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Authors: Anne Helene Bubenzer

Tags: #Relato

La fabulosa historia de Henry N. Brown (40 page)

BOOK: La fabulosa historia de Henry N. Brown
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—Laura, mira, papá y yo tenemos que hablar de una cosa —dijo Claire el segundo día por la mañana—. ¿Por qué no sales fuera a jugar?

—Pensaba que estábamos de vacaciones —rezongó Laura.

—Sí, esta tarde iremos al museo, prometido —contestó la madre.

—Vacaciones, mamá. No quiero ir al museo. Quiero ir a nadar.

—Ya veremos, ¿de acuerdo? Pero danos una hora.

—Para mí, nunca tenéis tiempo.

Laura dejó plantada a su madre, sonrió a la signora Simoni y le preguntó:

—¿Puedo jugar con Paolo?


Si certo
, mi pequeña Laura. Le irá bien salir a tomar el fresco.

Tenía razón, hacía mucho que no había salido fuera.

—Gracias.
Mille grazie
.

—¡Anda, ve! —dijo la signora Simoni—. ¡Que te diviertas!

Nos vio marchar, frunciendo el ceño.

—Creo que mamá y papá se van a divorciar —dijo Laura, mirándome tristemente con sus ojos de color azul claro.

Nos habíamos buscado un sitio a la sombra debajo de la pérgola.

—No hacen más que discutir. Y creen que yo no me entero de nada. Con Janine pasó lo mismo.

Me estrechó.

—Pero no tienen que divorciarse.

La miré fijamente. La situación era grave.

Isabelle y Gianni se habían prometido mutuamente estar juntos hasta que la muerte los separase. Marlene y Friedrich se habían prometido lo mismo, y la muerte no había tenido miramientos. Pero era obvio que no resultaba fácil cumplir la promesa. Puede que suene simplón o tal vez incluso ingenuo, pero la idea de que una familia no quisiera seguir estando junta, por los motivos que fuera, nunca se me había pasado por la cabeza con tanta claridad. Hasta entonces, en mi vida siempre se había tratado de mantener unida a la familia, de volver a encontrar a las personas a las que se quería y ser felices juntos. Comencé a intuir que el amor no era un estado invariable, no era una obviedad. Una conclusión estremecedora.

—Mamá ha dicho que tiene que irse de aquí, que ya no sabe quién es, y papá le ha dicho que, si es tan egocéntrica, ya puede irse.

Eso parecía terrible.

—Hablan y hablan, pero siempre se dicen lo mismo.

El amor es un lenguaje que puede hablarse sin palabras, Laura. Ellos han olvidado ese lenguaje, y lo están buscando. No es fácil
.

El signore Simoni salió de la sombra. Llevaba en la mano una botella de naranjada; una pajita azul se balanceaba tentadora arriba y abajo en la boca.


Ciao
, Laurita —dijo—. ¿Te apetece beber algo?

Laura asintió con la cabeza.

—¿Hablas con Paolo? —preguntó.

Asintió de nuevo con la cabeza.

—Es bueno tener a alguien con quien hablar —dijo Simoni.

—¿Sabe usted qué significa egocéntrico? —preguntó a bocajarro la niña, mirándolo interrogativa.

El signore Simoni puso cara de desconcierto.


Mi dispiace
—dijo, y se encogió de hombros, lamentándolo—. Ni idea.

—Da igual —dijo Laura, y calló.

Creo que la frase que oí salir más veces de la boca de Laura fue «Me da igual».

—¿Quieres ir a casa?

—Me da igual.

—¿Quieres que te lleve a la cama?

—Me da igual.

—¿Quieres que me tire por la ventana?

—Me da igual.

No le daba igual en absoluto, pero sabía perfectamente que sus padres no le preguntaban porque de verdad les interesara su opinión. Podía entender muy bien que, en ese caso, uno no se tomara la molestia de dar una respuesta seria.

Laura tenía casi doce años. Al principio, me costó creerlo. A esa edad, Isabelle era muy distinta, mucho más ingenua, igual que Melanie. Laura casi había entrado en la pubertad. Le habían salido espinillas en la nariz y se le perfilaban unos pechos diminutos por debajo de la blusa, aunque aún tenía una cara redonda y un cuerpo en cierto modo poco proporcionado. Era una niña extraña. No era tímida, pero sí callada. No era seria, pero tampoco hacía el tonto. No era hermosa, pero sí mona y simpática. No era descarada, pero sabía replicar. No era rebelde, pero sí obstinada.

Me gustaba Laura. En cualquier caso, creó que me gustaba. Quizá también confundí el afecto con la compasión. No lo sé. No le reprocho a la signora Simoni que me regalara a Laura. Ella no podía saber cómo evolucionarían las cosas.

Cuando se acercó el día de la partida, las vacaciones se habían ido al garete y los Hofmann se disponían a emprender el camino hacia Olten, en Suiza, la signora consideró que la amistad de Laura conmigo era tan «fuerte» que quiso regalarme.

