La gente como nosotros no tiene miedo (4 page)

BOOK: La gente como nosotros no tiene miedo
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—Y además hay una cuestión general. Tu comandante dice que sigues hablando sin permiso. ¿Por qué lo haces? —pregunta.

—No lo sé. Supongo que se me ocurren muchas cosas —le digo.

—Pues pronto tendrás que abrir los ojos y darte cuenta de que las cosas que a ti se te ocurren son una interrupción para los demás.

Mi castigo consiste en dormir toda la noche con la máscara de gas puesta. Creativo y humillante a la vez. En cierto modo me impresiona.

Ojalá fuera mejor soldado. Por la noche pienso en cualquier cosa menos en eso, aunque lo intente con todas mis fuerzas. Dan, mi madre, Yael. Gente que ni soy yo, ni son soldados. Incluso en mi padre; cosas de cuando era pequeña y no era soldado.

Paso la noche mirando el techo de la tienda de campaña a través del visor de plástico; encuadra la gruesa lona verde, todo ese verde, como una pintura impresionista. Los cierres de la máscara se me clavan en el cuero cabelludo, por encima de la nuca.

Si lloro no es porque espere que una de las chicas de la tienda me oiga y se despierte. Solo tenemos cinco horas de sueño por la noche. Y no somos amigas.

No puedo dormir, así que imagino que podría suceder una de estas dos cosas.

Que me levantara después de llevar toda la noche la máscara antigás y que Irán hubiera bombardeado Israel y yo fuera la última persona viva en todo el país, que la máscara me hubiera salvado. Las otras chicas de la tienda habrían muerto, tendrían la cara amoratada, así que cruzaría las puertas de la base y me adentraría en el desierto del Néguev, donde podría morir deshidratada, o envenenada por las sustancias que me penetraran en la piel, pero no es eso lo que me mata. Me mata no tener a nadie con quien hablar.

Otra cosa que podría pasar es que Irán no bombardeara Israel, al menos ese día, y que llego a ese sitio donde Yael dice que está el fin del mundo. Acabo mi entrenamiento en el campamento militar. Acabo el servicio militar. Voy a Panamá, Guatemala, Argentina. En todas partes hay enjambres de israelíes, claro, pero al final todos se marchan y soy la última turista israelí que queda en Ushuaia, Argentina, la ciudad más próxima a la Antártida, el fin del mundo. Todas las librerías son en español. Los lagos son demasiado fríos para nadar. En los bares, todos los clientes son franceses de mediana edad, y estoy sola.

Mi recuerdo más temprano. Abro los ojos y veo la pequeña habitación a través del plástico. Mi padre lleva puesta su máscara, y mi hermana está en la alfombra metida en una incubadora que la protege de los gases tóxicos, porque es demasiado pequeña para llevar máscara. Dan no para de quitarse la suya, hasta que mi padre le suelta una bofetada. Mi padre también se quita la máscara a cada rato para tomar un trago de su botella de Araq. Es 1991 y caen misiles iraquíes. Por la radio dicen que no hay que ir a los refugios subterráneos. Dicen que hay que sellar una habitación de la casa con cinta aislante, ponerse las máscaras, beber mucha agua y esperar que no pase lo peor. Por la radio dicen que están cayendo misiles en la región M, la nuestra. En esa época vivíamos en otra ciudad, no en el pueblo. No sé dónde. Mis padres discuten. «¿Cinta aislante? —pregunta mi madre— Qué tontería».

No conozco todos los detalles; es algo que me cuentan tiempo después y se convierte en un recuerdo. Esa noche aún no dispongo de suficientes palabras para formar una frase. Tan solo recuerdo a mi madre, a cara descubierta, morena, que me agarra en brazos y sube corriendo la escalera de madera que lleva a la azotea. Llueve sobre las palmeras, pero mi madre me quita la máscara y me levanta la barbilla para que mire el cielo. Una bola de luz rasga la noche y deja una estela rosada de fulgor incandescente. Mi madre hunde la cara en mi pelo. Miramos el cielo, y si estoy sola aún no lo sé.

A través del plástico trasparente contemplo el techo de la tienda y veo la noche. Los cierres de la máscara todavía se me clavan en el cuero cabelludo. Lloro, y no porque espere que una de las chicas de la tienda se despierte.

