Ahora a ella le tocó reír.
—Ves, antes la gente veía a Willy Mays jugar y al día siguiente leía el periódico para estar segura de que había jugado. Ahora, se puede ver la información y el juego al mismo tiempo. Ya no hay que comprobar nada. Eso es preocupante.
—¿Hablaste de México? —dijo, con acento de interrogación, después de un momento en que bajó la mirada y dudó—. ¿Eres mexicano?
Dionisio afirmó con la cabeza.
—Quiero y no quiero a tu país —Dijo la mujer de los ojos grises y las nubes coronando la cabellera de miel—. Adopté a una niña mexicana. Los doctores mexicanos que me la entregaron no me dijeron que estaba muy grave del corazón. Aquí le hice un chequeo de rutina y me advirtieron que si no la operaban enseguida, no viviría dos semanas más. ¿Por qué no me lo dijeron en México?
—Seguramente para que no te echaras para atrás y la adoptaras.
—Pero pudo haber muerto, pudo haber… Oh, la crueldad de México, su abuso, su indiferencia hacia los pobres, lo que sufren, es un horror tu país…
—Apuesto a que la niña es linda.
—Muy linda. La quiero mucho. Va a vivir —Dijo con los ojos transfigurados, antes de desaparecer—. Va a vivir…
Dionisio sólo miró su helado derretido y no tuvo tiempo de comerlo; la pistola del charrito-genio, impaciente por cumplir y desaparecer, se había disparado de nuevo y una mujer bonitilla, de pelo ensortijado y nariz chata, ojos inquietos y risueños, hoyuelos y jackets en los dientes, le sonrió ampliamente, como si le diera la bienvenida en un avión, una escuela o un hotel, era imposible saberlo, las apariencias engañan, eran tan indiferentes sus facciones que podía serlo todo, hasta madame de un burdel. Vestía atuendo de joggista, chamarra azul polvo y sweat pants. Hablaba sin parar, como si la presencia de Dionisio fuese indiferente a un discurso compulsivo, sin principio ni fin, dirigido a un auditorio ideal de personas infinitamente pacientes o infinitamente independientes.
La ensalada apareció, con un gesto despectivo del mozo y su censura mascullada: —La ensalada se toma al principio.
—¿Crees que me debo tatuar? Hay dos cosas que nunca he hecho. Tatuarme y tener un amante. Hacerme un tatuaje y conseguirme un amante. ¿Crees que no estoy muy vieja para hacerlo?
—No. Te ves de treinta a…
—Cuando se es adolescente, entonces sí valen los tatuajes. Pero ahora. Imagíname con un tatuaje en el tobillo. ¿Cómo voy a presentarme a la boda de mi propia hija con un tatuaje en el tobillo? Peor aún, ¿cómo voy a ir un día a la boda de mi nieta con un tatuaje en el tobillo? Qué más da. Mejor me hago tatuar una pompa y así sólo la ve mi amante en secreto. Ahora que me voy a divorciar, tuve la suerte de conocer a este hombre in-cre-í-ble. ¿Dónde crees que tiene su territorio?
—No sé. ¿Quieres decir su casa o su oficina?
—No bobo. Quiero decir cuánto territorio cubre profesionalmente. ¡Adivina! Mejor te lo digo: el mundo entero. Compra repuestos no patentados, ¿sabes lo que es eso?, todos los repuestos de maquinaria, de utensilios domésticos, de tv’s, que no pagan regalías, ¿qué te parece? ¡Es un genio! Sospecho que es homosexual sin embargo. No sé si sabría educar a mis hijos. Yo los entrené a ir al baño desde chiquitos. No entiendo por qué hay amigas mías que entrenaron tan tarde a sus hijos, o nunca…
Dionisio comió de prisa la ensalada para librarse de la señora divorciada y ella misma, con el último bocado de «Baco», se desvaneció. ¿La canibalicé, me canibalizó?, se preguntó el crítico culinario, avasallado por una creciente angustia que no sabía ubicar. Todo esto, ¿era una broma? Era una bruma.
