Read La fabulosa historia de los pelayos Online
Authors: Oscar García Pelayo
Tags: #Ensayo, #Biografía
Concretamente en París, años atrás se había dado el caso de una especie de banda que preparaba las cartas en el juego del black jack. A la hora de barajar, se dejaban aparte un pequeño grupo de cartas que estaba compuesto por figuras y ases y, con extraordinaria habilidad, colocaban ese montón encima de la baraja, de manera que después de apartar las cinco cartas iniciales que son reglamentarias, dos o tres compinches suyos jugaban por el máximo esa mano, que por supuesto venía siempre cargada de premios que más tarde repartirían entre los crupieres, inspectores de sala y los jugadores que pertenecían a la banda. Sólo con la ayuda paciente de esas cámaras que registran cualquier acción las veinticuatro horas del día, se pudo descubrir esta trama una vez que empezaron a sospechar que algo estaba sucediendo.
En definitiva, entre Pauline y Cristian se estaba generando una rara simbiosis que prometía. Así fue cómo una noche, después de una suculenta ganancia, acabaron en casa de Pauline. Este detalle fue algo que no se le escapó a Cristian, que vio el cielo abierto hacia un mayor compromiso con Pauline, ni tampoco a Marcos, que advertía cómo poco a poco Cristian intentaba hablar cada vez más en una lengua de la que hasta hacía bien poco no tenía conocimiento ni demasiado interés. En esos días llamaba al resto de la flotilla para darnos las buenas noticias que iban sucediéndose y para transmitirnos su inquietud, que se veía reflejada en una especie de «Éste se me queda a vivir aquí». Pero si por fortuna esta idea aún no estaba clara, tampoco la ganancia de dinero era definitiva, ya que a los pocos días de aquellas noticias se empezó a perder considerablemente.
Desconocíamos la razón por la que aquellas ruletas eran tan inestables, a pesar de que la estadística siempre había sido muy buena. Cierto es que aquellas máquinas eran de una marca local llamada Caro, que ya había sido retirada en el resto del planeta. Era muy raro haber practicado con ellas en ningún otro sitio del mundo pues provenían de la herencia chovinista que todavía Francia recogía de aquel sistema francés de juego que iba desapareciendo en el resto del mundo en favor del americano, mucho más dinámico y divertido. Nunca se supo si ese dato tenía algo que ver con aquella situación, pero ante la inminente llegada de lugares tan prometedores como Viena, o la esperanza puesta en la futura Copenhague, empezamos a ponerle un plazo a París para que regulase sus resultados y si no era así, interrumpir nuestra actividad hasta que analizásemos la situación.
Entretanto, Cristian se sentía mucho más seguro desde que empezó a dejar algo de ropa en casa de Pauline. También compartía algunos utensilios caseros que, aunque no exentos de un moderno y estilizado diseño, eran bastante básicos en el quehacer diario de cualquier persona: el secador de pelo, el microondas y, por supuesto, la tele y el vídeo comenzaban a ser lugares comunes de una incipiente convivencia que sólo de forma tácita iba imponiéndose. No se sabe muy bien si fue la inexperiencia o el saber que los días de trabajo en París estaban contados, pero un día Cristian le propuso a Pauline pasar juntos una especie de minivacaciones que ella podía permitirse porque tenía unos días libres que necesitaba usar para no perderlos. La chica le contestó con un coqueto «Pourquoi pas», que animaba a pensar que las cosas iban bien, y al día siguiente Cristian apareció en casa de Pauline flanqueado por dos enormes maletas que contenían todo lo que había podido adquirir a lo largo de los viajes efectuados con la flotilla.
No cabe la menor duda de que el gesto que Pauline imprimió a su rostro cuando abrió la puerta a Cristian fue la mejor expresión de que el punto de inflexión de aquella relación se había alcanzado justo en ese momento. Sus ojos denunciaban con grosera evidencia la angustia que se adivina en la tan temida frase «Éste se me queda a vivir aquí». Los días que precedieron a aquel instante no fueron ni mucho menos los más brillantes en la carrera meteórica de alguien con tanto carisma entre los suyos como era Cristian. A los últimos días de juego en París, donde se perdió lo suficiente como para cerrar aquella operación en un vulgar empate con aquel casino, se le sumó un progresivo desencuentro con su amante francesa.
Por más que analizamos aquella situación no hallamos más explicación a aquel triste giro del destino que achacarlo a un simple problema de cantidad: dos maletas fueron demasiadas para el inestable carácter de Pauline, que en fracciones de segundo pudo ver ante sí a una buena representación de la temida palabra «compromiso». Quizá una sola maleta hubiese pasado inadvertida en aquel joven contexto vacacional, es más, una maleta y una bolsa de mano tal vez habría sido un límite que Cristian podría haberse permitido con cierta garantía de seguridad. Pero esa segunda maleta fue el mejor ejemplo de inexperiencia que un hombre enamorado pudo haber evidenciado; a partir de ahí, ya no hubo marcha atrás.
