La felicidad es un té contigo (3 page)

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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #Romántico, #Humor

BOOK: La felicidad es un té contigo
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Pidió otra pinta.

La cuestión, al fin y al cabo, era simple. Desagradable, sí, pero simple. Consistía en viajar a Madrid y echar el cerrojazo a la revista
Librarte
, despedir a todos sus empleados, repartir indemnizaciones, estrechar manos, soportar llantos, explicar amablemente los motivos de tan extrema decisión y echarles la culpa de todo: de las pérdidas económicas, de la falta de previsión, del daño irreversible para la imagen de la marca Craftsman, etcétera.

—Hay un pequeño detalle más que necesitas saber —le había dicho su padre entre la pausa y el carraspeo—. La revista
Librarte
cuenta con cinco trabajadores en plantilla. Cinco. Y resulta, hijo, que da la casualidad de que todos ellos son mujeres.

No podía ser tan difícil, pensaba Atticus en la barra del pub. Sin embargo, por algún extraño motivo, sentía la imperiosa necesidad de inyectarse alcohol en vena. Cuatro pintas más tarde regresó a casa dando tumbos. Tal vez por eso olvidó guardar en la maleta tantas cosas imprescindibles que enseguida echó en falta cuando llegó a Madrid.

El inspector Manchego había logrado convencer a sus amigos de que el mus era un juego de pueblo. Básicamente, les dijo, debido al uso de los garbanzos. Alguien sugirió la posibilidad de sustituirlos por otra cosa: piedrecitas, tabas o azucarillos; algo fácil de encontrar en la taberna o sus aledaños, pero Manchego insistió en que después de tanto esforzarse por medrar y después de todas las penalidades que habían tenido que superar hasta instalarse en la capital era una pena echarlo todo a perder por culpa del mus. También les prohibió seguir pidiendo chatos de vino y tapas de ensaladilla. Menuda pandilla de patanes. Lo suyo era, les dijo muy serio, aprender a jugar al póquer y beber whisky.

Aunque al principio hubo algunas voces discordantes, la nueva costumbre de reunirse todos los jueves alrededor de la mesa a jugarse los cuartos al póquer arraigó rápidamente en la pandilla. Lo que no sabía Manchego era que sus amigos, por turnos, se apostaban en la esquina de la calle para verle llegar y dar la voz de alarma a los demás, que, rápidamente, escondían la baraja española, se bebían el tinto del tirón, se atragantaban de croquetas y calamares y luego, muy serios, le recibían con las fichas desparramadas y caras de tahúres.

Todas estas molestias se las tomaban por dos motivos; uno, porque lo apreciaban de veras, y dos, porque era el único policía que había en el grupo y aquél era un barrio de los de sálvese quien pueda, con sus ladrones, sus drogadictos, sus usureros y sus multas de aparcamiento. A todos ellos les había ayudado Manchego a salir de apuros o a proteger su negocio. Y sin pedir nada a cambio, se recordaban, excepto esa manía del póquer, pobrecillo, y al fin y al cabo no les costaba ningún trabajo darle gusto.

Así que, como clavos, aquel jueves pasadas las nueve, el Macita, el Josi, el Carretero y el Míguel (con acento en la i) lo estaban esperando ya con el whisky en hielo.

Manchego traía un no sé qué en la mirada, media sonrisa, los ojos chispeantes. Los saludó con golpes en la espalda, como de costumbre. Luego se sentó con las piernas abiertas.


Adivinar
—les dijo, subiendo y bajando las cejas en señal de suspense.

Traía noticias.

—Tengo un caso —continuó, sin dar tiempo a nadie de irle con alguna estupidez del tipo: «Te han aumentado el sueldo» o «Te han puesto, por fin, la línea ADSL».

—¿Drogas? —preguntó el Josi.

—Puede ser, Josi, puede ser. Yo no descarto nada, ya lo sabes —respondió, satisfecho de la sagacidad de su amigo, propietario de un taller mecánico y su mejor alumno—. Pero no. Parece ser que en esta ocasión no se trata de eso. Es una cuestión internacional que sobrepasa nuestras fronteras.

—Inmigrantes, no me digas más —resolvió el Macita, que regentaba un negocio de ultramarinos y estaba obsesionado con el florecimiento de las tiendas de los chinos—. «Esta gente —decía— duerme de pie». «Por éstas que lo he visto», añadía, y luego se besaba las yemas de los dedos.

—Estoy investigando una desaparición —desveló Manchego—. Un inglés aristócrata, muy estirado, que ha perdido a su hijo y lo anda buscando. Ayer se presentó en comisaría. Lo enviaban de Scotland Yard.

Invitó a una ronda de whisky.

—Vais a ver —anunció.

Sacó el móvil del bolsillo y marcó un número. Escucharon con atención.


Manchego espikin
—dijo—.
Not in jospital
—añadió.

Quien fuera que estuviera al otro lado de la línea no debió de comprender aquella frase que Manchego traía escrita en un papelito, así que el inspector volvió a repetirla.

