La fortuna de Matilda Turpin (27 page)

BOOK: La fortuna de Matilda Turpin
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—Curioso lo que dijiste de santo Tomás el otro día, que ironizar sea mentir...

—Curioso, pero cierto. Revela la gran perspicacia de santo Tomás en asuntos ético-psicológicos...

—Desde luego, pero casi más curioso todavía fue que tú sacaras eso a relucir con ocasión del chiste de Jaimito. No sé si daba para tanto...

—Te pareció pedante por mi parte, ¿es eso?

—Hombre, no. Sólo un poco traído por los pelos...

—No estoy yo tan seguro, Antonio. Si te fijas, el chiste, tal y como lo contó Fernando, tenía una retranca excesiva para un chaval de catorce.

—La gracia de los chistes de Jaimito es la retranca —comentó Antonio.

—Se supone que Jaimito es un mal bicho, sus chistes nos hacen gracia por eso, porque son malignos, y en este caso el contexto familiar, nuestra situación familiar, volvía la malignidad impertinente e incluso peligrosa, si me apuras mucho.

Antonio advirtió en aquel momento que la vehemencia de Juan Campos excedía, con mucho, el limitado comentario que él mismo había hecho. Era como si de pronto se hubiera agotado la paciencia de Juan, como si de pronto no hubiera podido reprimir una ocurrencia que llevaba tiempo guardada en la recámara y cuya intención trascendía la jaimitada para ir derecha a una calificación de conjunto de la vida de la familia Campos. Antonio se sintió Confuso en aquel momento: le había sorprendido la reacción de Juan, que le pareció excesiva, y esa sorpresa había desactivado la significación complementaria que el chiste de Jaimito pudiera haber adquirido al aplicarlo al caso de los Campos. Sólo ahora, al referirse Juan explícitamente a este caso, caía Antonio en ello. Así que preguntó —una pregunta ésta quizá más directa de lo que correspondía a las preguntas que cabía hacerle a Juan:

—¿Tú crees entonces que Fernandito estaba tirando una puntada a su madre? Yo, al menos, no tuve esa impresión...

—Si te fijas bien _respondió Juan, tras dar un sorbo a su taza de té—, la puntada era contra todo el estilo familiar, no contra Matilda sólo. Fernandito es muy despierto así que su intención no fue inocente: ¡quería hacemos ver que, en un mundo cómico, la función de la madre en la familia es un chiste escolar! Quería reírse de las redacciones sentimentaloides de sus condiscípulos y del sentimentalismo ternurista del profesor y dar una versión seca y zumbona de la maternidad.

Esta vez fue Antonio quien se echó a reír de buena gana. Le pareció que Juan exageraba y le sorprendió el rebote tan inesperado que suponía toda aquella interpretación. No logró en aquel momento avanzar más, Antonio Vega. Pero no olvidó esta conversación que, puestos a ser sinceros, sí subrayaba un cierto comentario irónico del chaval acerca del papel de la madre en la familia. Aquellos primeros años del despegue de Matilda tardaron mucho tiempo en clarificarse para Antonio. Se había adaptado a las ausencias de Emilia. Y su papel como tutor de los chicos era aproximadamente el mismo de siempre. La idea de juzgar negativamente las ausencias de Matilda por razón de los negocios le parecía un despropósito aunque reconocía que daba o podía dar lugar con facilidad a situaciones complicadas de entender para los propios chavales. Los Campos, madre y padre, no aparecían nunca por los colegios de los niños. Y la función paterna y la función materna, hasta tal punto quedaban embebidas en las obligaciones tutoriales de Antonio, que no era de extrañar que a un chaval despierto como Fernandito le pareciera que Antonio y su madre cumplían indistintamente la misma función. Se le pasó por la cabeza a Antonio que si a Juan Campos realmente le preocupaba lo de la desentimentalización del papel materno en el caso de Matilda, bien hubiera podido el propio Juan acercarse con más frecuencia a sus hijos, matemalizarse un poco. La verdad, al contrario, era que a medida que las ausencias de Matilda se ampliaron, Juan fue retirándose más y más a su despacho, como si la falta de una maternidad convencional ninguneara, de paso, las convenciones de la paternidad habituales.