Para ese momento, y aunque Marcos todavía no se lo había ni planteado dada su clara preferencia por mujeres que ya estuviesen comprometidas, los demás empezábamos a consolidar relaciones con parejas que, «casualmente», tenían que ver con el mundo del juego. Guillermo empezaba a asentar de manera definitiva su relación con Nines, Balón se lanzaba con Ágata, y a mí me quedaba un cuarto de hora para iniciar un acercamiento con mi futura mujer. Mientras tanto, Cristian veía cómo un mero problema de cantidad le alejaba de esa posibilidad, al menos a corto plazo, por lo que aquella palabra que compromete a quien asume una relación estable todavía podía quedar algo lejana para él, con las ventajas que para un chaval guapo y con pasta podía significar aquella ausencia.
El caso es que definitivamente se decidió abandonar París para desarrollar otros territorios que estaban esperando su pronta explotación. Marcos y Cristian aceptaron dejar Francia para encontrarse con la mayoría del grupo, que aún resistíamos en Amsterdam, y de ahí muchos de nosotros nos fuimos a vivir uno de los episodios más intensos de nuestro relato: destino Viena.
¡Qué paliza les dimos a los daneses! ¡Cómo me gusta recordarlo! ¡Qué sincera antipatía les tengo desde entonces!
Reducida en parte la excitación que produjo en la flotilla la superación de nuestro récord de ganancias en el casino de Viena, y después de volver a reunirnos a la llegada de mi viaje de prospección por Estados Unidos, llegamos a Copenhague con una magnífica impresión de la calidad de sus ruletas. Teresa había estado tomando números durante bastante tiempo, y el posterior análisis nos mostraba que aquellos casilleros parecían tener auténticos agujeros en algunas zonas por donde, jugando a unas veinte mil pesetas la apuesta, podíamos armar un edificante lío si las cosas se daban medianamente bien.
Pasamos por el hotel y de allí, después de comer, enseguida al casino. Era temprano y sólo funcionaban dos mesas, con pocos clientes en sus alrededores. Todas las ruletas eran buenas, así que entramos directamente a jugar, Guillermo en una mesa y yo en la otra. Iván y el resto del equipo daban vueltas y tomaban los números que iban saliendo, por lo que nosotros nos dedicábamos solamente a poner fichas, que eran muchas, ya que de entrada comenzamos a jugar por el máximo. Habíamos llevado a Dinamarca veinte millones de pesetas y apostábamos sin miedo una media de doscientas cincuenta mil por cada bola en cada una de las dos mesas.
Aquello fue un verdadero festival. Nuestros números salían con agradable soltura, confirmando la calidad que habíamos supuesto a aquellas benditas mesas. Lo único chocante era la frecuencia vergonzante con que los crupieres llegaban a parar el juego para insistirnos en su petición de las propinas. Asustados por esas turbas mendicantes, comenzamos a ceder y entregar algo de nuestras ganancias para así intentar alargar en lo posible el buen momento de suerte por el que estábamos pasando. No era nuestra costumbre ni nuestra regla, pero el escándalo que empezaba a organizarse en un casino relativamente pequeño, con muy pocos jugadores a esa hora de la aburrida tarde danesa, y un grupo de españoles jugando por lo máximo y ganando por todo lo alto, aconsejaban relajar un poco nuestros estrictos y sobrios principios. Pues ni por esas. Los voraces vikingos no se conformaban con estos graves juicios y demandaban más parte del botín, que seguía aumentando a cada minuto. Intentamos darles un capotazo proponiendo aplazar sus demandas para el final de la pelea, pero ellos se revolvían en un palmo de terreno y nos plantaban cara parando repetidas veces el juego de la mesa. No había visto más desvergüenza ni en Nápoles ni en Cádiz, donde la han inventado, pero en su forma sana y artística. Aquí era soez y perdularia.
De pronto abren una tercera mesa, entra Iván como una bala y empieza a ganar a mayor ritmo de lo que nosotros veníamos haciendo. Aquello fue el acabóse. Diez minutos más tarde, se nos acercan los gorilas del casino para decirnos que les acompañemos. Desde las otras mesas Iván y Guillermo, que eran igualmente requeridos, me miraban como preguntando qué hacíamos ante esta situación nueva e imprevista. Yo me resisto un poco, pero veo que se puede formar un alboroto con la consiguiente llegada de la policía, que en todos los países se pone aburridamente a favor del casino, a favor del más fuerte.
En ese momento llevábamos tres horas jugando y ganábamos justamente tres millones de pesetas. Parece ser que la dirección del casino no nos aguantaba a un ritmo tan fuerte y, además, dando pocas propinas a sus esbirros.
