Read La forja de un rebelde Online
Authors: Arturo Barea
—Caramba, caramba, Barea, ¿qué haces aquí? ¿Dónde está Ilsa? Ven a ver mi coche nuevo. Pero ¿dónde está Ilsa? ¿Y cómo va la vida?
Era Miguel, el cubano rico que se había ido al Madrid sitiado por curiosidad, por simpatía y por la necesidad de escapar de su propia vida vacía. En España solía decir que quería a Ilsa como si fuera una hermana suya; ahora insistía en verla inmediatamente. Se asustó de la miseria de nuestra habitación y de nuestras caras consumidas, y me llenó de reproches por no haber pensado en él en París durante los pasados meses en que había derrochado el dinero. Como si fuera un castigo por mi constante miedo de un destino ciego, cruel y sin sentido, este encuentro casual nos salvó de una policía hostil. Miguel nos dio el dinero necesario para liquidar totalmente nuestro hotel. Teníamos dónde ir. Una periodista noruega había dejado su piso al cuidado de unos íntimos amigos nuestros, refugiados de Hitler, y les había dado el derecho de alquilar habitaciones para ayudarse a vivir; y hacía tiempo que nos habían ofrecido una habitación increíblemente clara, limpia y alegre, que no habíamos podido aceptar por estar atados por nuestra deuda en el hotel. Nos mudamos al día siguiente, aunque el dueño nos pidió de pronto que nos quedáramos. Se había firmado el pacto de Munich y ya no creía necesario abandonar el hotel que, sin nosotros, se quedaba casi vacío.
Munich destruyó la última esperanza de España. Era claro, sin duda posible, que ningún país de Europa movería un solo dedo para ayudarnos contra Hitler y sus amigos españoles. Rusia tendría que retirar completamente su ayuda, que ya era mísera; una intervención descarada de su parte significaría que el conjunto de Europa se levantaría contra Rusia y la destruiría. El sacrificio de Checoslovaquia y la vergonzosa sumisión de las grandes potencias al ultimátum de Hitler no había provocado una ola de ira y desprecio para el dictador, sino una ola monstruosa de miedo, miedo crudo de guerra y destrucción que atizaba el deseo de desviar la guerra y la destrucción sobre las cabezas de otros.
Los franceses con quienes hablaba eran brutalmente francos. Eran gente ordinaria, con pequeños sueldos y pocas ambiciones, tratando de acumular ahorros para su vejez, odiando hasta el recuerdo de la última guerra. Estarían encantados si, después de Checoslovaquia, fuera posible lanzar a la furia del dictador contra otro país que le hiciera frente y a quien pudiera aplastar, dejando así tranquila a Francia. Porque Francia era inocente. Francia quería vivir en paz con el mundo entero. La Francia verdadera repudiaba a los políticos culpables, los buitres de guerra, los socialistas activos, los comunistas, los rojos españoles que intentaban arrastrar a Europa en su guerra. La Francia verdadera, la que había firmado el pacto de Munich.
También yo, por unas pocas semanas, me sentía culpable del alivio de que la guerra hubiera sido propagada y me forcé a mí mismo a olvidar el olor a putrefacción en el país que aún —¿por cuánto tiempo?— nos daba hospitalidad. Era también una alegría tan grande encontrarse en la nueva habitación; aprender cómo tres francos podían producir una comida para Truddy, nuestra generosa y trabajadora patrona; escribir a placer, poder pensar sin que los miedos le golpearan a uno el cerebro. Era la primera vez desde que habíamos llegado a París que podía dejar a Ilsa descansar tanto como quisiera. Muy pronto comenzó a trabajar de nuevo con su antigua energía, forzándome a evocar los más brillantes colores y los dolores más agudos de mi niñez, sacándolos del fondo de lo más secreto de mi mente y dándoles forma en mi libro.