Y sin embargo, una se despierta. La que se asustó porque creía que le sacaban demasiada sangre. Está despierta, pero no se da cuenta de que soy una persona, otra recluta tendida en su catre de campaña que llora dentro de una máscara antigás. Mis gemidos ahogados le parecen los sonidos de un animal.

—¿Es un gato? —susurra, un sonido tan cortante como una hoja que se hiende en el aire, las tiendas, los oídos—. ¡Chicas! Ha entrado un gato en la tienda.

—¿Un gato? —pregunta Gali. No se molesta en bajar la voz.

—Ayudadme. Soy alérgica. Me puedo morir —la chica de la sangre espera las palabras de otra persona.

La máscara me protege. No pueden verme la cara. No pueden verme la boca. No saben que he sido yo la que he hecho el ruido. Si grito, si grito ahora mismo, si suelto un grito tremendo y ahogado, hay una posibilidad, siempre hay una pequeña posibilidad de que nadie sepa nunca que he sido yo. Será un grito como si todas las chicas gritaran a la vez.

Y entonces.

Grito. Grito como si fuera la última vez en la vida que pudiera dejar oír mi voz. Y quizá lo sea. Como si ahora mismo no me oyera nadie.

Grito el miedo de la sangre y el fulgor incandescente. Grito el terror de los cronómetros y las botas hollando la arena, y el pánico que desata un tufo que podría pasar por olor a plátano. El sonido de las palabras que grito es el gemido de mi vergüenza, pero una vergüenza que no es una piedra, una vergüenza que yo no accedí a enterrar.

Si de verdad lo quieres, te contaré qué es lo que grito, te diré todos los sonidos y las palabras y las letras. Pero primero tienes que jurarlo, tienes que jurar que de verdad quieres que te lo cuente.

Chicos

 

Estiro los brazos, como si quisiera apartar la oscuridad que se extiende más allá de la barricada de cemento. Me hago una trenza en el pelo, y luego me la vuelvo a hacer más prieta, aunque sé que nadie me verá en varias horas.

Al final dejo escapar un bostezo y miro el búnker de municiones oculto bajo el montículo donde hago guardia. El turno de ocho horas y la noche se ensanchan formando una espiral delante de mí, como toda la vida que tengo por delante. Cuando la espera se hace casi insoportable, escribo con piedras mi nombre en el suelo.

Yael.

Odio hasta mi nombre cuando estoy esperando, por lo menos después de mirarnos uno al otro un buen rato, y más cuando lo veo escrito con piedras. Así que lo destruyo a patadas.

Hago esto desde que me destinaron a esta base de instrucción cerca de Hidna, después del campamento para reclutas. Al principio escribía otras palabras pero luego me sabía mal destruirlas a patadas, aunque las odiara y odiara darme cuenta de que odiaba todos los nombres y todas las palabras.

Cuando me canso de patear piedras voy a recoger el casco, donde he dejado un bote de plástico lleno de crema de cacao. He clavado un cuchillo de plástico en la crema para chuparlo cuando se me empiece a caer encima la noche. Lo he dejado a unos metros de la barricada para tener que saltarla y pisar la hierba amarillenta y el polvo de la montaña. Así el tiempo pasa más deprisa.

Pero el casco y la crema de cacao han desaparecido. Hay una huella con la forma del casco en la hierba, conteniendo su ausencia. Zumban en la noche el silencio y el frío. Coloco la mano en la culata de mi M-16 y aprieto el seguro una vez, luego otra, y otra.

Tendría que haber llevado el casco puesto, pero ninguna chica se lo pone. El bote de crema de cacao tiene que quedarse abierto al otro lado de la barrera para hacer la vida interesante, y a los bichos les cuesta más meterse si lo pongo dentro del casco.

Saco una linterna del chaleco portamuniciones. La luz se proyecta en un triángulo gigante, exponiendo arbustos verdes y moscas de la fruta. Creo distinguir movimiento en la montaña de enfrente, un movimiento metódico y zigzagueante, como si hubiera un ratón gigantesco.

