Una cosa tienen en común los hoteles de lujo y los hospitales de la seguridad social: la posibilidad de que en el momento menos pensado se abra la puerta de golpe y entre alguien dispuesto a hacer su trabajo caiga quien caiga: la tensión, la temperatura, el antibiótico, la revisión del minibar, la cobertura de la cama o la limpieza del cuarto de baño son tareas prioritarias que han de llevarse a cabo a pesar del descanso del enfermo o la desnudez del cliente.
—Perdone, señora, vengo a cambiarle las toallas —le dijo una doncella a Moira Craftsman, de pie, en medio de su habitación, ignorando el hecho de que dicha señora estaba moribunda sobre la colcha, en paños menores y con una compresa de agua fría sobre la frente—. ¿O prefiere que vuelva más tarde?
—¿Quién es usted? ¿Qué hace en mi cuarto? ¿Dónde estoy? —respondió ella en inglés.
Se había despertado muy aturdida, después de soñar que a sus rosales, en lugar de rosas de té, les estaban floreciendo claveles rojos.
—Mejor vuelvo luego —decidió la doncella dándose la vuelta y saliendo de allí como alma que lleva el diablo—, es que como no ha puesto el cartel de no molestar…
En ese momento sonó el teléfono.
—¿Señora Craftsman? Soy el conserje. Quería saber si está todo bien. Si le gusta su habitación.
—Sí. Está bien. Gracias.
Alguien llamó a la puerta.
—Servicio de minibar, ¿le subo hielo?
—¡No quiero hielo!
—Su chófer la espera.
—¿Mi chófer?
La doncella volvió a entrar.
—Ya que está usted despierta, pues mejor le cambio ahora las toallas, si le parece bien, mientras mi compañero le sube el hielo.
—Servicio de lavandería —dijo otra voz—. Le dejo sobre el sofá los zapatos limpios, buenos días.
—Tengo un recado para usted, señora Craftsman —escuchó que decía el conserje antes de que el auricular del teléfono cayera pesadamente y cortara la comunicación.
—¡Fuera de aquí todo el mundo! —logró hacerse oír por encima del barullo.
Moira comprendió que aquel asalto a su intimidad era una señal del cielo y que no podía quedarse allí tirada todo el día esperando a Marlow. Conociéndole, lo más probable era que su marido regresara otra vez con las manos vacías. Marlow nunca había sido muy echado para delante; al contrario: era un hombre excesivamente prudente que sólo se había atrevido a pedirle matrimonio cuando ella lo amenazó con romper la relación si no se declaraba de una vez. El anillo lo compró ella, la boda la organizó ella, los niños los educó ella y era ella, guiada por su agenda negra, quien decidía qué le apetecía a su marido en cada momento.
—Moira, querida, ¿me apetece ir el domingo a ver la final de Wimbledon con Charles Bestman? —podía sondearle él, por ejemplo, tapando con la mano el auricular del teléfono de la casa de Kent.
—No, cariño, te apetece quedarte aquí tomando el té con tu madre, que viene de Londres.
—No me apetece, gracias, Charles, eres muy amable.
Y asunto resuelto.
Había llegado el momento de tomar cartas en el asunto de la misteriosa desaparición de Atticus, pensó Moira, y con fuerzas renovadas saltó de la cama, se vistió con lo primero que sacó de su maleta, que resultó ser un traje de chaqueta de
tweed
y un sombrero de fieltro, y salió a la calle fría de Madrid. Tal y como le había anunciado el conserje, frente al hotel había un chófer de uniforme esperándola con la puerta del coche abierta.
—Encantado de conocerla, señora Craftsman —le dijo en un inglés estupendo—. ¿Quiere que la lleve a la calle Serrano, al Corte Inglés, al Museo del Prado o a algún otro lugar en especial?
Moira consultó su libreta negra.
—Lléveme a la calle del Alamillo, número 5 —respondió muy seria.
Unos minutos después, cuando abandonaron las anchas avenidas del Madrid moderno para internarse en las callejuelas del centro, a Moira se le cayó el alma a los pies. No podía ser cierto que su hijo hubiera tenido que sobrevivir en aquel vecindario de casas antiguas y aceras estrechas. La puerta de madera del número 5 de la diminuta calle del Alamillo, contrachapada y pintada de verde, le pareció la entrada del infierno y el olor del portal —una especie de pedo cocinado y fritanga pegada a la sartén— era sin duda mucho peor que el azufre del averno.
Subió trabajosamente los dos pisos y llamó al timbre del segundo derecha sin la menor esperanza de que alguien acudiera a abrir. El plan era llamar un par de veces y después probar suerte en las casas de los vecinos, preguntar por Atticus, sonsacarles información sobre sus conocidos, sus costumbres y todo lo que pudiera arrojar alguna luz sobre su paradero.
Para su sorpresa, la puerta del segundo izquierda se abrió instantáneamente a sus espaldas.
—¿A quién busca? —le preguntó una vieja vestida con una bata de lana azul celeste y unas zapatillas de andar por casa.
Ante la cara de estupor de Moira, la señora Susana se sintió obligada a dar alguna explicación.