—Manchego —repitió por segunda vez—.
Polís, Espein. Yes, yes. Not in jospital
. —Y por tercera vez—:
In jospital not
.

Los amigos lo miraban intrigados. Nadie se atrevía a preguntarle nada.

—Acabo de informar al señor
Crasman
, el aristócrata, que es un importante hombre de negocios de Londres, amigo de la reina, por cierto, de que su hijo no está ingresado en ningún hospital.

Se echó para atrás. Estiró las piernas.

—Cuando se investiga una desaparición —explicó a su admirado auditorio—, lo primero siempre es asegurarse de que el sujeto desaparecido no ha sido víctima de algún accidente o de algún robo con violencia. Para ello se pone uno en contacto, a través de la línea especial de la policía, con todos los hospitales de España. Hay miles. Se comunican los datos del sujeto y se espera.

—Y nada —comprendió el Macita.

—¿Nada?

—Que no lo han encontrado, vaya.

—Exacto. No está en ningún hospital.

—Pues el señor
Crasman
estará aliviado —se le ocurrió sugerir al Josi.

—Nada de eso, Josi, piénsalo —le corrigió—. El hecho de que un sujeto desaparecido aparezca, aunque sea malherido en un hospital, es la mejor de las noticias. Mucho peor es la incertidumbre de no saber dónde o en qué estado se encuentra. Que no esté en un hospital puede significar que esté muerto, en el fondo de un pozo, por ejemplo. O secuestrado.

Esto último lo dijo con un tono diferente. Extendiendo hasta el infinito el sonido de la última a. «Secuestraaado», sonó.

—¿Y estás seguro de que no es un asunto de drogas? —insistió el Josi.

Marlow Craftsman estaba acostado, inmerso en la lectura de
La tierra baldía
, persiguiendo el Santo Grial, imaginando cementerios vacíos y otras crueldades poéticas cuando le asaltó el sonido del timbre del teléfono de su mesilla.

Levantó el auricular.

La voz del inspector Manchego, sofocada por el alegre tintinear del hielo, las risas de los parroquianos y la música de fondo, le produjo el mismo dolor que una pedrada en la nuca. Aquel hombre le gritaba palabras ininteligibles en un idioma endiablado.


Not in hospital
? —logró descifrar por fin.

Tomó aire. Lo fue expulsando lentamente al tiempo que se presionaba las sienes con los dedos, tal y como indicaba una vieja técnica oriental de relajación.

Por supuesto, antes de acudir a la policía, Marlow Craftsman, ayudado por las dos secretarias de dirección de la editorial, dos mujeres a las que exigió que mantuvieran secreto absoluto sobre sus pesquisas, había telefoneado a todos y cada uno de los hospitales españoles sin ningún resultado. También había llamado a las comisarías, cárceles, hoteles y demás espacios públicos en los que se figuró que podría hallar al menos una pista sobre el paradero de su hijo. Y nada. Después se había cerciorado de que Atticus no había alquilado ningún coche ni ningún yate, ni había tomado ningún vuelo comercial, ni un tren, ni un
ferry
. Una de las secretarias sugirió indagar también en los cámpings, pero Marlow le aseguró que de encontrarse su hijo en uno de esos apestosos lugares la única explicación posible sería la del secuestro, lo cual situaría aquella pequeña investigación en otro nivel: uno más grave para el que sería necesario solicitar ayuda profesional.

Siguiendo la lógica de este razonamiento, Marlow había acudido junto con Charles Bestman, su hombre de confianza, a la oficina central de Scotland Yard, donde un amable inspector de policía le había insistido en trasladar el expediente a España, porque, según le dijo, «estos asuntos de desaparecidos se investigan mejor in situ».

Mr. Bestman hablaba inglés, francés, alemán y español a la perfección, así que podría desempeñar sin ningún problema las funciones de intérprete.

También Charles Bestman se sobresaltó cuando sonó el teléfono de su casa de Chelsea Gardens pasadas las nueve. Ya estaba en pijama. Comprobó la hora en el reloj de pie de la sala. Ése nunca se equivocaba. Había pertenecido a su abuelo, había sobrevivido a los bombardeos, a los repartos de herencias y a otras catástrofes familiares y seguía dando la hora con total exactitud.

—Querido, ¿es posible que esté sonando el teléfono a estas horas? —se maravilló su mujer, Victoria, desde el vestidor.

Charles levantó el auricular. Escuchó en silencio.

Al otro lado de la línea se oían voces mezcladas, ruido de vasos, música de fondo. Agudizó el oído. Se le aceleró el pulso. Si el joven Craftsman, como sospechaba, había sido secuestrado, tarde o temprano habría de llegar la temida llamada exigiendo el rescate. Llevaba días imaginando la conversación: «De momento, el rehén se encuentra en buen estado —le dirían—, pero si no nos pagan de inmediato le cortaremos una oreja». «Entréguenos el dinero en un maletín, no avise a la policía». Luego le darían las indicaciones pertinentes para llegar a algún descampado en los arrabales de la ciudad, le advertirían que nada de armas, nada de trucos. Y por fin, lo peor, tendría que comunicarle a Marlow Craftsman las malas noticias.