En un primer momento, Laura se alegró, de eso estoy seguro. Vi su cara radiante, el brillo en sus ojos. Aun así, si hubiera sido capaz de disculparme, me habría escabullido por la puerta de atrás (como siempre hacen en las películas de policías de la televisión). Intuía que no me esperaba una tarea fácil.

La Pensione Bencistà desapareció detrás del recodo de la calle y, con ella, la última conexión con Isabelle, con Gianni y Giulia, con mi antigua vida. Hasta el final, en lo más hondo de mi ser había albergado la esperanza de que un día regresarían, de que la nostalgia los guiaría de nuevo a aquel lugar, como había ocurrido con tantos otros huéspedes. Que un día se produciría un reencuentro feliz en la recepción. Pero no habían vuelto. Y, ahora, yo me iba.

Solo conocía Suiza por lo que había oído contar. El signore Simoni había dicho en una ocasión que allí había montañas altas con las cumbres cubiertas de nieve, verdes praderas alpinas, muchas vacas y buenos quesos. Sin embargo, cuando llegamos, dudé mucho de que el signore Simoni hubiera estado nunca en Suiza.

Olten era una pequeña ciudad que se parecía a muchas pequeñas ciudades por las que había pasado a lo largo de todos mis viajes. No divisé ninguna vaca y no había ni rastro de nieve; estábamos en pleno verano.

El viaje de vuelta había transcurrido principalmente en silencio, y es una forma amable de expresarlo si describimos el ambiente con neutralidad. De vez en cuando, Claire preguntaba si alguien quería una manzana, cada doscientos kilómetros habían parado a estirar las piernas: todas las conversaciones habían sido de carácter puramente práctico.

Yo iba en el asiento de atrás, con Laura, que estaba absorta en un tebeo en el que un montón de patos eran los personajes principales. No comprendí qué podía parecerle tan divertido. ¿Cómo es que se leían libros donde los personajes principales eran animales parlantes? Pero los dibujos estaban llenos de color y Laura se divertía con las meteduras de pata del pato principal, un tal Donald.

Bernard condujo el coche por un puente que cruzaba un río que brillaba con destellos. En la ribera izquierda se veían edificios antiguos que se elevaban escarpados desde la orilla, la torre de una iglesia sobresalía con su tejado de bronce patinado sobre las demás construcciones del casco antiguo. Un poco más allá, otro puente atravesaba el río. Era distinto de todos los puentes que había visto hasta entonces: parecía hecho enteramente de madera y estaba cubierto. Mientras yo aún seguía boquiabierto, llegamos a la otra orilla, Bernard giró dos veces a la izquierda y aparcó el BMW delante de una casa grande.

—Olten, final de trayecto, Hüblistrasse. Bajen, por favor —exclamó Bernard con alegría adrede, cosa que motivó una mirada crispada de Claire.

Sentía curiosidad. Qué remedio. Tenía un nuevo hogar, una nueva dueña, una nueva misión. Pero Laura se quedó sentada, con la nariz pegada al tebeo.

—¡Laura! ¿No quieres bajar?

—No tengo ganas.

—Venga, vamos a descargar.

—Pues hacedlo.

Claire puso los ojos en blanco y yo pensé que Laura podría tener el detalle de enseñarme la casa. En un momento dado se incorporó, cogió su tebeo y se bajó del coche. Sin mí. Me quedé tumbado en el asiento azul oscuro. El sol me quemaba la piel. Al cabo de media hora, cuando habían descargado todos los trastos y los habían metido en casa, Claire asomó la cabeza en la parte de atrás del coche.

—Me vuelve loca. Hay que ir detrás de ella recogiéndolo todo —murmuró, y me recogió, juntamente con dos envoltorios de caramelo y una piel de plátano.

Fui a parar a una gran habitación en la buhardilla. Cuando entré con Claire, casi me dio un soponcio. Estaba llena a rebosar de juguetes. Nunca había visto tantos juguetes juntos.

—Te habías dejado el osito en el coche.

—Me da igual.

—Y también la basura, señorita —dijo Claire, que en ese momento me dejó caer junto con la basura sobre la alfombra azul. Tan bajo había caído. La basura y yo. Respiré hondo y procuré no desanimarme.

Laura le dio la espalda a su madre. Estaba sentada en el suelo, jugando con una muñeca. Tampoco había visto nunca una muñeca como aquella. Annabelle era como una niña pequeña, pero aquel ejemplar parecía una mujer adulta. Tenía unos buenos pechos y los labios pintados, y me recordó un poco a la joven americana que, cargada de oro y luciendo bolsitos, les había hecho la vida imposible a los Simoni con sus incesantes exigencias.

Al observar con más detalle, descubrí que no solo tenía una de esas muñecas, sino cuatro iguales. Una era de piel oscura, en tanto que las otras parecían más bien de color rosa chillón. Laura peinó abnegadamente a la muñeca rubia, le cubrió el cuerpo rígido con un vestido brillante y luego repitió el procedimiento con las otras tres damas de plástico. A mí, ni me miró.