No la disipó la llegada del postre, un pie de limón de merengue cuya contrapartida femenina «Baco» temió descubrir sobre todo porque al inicio de esta aventura había visto pasar a las gordas, deseándolas platónicamente. Con razón. Sentado frente a él, apenas se disipó el rumor del disparo del charrito, estaba una mujer monstruosa. Si pesaba un kilo, también pesaba 326 más. La sudadera color de rosa anunciaba su proselitismo: FLM, FAT LIBERATION MOVEMENT. Sus brazos de anuncio de Michelín no lograban cruzarse sobre las inmensas bubis que se movían solas dentro de la sudadera y caían como un Niágara de carne sobre el barril del estómago, único obstáculo que encontraban para contemplar las piernas de esponja, desnudas del muslo para abajo, indiferentes a la indecencia de los shorts arrugados. Las manos húmedas y transparentes como la gelatina se posaron, asquerosamente, sobre las de Dionisio. El crítico se estremeció. Quiso retirarlas. Era imposible. La gorda estaba allí para catequizarlo y él, resignado, se dijo buen catequizado seré.
—¿Sabes cuántos millones de obesos habemos en los USA?
—Sí, lo sé.
—Ni adivines, muchacho. Cuarenta millones de lo que peyorativamente llaman «gordos". Pero yo te lo digo, nadie puede ser discriminado por sus defectos físicos. Yo me paseo por las calles diciéndome a mí misma, "Soy bella e inteligente", lo digo en voz baja, luego lo grito. "¡Soy bella e inteligente! ¡No me obliguen a ser perversa!» Eso les pesca la atención. Entonces pido lo indispensable. Obeso es Bello. Las campañas dietéticas deben ser declaradas ilegales. Los cines y las aerolíneas deben instalar asientos especiales para la gente como yo. Basta ya de tener que comprar dos boletos de avión para viajar sentada cómodamente.
Subió histéricamente el tono de voz: —¡Que nadie me ridiculice! Soy bella e inteligente. No me obliguen a ser perversa. Era cocinera de un barco matriculado en San Diego. Veníamos de Hawai. Era un carguero. Un día me paseaba por la cubierta comiendo un helado y un marinero se levantó y me lo arrancó de la mano y lo arrojó al mar. «No sigas engordando", dijo carcajeándose. "A todos nos repugna tu gordura. Eres ridícula." Esa noche, en la cocina, le puse una purga a la sopa. Luego pasé gritando por los camarotes, "Soy bella e inteligente. No se metan conmigo. No me obliguen a ser perversa», entre las quejumbres de la tripulación. Perdí mi puesto. Ojalá que tú me prefieras. Vine porque me avisaron que andas buscando novia. ¿Es cierto? Aquí me tienes… Oye… ¿Qué te pasa?
Dionisio retiró las manos capturadas por la gorda y se engulló el pastel para que la mujer desapareciera pero ésta se dio cuenta del desdén y alcanzó a gritar: —¡Te engañaron, imbécil! ¡Me llamo Ruby y estoy comprometida con el novelista chileno José Donoso! ¡Sólo seré suya!
Dionisio se levantó despavorido, dejó un escandaloso billete de cien dólares sobre la mesa, salió corriendo del American Grill y sintió nuevamente esa angustia terrible, transformándose en el sentimiento de algo perdido, algo que debió hacer, y no sabía qué era…
Se detuvo en su carrera frente a un aparador de la American Express. Un maniquí representando a un mexicano típico dormía la siesta apoyado contra un nopal, protegido por su sombrero ancho, vestido de peón, con huaraches. El clisé indignó a Dionisio, entró violentamente a la agencia de viajes, sacudió al maniquí pero el maniquí no era de palo, era de carne y hueso, y exclamó, «Vóytelas, ya ni dormir lo dejan a uno».
Los empleados gritaron, protestaron, deja en paz al pión, déjalo hacer su trabajo, estamos promocionando a México, pero Dionisio lo arrastró fuera de la agencia, lo tomó de los hombros, lo agitó, le preguntó quién era, qué hacía allí, y el modelo mexicano (o mexicano modelo) se descubrió respetuosamente.