Todo lo anterior tuvo una secuela mucho después. Casi un trimestre entero transcurrió entre el chiste de Jaimito, la conversación de Antonio Y Juan, y una conversación conyugal explícitamente referida a este asunto. Fue Matilda quien sacó la conversación. Era por la noche, estaban a punto de acostarse. Matilda iba a pasar en casa un largo fin de semana. Matilda estaba sentada a su tocador arreglándose la cara antes de acostarse. Tenían la costumbre de conversar, mientras Matilda se arreglaba, instalado Juan en una butaca baja situada al lado derecho del tocador, de tal manera que los dos estaban frente a frente pero, mientras que la imagen de Matilda aplicando
cold-cream
a su rostro se reflejaba en el espejo del tocador, Juan no se reflejaba en nada, sólo su voz baja y cadenciosa le reflejaba como un espejo acústico al hablar. Matilda dijo:

—¡Qué borde te pusiste el otro día, hace meses, con el chiste de Jaimito, parecías un rancio profesor de la Complutense!

—Es que soy un rancio profesor de la Complutense, da esa casualidad!

—¡Ese día desde luego SÍ!

Fernando tendría unos catorce años cuando contó su chiste. Matilda llevaría cosa de un año dedicada a los negocios. Durante ese tiempo Matilda y Juan apenas habían debatido el fondo del asunto: la peculiar dirección que la decisión de Matilda imprimía a la educación de los hijos. Y no lo habían discutido porque Matilda rehusaba hacerse responsable única de las consecuencias de su decisión de dedicarse a los negocios. Sospechaba, de hecho, que Juan tenía la impresión de que la responsabilidad le correspondía ante todo a ella, la madre. Y esta sospecha irritaba a Matilda incluso como mera sospecha. Y temía que si llegara a convertirse en una censura explícita por parte de Juan, reaccionaría con furia. Pero Matilda amaba a Juan: no le amaba menos ahora que le veía menos, sino que incluso le amaba más. Y también ahora, que pasaba menos tiempo con los niños, muchísimo menos, disfrutaba mucho más que nunca cuando pasaban tiempo juntos. La cuestión para Matilda era siempre la misma: la vida no es una suma lineal de instantes iguales —eso da lugar a la monotonía y por último al tedio— sino una multiplicación de instantes excepcionales que la discontinuidad puntual nunca interrumpe. Lo que cuenta —pensaba Matilda— es el total, la energía creadora total, y no la mecánica adicción de unas partes a otras. Sólo quizá en la más tierna infancia —pero ese período estaba felizmente superado en el caso de la familia Campos— la presencia física de la madre y del padre, instante tras instante, pudiera considerarse indispensable. ¿A qué venía entonces el rollo pseudopedagógíco de Juan con ocasión del chiste de Jaimito? Matilda suspendió momentáneamente el arreglo de su rostro y, sosteniendo en la mano derecha el algodón empapado en la solución astringente que se aplicaba a la cara, hizo un gesto con la mano izquierda que reflejó el espejo del tocador, y que resultaba equivalente en parte, al gesto leve y preciso con que un director de orquesta da entrada al primer violín o a un interesante oboe que anuncia una melodía que, a partir de ahora, permanecerá al fondo de toda la composición sinfónica:

—Cómo es posible que te preocupe la desnaturalización del amor maternal en esta casa y creas necesario montar todo aquel cirio tomista acerca de la ironía y de la verdad? —preguntó Matilda tras una considerable pausa.

