—Mira, Gaby, si me preguntas qué hijoputa hay más grande que Barbosa sobre la faz de la tierra, te digo que ninguno. Resulta que en enero del año pasado, por error, se le pagó una factura dos veces y María le llamó para reclamarle el dinero. Entonces él, qué listo, se dio cuenta de que María era la única que se había percatado del doble pago. La invitó a cenar un par de veces, la sedujo, ya sabes, con esa barbita de dos días, el tatuaje, la moto y la cara de chulo, y poco a poco le fue sonsacando información sobre el funcionamiento de la contabilidad de
Librarte
. María le contó que las facturas las firmaba Berta y se las pasaba a ella, que hacía una copia para nuestro archivo y enviaba el original a Inglaterra, para que pagaran desde la oficina central, no sé si sabes que eso se ha hecho toda la vida así, que
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no tiene más que una cuenta pequeña en el banco y el resto lo pagan todo desde Londres, incluidos nuestros sueldos y eso.
—Sí, eso lo sabía.
—Bueno, pues al Pirata, a la vista de cómo eran las cosas, se le ocurrió una idea: le dijo a María que falsificara la firma de Berta y le hiciera una factura por un trabajo inexistente, a ver qué pasaba. Lo que pasó fue que al mes siguiente se le pagó religiosamente aquel dinero desde Inglaterra. María había enviado la factura directamente a Londres y, por supuesto, no había guardado copia ni quedaba en Madrid el menor rastro de ella.
—Porque era falsa.
—Claro. Entonces, como vieron que la trampa había funcionado, volvieron a hacer lo mismo, esta vez con una cantidad mayor. Y así, durante todo este año, María y Barbosa han estado repartiéndose los dineros, que han ido ingresando en distintas cuentas corrientes en distintos bancos.
—¡No me lo puedo creer! ¡Por eso la revista perdía tanto dinero! ¡Y la pobre Berta sudando tinta sin comprender por qué nos hundíamos sin remedio a pesar de lo cuidadosa que estaba siendo ella con los gastos!
—Berta está destrozada. No para de llorar. Ponte en su lugar: lo que ha hecho ella por María, lo que la ha querido y protegido, para que ahora se encuentre con esto.
—Pobre Berta.
—Pero la cosa no termina ahí. Todavía es peor. ¿Tú te acuerdas de los ojos morados y los golpes de María? ¿Que creíamos que eran malos tratos, violencia de género, del machista ese asqueroso? Pues no, hija, eran amenazas y palizas para convencer a María de que mantuviera la boca cerrada. Porque María, cuando apareció Atticus Craftsman en Madrid, quiso contarle a Berta lo que habían hecho. Quiso confesarlo todo, pedir perdón, devolver el dinero. Estaba dispuesta a vender una casita y un huerto que le dejó su padre en herencia en un pueblo de Valencia para hacer frente a los robos, pero se dio cuenta de que ya la cifra era exorbitante, que se les había ido de las manos, y que una cosa así era ya un delito de los gordos. Temió acabar en la cárcel y, encima, separada de Bernabé y sin la custodia de los niños, claro, la vida deshecha.
—Y tuvo miedo.
—Le contó a Barbosa que Atticus Craftsman se había llevado a su casa los libros de contabilidad para estudiarlos con detenimiento. La trama estaba a punto de destaparse en cuanto Craftsman comparara los libros de aquí con los de allá y descubriera las facturas falsas, los pagos a Barbosa, las cuentas corrientes con distintos titulares, las empresas ficticias a través de las que cobraban, etcétera, etcétera.
—¡Y el Pirata asaltó la casa del Alamillo!
—Por lo visto, se enteró de quién era el inspector de policía que estaba llevando el caso de la desaparición de mís ter Craftsman, que, como sabes, sigue en Granada, vigilado de cerca por Soleá, porque temió que, una vez involucrada la policía, el caso se resolvería de manera inminente. Pensó que no tenía tiempo para actuar, se cameló al inspector Manchego, le dijo que era cerrajero, que podía ayudarle a registrar en secreto la casa de la calle del Alamillo y así logró matar dos pájaros de un tiro.
—Entrar en la casa, robar los libros de contabilidad y salir tranquilamente por la puerta sin miedo a que Manchego le detuviera.
—Porque en ese momento eran cómplices. Si lo detenía, el inspector quedaría como un policía corrupto y, además, como un verdadero patán.
—Claro.
—Le dijo que se llamaba Lucas y luego borró todas las pistas que pudieran conectarle con el caso Craftsman. Manchego pensó que el tal Lucas, drogadicto seguro, había ido a robar dinero a la casa del Alamillo, y que, claro, lo había engañado como a un chino. Imaginó que no era la primera vez que hacía algo así, que probablemente otros compañeros suyos del cuerpo de policía habían caído en la misma trampa y se habían callado como muertos para no quedar en ridículo. Pero nunca pensó que el verdadero interés del cerrajero estaba en los libros de contabilidad.
—Así que César Barbosa consiguió robar los libros y callarle la boca a María a base de amenazas y palizas.
