lo conoció como yo conocí a Moshe; no lo conoció de niño. Se está frotando aceite de vainilla detrás de las orejas, en las muñecas y el cuello. A su novio le gusta la vainilla, por eso lo hace. Una vez se lo dijo. Así que ella se lo frota en la piel dos veces al día, aunque él esté tan lejos y no pueda olerla.

—¿Por qué iban a querer hacer la gracia? —pregunta.

Ni siquiera trato de explicárselo. Me quito las botas y me subo al catre de campaña sin quitarme el uniforme, para poder dormir más antes de levantarme a entrenar a Boris. ¿Cómo voy a explicarle que los chicos no quieren ser graciosos, que simplemente lo son?

En lugar de intentar explicárselo, me levanto cuando está aún dormida, le quito la botellita de aceite de vainilla y me la guardo en el bolsillo de los pantalones.

 

Boris espera que esta vez empecemos el entrenamiento con balas de verdad, pero cuando nos instalamos le descargo el arma sin decir palabra. Se estira sobre el cemento y yo, desde arriba, le corrijo la postura.

Quiero asegurarme de que coloca la mano izquierda en un ángulo de noventa grados y de que el arma descansa encima sin tensión.

—Se trata de trabajar el hueso —le digo—. Si haces que trabajen los músculos, te temblarán.

Al ajustarle el ángulo de la mano, siento su pulso y un olor a detergente industrial.

—¡No dobles la muñeca! —le grito enderezándole la mano derecha, con la que sujeta la culata—. Ya lo hablamos ayer.

Le pateo las piernas hasta que la izquierda queda exactamente alineada con el cañón del arma y la derecha separada en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Cada vez que le doy una patada, aprieta el culo.

Cuando me inclino a enseñarle a arrimar la mejilla a la culata, de arriba abajo hasta ver el blanco, siento su suavidad, los poros de su cara imberbe.

Coloco una moneda en la punta del cañón del fusil y me estiro en el suelo justo delante, sujetando la cabeza entre las manos.

Le pido que me mire.

—Apúntame al ojo —le digo.

Lentamente, suelta el seguro y aprieta el gatillo.

La moneda cae sobre el cemento con un pequeño tintineo.

—Otra vez —digo—. Vamos a hacer esto hasta que domines el equilibrio.

Vuelvo a colocar la moneda en la punta del cañón. Me estiro de nuevo en el suelo. Cierra el ojo izquierdo. A través del punto de mira, me escruta con el ojo derecho, redondo, decidido y azul. Aprieta el gatillo.

La moneda cae.

—Otra vez —digo.

—Otra vez —digo.

—Otra vez.

Voy a pasarme el día haciendo lo mismo. Lo haré hasta que me toque empezar la guardia. Lo haré hasta que haga falta. Al diablo la guardia. Al diablo con todo. Otra vez, otra vez, otra vez, y entonces...

Aprieta el gatillo y la moneda no se cae del cañón. La única parte de su cuerpo que se mueve es el párpado del ojo izquierdo. Nos miramos en silencio.

—Otra vez —dice él sin apenas mover los labios, agrietados por el frío.

La moneda cae, luego se aguanta, cae, se aguanta, se aguanta, se aguanta.

En todo momento lo miro a los ojos, pero en cuanto dejo vagar la mirada veo la mancha húmeda de su camisa: le sangra el codo izquierdo de sostener el arma.

—Estás listo para disparar —digo.

Meto cinco balas en el cargador. Disparamos estirados en el suelo.

¡Tres de cinco! ¡Lo juro! Dos en las piernas, pero aun así ¡lo juro!

Vuelvo corriendo hasta el cemento tras comprobar la diana y meto cinco balas más en el cargador.

—¿Qué tal lo he hecho? —me pregunta.

—Otra vez —digo, procurando mantener la calma, aunque casi puedo sentir la alegría que me enciende las mejillas y se mete por sus ojos azules.

Pumpumpum.

—¡Alto!

Pum.

—¡Alto! —le doy una patada.

Cuatro chicos se han metido en el campo de tiro y reptan bajo los disparos de Boris. Son oscuros, pequeños y elásticos, y se mueven cada vez más deprisa sobre el suelo, como lagartos, recogiendo los casquillos de bala en bolsas de plástico; rápidos, encendidos, con movimientos tan exactos como los de los acróbatas.

—¿Qué es eso? —pregunta Boris, aún boca abajo en el suelo.