Cierro los ojos y oigo risas, o quizá sólo sea la radio de las casas del pueblo palestino cercano, o un coche que pasa por la ruta 433.

Abro los ojos. Saco la mano de mi fusil. Apago la linterna. Entonces veo un destello blanco en el suelo, justo delante de mí.

Quienquiera que me ha robado el casco y el chocolate ha subido toda la colina reptando hasta la barricada del puesto de vigilancia. Y luego, antes de irse con el botín, se ha detenido un momento, agazapado en el suelo sin hacer ruido, a sacar el cuchillo de plástico del bote, chuparlo hasta que quedara limpio y dejarlo al pie de la barricada, para que yo lo encontrara. Ese cuchillo. Como un guiño: ¡te tengo!

Sé que voy a meterme en líos por perder el casco, pero no puedo evitarlo. Siento que la risa me sube desde el estómago, me atraviesa los pulmones y de pronto me estoy riendo con tantas ganas que me lloran los ojos y me quedo sin respiración.

No hay ninguna duda. El robo ha sido la obra genial de un chico. Uno de los chicos de Hidna. Y qué le voy a hacer. A mí los chicos me encantan.

Vuelvo a mi puesto alucinada, confundida y cómplice. Creo que después de cada guardia aprendo algo nuevo. La tela metálica que rodea la base engulle mi cuerpo. Los carteles pegados a la valla, donde se lee
RECINTO MILITAR PROHIBIDO EL PASO
, se me desdibujan. Están colgados de tal manera que se alterna uno rojo, otro negro, uno rojo, otro negro, uno rojo. Pero con cada paso que doy acaban siendo nada más que letras de todos los colores que existen.

 

De vuelta en el barracón después de ocho horas riéndome sola y mirando al infinito, llamo en plena noche a mi novio, Moshe, al pueblo. Hace un año que acabó el servicio militar. Llamo al cobijo de una manta de campaña.

—Quiero que lo dejemos —le digo.

—¿Es por mí? —pregunta.

—Sí —le digo—. Es por ti.

—Pero si acabo de conseguir un trabajo en el pueblo de al lado. No es gran cosa, pero para cuando vuelvas del ejército tendremos algo con lo que empezar —me cuenta—. ¿Cómo va a ser por mí?

—Es por ti, no te quepa duda.

 

Las aldeas alrededor de Hebrón e incluso los jóvenes de la propia ciudad de Hebrón están nerviosos y empiezan a provocar disturbios. Han llamado al frente a la unidad de los chicos de infantería a los que entrenamos la semana pasada, y sólo nos han dejado a cuatro o cinco para ayudarnos a proteger la base de instrucción. La carga de proteger la base recayó sobre nosotras, las instructoras de armamento. Tuvimos que doblar turnos. Ocho horas de pie en la oscuridad sin nada más que tus pensamientos y el equipo completo, con el arma cargada. Esperar mientras los minutos pasan lentamente, como serpientes lisiadas, esperar, esperar, esperar. Y luego ocho horas de sueños angustiosos en el barracón, donde me pregunto qué demonios era lo que estaba esperando todas esas horas. Y vuelta a empezar.

—Anoche uno de los chicos de Hidna me robó el casco —le digo a Dana por la mañana. Duerme en la cama delante de la mía.

—Ni siquiera entiendo para qué hacemos guardia —dice Dana. Se prepara para su turno, metiendo el pulgar en los cinco cargadores del chaleco para asegurarse de que hay veinte balas en cada uno—. Esos chicos son como ratas —dice—. Te juro que robarían la base entera, si pudieran.

—Ya lo sé —digo—. Pero bueno, son críos. ¿Qué vamos a hacer, arrestarlos?

Dana se acerca una cantimplora al oído y la mueve para asegurarse de que está llena y no hace ruido.

—Ahora tendrás problemas —dice, después de comprobar que no suena—. Eso seguro.

La puerta del barracón de las chicas molonas está abierta, y desde allí ven sin obstáculos nuestro barracón, porque también tenemos la puerta abierta. La rubia que dirige el cotarro, Hagar, nos mira sin disimulo. Tiene una cara europea que me recuerda a la de Lea. Y encima es igual de mala que ella.

—Ah —dice—. ¿Qué ha hecho la nueva? —pregunta, sonriendo.

