Read La fabulosa historia de los pelayos Online
Authors: Oscar García Pelayo
Tags: #Ensayo, #Biografía
—En cualquier caso, sepan que será muy bienvenida una actitud positiva frente al personal, que sin duda responderá con agradecimiento a su gesto. Lo único que puedo decirles es que insisto en el hecho de que aquí son bienvenidos y que en la medida en que ustedes sean comprensivos con el estilo de funcionamiento de esta empresa, nosotros haremos lo que esté en nuestras manos para que su estancia les sea de lo más grato —volvió a decirnos Thomas sin dejar de sonreír ni un momento.
—Hasta cierto punto será como dice el director —se apresuró a apuntalar Barabino, esta vez mirándonos a los ojos y sin que su jefe le hubiese preguntado nada.
—¡Ah! Casi se me olvidaba decir que gracias a nuestros buenos contactos con el casino de Madrid sabemos que son ustedes gente con amplios conocimientos sobre asuntos de juego. Insisto en la idea de que ustedes, como muchos otros clientes, siempre serán bienvenidos a nuestro local —concluyó Thomas.
Ante la puerta entreabierta que aquel holandés parecía dejar para que pudiéramos seguir con nuestra actividad, entendimos que tenía poco sentido continuar con la conversación. Con la misma habilidad que el señor director nos había dispensado, nos despedimos de él y de Barabino, dispuestos a seguir hablando cuando hiciese falta. Enfilamos el camino del hotel, locos por contar al resto de la flotilla todo lo que había acontecido en dicha reunión, y así diseñar conjuntamente un plan de actuación en función de la poca o ninguna claridad que habíamos sacado de las palabras de Thomas.
En cuanto llegamos al hotelito, nos reunimos en la habitación de mi padre y, por supuesto, no escatimamos ni un solo detalle en la recreación de la reciente reunión que habíamos mantenido con los directivos del casino. Al término de una larga explicación, Marcos comentó que aquel encuentro le parecía bastante esperanzador y apuntó con cierto ánimo a mi padre:
—Pero entonces, tío Gonzalo, a partir de ahora vamos a poder jugar tranquilamente en este casino, ¿no es así?
—Hasta cierto punto, Marcos, hasta cierto punto.
Aún tardamos algún tiempo en confirmar los temores que indicaban que no iba a ser nada fácil seguir desarrollando nuestro sistema en aquel casino. Por supuesto tomamos algunas precauciones y evitamos exponernos demasiado a la hora de tomar los números de las nuevas ruletas o bajar el nivel de las apuestas para reducir la presión ambiental. Lo que no hicimos fue empezar a dar mucha propina, ya que no era lógico soltar demasiado antes de ver resultados, pero en cualquier caso sí dimos estratégicamente alguna donde antes no dábamos, para que así entendieran que estábamos dispuestos a llegar a un punto de equilibrio entre tranquilidad y propina.
No habían pasado ni diez días cuando pudimos comprobar que de nuevo efectuaron un gran cambio en al menos siete ruletas, por lo que a partir de entonces comprendimos, que, si bien Amsterdam no se había acabado para nosotros, no tenía sentido tener emplazados allí a un gran contingente de personas para el poco juego que podíamos desplegar. Hasta ese momento habíamos logrado ganarle al casino de Amsterdam unos cincuenta millones de pesetas, y evidentemente no había ninguna razón para amargarse, aunque sí para empezar a pensar en nuevos destinos.
Por fortuna se había conseguido preparar a tiempo París, mandando a mi madre a aquella plaza. Los resultados eran muy buenos y decidimos que antes de empezar a operar allí debíamos hacer lo mismo que habíamos hecho anteriormente: realizar una pequeña prospección para decidir cuál sería el siguiente casino que estudiaríamos antes de entrar a jugar en Francia. Por esa razón mi madre cogió un coche y puso rumbo hacia Bélgica y Holanda, parando en todos los casinos elegidos previamente para echar un vistazo, mientras que un destacado grupo formado por mi padre, Carmen, Balón, Cristian y Marcos hacían algo parecido pero justo al revés, es decir, partiendo de Amsterdam rumbo a París.
