—Es tan bonito este lugar —suspiró Marina, evitando pisar con sus zapatos de stileto los prados verdes con la advertencia doble: NO PISE EL PASO/KEEP OFF THE GRASS.
—Si hasta parece Disneylandia —Dijo Dinorah entre seria y risueña.
—Sí, pero llena de ogros que se comen a las princesitas inocentes como ustedes —les dijo con una sonrisa sarcástica la Candelaria, a sabiendas de que sus ironías no rifaban entre estas mensas. Pero las quería, de todos modos.
Se pusieron las batas azules reglamentarias y tomaron sus lugares frente a los esqueletos de las televisoras, dispuestas a hacer el trabajo en serie, la Candelaria el chasis, la Dinorah la soldadura, Marina estrenándose apenas para reparar soldaduras, y la Rosa Lupe fijándose en los defectos, los alambres sueltos, las coronas dañadas, mientras le decía a la Cande, oye, ya estuvo suave de tratarnos como pendejas, ¿no?, y no pongas esa cara de santa, siempre dándonos lecciones, siempre despreciándonos, ¿yo? peló tremendos ojos la Candelaria, oye Dinorah, dime si aquí hay alguna más taruga que yo, la Candelaria, cargada de obligaciones, me vine de la ranchería, me traje a los hijos, luego a los hermanos, luego a mi papacito, ¿eso es ser muy abusada?, ¿tú crees que me alcanza?—¿Tu líder no te da para el gasto, Candelaria?
La cuadrada le mandó un toque eléctrico a Dinorah, era una treta que ella se sabía, Dinorah chilló y llamó cabrona a la gorda, ésta nada más se rió y dijo que cada una tenía su telenovela que contar, mejor se llevaban bien, ¿qué no? para pasar las horas juntas y no morirse de aburrición, ¿qué no?
—¿Para qué te trajiste a tu papacito?
—Por el recuerdo —dijo la Candelaria—.
—Los viejos sobran —dijo sordamente Dinorah.
Todas venían de otro lado. Por eso se entretenían contándose historias sorprendentes sobre sus orígenes, sobre las combinaciones familiares, las cosas que las diferenciaban, y a veces, también, se admiraban de que coincidieran en tanto, familias, pueblos, parentescos. Pero todas estaban divididas por dentro: ¿era mejor dejar atrás todo eso, borrar la memoria, resolverse a empezar una nueva vida aquí en la frontera?, ¿o era necesario alimentar el alma con el recuerdo, canturrear a José Alfredo Jiménez, sentir la tristeza del pasado, convenir en que el desamor es la muerte del alma? A veces se miraban sin hablarse, todas las amigas, las camaradas, Candelaria que era quien más tiempo llevaba en la maquila, Rosa Lupe y Dinorah que llegaron al mismo tiempo, Marina que era la más verdecita, entendiendo que no era preciso decirse nada para decirse esto, que todas necesitaban amor pero no recuerdos, y que sin embargo era imposible separar el recuerdo y el cariño, estaba canija la cosa. La que mejor llevaba la cuenta de las historias era la Candelaria, y su conclusión era que todas venían de otra parte, ninguna de ellas era fronteriza, le gustaba preguntarles de dónde venían, a ellas les costaba hablar de eso, sólo con la Candelaria como que tenían confianza, se atrevían a enlazar amor y memoria y la Candelaria quería mantener viva esa pareja, sentía que era importante, no condenarse al olvido, ni al desamor que es muerte del alma, volvió a canturrear con el inolvidable José Alfredo, como decían los programas de radio.
—Del ejido «Venustiano Carranza».
—De aquí de Chihuahua, tierra adentro.
—No, del campo no, de una ciudad más chiquita que Juárez.
—Uy, desde Zacatecas.
—Uy, desde La Laguna.