Las otras dos chicas se echan a reír, y me gustaría que la broma no fuera a mi costa, para poder reírme también. Las chicas de mi barracón no se ríen nunca.

 

Mi problema tiene un nombre: Boris. Y Boris es genial. Genial. Bueno, no es que sea genial en todo. Los de su unidad lo dejaron en la base de instrucción porque no sabe disparar; no tiene ni idea. Cuando le conté a mi oficial que se me cayó el casco en la colina y no pude encontrarlo, me preguntó por qué no lo llevaba puesto. Le dije que lo llevaba puesto y se me cayó. Entonces me preguntó por qué no lo llevaba atado como es debido. Me dieron ganas de gritarle que no lo llevaba atado como es debido porque no hay nada que temer, porque los únicos que nos asaltan son críos que robarían hasta el envoltorio de una piruleta solo para chuparlo, pero en lugar de eso me quedé mirando el suelo y esperé a oír mi castigo.

Mi castigo consiste en hacer de Boris un tirador competente. Boris tiene el pelo cortado al rape, tan rubio que es casi blanco. Es exactamente de mi estatura, muy bajo para ser un tío, pero también es corpulento y firme y real. Sus ojos azules se esconden tras unas pestañas largas. No se atreve a mirarme.

—Esto es una humillación, comandante —me dice mientras caminamos por la arena hacia el campo de tiro. Lleva una mochila gigantesca con una radio del ejército, un contenedor metálico de balas en la mano derecha y diez litros de agua en la izquierda. Yo llevo el arma colgada a la espalda y un abrigo, además de las dianas de cartulina y palos de madera. Siento el roce de las astillas en las palmas, como un estremecimiento. El frío me pellizca la nariz, y caminando al lado de Boris me siento ligera. Más ligera. Eufórica.

—Puedes llamarme Yael —le digo—. Somos de la misma edad.

—Yo tengo dieciocho —dice.

Yo tengo diecinueve y dos meses. Me reclutaron tarde. Se me ocurre que dentro de unos años ya no se aceptará ni siquiera que sueñe con el cuerpo de un chico de dieciocho. Ni con el de ningún chico, en realidad. Solo se me permitirá soñar con un hombre. Algunos con diecinueve siguen siendo chicos. Incluso con veinte. Creo que fue después de que cumpliera los veintiuno cuando empecé a darme cuenta de que Moshe ya no era un chico.

Llegamos al campo de tiro que he reservado con los de operaciones. El campo consta de un pequeño espacio techado y una superficie de cemento. Boris deja el equipo en el suelo. Rota la articulación de los hombros, y por un instante es como si al liberarse de la carga que llevaba volviera a ser un niño, a pesar de la vergüenza. Hablo por radio con operaciones, para que sepan que habrá disparos en el campo 11. Cuando me vuelvo, veo a Boris en el suelo, con el fusil a punto. Tiene el cuerpo fatal. Por lo menos para disparar un fusil. Ni siquiera apoya la culata en el hueco entre el hombro y el pecho. Se sostiene en el aire, más arriba.

—Boris, ¿te parezco un océano? —le pregunto.

Baja el arma y se sienta en el cemento.

—No —dice.

—Entonces, ¿por qué te dejas llevar? No hace falta empezar desde el suelo. Estoy segura de que tan malo no eres.

Boris se ríe. Se ríe mucho rato, y al reír enseña los dientes y le tiembla la nariz.

—Que sí, de verdad, soy malísimo —dice.

De todos modos nos separamos unos pasos del cemento para meternos en la arena pedregosa del campo de tiro.

—No me gusta practicar sobre el cemento —le digo—. No es realista. Las guerras no se hacen sobre el cemento.

Le digo a Boris que primero me demuestre lo que es capaz de hacer. A cincuenta metros planto un palo en el suelo y cuelgo una diana de cartulina con la silueta caqui de un soldado. Empiezo por un detalle pequeño. De cara frente a él, le agarro la mano y se la pongo en el hueco entre el hombro y el pecho.

