—¿Qué más sabe usted de mi madre?
—Sólo eso. Mi interés era su tío Nikolaos, como poseedor de un violín que tenía en mi lista.
—Un viejo cabrón que se mereció la muerte que sufrió.
—Créame. Yo he visto morir a muchas personas y de las maneras más espantosas que pueda imaginar. Nadie merece morir así.
—¿Ni siquiera los que mataron a su familia? —preguntó Ludwig.
—Ni siquiera ésos —respondió muy seguro Menasés—. Es cierto que durante muchos años recé para que murieran entre grandes agonías, pero aquello casi me conduce a la destrucción. La venganza proporciona un breve momento de placer a costa de un sufrimiento infinito y del deterioro del alma.
Aquella noche, tras colgar el teléfono, Ludwig tardó en quedarse dormido. Por un lado se sentía un poco avergonzado porque Martha pensara que estaba comportándose como un crío al dar crédito a semejantes tonterías. Pero, por otro, no podía dejar de pensar en lo que le había contado el rabino.
—Todo eso no son más que majaderías, Ludwig. Tú eres una persona sensata e inteligente. ¿Crees de verdad que pueda haber una conspiración nazi para terminar con los judíos y dominar el mundo mediante los instrumentos construidos por un ignorante artesano?
Cuando Herrero le contó la historia del rabino, Ludwig pensó lo mismo. Pero tras conocer a Menasés y mirarlo a los ojos mientras le hablaba, el médico había comenzado a vacilar. ¡Cómo explicarle a Martha, a través de la línea telefónica, a cientos de kilómetros de distancia, para que ésta al menos entendiera sus dudas!
Pawlak alargó el brazo para que el rubio guardaespaldas tomara el teléfono que le tendía. Últimamente el anciano estaba utilizando el odioso aparato demasiado. Aquél había llegado en una caja precintada mediante un servicio de mensajería de absoluta confianza.
El mensajero no había querido ni siquiera recoger la propina que le iba a ser entregada cuando, avisado por el vigilante de la entrada en la finca, había aparecido el inmutable Hermann para hacerse cargo del paquete. El alemán había contrastado minuciosamente la foto que aparecía en la acreditación del mensajero con el rostro de éste, poniendo muy nervioso al chico. Al terminar el escrutinio, Hermann había pasado el paquete por un detector de metales, sin gustarle lo que estaba viendo. También se lo dio a oler a un enorme perro pastor alsaciano que no perdía un segundo de vista al cada vez más aterrorizado mensajero.
Al cabo de lo que al pobre muchacho se le antojó una eternidad, Hermann abrió con mucho cuidado el envoltorio. Dentro había una caja de cartón de brillantes colores junto a un delgado sobre. En ella, podía leerse el modelo del teléfono Nokia que se alojaba en su interior. Aunque estaba precintada a su vez con el celofán transparente de rigor, el guardaespaldas la abrió para examinar su contenido.
Cinco minutos después, el mensajero, sudando de miedo y con el corazón latiendo por encima de lo aconsejable, salía de estampida en su motocicleta, abriendo gas para alejarse de aquella mansión a la que no tenía intención de regresar.
Pawlak se encontraba en uno de sus despachos, revisando, una vez más, un enorme y desgastado dossier que se desplegaba sobre la mesa de trabajo. Se conocía de memoria el contenido pero no podía evitar releerlo una y otra vez. El día se acercaba y un error en la interpretación de las claves podía llevarlo a escoger un instrumento erróneo, unas condiciones poco propicias o a cometer cualquier otro fallo que frustrara sus planes. Y entonces tendría que esperar otro año más.
Pero Pawlak sabía de sobra que eso era imposible. O era en ese año que se acercaba a su fin o no habría otro.
—Pasa, Hermann —dijo sin levantar la cabeza de los documentos, al sentir la presencia de su guardaespaldas—. ¿Qué sucede?
El esbirro le tendió la carta y la caja al anciano, que, dejando esta última sobre la mesa con cuidado, como si fuera a explotar, abrió el sobre y leyó el sucinto mensaje. Después rompió el papel en trozos cada vez más pequeños mientras miraba la caja como si, efectivamente, fuese un artefacto explosivo.
—Hermann. Conecta, por favor, este aparato.
El alemán, con movimientos rápidos y precisos, extrajo de la caja de cartón los componentes. Abrió el móvil, metió la tarjeta de prepago, colocó la batería en su sitio y por encima del micrófono ajustó un aparato. Luego lo conectó todo, mediante el transformador del móvil, a la red. Al cabo de cinco minutos y con el aparato aún conectado alcanzó el teléfono al anciano.
Pawlak pulsó la serie numérica que venía escrita en la carta y aguardó a que se estableciera la comunicación.
—
Ja
?
—¿Míster Nisheradse? —preguntó Pawlak. El distorsionador, puesto por Hermann sobre el micrófono, se encargaba de alterar su voz, convirtiendo la conversación en una sopa de ruidos ininteligibles para quien la escuchara sin tener un aparato igual sintonizado en la longitud de onda correcta.