—Soy la señora Susana, la vecina, es que tengo un timbre conectado con el de ese piso, ¿sabe? Me lo ha instalado la policía después de lo que ocurrió hace unos días, que casi me muero del susto, que entró un fulano a robar y me dio un empujón por la escalera, ¡santo fuerte!, casi no lo cuento. Si busca usted al señor
Crasman
, señora, tengo que informarle de que lamentablemente hace seis meses que no le vemos, creemos que lo tienen secuestrado, mire qué espanto, o que se ha muerto, o algo, porque es rarísimo que un chico tan majo, tan bien educado, no haya vuelto a dar señales de vida. Desapareció sin más. Se dejó la gabardina y todo. Y yo ando queriendo volver a alquilar el piso, pero claro, ¿qué pasa?, que cuando les cuento lo del secuestro y lo del ladrón, pues nadie se atreve a quedárselo. —La señora Susana se detuvo un momento y frunció el ceño—. Oiga, ¿no vendría usted, por casualidad, a preguntar por el piso? Mire que es un piso estupendo, con todas las comodidades, limpito, amueblado y decorado con mucho gusto…
—No entiende —respondió Moira con un acento infame.
—¿No me entiende? —replicó la señora Susana—. Ande, pase, nos tomamos un café y se lo explico despacito y luego, si quiere, le abro la puerta y lo vemos. Le va a encantar el piso, lo tengo hecho un primor.
La señora Susana empujó a Moira Craftsman al interior de su casa y la obligó a sentarse en el sofá de la sala de estar. Mientras ella ponía a hervir el cazo del agua y a calentar el de la leche, su gato se restregó por la pierna de la aterrada inglesa. Ésta había dado por hecho que en España, como en el resto de los países civilizados de la Unión Europea, todo el mundo hablaría un perfecto inglés, algo contaminado de acento americano por efecto de las películas de Hollywood, pero comprensible al fin y al cabo, y había supuesto que las diferencias culturales no serían un auténtico impedimento a la hora de entenderse con los nativos.
Se equivocaba.
La anciana seguía hablándole a gritos desde la cocina, más alto ahora que sabía que era extranjera, y Moira seguía sin entender una sola palabra.
Al cabo de unos minutos regresó con el café en una bandejita cubierta con un paño de croché y se sentó frente a ella sin dejar de hablar.
—Son ochenta metros cuadrados: un dormitorio muy amplio, cocina de gas, cuarto de baño y salita de estar con televisor en color. Los gastos de comunidad son bajos, la basura se la saca cada cual, porque desde hace unos años no tenemos portera, desde lo de la pobre Angelines, que tenía ochenta años y estaba como una rosa, pero los de los servicios sociales se la llevaron a un asilo porque dijeron que ya no eran edades para seguir trabajando, y duró dos semanas. Ni tiempo tuvimos de ir a verla al asilo, de llevarle bombones o algo. Se murió de pena, ¿sabe?
Moira intentaba intervenir en la conversación para preguntarle a aquella mujer si sabía dónde estaba su hijo, pero cada vez que tomaba aire para pronunciar su nombre, la otra ya había comenzado la siguiente frase, porque aquella anciana tenía la capacidad de hablar sin respirar y de inspirar y exhalar sin detener su perorata.
Por fin, después de más de diez minutos de discurso ininteligible, la señora Susana se puso en pie, cogió a Moira por el brazo, como si fueran amigas de toda la vida, y la llevó a conocer el piso que alquilaba.
A Moira se le llenaron los ojos de lágrimas cuando vio dónde había pasado Atticus sus últimos días. El piso olía a cerrado y a humedad, hacía frío y la poca luz que entraba por las ventanas llegaba ensombrecida por la fachada de la casa de enfrente.
—¿Que llora? ¿De alegría, mujer? Ya le dije que era monísimo.
Moira se desentendió de la casera y decidió explorar sin ayuda de nadie aquel miserable apartamento. El salón estaba limpio y vacío, la cocina desierta, el cuarto de baño cerrado y el dormitorio en penumbra. Con esfuerzo, subió la persiana.
—El chico durmió sólo tres noches aquí. No le dio tiempo a disfrutarlo —decía la señora Susana, persiguiendo a Moira por toda la casa—. Lo peor fue la policía, que lo llenó todo de polvillos blancos para buscar huellas y revolvió todos los cajones. Pero, como ve, ya está todo limpio como los chorros del oro.
Moira abrió el armario. Para su sorpresa, colgando de la única percha a la vista, encontró la gabardina Burberry que le había regalado a Atticus las Navidades anteriores. La descolgó a toda prisa, la cogió entre sus manos y se la llevó a la cara. Hundió en ella su nariz de sabuesa, la olisqueó, la besó, se la puso sobre el traje de chaqueta de
tweed
y se limpió las lágrimas con la manga.
—¿Pero qué hace? —se extrañó la señora Susana—. ¡Deje esa gabardina inmediatamente en su sitio, señora!
Moira ignoró las protestas de la anciana. Introdujo las manos en los bolsillos de la gabardina y encontró un papelito doblado en cuatro con una frase absurda escrita a lápiz: «Melones Arcángel, Granada. 8.00 am».