Esta pregunta, al formularse, dejó en el aire un résped de complejidad sintáctica: una sensación de cuestión elaborada, artificial. A esto contribuyó un punto de vehemencia que Matilda añadió a su frase y la hizo sonar irritada, casi agresiva. Juan detectó la agresividad y se puso en guardia. Registró, de paso, el tono recortado de sus conversaciones conyugales los últimos tiempos, o quizá sólo los últimos meses. Cabía atribuirlo a que, al verse menos, lo que se decían tenía que condensarse como si tuvieran que darse prisa para incluir, cada vez que hablaban, toda la significación de cada significado. Así que Juan sumó esta sensación de entrevista-resumen a su general sensación de que con la separación —y por justificada que ésta fuese— las conversaciones entre los dos se habían atirantado. Decidió quitar hierro al asunto. Pero esta decisión imprimía hierro al asunto, retranca, por el simple hecho de tratar de quitarlo.

—No tuvo tanta importancia. Recuerdo más o menos lo que dije en aquella ocasión y recuerdo que no le di mucha importancia.

—Estuviste brillante, Juan. Fue como una miniconferencja acerca de la deletérea función de la ironía en la descripción de los sentimientos humanos...

—Por favor, mi vida, no hice semejante cosa!

Matilda se volvió y miró fijamente a Juan. Fue un gesto vivo, intenso: dejó sobre la mesa del tocador su algodón empapado. Encendió un pitillo. Aspiró profundamente el humo, que expulsó con vehemencia. Juan sonrió. Matilda, por fin, dijo:

—No puedo creerlo, recuerdo que aplaudimos. Te aplaudimos Fernandito y yo estrepitosamente, ¿no te acuerdas de eso? Te pusiste tan serio de pronto, ¿tampoco te acuerdas que te pusiste serio y profesoral? ¡A la fuerza tienes que acordarte!

—Bueno, sí, recuerdo la escena más o menos. Fernandito quiso decir, y dijo, que el carácter único de la madre es un tópico sentimentaloide que más vale sustituir, cómicamente, por una descripción no-emotiva acerca de que sólo hay una botella o sólo una madre en las bodegas del alma...

—¡Justo! —exclamó Matilda—. ¡Y de semejante devaluación tengo yo la culpa! Eso fue lo que quisiste decir y lo repites ahora.

—Eres tú quien habla de culpa. Yo no lo hice.

—No, claro. Te limitaste a contagiarnos el sentimiento de culpabilidad como una plaga, me recordaste a un clérigo.

—¡Oh, bueno, lo lamento!

Comenzó por entonces el tiempo de las puntadas. A diferencia de las discusiones de los años felices que precedieron al despegue de Matilda, ahora no discutían: ahora se apuntillaban. Aquella noche quedó la cosa ahí. Y cada cual reabsorbió la escena a su manera: Matilda la olvidó: tenía demasiadas cosas en la cabeza. A los dos días salió de viaje de nuevo. Los negocios eran absorbentes. Y su acompañante habitual, Emilia, no propiciaba la reflexión: Emilia vivía enérgicamente al día con Matilda. Preparar la agenda de reuniones de negocios, despachar la correspondencia, hacer resúmenes de informes o archivar noticias económicas de los periódicos: Emilia se había vuelto una experta archivera. Detenerse en las cosas habladas tiempo atrás no servía de nada. La memoria que los negocios requerían era una memoria de trabajo: sus límites eran los sucesivos cierres de negocios. Juan, en cambio, no olvidó lo ocurrido aquella noche y lo añadió a la conversación que, sobre el mismo asunto, había tenido con Antonio Vega a raíz del chiste de Jaimito. Ante sí mismo reconoció que su intención al comentar el texto de santo Tomás sobre la ironía había sido moralizante, Y esto implicaba reconocer también que había querido advertir a Matilda acerca de la decoloración de la figura materna en casa de los Campos, consecuencia directa de su actividad profesional Y admitió ante sí mismo también que las consecuencias para la educación de sus hijos le importaban menos que haber propinado un certero correctivo al optimismo pragmático de su mujer. Lo otro que ocurrió con este incidente fue que, desde el punto de vista de su retención en la memoria de Juan, cobró ese lustre intemporal que las nociones tienen en filosofía: lo formulado —la crítica indirecta de Matilda mediante una referencia a la peligrosidad de la ironía— ingresó en el reino de las proposiciones enunciadas que verificadas o inverificadas, verdaderas o falsas, permanecen por los siglos de los siglos reapareciendo en los textos de historia de la filosofía (o, como en este caso, más modestamente en la historia de la experiencia de la conciencia de Juan).