—La cosa se estaba poniendo muy fea. Para mí, que la vida de María empezaba a peligrar. Tarde o temprano, César Barbosa habría tomado una decisión fatal, con tal de no terminar en la cárcel.
—Ayer estuvo a punto de matarla.
—Exacto. Un poco más y se acabó. María se refugió en casa de Berta, se quedó dormida en el sofá y, mientras dormía, recibió un mensaje de Barbosa en el que le advertía que o bien mantenía la boca cerrada o bien las asesinaba a las dos.
—¡Qué horror! ¿Qué hizo Berta?
—Llamó al inspector Manchego. Entonces, según me ha contado, el hombre se presentó con cuatro compañeros y se pasaron la noche de guardia, con ellas, esperando a que apareciera Barbosa.
—¿Apareció?
—¿Que si apareció? A las tres de la mañana, dispuesto a matarlas a las dos, seguro, pero cuando vio que había policía, salió corriendo y se escapó.
—¿Y anda por ahí, libre?
En ese momento —el susto fue tremendo—, alguien golpeó con fuerza la puerta de la oficina. Asunción y Gaby se abrazaron como dos colegialas aterradas. Pensaron que podía tratarse de César Barbosa, loco y descontrolado, que venía a ocupar la oficina y a tomarlas a ellas como rehenes, amenazadas de muerte, encañonadas y amordazadas, hasta que la policía le prometiera inmunidad y un billete de avión a alguna recóndita isla del Caribe.
Quienquiera que fuera volvió a golpear la puerta.
—¿Quién es? —balbuceó Asunción con un hilo de voz.
—
Open the door
! —se escuchó a alguien desde el otro lado en un perfecto inglés—.
This is Marlow Craftsman
.
—¿Míster Craftsman?
Asunción y Gaby se miraron asombradas. Recuperaron como pudieron la compostura y acudieron a toda prisa a abrirle la puerta al propietario, no sólo de aquella oficina, sino de la revista
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y de la centenaria editorial Craftsman en persona. Mister Marlow Craftsman, a quien hasta entonces sólo habían visto en fotografía o en pintura, se había presentado allí, sin previo aviso, en el momento más inoportuno de la historia de aquella revista.
Asunción abrió la puerta temblando.
Sobre la fotocopiadora había un tapete de ganchillo, sobre el tapete un termo con chocolate caliente, churros con azúcar, dos tazas, los ordenadores estaban apagados, los teléfonos descolgados, no habían acudido a trabajar más que dos de las cinco empleadas de la redacción, la mecedora de Gaby seguía balanceándose, eran casi las diez de un viernes laborable y aquel señor era inglés, además de muy importante.
—
Welcome to
Librarte —se le ocurrió decir a Asunción cuando se encontró frente a frente con el estupor en la cara del propietario de la compañía.
En ese momento se escucharon voces en la escalera. Las voces de tres niños pequeños. Y también toses.
Por detrás de la espalda de Craftsman aparecieron las caritas resfriadas de los tres hijos de María, que llegaban con fiebre —Bernabé los había dejado en el portal, ellos conocían de sobra el camino— y que, sin más, se colaron en la oficina y se lanzaron a por los churros y el chocolate.
—
Want you breakfast, mister Craftsman
? —preguntó Asunción en su oxidado inglés.
Moira Craftsman no se decidía a deshacer la maleta en la que había empaquetado lo que consideró estrictamente necesario para el rescate. Todo estaba tan perfectamente encajado en el interior de aquel baúl de Louis Vuitton que temió no ser capaz de volver a colocarlo en su lugar una vez lo hubiera abierto y desparramado sobre la cama del hotel Ritz. Era una mujer prudente. Prefirió esperar a que Marlow, una vez que se entrevistara de nuevo con el inspector Manchego e interrogara una a una a todas las empleadas de la revista
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, la sacara de dudas. Si iban a quedarse un tiempo considerable en Madrid, entonces sería mejor acomodar su ropa en el armario, por colores, como hacía siempre. Si, por el contrario, su viaje no terminaba en aquella ciudad que olía a ajo —qué razón tenía Victoria Beckham, a ajo y a cebolla, a calamares fritos y a otras sustancias grasientas que ella era incapaz de identificar—, sino que continuaba por las intrincadas carreteras de la España profunda, entonces era preferible dejarlo todo como estaba, los zapatos en sus fundas, los sombreros en sus sombrereras y la ropa interior bien dobladita dentro de las bolsas de Liberty que guardaba con esmero desde hacía años.
Así que arrinconó las maletas cerradas y bajó a desayunar al comedor. Se sentó en una mesa redonda, junto al ventanal desde el que se veía el jardín. Los castaños desnudos de hojas verdes le dieron los buenos días, la noche había sido húmeda y fría y el famoso sol de España brillaba por su ausencia.