Aquello no podía ser otra cosa que una pista. Reconoció la palabra Granada, se maravilló de que la policía hubiera registrado el piso y se hubiera olvidado de mirar en aquel bolsillo y se dispuso a salir de allí a toda prisa para llamar a Marlow y contarle su hallazgo. Pero no tuvo en cuenta el cuerpito arrugado de la señora Susana impidiéndole el paso y su voz de pito alertando al resto de los vecinos —«¡A la ladrona, a la ladrona!»—, y de que a esas alturas todos los habitantes de aquel inmueble estaban preparados para un nuevo asalto —«ya no nos vuelven a pillar desprevenidos»— y que habían puesto un cierre automático en la puerta de abajo, y que tenían listos los cubos de agua, los tomates y los huevos podridos para llevar a cabo el plan de asomarse al hueco de la escalera y lanzárselos al sinvergüenza delincuente que volviera a entrar en aquella casa con la intención de desvalijarla.
Moira se encontró encerrada por dentro, bajo una lluvia de proyectiles inmundos, siete cabezas desdentadas contemplando su lapidación desde los descansillos y por mucho que gritó —«
Stop, stop! Help, help!
»— no logró que la tormenta cesara hasta que el chófer, intrigado por la tardanza de la inglesa, llamó a la puerta con los nudillos robustos y pudo dar explicaciones en español a los aterrados vecinos.
—Lléveme de vuelta al hotel —logró suplicarle Moira con el pelo pringoso y la gabardina sucia de basura.
Después encendió el móvil y llamó a su marido.
—Querido, creo que ya se dónde está Atticus.
—En Granada —respondió Marlow—. Le dejé recado al conserje, querida, ¿ya te lo ha dado?
Moira se dejó caer sobre el asiento del coche, sacó un pañuelo del bolso y se echó a llorar.
—La señora Craftsman sigue sin comprender por qué hemos tenido que traernos a María con nosotros a Granada —tradujo Berta con el tono lacónico que utilizaba con Manchego desde el día anterior.
—Joder con la señora Craftsman, no traduzcas esto, Berta, que es sólo para desahogarme —dijo Manchego—. Esta mujer va a conseguir que me tire del coche, mira lo que te digo, o que la tire a ella.
—Como ya le ha explicado muchas veces, señora Craftsman, el inspector cree que es necesaria la presencia de María en Granada por dos motivos —explicó Berta en inglés—: Uno, para protegerla de Barbosa, y dos, para atraer a Barbosa hacia ella y detenerlo.
—¿Y por qué no lo detienen en Madrid?
—La señora Craftsman quiere saber por qué no lo detienes en Madrid.
—
Mecagonlamar
, la leche que le han dado.
—Porque, señora Craftsman —le respondió Berta, paciente—, si no lo pillamos in fraganti no vamos a poder acusarlo de nada. La única prueba que tenemos contra él es la declaración de María. Ella es, cómo decirle, un «testigo protegido», no sé si me entiende.
—Un cebo —comprendió Moira Craftsman y miró disimuladamente a María en el reflejo del espejo retrovisor.
Marlow Craftsman había alquilado un monovolumen negro, Mercedes, de ocho plazas y cristales tintados y había contratado un conductor de corbata para hacer el viaje a Granada junto al estrambótico grupo de personas que la suerte le había adjudicado aquel día. En otras circunstancias jamás habría hecho un viaje de más de cuatro horas en aquella compañía: antes habría preferido tirarse al vacío desde los blancos acantilados de Dover que compartir el reducido espacio del vehículo con ellos.
Junto al conductor, en el asiento delantero, viajaba Manchego vestido de paisano, para empeorar aún más las cosas. Al menos de uniforme, aquel hombre imponía cierto respeto, pero así, con los pantalones de pana, el chaleco de tricotosa y la cazadora vieja, de hombre de campo, parecía un pastor de ovejas de Suffolk. Después iban los Craftsman; cada uno a un lado del asiento intermedio, el maletín de él y el bolso de ella haciendo de frontera en el centro, y, por último, al fondo del coche, María y Berta, muy juntas, apoyadas la una en la otra, como dos niñas pequeñas que tienen miedo a la oscuridad.
El plan consistía en llegar cuanto antes a Granada, recorrer los últimos metros caminando hasta la casa de Soleá, esperar en la puerta, subir con ella la cuesta hasta la cueva de la Dolores, llamar a la aldaba, preguntar por Atticus, despertarlo de su sueño profundo, darle un susto de muerte, contarle todo lo ocurrido, subirle al coche, al avión, al tren y llevarlo de vuelta a la casa de Kent para lograr que poco a poco, a base de té y cordura, se fuera desintoxicando de amores contrariados, vinos peleones, jamones curados y atunes encebollados, que olvidara aquellos meses de desperdicio y que volviera a ser el muchacho responsable y culto, el delfín de Craftsman&Co, el orgullo de su madre, la esperanza de su padre, el sucesor de Bestman, el futuro de la empresa. Un joven prometedor, sí, señor, digno heredero de sus antepasados, intachable, formal, respetable. Inglés; ante todo, inglés.