—Creo que se ha confundido —contestó la voz—. No conozco a ningún míster Nisheradse.
Ésa era la contraseña acordada. De no haber dicho correctamente su parte, el otro hubiese destruido el aparato en cuestión de segundos.
—Tenemos un problema —continuó la voz—. Creo que puede ser peligroso. Hay un policía en España que está haciendo demasiado caso a un viejo conocido. El rabino se encuentra en Madrid y ya se ha entrevistado un par de veces con ese policía. Le ha contado cuanto sabe y creo que sabe demasiado. Está muy cerca. Por ahora el policía lo considera un excéntrico. Pero cree que en la historia del judío hay mucha parte de verdad y me parece que está dispuesto a dejarse guiar por lo que cuenta el viejo aunque no termine de creérselo todo.
—¿Podríamos terminar la operación?
—Están muy cerca.
—¿Nos han identificado?
—Aún no.
—¿Qué se puede hacer?
—Habría que eliminar al rabino. Quizá también al policía.
Pawlak no se sorprendió. Antes de preguntar sabía la respuesta. Lo asombroso era que Etzel no hubiese incluido en su lista de futuros difuntos al suizo.
—Espere antes de hacer nada —dijo con voz firme el anciano—. Nosotros también estamos muy cerca. No quiero echarlo a perder. La desaparición del policía podría agravar la situación y quizá la del rabino también. Hay gente detrás protegiendo sus pasos sin que él lo sepa.
Pawlak desconectó el aparato sin despedirse y de un tirón arrancó el cable del transformador. Las noticias no eran nada buenas. No había dicho nada a Etzel sobre el aviso que le había llegado en el mismo sentido desde otra fuente. Quizá deberían matar a ese maldito judío que llevaba toda la vida pisándoles los talones. En realidad deberían haber acabado con él hacía muchos años.
Pero bien podía hacer algo para que el policía perdiera el interés en aquel caso.
—Deshazte de esto.
Hermann cogió el aparato y el cable que colgaba del enchufe, junto con la caja de cartón, y desapareció. El anciano no tenía ni idea, ni le importaba lo más mínimo, cuál era el destino del recién estrenado aparato, pero sabía que jamás nadie volvería a verlo.
Muy lejos de allí, Etzel también recogía su teléfono, gemelo al del nazi, lo metía dentro de su caja de cartón y se disponía a inutilizarlo. Algo le había llamado la atención. No había detectado sorpresa en el tono del anciano cuando le puso en antecedentes sobre la situación. Aquello podía deberse a los distorsionadores de voz. Pero se le antojaba que el anciano no se había sorprendido porque en realidad estaba al corriente.
En todos aquellos años, Etzel no había visto responder al anciano tan rápido ante una eventualidad. Sin embargo en esta ocasión le había ordenado no hacer nada, como si ya tuviese decidida la forma de actuar. Durante unos minutos meditó sobre si todo aquello le podía ocasionar algún riesgo. Cuando llegó a la conclusión de que no, dejó de pensar en ello.
Una vida ordinaria puede llegar a transformar la creación
.
De la Cábala
M
enasés se despertó sobresaltado. Con el corazón latiéndole a un ritmo peligrosamente rápido y la piel sudorosa, se incorporó sobre los brazos para tomar aire. Regulando la respiración llenó sus pulmones por la nariz, retuvo y expulsó lentamente por la boca. Esperó un instante y volvió a repetir varias veces la maniobra.
Poco a poco el ritmo cardíaco se fue calmando y el organismo se tonificó. Con la mente en blanco, el rabino se alejaba de su cuerpo para que éste retomara el equilibrio. Durante diez minutos el pequeño anciano se mantuvo en suspenso sentado sobre la cama.
Su cuerpo mojado, lejos de enfriarse, tomó el calor que generaba voluntariamente el cabalista.
Con el espíritu ya sereno, Menasés abrió los ojos. Despacio, apartó las sábanas, se calzó las zapatillas y abrió la ventana de par en par sin dejarse intimidar por el frío de la mañana.
Aún no había luz. La capital dormía y el silencio sólo se veía rasgado por el ruido del motor de alguna furgoneta que a esa hora empezaba a repartir por las tiendas de la ciudad. Mirando a lo lejos, el rabino meditó sobre la causa de su desasosiego.
Había tenido una pesadilla. En ella los soldados nazis entraban en formación dentro de los muros del gueto donde el joven Menasés viviera en su niñez. Todos los judíos encerrados se acercaban temerosos, como atraídos por algún embrujo fatal, a ver con mirada aterrada el letal desfile. Un comandante marcaba el paso con espantosos y cortantes gritos, y sus hombres lo seguían levantando mucho las piernas con cada paso, que, al golpear en el suelo, resonaba con un estrépito ensordecedor.
Menasés se encontraba en la tapia de un antiguo cobertizo abandonado. El edificio, que se mantenía en pie precariamente, solía servir de refugio a Menasés cuando optaba por ocultarse de la mirada de los mayores.