Unos y otros se fueron dando cuenta de que los casinos que iban encontrando por el camino no eran lo bastante grandes como para pasar inadvertidos, y así pararon en Lille, Tournai o Bruselas por un lado, y también en La Haya, Breda y Amberes por otro, hasta terminar todos juntos en Ostende, donde descubrieron uno de los establecimientos de juego más vetustos y decadentes de los que hasta la fecha se habían visto. Antes de entrar en dicho local se dieron una vuelta por esa ciudad costera apreciando el color plomizo de aquel mar que hablaba de poca luminosidad y de algún que otro carácter depresivo. Justo en el momento que entraron en el casino a uno de los guardias de seguridad, esperando que todo el grupo estuviese de espaldas y que no entendiesen el idioma, se le ocurrió decir algo que sólo Carmen, que habla perfecto alemán, interpretó, ya que es una lengua bastante similar al flamenco que se habla por esa zona: «Ya están aquí», fue lo que creyó adivinar Carmen.
Una vez dentro, en el campo visual aparecían relajadas parejas de jubilados que disfrutaban de sus últimos días en aquella ciudad ya jubilada; también se exponían unos pocos jóvenes, a todas luces muy influenciados por la estética de grupos musicales como pueden ser los Scorpions, o de jugadores de fútbol a lo Rudi Voller y, cerrando el círculo ambiental, unos cuantos empleados del local, que miraban con sigilo y estupidez cada paso o acercamiento a las mesas de ruleta que osaba realizar cualquiera del grupo.
La decisión fue muy fácil: Cristian y mi madre partirían cuanto antes hacia París, mientras que de vuelta a Amsterdam, Marcos se quedaría en Breda para estudiar ese casino, aun sabiendo que parecía complicado dado su pequeño tamaño y a que formaba parte de la red del ya citado Holland Casinos. Efectivamente, acabó siendo la anécdota más nimia de la aventura de los Pelayos, dado que por lo señalado con anterioridad o porque desde el primer día Marcos le propuso una cita a una crupier algo malencarada, el caso es que duró escasamente dos días en aquel lugar. Desgraciadamente, en aquella ocasión los españoles no fuimos capaces de repetir una grande, ni siquiera esmirriada, gesta en aquella recóndita localidad.
Como previamente se había convenido, si es que llegaba ese momento, Marcos marchó a los tres días a París para trabajar junto a Cristian en la explotación del negocio que se abría allí, así como para preparar la estrategia de aproximación al nuevo casino que debía hacer mi madre. No hacía mucho que Marcos se había dado una vuelta en coche por el norte de Italia inspeccionando locales de juego y, llevado por su innata curiosidad, acabó llegando hasta Austria. La idea estaba clara: en ese momento el mejor lugar posible para ser estudiado era el casino de Viena, pero antes había que dejar preparado el terreno en París.
—¿Qué vino pedimos aquí, Marcos? —preguntó Cristian, simulando un amplio conocimiento de la alta bodega francesa.
—Yo qué sé. ¿Para qué me preguntas si sabes que no tengo ni idea de vinos?
—Ya lo sé, pero es que este menú no hay quien lo entienda y hay que pedir algo.
—Hombre, pues como nos están invitando, podemos pedir el que queramos. Pide el más caro.
—Eso no es de muy buen gusto, ¿no crees?
—Por supuesto, pero recuerda que éstos son franceses. Puede ser divertido ver la cara del camarero cuando le hagas el pedido.
—La verdad es que tienes razón —aseveró Cristian, esbozando una ligera sonrisa—. Garçon, garçon, s’il vous plaît.