El otoño sumergió a París en un reflejo de oro. Después de comer, solíamos irnos al jardín del Luxemburgo, lentamente, como dos convalecientes, para sentarnos allí en un banco donde diera el sol. Teníamos que ir pronto, porque los bancos se llenaban rápidamente con niñeras, chiquillos y ancianos. No hablábamos mucho, porque el hablar de lo que llenaba nuestros pensamientos era provocar pesadillas. Era mejor sentarse quietos y mirar la danza de las hojas muertas de los castaños en la avenida moteada de sol.
En el banco opuesto al nuestro vino a sentarse una pareja ya vieja, ella chiquitita y vivaracha, golpeando la arena del paseo con la contera de su bastón; él, tieso y huesudo, con una perilla blanca y bigotes también blancos, puntiagudos y cuidadosamente encerados. Antes de permitirla sentarse, limpió el banco meticulosamente con su pañuelo de seda. Llevaba ella un traje de seda bordada y él llevaba un bastón con puño de plata bajo el brazo, como el bastón de mando de un oficial. Hablaban uno a otro con un murmullo suave, con inclinaciones corteses de cabeza. Cuando ella movía sus dedos, que surgían libres de los mitones de encaje, parecían las alas de un pájaro sacudiéndose de las gotas de lluvia.
Ilsa dijo:
—Cuando seamos tan viejos como ellos, podríamos ser lo mismo. Sería bonito. Tú de todas maneras te convertirías en un viejo flaco y yo voy a hacer todo lo posible por convertirme en una viejecilla pequeña y arrugadita. Nos iremos de paseo por las tardes a un jardín, y nos calentaremos al sol, contándonos historias de los viejos tiempos y las cosas horribles que pasaron cuando éramos jóvenes.
—Pero ¿cómo te vas a convertir tú en una vieja pequeñita?
—Igual que otras lo hacen. Mi madre, por ejemplo, era de joven tan redondita como yo...
—No te creo.
—Bueno, para su estatura. Es verdad, era regordeta y ahora se está haciendo una cosa frágil y arrugada muy agradable, aunque la verdad es que lo sé más que nada por sus fotografías...
El hombre se levantó, se quitó el sombrero y alargó su mano derecha:
—Mira, ¡ahora van a bailar un minué!
Pero el viejo se inclinó, besó la punta de los dedos de la dama y se marchó lentamente, paseo abajo, su bastón de plata bajo el brazo. Los dedos de ella, escapándose de los mitones negros, se movieron como las alas de un pájaro que no puede volar.
—¡Oh, pero eso no me lo harás a mí! —exclamó Ilsa; y los ojos se le humedecieron.
—Claro que lo haré. Me iré al café y me sentaré con los amigos y tú te puedes quedar con todo el jardín para ti. —Pero entonces vi que una gota se había estrellado en su falda y se extendía en un círculo: parpadeé como si los ojos se me hubieran llenado de polvo. Sin ninguna razón. Le tuve que contar historias de hadas como a los niños, hasta que las comisuras de sus labios se arrugaron en sonrisas y se ahondaron en las dos interrogaciones que me hacen feliz.
Recibí un paquete de libros de España;
Valor y miedo
se había publicado. Pero pensé que los editores no podrían mandar ejemplares a Madrid, que era la cuna del libro: Madrid estaba cortado de Barcelona. Leí lo que había escrito con el sonido de las bombas en mis oídos; todavía me gustaba algo de ello, aunque ahora la mayoría me parecía ingenuo. De todas formas me alegraba y me enorgullecía pensar que había sacado algo simple y claro del torbellino de la guerra.