La observé fascinado, y al mismo tiempo llegué a la conclusión de que no tenía nada que hacer frente a todos los juguetes que se amontonaban allí. Eran de colorines y modernos, los animales de trapo parecían suaves y tiernos: aquella habitación era un paraíso para cualquier niño. Allí se podía jugar días enteros sin usar dos veces ningún objeto. Muchas cosas me resultaban del todo extrañas. Había unos hombrecitos azules con gorro frigio blanco, y todos eran diferentes: uno llevaba un ramo de flores, otro una azada y un tercero una sartén en la mano. Había piezas de construcción de todos los colores, que se podían encajar unas en otras. Caballos y coches que pegaban con las muñecas, y muchas cajas con letras de colores encima. No salía de mi asombro.

—¡Mamá! —gritó de pronto, dejando caer el diminuto cepillo—. ¡Mamá!

No se movió nada.

—¡Ma-má! —insistió.

Claire asomó la cabeza por la puerta.

—¿Qué pasa?

—¡Me aburro!

¿Qué? ¿Se aburría?

Laura estaba decidida a sacar de quicio a su madre.

—¿Me puedo comer un helado?

—No. Durante todo el viaje no has comido más que chucherías. ¿Qué te ocurre? Te has pasado una semana entera quejándote porque querías volver ya a casa, y ahora que hemos vuelto, la señorita tampoco está contenta. ¿Por qué no telefoneas a Sandra?

—Todavía está de vacaciones.

—¿Y Janine?

—También.

—Por favor, Laura. Tengo que lavar mucha ropa, mañana tengo que volver a la clínica.

—Sois idiotas. Nunca tenéis tiempo —exclamó la niña en un repentino ataque de rabia, y lanzó una muñeca hacia su madre, que consiguió cerrar la puerta justo a tiempo. Barbie cayó ruidosamente al suelo.

Uf.

Laura se levantó y dio una patada; luego me cogió y echó pestes mirándome:

—Nunca tienen tiempo. O están en la clínica o están demasiado cansados y discuten.

Así pues, se trataba de eso: no era aburrimiento, sino soledad.

Me costó comprender qué ocurría allí. Nunca había vivido con una familia como aquella. Los Hofmann tenían todo lo que se puede desear. Una casa grande, un coche grande, un televisor grande, un círculo de amistades grande. Laura se zambullía entre juguetes, Claire en su gran surtido de ropa y Bernard en su mueble bar. Pero, por mucho que quisieran creer lo contrario, eso no podía hacerlos felices.

Bernard y Claire seguían las rutinas mantenidas durante años como si los dirigieran con un mando a distancia y procuraban mantener las apariencias de que eran una familia feliz. Ella instruía a la asistenta, él se ocupaba de las facturas de la luz. Ella recogía la mesa, él ponía el lavavajillas. Ocultaban con tanta maña sus heridas detrás de fórmulas de cortesía, sus miedos detrás de frases vacías y sus deseos detrás de la fuerza de la inercia que, si no te fijabas bien, caías en el engaño. Pero estaban más perdidos que todas las personas con las que había vivido antes.

Bernard se refugiaba en su trabajo en el hospital del cantón. Dirigía el servicio de Pediatría. Era la unidad donde trataban a los niños enfermos, le explicaba a Laura. Estaba disponible día y noche para salvar vidas. Ejercía la medicina con pasión, sus manos finas les abrían la barriga a las criaturas y volvían a coserla, arreglaban orejas de soplillo, narices rotas y puntas de la lengua mordidas. Se tomaba todo el tiempo del mundo para sus pacientes, siempre que se lo permitían sus viajes para dictar conferencias, impartir cursos de perfeccionamiento y acudir a congresos.

Claire era conocida por sus capacidades quirúrgicas. Era capaz de recomponer todos los huesos que hay en el cuerpo humano. Y no eran pocos, según me explicaba Laura alguna vez que jugamos en el hospital a que yo tenía que mimar a la pobre criatura huérfana moribunda.

En su escaso tiempo libre, Claire ejercía de presidenta del Comité de Ayuda Humanitaria y era secretaria de la Asociación de Mujeres por la Paz; además, era la directora honorífica de una tienda de productos del Tercer Mundo. No logré imaginar en qué consistía. Yo siempre había pensado que solo existía este mundo, y ya me parecía lo bastante complejo.

A ambos los respetaban y elogiaban por su compromiso y su trabajo. Unos años antes, todavía se mantenían codo con codo, sonreían y hablaban de su ideal de hacer del mundo un lugar un poco mejor para vivir y ayudar a los niños. ¿Qué se había hecho de aquel ideal? Mientras Laura seguía luchando desesperadamente por llamar un poco su atención y gritaba y gesticulaba en vano como un náufrago en alta mar, sus padres solo se ocupaban de salvarse a sí mismos.

¿Que si era horrible? Habría sido igual si hubieran intentado ponerse cómodos en la nevera. Era como si todos estuviéramos sentados encima de una bomba de relojería, cuyo tictac sonaba fuerte debajo de nosotros. Y solo había dos personas que podían desactivarla.

De noche, cuando todos estaban rendidos por el esfuerzo constante de guardar las apariencias, a veces se desgajaban trocitos de su fachada perfecta y permitían ver el cúmulo de infelicidad que se ocultaba detrás.

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