—Mi papá se encargó de todo el movimiento —dijo Rosa Lupe la aguileña vestida de carmelita—. Dijo que el ejido ya no daba para más. La tierra se iba haciendo más chica y más seca cada vez que la dividíamos entre el montón de hermanos. Yo siempre fui activa, muy activa. En el ejido me encargaba de que estuvieran limpias las calles y pintadas de blanco las paredes, me gustaba preparar el papel picado para las fiestas, traer a los músicos, organizar los coros de los niños. Mi papá dijo que era yo demasiado lista para quedarme en el campo. Él mismo me trajo a la frontera, cuando tenía quince años. Mi madre se quedó en el ejido con los hermanitos más chicos. No se anduvo por las ramas mi padre. Me dijo que aquí yo iba a ganar en un mes diez veces más que toda la familia en el ejido. Yo era muy activa. No me iba a pesar. Mientras él se quedó aquí, me resigné. Él era como la continuidad de mi vida en el pueblo. No le dije que extrañaba la tierra, mi mamá, mis hermanitos, las fiestas religiosas, la Candelaria cuando se viste al niño Dios, la Santa Cruz y su coheterío tan alegre pero tan miedoso, el Miércoles de Ceniza cuando todo el pueblo trae su cruz de carbón en la frente, la Semana Santa cuando salen los judíos con sus barbas blancas y sus narizotas y sus abrigos negros a hacer travesuras contra los cristianos, todo, las posadas, los reyes, lo echaba todo de menos. Aquí busco esas fechas en el calendario, tengo que recordarlas, allá no, allá las fiestas llegaban sin necesidad de recordarlas, ¿me entienden? Pero mi papá me instaló aquí en Juárez en una casita de una pieza en la colonia Bellavista y me dijo: «Trabaja mucho y encuéntrate un hombre. Eres la más lista de la familia.» Y se fue.
—Yo no sé qué es mejor —Dijo enseguida la Candelaria—. Ya les dije, yo vivo cargada de obligaciones. Cuando me vine a la frontera, me traje a mis hijos. Luego llegaron mis hermanos. Finalmente mis padres se animaron. Es mucha carga para mi sueldo y cuidado con hacerme bromas, pinche Dinorah. Lo que nos dan nuestros hombres lo merecemos. Lo que me da mi padre es de pilón, es el recuerdo. Mientras mi padre esté en la casa, ya no olvidaré. Vieran qué bonito es tener cosas que recordar.
—No es cierto —dijo Dinorah—. Los recuerdos nomás duelen.
—Pero es dolor del bueno —contestó la Candelaria.
—Pues yo sólo conozco del malo —siguió Dinorah.
—Es que no tienes con qué compararlo, no te das a ti misma el chance de almacenar tus buenos recuerdos del pasado.
—Las alcancías son para los puerquitos —dijo irritada Dinorah.
Rosa Lupe iba a decir algo cuando se acercó la supervisora, una cuarentona muy alta con ojos de canica y labios como ejote, y se puso a regañar a la guapa y aguileña carmelita, estaba violando los reglamentos, qué se creía viniendo al trabajo vestida de milagrosa, ¿no sabía que había que usar la bata azul por reglamento, por seguridad, por higiene?
—Tengo hecha una manda, super —dijo muy digna Rosa Lupe.
—Aquí no hay más manda que mis ovarios —dijo la supervisora—. Anda, quítate ese ropón y ponte la bata azul.
—Está bien. Voy al baño.
—No señora, usted no va a interrumpir el trabajo con sus santurronerías. Usted se me cambia aquí mismito.
—Es que no traigo nada debajo.
—A ver —dijo la supervisora y agarró a Rosa Lupe de los hombros, le arrancó el hábito, se lo bajó violentamente hasta la cintura, dejó que brotaran los espléndidos senos de Rosa Lupe, y sin contenerse la mujer de ojos de canica los cerró y se fue con los labios de ejote sobre los levantados pezones color de rosa de la guapa carmelita, que no pudo reaccionar de la sorpresa, hasta que la Candelaria agarró de la permanente a la super, la insultó, la separó y Dinorah le dio una patada en el culo a la puerca y-Marina se acercó rápidamente a Rosa Lupe y la cubrió con las manos, sintiendo con emoción cómo le palpitaba el corazón a su amiga, cómo se le excitaban sin querer los pezones.