—Chicos —digo—. Han venido a robar los casquillos de las balas. Como lo oyes, a robar los casquillos de las balas —los casquillos de las balas ni siquiera son de metal de verdad. Incluso en Israel, probablemente no los venderían por más de cinco siclos el kilo. No puedo ni imaginarlo. Es genial. Es una locura.

Sé que no debería sonreír, pero no puedo evitarlo, y al sonreír cierro los ojos, y al volver a abrirlos los chavales se han ido.

—¿Chicos palestinos? —pregunta Boris—. ¿Por qué los hemos dejado irse sin más?

—Son solo chicos —digo—. Nos roban cosas en la base constantemente.

Boris se levanta del cemento y, por un instante, estamos muy cerca uno del otro. Huelo el cobre de su sangre y su cuero cabelludo sucio.

—Mañana te enseñaré más cosas —digo—. Secretos. Trucos.

Boris endereza la espalda y asiente, como un caballero, irguiéndose todo lo que puede, a pesar de que los músculos del cuello le tiemblan, sueltos.

 

Por la noche, antes de empezar una nueva guardia de ocho horas, llamo a Moshe desde la caravana.

—Hemos terminado —le digo.

—Bueno, sé que esta vez no es por mí —dice.

—No —le digo—. Es por ti. ¿Es que no me escuchas?

—Vale —dice—. Si es por mí, no hay problema. No me preocupa. Me preocupas tú.

Moshe es el único chico al que he besado. Nos besamos desde que él era un niño, y yo era aún más niña.

 

Boris y yo pasamos a disparar desde la arena y las rocas, una superficie irregular. Antes de empezar, le pido que me dé la mano. La mía es más áspera. Aunque soy de su misma estatura, mi mano sobre la suya parece infinitamente más pequeña. Le cojo el índice derecho y explico.

—Al tercio inferior de tu dedo se le llama «Indiferente». No tiene la sensibilidad necesaria para apretar el gatillo con precisión. A la punta de tu dedo se le llama «Sensible». Es demasiado vulnerable para mantenerse firme cuando aprietas el gatillo —suelto vaharadas blancas en el aire frío. Cae de mi nariz una gotita que aterriza en nuestras manos, y al levantar la vista, la sonrisa blanca de Boris me golpea los ojos.

Vuelvo a bajar la mirada.

—Y esta parte —digo, y le pellizco en medio del dedo— se llama «Martillo», y es con la que deberías apretar el gatillo. Esta parte es perfecta.

—No sabía que tuviera ninguna parte perfecta —dice Boris. Los ojos le centellean con las cosas que digo, igual que a Dan aquella vez, cuando yo era una cría y estábamos al lado de aquel banco de la calle Jerusalén. Su mano se mueve sobre la mía, y no sé si es por el frío o lo hace a propósito. Titubeo.

—Bueno —le digo—. Pues ahora ya lo sabes.

Nos quedamos en silencio unos momentos, hasta que nos separamos a la vez. Las montañas de Hebrón se ciernen sobre nosotros como monstruos y el cielo parece más vasto, más lejano cuando lo miro, como si estuviéramos en el fondo de un océano.

—Eh, Boris —le digo—. ¿Te has enterado de lo que están haciendo detrás del nuevo centro comercial de Jerusalén?

—¿Qué están haciendo?

—Tirándose a tu madre —y con eso le doy una patada en la pierna y lo derribo; se echa a reír antes incluso de caerse al suelo. Una carcajada preciosa, profunda e incontrolable.

Dispara y acierta dos de cinco. Vuelvo corriendo después de marcar la diana, y sin una palabra saco el cargador de su fusil y me aseguro de que no tiene balas.

—En pie —le grito—. Quítate los tapones.

Estoy segura de que los dos impactos son los de las dos primeras balas. Luego no ha parado de moverse y descuadrar la postura.

Apunto con el fusil al cielo y se lo pongo cerca del oído. Tiene motas amarillas de polvo en el interior de la oreja, y eso me hace quererle. Quererle más.

Aprieto el gatillo, sin soltarlo. Un segundo, dos segundos, tres.

Clic.

—Después de cada bala que dispares, quiero que cuentes hasta tres. Quiero que oigas siempre este sonido, el clic que hace una bala nueva al entrar en la recámara.

—¿De qué sirve lo que oiga después de haber disparado? —pregunta Boris.

Sirve para engañar a su cerebro. Si sabe que tiene que esperar después de cada bala, hay menos posibilidades de que suelte el gatillo de golpe y altere la postura. De todos modos no se lo digo. A estas alturas sé que solo hay que saber lo que hay que saber para que las cosas vayan bien.

—Sirve porque yo lo digo, y deberías hacer lo que se te ordena.