Nos llevaron a un despacho, donde un tipo sentado detrás de una mesa nos contó en inglés que al vernos tan organizados había intentado conseguir información sobre nosotros. Ellos pertenecían a la misma empresa que Austria Casinos y, al llamar a Viena, habían sabido quiénes éramos y la que allí habíamos formado. A la calle, que nos lleváramos lo ganado pero que no volviéramos a pisar sus salones. Para reafirmar lo dicho, hizo un gesto a un niñato vestido con tejanos y zapatillas de deporte que lo acompañaba para que nos mostrara una pistola que llevaba bajo el brazo sujeta con unas correas de cuero. Les dijimos que, confiando en la conocida liberalidad de su país, nos íbamos directamente a la comisaría más próxima a denunciar este flagrante desprecio por nuestros más elementales derechos (fundamentalmente nuestro derecho a llevarnos un millón por hora sin hacer ningún tipo de trampas, pensé para consolarme).
Nos habíamos equivocado dando algunas propinas. Los jugadores profesionales como nosotros nunca deben darlas. Fue una debilidad imperdonable.
Dos taxis nos llevaron al garito policial más cercano. Al ser sábado y tarde, había pocos funcionarios y el que nos atendió, parapetado detrás de un mostrador, nos sorprendió diciéndonos que no nos permitía formular ninguna denuncia. Estaba al tanto de lo que había pasado y por su parte no iba a permitir que unos extranjeros vinieran a llevarse el dinero de su país. Nos quedamos helados. ¿Ésa era la famosa socialdemocracia de los países nórdicos? Ni siquiera teníamos derecho a la protesta. Segunda puerta del día que tomamos con poco agrado.
¿Qué hacer? A la embajada de España, que seguro que allí defienden nuestros derechos de ciudadanos europeos.
Aunque estaba cerrada, nos abrieron por la puerta de servicio, ya que en el mismo edificio se encontraba la residencia del embajador y también se alojaba el personal de servicio. Eran todos españoles y nos hicieron pasar a una cocina, donde departimos con ellos mientras avisaban al responsable de nuestros asuntos en Dinamarca. No se mostraron sorprendidos del trato que habíamos recibido porque en su vida cotidiana ellos tenían experiencias parecidas en sus relaciones con aquellos aborígenes.
Nuestra charla con el embajador fue tan amable como inútil, ya que solamente pudo recomendarnos un abogado para que llevara nuestras posibles demandas, pero nos despedimos rechazando la idea porque bastantes líos teníamos en España como para abrir otro frente legal en un país bárbaro.
Esa noche no quisimos visitar el Tívoli, ver los restos hippies de Cristanía, ni ninguna otra oferta turística que la ciudad nos ofrecía. Llegué a la conclusión que de Dinamarca sólo me gustaban Dreyer y Laudrup, aunque Iván defendía que Kierkegaard también tenía un mérito bastante grande.
Con la flotilla conocí muchos casinos, pero ya antes había visitado lugares históricos como un casino en Alaska (donde la fiebre del oro) o el de Viña del Mar en Chile, casinos ecológicos emplazados en parques naturales como el lago Tahoe en Nevada o Sun City en Suráfrica, casinos exóticos como los de Macao, Aruba, Iguazú, Mauricio o Seychelles, y casinos absurdos como los de Dakar, Suazilandia o Valladolid. No sé qué otro adjetivo podía inventar para este de Copenhague.
Al día siguiente cogimos nuestros tres millones y tomamos el primer avión que nos sacara de allí.
Patrick Santa-Cruz y su hermano Carlos escuchaban atónitos la propuesta que Guillermo y yo les hacíamos.
—Pero vamos a ver: si vosotros conocéis a directores de casinos en Inglaterra que accedan sentarse a hablar con nosotros, quizá podamos llegar a algún acuerdo con ellos para jugar en sus casinos sin que nos acaben echando —les decía mientras Guillermo asentía con la cabeza.
Empezábamos a estar hartos de no poder jugar en cualquier casino que estudiábamos más de una semana, y a veces horas. Era evidente que lo que había ocurrido en España hacía ya casi un año comenzaba a ser habitual en el resto de Europa. Existía un aviso circulando por todos los ordenadores de los casinos europeos que advertía que un grupo de españoles estaba desbancando algunos casinos del continente. Algunos de estos casinos pertenecían a cadenas donde ya habíamos operado y disponían incluso de nuestros nombres y perfiles, por lo que evidentemente se hacía cada vez más difícil trabajar con una mínima garantía de que, cuanto menos, recuperaríamos la inversión de tiempo y dinero que arriesgábamos, preparando cada acción que emprendíamos.
Siendo plenamente conscientes de aquella desagradable circunstancia, llegamos a tomar la decisión de buscar nuevos mercados donde creyéramos que todavía no hubiese llegado la noticia de nuestras incursiones, o bien les fuese difícil controlarnos porque no pidieran identificación en la puerta de acceso al casino o, por último, fuesen casinos exageradamente grandes y abiertos las veinticuatro horas, en los que resultase más farragoso el control de nuestros estudios por parte del casino. Ésa fue la razón por la que mi padre decidió iniciar una prospección en Australia junto con Guillermo. Pero antes de partir convinimos en que existía otro camino posible: si estábamos de acuerdo con algún casino al que le pudiera interesar nuestros servicios, todavía podíamos quedarnos por la zona europea.