Llegó otro supervisor hombre a separarlas, poner el orden, reírse de su colega, no me andes quitando a mis novias, Esmeralda, le dijo a la supervisora despeinada y enardecida como un jitomate frito, déjame a mí estas chuladas, tú búscate un macho.
—No te burles de mí, Herminio, me las vas a pagar —dijo la aporreada Esmeralda retirándose con una mano en la frente y la otra en la barriga—. No te metas en mis terrenos.
—¿Me vas a reportear?
—No, nomás te voy a chingar.
—Ándenle muchachas —sonrió el supervisor Herminio, lampiño como un piloncillo y del mismo color—. Voy a adelantar la hora del recreo, vayan y tómense un refresco, y piensen bien de mí.
—¿Vas a cobrarte el favor? —dijo Dinorah.
—Ustedes caen solitas —sonrió libidinosamente Herminio.
Compraron sus pepsis y se sentaron un rato frente al césped tan bonito de la fábrica —KEEP OFF THE GRASS— esperando a Rosa Lupe que reapareció acompañada por Herminio, muy satisfecho el supervisor. La obrera venía con la bata azul.
—Parece el gato que se comió al ratón —dijo la Candelaria cuando Herminio se retiró.
—Le permití que me viera cambiarme de ropa. Prefiero que lo sepan. Lo hice por agradecimiento. Prefiero ser yo la que decide. Me prometió no molestarnos a ninguna y protegernos de la cabrona de Esmeralda.
—Uy, con qué poquito se… —empezó a decir Dinorah pero Candelaria la calló con la mirada, y las demás bajaron la suya sin imaginarse que desde el alto mirador de la gerencia, cuyos vidrios opacos permitían mirar hacia afuera sin ser vistos hacia adentro, el dueño mexicano de la empresa, don Leonardo Barroso, observaba al grupo de trabajadoras y le repetía al grupo de inversionistas norteamericanos aquello de benditos entre las mujeres, pues las maquiladoras empleaban ocho mujeres por cada hombre, las liberaban del rancho, de la prostitución, incluso del machismo —sonrió ampliamente don Leonardo— pues la trabajadora se convertía rápidamente en la ganapán de la casa, la jefa de familia adquiría una dignidad y una fuerza que pues liberaban a la mujer, la independizaban, la modernizaban y eso también era democracia, ¿no le parecía a los socios texanos? Además —don Leonardo acostumbraba estos pep-talks periódicos para calmar los ánimos de los yanquis y darles buena conciencia—, estas trabajadoras, como esas que allí ven sentadas junto al pasto bebiendo refrescos, se integraban a un crecimiento económico dinámico, en vez de vivir deprimidas en el estancamiento agrario de México. Había cero, exactamente cero maquilas en la frontera en 1965 con Díaz Ordaz, diez mil en el 72 con Echeverría, treinta y cinco mil en el 82 con López Portillo, ciento veinte mil en el 88 con De la Madrid, ciento treinta y cinco mil ahora en el 94 con Salinas, y generando doscientos mil empleos conexos.
—Se puede medir el progreso del país por el progreso de las maquiladoras —exclamó satisfecho el señor Barroso.
—Debe haber problemas —dijo un yanqui más seco que una pipa de mazorca amarilla—. Siempre hay problemas, señor Barroso.
—Llámeme Len, señor Murchinson. —Y yo Ted.
—¿Problemas de trabajo? Los sindicatos no están autorizados.
—Problemas de falta de lealtad, Len. Yo siempre he trabajado con la lealtad de mis trabajadores. Aquí sé que las trabajadoras duran seis, siete meses, y se mudan a otra empresa.
—Claro, todas quieren irse con los europeos porque las tratan mejor, corren o castigan a los supervisores abusivos, les dan lonches de lujo, qué sé yo, puede que hasta las manden de vacaciones a ver tulipanes a Holanda… Trate de hacer eso y las ganancias van a reducirse, Ted.