Llevaban más o menos una semana en el lujosísimo casino parisino de Enghien-Les-Bains y por ahora les estaban tratando a cuerpo de rey. Reverencias, miradas de aprobación y mesa y mantel a tutiplén cuando ellos desearan. Era evidente que hasta allí no había llegado todavía la noticia de cierto grupo español que jugaba con un sistema ganador, aunque no se puede negar que buena parte del éxito que se respiraba era por el duro hecho de que estábamos perdiendo en la primera semana de juego.
Aunque trabajábamos sólo en dos mesas, no es que hubiese cambiado en nada el sistema de juego. Marcos y Cristian apostaban a unos cuantos números en cada ruleta, y así noche tras noche. Lo que pasa es que por mucho sistema que se aplique, a corto plazo el azar pesa mucho más que cualquier ventaja con la que se pueda contar. De esta manera ellos jugaban como siempre pero perdían como nunca, lo que al parecer les hacía especialmente populares en aquel casino. Los clientes, admirados por la juventud de aquellos dos intrépidos jugadores que además de apostar muy fuerte eran tremendamente constantes en sus convicciones, intentaron hacerse amigos de aquella extraña pareja.
Parece que se estilaba mucho apuntar y apuntar sin parar para luego efectuar grandes análisis sobre lo apuntado, aspecto que confirma una vez más el profundo sentido cartesiano que impregna a los nativos de aquel lugar. Por esa razón, además de por ser medio francesa, mi madre no tuvo ningún problema ni levantó sospecha alguna en sus muchos días de toma de números en París. También es cierto que le ayudó bastante la valentía con que respondió a la incisiva e interesada pregunta de un director de sala sobre cuáles eran sus intenciones en aquel local, ya que veía que no paraba de tomar números, y aunque sabía que eso era algo habitual por allí, le dijo que no lo era tanto viniendo de una mujer tan sola y guapa: «Es que estoy intentado descubrir un método revolucionario con el que dar la vuelta al casino y vencerle como nadie lo ha conseguido anteriormente. Pero aún tengo que estudiar muchos más números para poder llegar con éxito a mi propósito».
Éste fue un método que también Marcos puso alguna vez en práctica, y como ya le aconsejó mi padre a Guillermo, no hay nada más desconcertante que ofrecer al enemigo la más cruda verdad.
Por otra parte, es cierto que ni Marcos ni Cristian sabían nada de francés, pero apuntar y jugar en serio, vaya si lo hacían; aunque desde luego lo suyo no tenía nada que ver con Pierrot Previer, que si bien jugaba cuando podía, también apuntaba cuando quería, y eso era a todas horas. Desde aquellos grandes apuntadores de números que conocimos en Madrid y que se llamaban Carlos y Chimo, nunca habíamos visto tanto tesón y destreza en el arte de la anotación. Claro que Pierrot, a diferencia de nuestros amigos de Madrid, era un amplio conocedor de mundos esotéricos, lo que le permitió desarrollar una interesante teoría que relacionaba el vasto universo de números salidos directamente de las ruletas (Pierrot ya llevaba recogidos a lo largo de su vida unos quinientos mil) con el orden emocional de los individuos que se acercan al excitante mundo de la ruleta y a la fastuosa metáfora que comporta dicha actividad. Por desgracia, no es fácil ahondar en esta bella teoría, ya que sólo recibí la información que transmitieron Marcos y Cristian de lo que habían conseguido entender en las pocas palabras de inglés que unos y otros cruzaron, pero es absolutamente seguro que de haber conocido dicha teoría en su francés natal, ésta habría de ser mucho más bella, y por supuesto, mucho más vacía.
Lo que sí quedaba claro era que mientras más dinero perdían, más simpatías despertaban, y hasta empezaron a notar que más de una crupier sonreía e incluso reía alguna gracia que, aunque una vez más era chapurreada en un inglés no demasiado correcto, se la intentaba potenciar con algún que otro injerto de unas cuantas palabras de aquel francés rememorado de lejanas y fatigosas jornadas escolares. De esas medidas acciones surgió Pauline. No perdamos el tiempo en descripciones literarias: Pauline era la típica francesa que todo hombre, que no ha tenido la suerte de que se le cruce una mujer argentina o rusa en su vida, ansía conocer para así dar por cerrada su educación sentimental.