Uno de los primeros ejemplares que regalé —el primero de todos fue para Ilsa— fue para Vicente, el dependiente de uno de los fruteros españoles. Su patrón, como la mayoría de los fruteros españoles de París, no tenía ninguna inclinación hacia los republicanos que querían intervenir el negocio de exportación, favorecer las cooperativas, aumentar los jornales de los trabajadores españoles y reducir así los beneficios suyos. Y por idénticas, pero opuestas razones, todos sus dependientes eran pro—republicanos. Vicente me había invitado a la buhardilla donde vivía con su esposa, una francesa, tipo clásico de la buena ama de casa; me había llevado después a los grandes almacenes del mercado —Les Halles—, donde cargadores y dependientes españoles manejaban la fruta y los vegetales que venían de Valencia y de las Canarias; y me contó su miedo secreto de que Francia llevara la misma marcha que España, camino de un fascismo o de una guerra civil. Cuando le di mi libro, se sintió tan orgulloso como si le hubiera hecho partícipe de nuestra guerra. Me arrastró a un pequeño café cerca del mercado donde se reunían todos los españoles. Solían recoger dinero para ayuda de la España republicana; la mayoría de ellos eran comunistas.
Los hombres estaban chillando y jurando, fumando y bebiendo, discutiendo a gritos la marcha del mundo, con tanto entusiasmo como las gentes en la taberna de Serafín durante los meses antes de la guerra. Ninguno de ellos admitía que las cosas pudieran ir mal en España; en Francia, sí; Francia iba al desastre, porque los franceses no tenían reaños, pero los españoles iban a enseñar al mundo... Repasaron las páginas de mi libro, miraron en él en busca de palabras que les confirmaran sus opiniones, me dieron cachetes en la espalda. Sí, aún hablaba el mismo lenguaje que ellos, pero mientras me encontraba entre ellos a mis anchas, pensaba en el otro libro, el que estaba escribiendo para tratar de explicarme a mí mismo por qué estábamos condenados a ir de actividades locas a pasividades suicidas, de fe a violencia, de entusiasmo a pesimismo. Y la escena me desconcertaba.
Otro de los ejemplares fue una especie de soborno de nuestro portero. El administrador de la casa donde vivíamos —un edificio enorme, moderno, con calefacción central y alquileres exorbitantes— estaba irritado contra nosotros, los habitantes de nuestro piso, porque todos éramos extranjeros. Una vez vino a visitarnos y trató de provocar una bronca. Estaba entonces viviendo allí un matrimonio noruego y el administrador dijo que aquello no le gustaba. «Las autoridades harían muy bien en tener a los extranjeros bajo la vigilancia más estricta en estos tiempos turbulentos en los que se dedicaban a provocar conflictos.» Tuvimos la suerte de que el portero se puso de nuestra parte y le dio los mejores informes de nosotros, afirmándole que ya tenía él mucho cuidado de qué gentes vivían en la casa. Naturalmente, a primero de mes, su propina era sagrada, porque era para nosotros más importante el mantenerle a nuestro lado que el comer. Y sobre mí recaía, además, el hacer lo que para él era tanto o más esencial que la propina: escucharle. Solía hacerse el encontradizo conmigo en el patio y comenzaba a contarme la historia de su mala suerte. Había perdido una pierna en la otra guerra, los pulmones no estaban fuertes, su mujer no tenía simpatía para sus ambiciones fracasadas, tenía que beberse un vasito de vino para consolarse.
—Los tiempos son malos... ¡Los políticos, monsieur! Si yo hubiera querido ensuciarme... —Me empujaba en la portería y me confrontaba con un diploma colgado en la pared—. ¿Ve usted? Yo estaba destinado para la judicatura. Sí, señor. Aunque ahora no sea más que un simple portero, soy un hombre con educación, con un título. Pero ¡la maldita guerra! —Ésta era la señal para remangarse la pernera del pantalón y enseñarme su pierna artificial, rosada como la de una muñeca—: Aquí me tiene usted, pudriéndome. Esta maldita pierna se llevó mis últimos mil francos. Me duele cuando pienso lo que yo podría ser. —Éste era el momento en que esperaba ser invitado a un vaso de vino en el
bistrot
de al lado. Si me desentendía, comprendía que andaba mal de dinero y me invitaba él a mí, para no perder la ocasión de exhibir su desdicha y solicitar la admiración y la compasión del oyente. Hacia el fin de mes, cuando se había ya bebido todas las propinas de todos los inquilinos del inmenso edificio, saltaba sobre mí cuando entraba o salía y comenzaba a hablar con los ojos suplicantes de un perro sediento. Solía exhibir un libro lleno de recortes de periódicos, describiendo las batallas en las que había estado como un soldado forzoso; al final abría el estuche donde tenía su
Croix de Guerre
. La cruz había desgastado ya el terciopelo del estuche. Ante ella, invariablemente, exclamaba—: Y ahora, ¿qué me dice usted?