—Así no trabajamos en Michigan. Los obreros se desarraigan, aumentan los gastos de agua, vivienda, servicios. Puede que los holandeses tengan razón.
—Todos rotamos —dijo alegremente Barroso—. Ustedes mismos, si en México les ponemos normas de medio ambiente, se van. Si aplicamos estrictamente la Ley Federal del Trabajo, se van. Si hay un boom de las industrias de guerra, se van. ¿Usted me habla de rotación? Es la ley del trabajo. Si los europeos prefieren la calidad de la vida a los beneficios, allá ellos. Que los subsidie la CEE.
—No me has contestado, Len. ¿Qué pasa con el factor lealtad?
—Los que quieran mantener un cuerpo leal de trabajadores, que hagan como yo. Les ofrecemos bonos para que se queden. Pero la demanda es grande, las muchachas se aburren, no ascienden para arriba, de manera que cambian horizontalmente, se hacen la ilusión de que al cambiar mejoran. Eso genera algunos gastos, Ted, tienes razón, pero nos evita otros. Nada es perfecto. Pero la maquila no es una suma-cero, sino una suma-suma. Todos salimos ganando.
Rieron un poco y un hombre de cabeza entrecana y pelo largo restirado en cola de caballo, entró a servirles sus cafecitos.
—Para mí sin azúcar, Villarreal —le dijo don Leonardo al servidor.
—Ahora bien, Ted —continuó Barroso—. Tú eres nuevo en este asunto pero seguramente tus socios norteamericanos te han dicho cuál es el verdadero negocio.
—No me parece mal tener una empresa nacional que le vende a un solo comprador asegurado. Eso no lo tenemos en los Estados Unidos.
Barroso le pidió a Murchinson que mirara para afuera, más allá del grupito de trabajadoras bebiéndose sus pepsis, que mirara al horizonte, le dijo, los empresarios yanquis siempre han sido hombres de visión, no cuentachiles provincianos como en México, ¡qué horizonte más grande veían desde aquí!, ¿verdad?, Texas era del tamaño de Francia, México, que parecía tan chiquito junto a los US of A, era seis veces más grande que España, cuánto espacio, cuánto horizonte, qué inspiración —casi suspiró Barroso—.
—Ted: el verdadero negocio no son las maquilas. Es la especulación urbana. El sitio de las fábricas. Los fraccionamientos. Los parques industriales. ¿Viste mi casa en Campazas? Se ríen de ella. La llaman Disneylandia. El que se ríe soy yo. Estos terrenos los compré a cinco centavos metro cuadrado. Ahora valen mil dólares metro cuadrado. Allí está el negocio. Te lo advierto. Éntrale.
—Soy todo oídos, Len.
—Las muchachas tienen que viajar más de una hora en dos camiones para llegar hasta aquí. Lo que nos conviene es crear otro polo al mero oeste de esta fábrica. Lo que nos conviene es comprar los terrenos de la colonia Bellavista. Son un andurrial, puras chozas de mierda. En cinco años, valdrán mil veces más.
Ted Murchinson estuvo de acuerdo en poner el dinero con Leonardo Barroso al frente, porque la constitución mexicana prohíbe a los gringos tener propiedades en las fronteras. Se habló de fideicomisos, de acciones, de porcentajes mientras Villarreal servía los cafés bien aguados, como les gustaban a los gringos.
—Mi famullo lo que quiere es que deje la maquila y me junte con él para el comercio, así nos vemos más y nos alternamos en el cuidado del niño. Es la única cosa valiente que me ha propuesto, pero yo sé que en el fondo es tan cobarde como yo. La maquila es lo seguro, pero mientras yo trabajo aquí, él está atado a la casa.
Esto lo dijo Rosa Lupe pero algo en sus palabras agitó terriblemente a Dinorah, se descompuso toditita y pidió permiso para ir al baño. La supervisora Esmeralda, para evitar nuevos conflictos, no se opuso. A veces decía vulgaridades espantosas cuando las muchachas pedían ir al baño.