La idea de alojarse en el hotel Ritz había sido suya, claro. A Marlow le hubiera dado lo mismo acabar durmiendo en cualquier otro lugar; era inmune a los olores extraños y a los ruidos nocturnos. En cambio, ella sólo confiaba en hoteles de renombre, de esos que parecen hechos en serie. El Mandarín Oriental, por ejemplo, con sus kimonos expuestos detrás de grandes vitrinas junto al ascensor, sus pasillos forrados de seda, sus frutas exóticas y su inconfundible perfume, era exactamente igual en Londres que en Nueva York o que en Bangkok. Y eso proporcionaba al cliente una sensación de cosa conocida; de hogar reencontrado en medio de la más absoluta confusión. Lástima que el único Mandarín Oriental de España estuviera en Barcelona; aunque no era de extrañar, por otra parte, ya que aquélla era una ciudad mucho más cosmopolita y moderna que ésta, a juzgar por aquella película de Woody Allen que vio en versión original junto a las otras componentes de su club de cine, en la que una extranjera ligera de cascos acababa liada con una pareja de locos españoles.
En Madrid había que conformarse con el hotel Ritz, con su aire aristocrático nostálgico, su piano de cola y sus arañas de cristal, sus mozos de uniforme, sus doncellas con cofia y delantal y con los huevos Benedictine de desayuno. Hasta los japoneses pedían huevos Benedictine en el hotel Ritz, por mucho que añoraran sus desayunos orientales, porque como bien sabía Moira, más vale acertar con lo conocido que arriesgarse con lo local. ¿Desea la señora probar las migas? Es un plato típico de la cocina tradicional española, que consiste en pan frito con ajo y aceite de oliva acompañado de torreznos de cerdo… y náuseas de por vida. No, gracias, tráigame un té y unos huevos Benedictine, haga el favor, y el
Times
, si es usted tan amable.
El comedor se fue vaciando de ejecutivos en viaje de negocios y llenándose de parejas de recién casados, turistas de alto nivel y solitarios como ella, con toda la mañana por delante y ninguna ocupación diferente a la de darle vueltas en la cabeza a la cuestión que la había llevado hasta allí: el paradero de Atticus, desaparecido en combate, en tierra hostil, rodeado de salvajes capaces de desayunar torreznos de cerdo fritos con ajo, devorado por el corazón de las tinieblas, como aquel Kurtz de novela que acabó cortando cabezas y poniéndolas a secar.
Bastante premonitorio, pensó, el nombre de su marido, Marlow, qué cosas, al que después de sesenta años de plácida parsimonia tal vez le había llegado la hora de cumplir con la misión que la vida le tenía encomendada desde el principio: internarse en la selva y rescatar a su hijo de las garras de aquellos nativos primitivos que a punto estaban de devorarlo en una olla de té Earl Grey de Twinings.
Ella, por su parte, se sentía igual que Mary Livinsgtone, la compañera ideal del explorador; sus pies en la tierra, su guía y su norte, porque entendía que el peor de los peligros en una misión como aquélla, lejos de la civilización, consistía en perder la propia identidad y terminar adoptando las costumbres bárbaras de los nativos: renunciar a las buenas maneras, los escrúpulos morales o las diferencias sociales, abandonarse a los placeres de la carne, dejarse arrastrar por sus rituales mágicos y olvidarse, por ejemplo, de pedir siempre agua embotellada y nada de hielo.
Con tamaña responsabilidad sobre los hombros, Moira se sintió desfallecer. Regresó a su habitación, cerró las cortinas, se tumbó vestida en la cama y se colocó una toalla empapada en agua fría sobre la frente. Decidió que permanecería en aquella posición de letargo hasta que recibiera las instrucciones de Marlow respecto a deshacer o no el equipaje. La incertidumbre la estaba matando: ¿debía colgar las camisas de las perchas del armario o, por el contrario, dejarlas dobladas en el primer cajón de la cómoda?
Con las primeras luces del nuevo día, el Carretero, el Macita, el Míguel y el Josi se fueron marchando rumbo a sus trabajos de extrarradio y dejaron por fin la casa de Berta en silencio. María, agotada de llanto y cargo de conciencia, se acostó en la única cama de la casa, se tomó un Valium, se juró a sí misma que al día siguiente agarraría al toro por los cuernos, sin referirse a Bernabé, sino a la denuncia contra Barbosa y la confesión vergonzosa al resto de sus compañeras de trabajo.
Berta aprovechó la profundidad del sueño inducido para llamar a Asunción y ponerla al corriente de todo. «Cuéntaselo a Gaby en cuanto llegue a la oficina», le pidió sin sospechar que el señor Craftsman en persona se materializaría aquel preciso día en aquel preciso lugar privándolas del tiempo suficiente para inventar una historia más suave que aquella del robo, el adulterio y el viaje secreto de su hijo Atticus a Granada tras la mentira de los poemas de Lorca.
Tampoco había tenido ocasión Berta de pensar en algo que justificara su traición a la confianza de Manchego. Por el momento, el inspector había creído a pies juntillas su versión: «Mientras nos sigan pagando el sueldo, preferimos no indagar mucho en el paradero del señor Craftsman, mayor de edad, por cierto, y muy libre de hacer con su vida lo que le venga en gana». Pero tarde o temprano llegaría el momento de contarle la verdad. Y sería dolorosa.