Cuando le di mi libro, lo sopesó ceremoniosamente en sus manos y dijo:
—¡Ah, la libertad del pueblo! Pero, perdóneme que lo diga, somos nosotros los franceses los que hemos traído la libertad a este mundo. Fue con nuestra sangre que se firmó la liberación de... —Se calló, se retorció el bigote que inmediatamente volvió a caerse blandamente en su sitio, y agregó—: Bueno, usted sabe lo que quiero decir. —Su mujer le estaba mirando con el asombro y los ojos castaño oscuro de una vaca.
A medida que pasaba el tiempo, nuestro portero comenzó a hablar de ciertas dificultades, no muy claras, con el administrador. El caso era que, en realidad, había muchos extranjeros en París. Esto no quería decir nada contra nosotros como individuos, pero él no creía que nos prolongarían el alquiler del piso después del primero de marzo. El verdadero inquilino no estaba nunca allí en persona y muchos de los vecinos no creían que era justo que en la casa hubiera un centro de gentes extranjeras. Al fin y al cabo teníamos muchos amigos que nos visitaban, ¿no? ¿No sería mejor si volviéramos a España?
En vísperas de Navidad comenzó el colapso del frente en las orillas del Ebro. El camino de Barcelona estaba abierto. Madrid aún se sostenía. El enemigo no lanzó ningún ataque sobre la ciudad sitiada; la dejó en las garras del hambre y del aislamiento. Niní Haslund vino de su trabajo de ayuda a los niños en España y nos habló de la desesperación de las madres, de su desesperación sorda, furiosa, sin esperanza. Pero nadie estaba dispuesto a rendirse.
París estaba ahora oscuro, lleno de nieblas y frío. Estábamos solos en el piso, porque nuestros patrones se habían ido a provincias, luchando su propia batalla con la miseria. Había terminado mi nuevo libro, trabajando a ratos cuando la máquina no estaba esclava de mis traducciones o de las copias que Ilsa hacía de manuscritos incorrectos de otras gentes, que era lo que nos ayudaba a vivir. Pero cuando estuvo terminada la primera versión cruda de
La forja
, me descorazoné. Me parecía insolente esperar que aquello llegaría y emocionaría a un público que lo único que quería era escapar de sus miedos y de las luchas sociales de su propio mundo. Seguramente, nunca se imprimiría. ¡Había oído tan a menudo que nadie quería oír hablar de lo que pasaba en España! Así, mi contribución a la batalla iba a ser estéril; porque escribir era para mí parte de la lucha, parte de nuestra guerra contra la vida y la muerte, y no sólo una expresión de mí mismo.
Había luchado para fundir forma y visión, pero mis frases eran crudas porque había tenido que salirme de los ritmos convencionales de nuestra literatura, para poder evocar los sonidos y las imágenes que me habían formado a mí y a tantos de mi generación. ¿Lo había conseguido? No estaba seguro. Era otra vez más un aprendiz, tenía que aprender a contar mi propia verdad. Las concepciones de arte de los escritores profesionales no me ayudaban; apenas me interesaban. Un escritor francés me había llevado dos veces a una peña literaria, pero las manifestaciones de los reunidos, girando exclusivamente alrededor de un
maître
aquí y otro allá, me llenaban de un aburrimiento asombrado y un disgusto vergonzoso. Ahora me deprimía pensar que no pertenecía a grupo alguno y que esto podía otra vez condenarme a una solitaria inactividad; y sin embargo, era imposible obrar sobre las creencias de otros y no sobre las mías propias, a no ser que quisiera perder la virtud que existiera en mí.