Esta vez cuatro de cinco dan en el blanco: tres en el corazón y una rozando la cabeza.

 

Mientras hago la guardia nocturna empieza siendo una idea, se convierte en un pensamiento, pronto en una sensación y de repente es tan real que casi podría verlo con mis propios ojos, salvo porque no puedo; hay una ausencia terrible. Algo ha desaparecido.

Al llegar a lo alto de la colina desde la que se ve el depósito de municiones, enciendo la linterna y observo desde arriba todo el recinto de la base. Los grillos chirrían lejos, cerca. Parpadeo y abro los ojos.

Es la cosa más absurda y fantástica que he visto nunca.

La valla que rodea la base, junto al depósito de municiones; ha desaparecido. Ya no está. Se ha desvanecido.

Esos chicos. Esos chicos del demonio. La han robado.

El chatarrero que les compra el metal en el pueblo podría estar fundiéndola en estos momentos.

Mi turno de guardia dura ocho horas, igual que todos, pero los segundos, los minutos y las horas se deslizan como un niño en un tobogán. No pienso en mi novio, ni en la naturaleza, ni en el tiempo, ni siquiera en los chicos. Tan solo puedo pensar:

La valla.

La valla.

Se han llevado. La valla.

Cada pocos minutos, sin proponérmelo, me descubro diciéndolo en voz alta, y entonces las montañas que no veo en la oscuridad devuelven el eco de mi risa.

 

Por la noche, de vuelta en el barracón, después de pasar ocho horas riéndome sola y mirando al vacío, llamo a Moshe. Lo llamo al cobijo de una manta de campaña.

—No puedes seguir haciendo únicamente lo que yo te digo que hagas —le digo.

—Pero me dijiste que lo hiciera —dice—. Pensaba que era lo que querías.

—Sí —le digo—. Exacto.

—Ya ni sé lo que quieres —dice—. ¿Cómo es posible que solo podamos hablar en clave?

Una vez, él tenía catorce años y yo doce. Una vez, yo tenía miedo. Él no. Se trepó a lo alto del manzano de la viuda alemana y empezó a lanzarme una lluvia de manzanas rojas a la cabeza, tan rápida y sin tregua que pensé que me ahogaba. Entrecerrando los ojos, lo único que veía eran sus dientes torcidos entre las ramas más altas, y lo único que oía eran sus gritos: «Toma, más, más, más, más, más».

«¡No quiero más!», le chillé desde el suelo.

«¡Pero si es divertido!», me contestó y, apenas un instante, vi sus ojos mientras alargaba el brazo para coger otra manzana; en ese instante vi el deseo en aquellos ojos, el deseo de querer, querer de verdad, una sola cosa en el mundo.

—Estoy esperando a que me digas qué es lo que tú quieres —le digo ahora—. No hay ninguna clave.

—Entonces ¿volvemos a estar juntos? —me pregunta.

—¿A ti qué te parece? —le pregunto yo, y espero una voz desaparecida hace mucho aunque me cueste creerlo.

 

Sentada sobre la espalda de Boris, le explico en qué consiste la Situación Cero.

—Coge aire —le digo, y siento cómo sus pulmones se hinchan bajo mi peso—. Ahora vacía completamente los pulmones.

Le explico que hay cosas que sabemos con seguridad y hay cosas que no. Cuando respiras, por ejemplo, no hay manera de saber cuánto aire tienes en los pulmones. Tan solo podemos recrear la situación en que tienes los pulmones completamente vacíos. Para que todas las balas impacten exactamente en el mismo lugar, hay que cerrar los ojos antes de cada disparo y vaciar completamente los pulmones. Así es como se sabe que tienes el blanco a tiro, que apuntas al mismo lugar exacto donde has disparado la bala anterior. Situación Cero.

El pecho de Boris sube y baja mientras doy la explicación.

—No he dicho que volviera a coger aire, señorita —le digo.

Corta la respiración, e incluso sin mirarlo sé que está enseñando todos los dientes, que sonríe.

—¿Te parezco una batidora? —le pregunto.

—No —dice.

—Entonces ¿por qué estás mezclando las cosas?

Nos reímos y luego se pone a disparar.

Dos de cinco, tres de cinco, tres de cinco, cinco de cinco.

No se desconcentra. Cada vez que vuelvo corriendo de marcar con rotulador los blancos en la diana, se pone en posición.

Ni siquiera decimos «Otra vez».

Dispara mientras yo me quedo sentada a su lado, hasta que el pelo nos huele a pólvora, hasta que nos pitan los oídos a pesar de los tapones, hasta que empieza a caer la noche.

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