—Aprieta aquí y da brazadas, como si nadaras —le digo. Hace lo que se le dice sin rechistar. Siento en los dedos la humedad del sudor de su cuerpo. Mantengo la mano encima de la suya—. Ahora, para cuando sientas un hueco o una hendidura —le digo.

Nuestras manos se mueven a la par hasta que dice:

—Sí, lo noto.

—Ahí es donde deberías apoyar la culata cuando disparas. Es el mejor lugar para que el cuerpo absorba el retroceso.

Pasamos un minuto despejando con los pies los casquillos de cobre que hay por todas partes.

Se tumba en el suelo. Entusiasmado.

—Voy a dar todo lo que tengo, comandante —dice con una voz que no se parece en nada a la que ponía antes. Así de rápido cambian los chicos, incluso físicamente.

—¿Qué tal si para empezar le metes cinco balas en el corazón? —le digo, mientras me coloco los tapones de los oídos.

Pum, pum, pum. Pum. Pum.

Le digo que se quede donde está mientras voy a examinar la diana. Corro deprisa, consciente de que me está mirando, de que está esperando pero también me ve correr.

No hay impactos en el corazón. Compruebo toda la zona central del cuerpo, pero tampoco hay ningún impacto. Nada en la cabeza. Nada en las piernas.

Vuelvo corriendo e intento ocultar mi sorpresa.

—Tu arma no está bien calibrada —le digo.

Boris está sentado en la arena, con la mejilla apoyada en su mano, una mano grande.

—Sí, seguro que está calibrada —dice confiado, con una confianza encantadora, aunque sin alegría.

Me agacho y levanto su fusil. No me pongo cuerpo a tierra. Apoyo el arma en el hueco del hombro, de pie. Le digo a Boris que dé un paso atrás y vuelva a ponerse los tapones de los oídos.

Pumpumpumpumpum.

Voy corriendo a revisar la diana. Aunque es difícil afinar cuando se dispara un M-16 de pie, todas las balas han impactado en el corazón. No hay más de diez centímetros entre una y otra. Me planteo llamar a Boris para que vea lo que he hecho, para impresionarlo, pero enseguida cambio de idea. No le ayudaría nada.

Corro hasta él y me mira, dándome a entender que ya lo sabía, aunque con un atisbo de esperanza.

—La verdad es que eres mucho más listo que yo —le digo—. He cambiado de opinión. Un buen entrenador sabe que para llegar a la perfección hay que empezar por el principio.

—¿Cemento?

—Cemento y sin balas. Vamos a hacer manitas un rato.

Así es como solemos referirnos a disparar un arma sin balas, pero también lo digo para ver si se pone nervioso. No se inmuta. No me mira. Tiene los ojos puestos en la diana, y es lo único que ve. Mientras le descargo el arma, me doy cuenta de que está practicando las brazadas, con la vista al frente, buscando otra vez el hueco, tomando nota mental en su cabeza. En este momento ni siquiera me ve, ni ve la arena o las montañas; sus ojos —fijos, fantásticos, irreales— no son para mí.

 

Por la noche, al volver al barracón antes de una nueva guardia de ocho horas, llamo otra vez a Moshe. Lo llamo en cuanto me despierto, al cobijo de una manta de campaña.

—Volvemos a estar juntos —digo.

—¿Es por mí?

—No —le digo—. Por nosotros. ¿Me estás escuchando?

—Bien —dice—. Porque ya he empezado a buscar un apartamento para cuando vuelvas. Tal y como está el mercado se tarda una eternidad.

Hubo una vez en que él tenía catorce años y yo doce. Hubo una vez en que yo tenía miedo. Él no. Ahora los dos tenemos miedo.

 

***

 

Paso las dos primeras horas de la guardia pensando en Moshe, en que ya es un hombre, en que la naturaleza es así, o el tiempo es así, o la naturaleza y el tiempo, y pronto mis pensamientos entran en un bucle.

La naturaleza y él, él y la naturaleza, y. En la tercera hora de la guardia me parece ver a unos chicos corriendo en medio de un resplandor rojizo, en lo alto de la colina. Figuras pequeñas con unos cuadrados grandes a cuestas. Pestañeo y ya no están.

Cuando vuelvo al barracón, dejo caer mi chaleco portamuniciones en el suelo y el ruido sordo despierta a Dana.

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