Encaramado sobre la tapia, el niño sentía el poder hipnótico de la marcha militar y se exponía sin remedio a ser descubierto, pero nada podía hacer por evitarlo. Abriendo la formación por detrás del
Kommandat
, cinco filas ordenadas de soldados marcaban el paso, sujetando por las traíllas a horrorosos perros negros de terribles colmillos que luchaban desaforadamente por liberarse.
Detrás, el resto de la tropa, en perfecto silencio y sincronización, hacía retumbar el suelo mientras, fila a fila, entraban en el gueto. Debían de ser miles. Al llegar a la plaza central el comandante, con un potente grito y levantando su brazo derecho, ordenó a la aterradora tropa detenerse, orden ejecutada con un último y atronador taconazo. Durante un lapso de tiempo el silencio cayó como una losa sobre el gueto, dando la impresión de succionar el aire que contenían los prisioneros, hasta sentir éstos que se asfixiaban.
Una siniestra orden ladrada por el comandante sirvió para que los perros fueran soltados y las tropas enarbolaran sus armas…
En ese momento Menasés se había despertado. No era la primera vez que tenía aquella pesadilla pero nunca, que recordara, había durado tanto. La marcha nazi que soñaba era un recuerdo deformado por la imaginación del espantado niño, pero no más terrible que otros que tenía del gueto.
Pero en esta ocasión había un detalle que aparecía por primera vez y que, paradójicamente, aumentaba el horror. Los soldados nazis, en vez de ir armados con sus fusiles automáticos, portaban violines al hombro.
Asomado a la ventana, Menasés había apartado la pesadilla y meditaba sobre las consecuencias de la revelación que le había llegado con ella. Fue un conocimiento recibido a la vez con tranquilidad, algo de preocupación y, por qué negarlo, se dijo el anciano, alivio.
El rabino cerró la ventana. Se cubrió con el
talit
, el chal de oración con flecos. Con tiras de cuero negro se ató a la frente y al brazo izquierdo los
tefilin
, las pequeñas cajas negras y cuadradas que contienen pergaminos con pasajes de las Escrituras, tomó la Torá, y comenzó, agradecido, la
shaharit
, las oraciones de la mañana. Con voz monótona y en hebreo fue desgranando su rezo.
—Buenos días, Pablo. ¿Qué tal se encuentra? —preguntó el anciano retirando del banco la desgastada Torá que llevaba a todos sitios.
—Hola, rabino. La verdad es que he tenido días mejores —contestó el policía sentándose pesadamente al lado del hombrecillo. Aún era temprano para que las madres pasearan a los niños, las parejas se hicieran arrumacos y los jubilados dejaran pasar el tiempo. Tan sólo se veían por el parque del Retiro los empleados de las brigadas de limpieza y algún esporádico deportista.
—¿Ha dormido mal? —se interesó Menasés.
—Yo no. Pero a mi mujer le han dado unas taquicardias. Al final, para que se tranquilizara, hemos ido a urgencias. Ya sabe cómo es aquello. Entre pruebas y con tantos pacientes, nos hemos pasado allí toda la noche.
—Espero que se encuentre bien —repuso cortésmente el anciano.
—Sí, sí. No era nada. A veces le ocurre, ¿sabe? Es un poco aprensiva, pero está estupendamente. Ahora la he dejado dormida en casa. Le han dado un tranquilizante suave. Mire —añadió mostrando el móvil que sostenía en la mano—, esta vez me he traído este maldito aparato, con la batería cargada. No me fío de oírlo si me lo guardo en el bolsillo, así que lo llevo en la mano. ¿Y usted, que tal? ¿Ha podido dormir bien?
—Como un niño —mintió el rabino.
—No lo diría —replicó el sagaz inspector, que había advertido que la habitual palidez del hombrecillo se había acentuado. Sin ahondar en el tema añadió—: tengo entendido que ha quedado con el doctor Dreifuss para almorzar.
—Así es. Ha tenido la gentileza de invitarme. Ayer vino desde Viena la señorita Mazowiecki y el doctor insiste en presentármela. Como sabrá, es una experta en instrumentos de cuerda cremonenses, por lo que imagino que querrá comentar entre los tres todo este asunto.
—Eso tengo entendido —comentó el policía mirando el estanque—. No tengo el placer de conocer a esa señorita, pero me parece que ha supuesto una buena influencia para nuestro joven doctor, ¿no le parece?
—Sí, sin duda —contestó el rabino esbozando una cómplice sonrisa—. Parece que ha logrado suavizar un poco su áspero carácter.
—Estoy de acuerdo —asintió Herrero—. He investigado un poco su historia. Una infancia difícil con un padre muy exigente y una madre apática. Estudiante distinguido. Muy diestro en su especialidad. Su vida privada, sin embargo, ha sido como un barco en medio de la tempestad. Separado. Su mujer se fue con otro, menos brillante pero más cariñoso.