Cristian empezaba a cerrar el ciclo y por poco se estrella con aquella meta. Él tenía veinte años y ella seis pares de medias negras. Cada vez que Pauline les tiraba bola en la ruleta, trasmitía un exquisito halo de sensualidad mezclado intencionadamente con un elegante distanciamiento, adquirido gracias a siglos de una educación basada en la absoluta corrección en las formas y también en la racionalidad. El momento clave era evidentemente el del «rien ne va plus», y ahí es donde Cristian se convertía en insensible a cualquier otra influencia externa, de manera que no percibía demasiado bien cuándo iba ganando o cuándo no. Según palabras de Marcos, tuvo que hacerle notar que le habían salido tres 21 seguidos, rememorando casi dos años después aquella heroica remontada en el casino de Madrid.
Pronto empezaron a salir juntos y a disfrutar de la sofisticada noche parisina. Si al finalizar las juergas había que quedarse en algún lugar (Cristian sistemáticamente lo intentaba), siempre era en el hotel de este, pero eso no ocurrió el primer día ni tampoco el segundo. Tuvieron que pasar unos cuantos para que llegase a suceder, ya que aquel afrancesado «sí pero no» e incluso algún que otro «no pero sí» eran una constante en aquella relación. Parece que Cristian estaba muy ilusionado con aquella actitud que Pauline desplegaba de continuo, pues consideraba que aquello rezumaba interés por la relación y sentía sinceramente que todo lo que allí acontecía era sin duda importante para los dos.
Mientras tanto, la suerte comenzó a cambiar y en muy pocos días casi se pusieron a la par con el casino, seguido todo ello del consiguiente aumento de la tensión ambiental. Hasta entonces no habían faltado clientes de toda la vida que, además de hablarles vehementemente de los buenos días vividos bajo el gobierno del general de Gaulle, les aconsejaban reorientar su actitud respecto al juego hacia campos más estructurados, ayudándose de sistemas de gran sofisticación que reflejaban un amor por la extrema elaboración y un rechazo hacia una forma de jugar algo básica, como era el estar apostando siempre a los mismos números sin permitirse ninguna variación. Pero cuando en pocos días se empezó a ganar lo que allí se estaba ganando comenzaron a vislumbrarse teorías que intentaban dar explicación al mérito de aquellos dos jóvenes españoles a la hora de obligar al azar a encontrarse con una actitud, según ellos, algo minimalista y, hasta se llegó a oír, dialéctica, pero esto quizá sea una simple apreciación personal, ya que Marcos nos transmitió algo de esto que captó una vez más en su inglés nativo de Algeciras, mientras que a Cristian le daba todo igual y pasaba de los comentarios de unos y otros.
Lo importante era que Pauline ganaba en intensidad a medida que Cristian aparecía como un héroe de leyenda, venciendo al hasta entonces invencible casino local, y empezando a pasar del mundo de las copas nocturnas a las cenas regadas con Dom Pérignon. Hablaron y hablaron de anécdotas referentes al mundo de los casinos en general y del de París en particular. Por aquel entonces ya empezábamos a estar acostumbrados a escuchar todo tipo de historias truculentas dentro de los locales de juego. Gracias a ellos descubrimos que en París, como en cualquier otro lugar del mundo, el control exhaustivo que la dirección ejerce por medio de cámaras ocultas, o mediante cualquier otro sistema, no es tanto para controlar a tahúres y tramposos en general cuanto para seguir lo más cerca posible las andanzas del personal del casino, que casi en un 80 por ciento de ocasiones son los que realmente procuran grandes agujeros a dichos negocios.