TERCERA PARTE
EL ASUBIO
XXV

—Todo esto —dijo Juan, y golpeó un par de veces con la palma de su mano derecha el grueso volumen gris que tenía sobre las rodillas. Y repitió—: Todo esto no es ni verdadero ni falso, se llama Teología. Un saber compilado en el siglo xiii para explicitar la revelación cristiana. Es especulación. Nada de todo esto puede probarse o lo contrario. Es teología-ficción. Es ficción. Pero... es consolador.

Juan hizo una pausa y se llevó a los labios el vaso de whisky que tenía a la derecha de su sillón. Antonio le miraba fijamente. Habían hablado de Emilia esa tarde. Antonio había pensado mientras hablaban que últimamente las conversaciones con Juan se habían vuelto adormecedoras. Producían una sensación de vaivén como el vaivén de una mecedora. Una de esas mecedoras de rejilla, tan comunes en España, cuyo balanceo da en ocasiones la impresión de producirse a partir de la mecedora misma y no a causa del pequeño impulso que imprime a la mecedora quien se mece sentado en ella. A partir de la instalación en el Asubio de toda la familia, las conversaciones entre Juan y Antonio habían cobrado un ritmo débil de vaivén de mecedora que resultaba enervante. Juan se había referido a su grueso libro de pronto, sin venir a cuento, como quien, teniendo a su disposición una tarde entera para conversar con un amigo, trae a cuento un nuevo asunto, una contribución, un libro, que bien podría resultar irrelevante, pero que en la desahogada situación de los conversadores no sorprende a ninguno. Al fin y al cabo, la gracia de una conversación sugerente reside en una cierta falta de conexión entre sus partes. Una yuxtaposición de ocurrencias que, con independencia de su relevancia o irrelevancia, inciden en la conversación y en el humor de los conversadores sin que pueda decidir- se de antemano si lo sugerido va a servir o no. Y éste es uno de los encantos de conversar sin una finalidad determinada, sólo por el gusto de charlar. Lo cierto, sin embargo, es que esta tarde en concreto sólo Juan parece hallarse en la situación del conversador desinteresado o libre o casual, que acepta que en cualquier momento el curso de la charla pueda seguir inesperados derroteros. Antonio Vega no está en esa situación. El progresivo ensombrecimiento de Emilia (ese estado repetitivo de la melancolía que denominamos hoy día depresión) le ensombrece a él mismo: cada vez que habla con Juan desea hablar de la situación de Emilia. Y esta tarde lo han hecho. Del modo, sin embargo, menos satisfactorio, en opinión de Antonio. Han hablado de Emilia, sí, pero esJuan quien ha hecho sobre todo uso de la palabra: se ha referido a Emilia en términos afectuosos pero también genéricos: como quien comenta —y lamenta— un caso bien conocido que, al no tener remedio, acaba inspirando sólo observaciones benevolentes, repetidas muchas veces antes, que no añaden nada nuevo, que no proporcionan ninguna solución. Antonio tiene la impresión de que Juan no habla de Emilia como quien desea sacarla de su depresión, sino como quien se hace cargo a diario, con la vivacidad benevolente de las rutinas, de una dolencia crónica insoluble. Dentro de lo que cabe, piensa Antonio, incluso de esta manera rutinaria, es preferible hablar de Emilia que omitirla. Esto no obstante, la referencia bibliográfica le ha desalentado más de lo justo: a lo largo de los añosJuan

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