—No está usted para saberlo, pero llevo diez años perdido aquí…
—¿Qué dices? ¿Diez qué? ¿Qué qué?
—Diez años, jefecito. Entré un día y me perdí en los vericuetos aquí, ya no salí más, y como aquí me contratan para dormir siestas en aparadores, y si no hay chamba puedo colarme y dormir a gusto en colchones o camas de playa, comida sobra, la abandonan, la tiran, viera usted…
—Ven, ven conmigo dijo Dionisio, tomando al peón de la manga, electrizado por la palabra «comida»,despierto, alerta a sus propias emociones, la mujer de los ojos grises, la mujer que adoptó a la niña mexicana, la mujer que leía a Faulkner, a esa la debió escoger, la providencia había arreglado las cosas, todas las demás mujeres no le importaban, sólo esta, esta gringuita sensible, fuerte, inteligente, ella era suya, tenía que ser suya, a los cincuenta y un años él, cuarenta de ella, harían buena pareja, ¿en qué consistía este juego perverso?, el charrito genio, su alter ego naco, cabrón, pinche y pintoresco, canchanchanero, todo lo contrario de su alter ego simbolista, francés, baudelairiano, era también su semejante, su hermano, pero era mexicano, le jugaba torcido, le tomaba el pelo, le ofrecía pezones y le daba tostones, le devaluaba la vida, el amor, el deseo, no le decía que cuando comía un bistec o un cóctel de camarones o un pie de limón merengado, también se comía a la mujer que era como la encarnación de cada plato: deliraba, enloquecía, arrastrando a un pobre famélico por las galerías de un centro comercial en California hasta el restorán llamado American Grill, iluminado, convencido de que era cierto, lo había comido todo menos el sorbete de limón, eso lo había dejado derretir, eso no se lo había comido, ella vivía, ella no había sido devorada por su otro yo azteca, su huichilobos de bolsillo, su minimoctezuma nacional…
—Sorry —le dijo el mesero que lo había atendido—, tiramos las sobras. Su helado derretido se fue por la coladera hace rato.
Lo dijo con gusto, relamiéndose los labios cubiertos de pelusa rubia… y Dionisio quiso llorar de tristeza, dio un grito violento, arrastrando siempre de la mano al peón, lo llevó con él al estacionamiento, el mexicano perdido en el laberinto del consumo se alarmó, dijo de aquí nunca he pasado, aquí es donde me pierdo, ¡llevo diez años capturado aquí!, pero Dionisio no le hizo caso, lo subió a empujones al Mustang alquilado, corrieron por las redes de carreteras entreveradas como las vértebras de una bestia de cemento, dormida pero sobresaltada, mientras el peón sudaba frío, llegaron al almacenamiento al norte de la ciudad.
Allí se detuvo Dionisio.
—Vente. Necesito que me ayudes.
—¿A dónde vamos, jefe? ¡No me saque de aquí! ¿No se da cuenta de lo que nos cuesta entrar a Gringolandia? ¡Yo no quiero regresarme a Guerrero!
—Entiende una cosa. Yo no tengo prejuicios.
—Es que a mí me gusta todo esto, el shopping donde vivo, la tele, la abundancia, los edificios altos…
—Ya sé.
—¿Qué, patrón, usted qué sabe?
—Todo esto que vemos no existiría si los gringos no nos despojan de estas tierras. En manos de mexicanos, esto sería un gran erial.
—En manos de mexicanos…
—Un gran desierto, esto sería un gran desierto, de California a Texas. Te lo digo para que no me creas injusto.
—Sí, jefe.