—¿Quién es? —preguntó después de unos segundos de suspense.

Nada.

Se tapó el oído derecho y apretó el izquierdo contra el teléfono. Las voces hablaban en español. No cabía duda de que aquella llamada estaba relacionada con el secuestro de Atticus Craftsman.

—¿Oiga?

En medio de tanto ruido logró captar una frase. No reconoció la voz del sujeto que la pronunció, pero enseguida comprendió que se trataba de alguien conectado con la policía.

—¿Y estás seguro de que no es un asunto de drogas? —oyó que decía aquel hombre.

Sonó el eco de una botella de whisky al destaparse seguido del borbotear del líquido al derramarse en un vaso de cristal.

—Manchego, te has dejado el móvil encendido —dijo una tercera persona.

—Reparte ya, Macita, leche —escuchó que ordenaba el inspector Manchego, impaciente, antes de cortar la comunicación.

Atticus Craftsman tenía la costumbre de llevarse consigo, a donde quiera que fuera, su pequeña biblioteca erótica. Eran cinco libros encuadernados en cuero rojo sin ningún nombre escrito en la cubierta. Ocupaban más o menos lo mismo que el neceser; no eran ediciones excesivamente extensas. Carecían de prólogos, estudios literarios, anotaciones a pie de página o listados alfabéticos de nombres o fechas. Se trataba únicamente de los textos desnudos. Sin comentarios.

Aquélla era, en realidad, su única perversión. Jamás había visto una película pornográfica, nunca había comprado una revista obscena y no le gustaba navegar por las páginas webs de contenido sexual. No era un vicioso ni le gustaban las cosas raras. Sin embargo, inexplicablemente, sentía que no podía dar un paso en la vida sin la compañía de aquella biblioteca ambulante.

Fue lo primero que sacó de su maleta, en cuanto se cerró la puerta de su habitación detrás del mozo de los equipajes: el paquete envuelto en papel de seda que contenía aquellos cinco libros. Y los colocó, como siempre, en la mesilla, apartando un poco el teléfono y la lámpara, en riguroso orden alfabético: Duras, Lawrence, Miller, Nabokov y Sade. Cinco maneras de entender la sensualidad femenina.

—Esas cosas no se aprenden en los libros —le había advertido Lisbeth una de aquellas noches secretas que pasaron en el dormitorio de Tolkien—. Son sólo fantasías surgidas de las mentes calenturientas de los autores. Nada que ver con la realidad.

Cada una de aquellas obras la había rescatado Atticus del olvido. En algún momento, un miembro de su familia, hombre o mujer, las había adquirido, leído y escondido entre los miles de libros de la biblioteca de Kent. Qué mejor lugar para enterrar una mala conciencia. Lo curioso era que todos ellos, los cinco, medían exactamente lo mismo, estaban impresos en el mismo papel, tan fino que parecía papel de fumar, y poseían la misma cuidada encuadernación. Tal vez habían sido regalados en bloque, un regalo excitante, para quién sabía quién.

El caso es que finalmente habían llegado a sus manos. Casi por casualidad.

Lolita
fue el primero. Lo descubrió un domingo lluvioso, cuando los dolores de rodilla eran todavía insoportables y le sirvió como bálsamo. Le distrajo la mente, le relajó el cuerpo, le pobló los sueños de escenas inconfesables en las que Lolita tenía la misma cara que Lisbeth. Después vino
El amante
, más torturador, más violento, y con él algunos sueños se volvieron pesadillas.

Entonces fue cuando se dio cuenta de la coincidencia en el tamaño y en la edición de los dos ejemplares. Se aupó a pulso en las muletas, se acercó como pudo a la biblioteca y la recorrió entera, de arriba abajo, de derecha a izquierda, hasta que una a una, como luciérnagas de luz roja, le saltaron a la cara las otras tres novelas. Lisbeth decía que a amar no se aprendía en los libros, pero gemía y se retorcía sobre su pequeño cuerpo satisfecho gracias a Miller y a Nabokov, por mucho que ella achacara a Atticus semejantes delirios.

El relato indiscreto de las habilidades amatorias del joven Craftsman corrió como la pólvora por los pasillos de los
colleges
femeninos. Pronto su fama se convirtió en leyenda. Las mujeres lo buscaban con la mirada, lo perseguían por las callejas oscuras, lo aplastaban contra los rincones, lo devoraban. En una ocasión, una chica muy joven le pidió, con toda la seriedad del mundo, que le hiciera el amor en la trainera. Navegaron de noche por el río Támesis, ella sentada a horcajadas sobre las piernas de él, de delante hacia atrás al ritmo de los remos.

De aquellos amoríos ocasionales nunca le dijo nada a Lisbeth. ¿Para qué, si al fin y al cabo era ella la que más se beneficiaba de todas las experiencias nuevas que él iba adquiriendo?

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