Casi nadie los vio. Abandonaron el Mustang en el desierto de Colorado, al sur del Valle de la Muerte. El peón perdido en el Centro Comercial durante diez años no había perdido su hábito ancestral de cargar cosas sobre las espaldas. Descendiente de tamemes, su genealogía incluía cargadores de piedras, mazorcas, caña, minerales, flores, sillas, pájaros… Ahora Dionisio lo abrumó hasta el tope con una pirámide de aparatos electrónicos, máquinas para adelgazar, irrepetibles CDs de Hoagy Carmichael, videos de los ejercicios de Cathy Lee Crosby, platos conmemorativos de la muerte de Elvis y latas, docenas de latas, el mundo enlatado, la gastronomía de metal, mientras Dionisio reunía entre los brazos los catálogos, las suscripciones, los periódicos, las revistas especializadas, los cupones, y entre los dos, «Baco» y su escudero, el Don Quijote de la buena cocina y el Rip van Winkle mexicano que dormitó la Década Perdida en un shopping mall, avanzaron hacia el sur, hacia la frontera, hacia México, regando a lo largo del desierto norteamericano, por tierra que un día fue de México, las aspiradoras y las lavadoras, las hamburguesas y los Dr. Pepper, las cervezas insípidas y los cafés aguados, las pizzas grasientas y los helados hot dogs, las revistas y los cupones, los CDS y el confetti del correo electrónico, todo regado a lo largo del desierto, rumbo a México sin nada gringo, exclamó Dionisio, arrojando a los aires, a la tierra, al sol ardiente, todos los objetos acumulados, hasta que el Mustang estalló en la distancia, dejando una nube sangrienta como un hongo camal y Dionisio le dijo a su compañero, todo, despójate de todo, despójate de tu ropa, como lo hago yo, ve regándolo todo por el desierto, vamos de regreso a México, no nos llevemos ni una sola cosa gringa, ni una sola, mi hermano, mi semejante, vamos encuerados de vuelta a la patria, ya se divisa la frontera, abre bien los ojos, ¿ves, sientes, hueles, saboreas?
Desde la frontera entraba un fuerte olor de comida mexicana, imparable.
—¡Son las tortitas de tuétano poblanas! —exclamó con júbilo Dionisio «Baco» Rangel—. ¡Quinientos gramos de tuétano! ¡Dos chiles anchos! ¡Huele! ¡Cilantro! ¡Huele a cilantro! ¡Vamos a México, vamos a la frontera, vamos, mi hermano, llega desnudo como naciste, regresa encuerado de la tierra que lo tiene todo a la tierra que no tiene nada!
La receta de las tortitas de tuétano poblanas consiste en 500 gramos de tuétano, una taza de agua, dos chiles anchos, setecientos gramos de masa, tres cucharaditas de harina y aceite para cocinar.
A Jorge Castañeda
Estoy sentado. Al aire libre. No puedo moverme. No puedo hablar. Pero puedo oír. Sólo que ahora no oigo nada. Será porque es de noche. El mundo está dormido. Sólo yo vigilo. Puedo ver. Veo la noche. Miro la oscuridad. Trato de entender por qué estoy aquí. ¿Quién me trajo aquí? Tengo la sensación de despertar de un sueño largo y artificial. Trato de saber dónde estoy. Quisiera saber quién soy. No puedo preguntar porque no puedo hablar. Soy paralítico. Soy mudo. Estoy sentado en una silla de ruedas. La siento mecerse un poco. Toco las ruedas de hule con la punta de mis dedos. A ratitos avanza tantito. A ratitos parece que se echa para atrás. Lo que más temo es que se vuelque. A la derecha. A la izquierda. Comienzo a orientarme de nuevo. Estaba mareado. A la izquierda. Río un poquito. A la izquierda. Ésa es mi desgracia. Ésa es mi ruina. Irme a la izquierda. Me acusan. ¿Quiénes? Todos. Qué risa me da esto. No entiendo por qué. No tengo razón alguna para reír. Creo que mi situación es espantosa. De la chingada. No recuerdo quién soy. Debo hacer un gran esfuerzo para recordar mi cara. Se me ocurre una cosa absurda. Nunca he visto mi propia cara. Debo inventarme mi nombre. Mi cara. Mi nuca. Pero como esto me resulta más difícil que recordar, tengo esperanza en la memoria. Más que en la imaginación. ¿Es más fácil recordar que inventar? Para mí creo que sí. Pero decía que temo volcarme. Rodar no me da tanto miedo. Para atrás sí, me da miedo. No veo a dónde voy. Mi nuca no tiene ojos.