—¿Y ella ya estaba allí preparada con el vestido negro y todo?
—Es viuda,
dottore
.
—Está bien, con buenos modales, pero sacadla de aquí.
Cuando Montalbano hablaba de aquella manera quería decir que no se le podía llevar la contraria. Fazio se acercó a los dos hombres, habló con ellos en voz baja y ambos se llevaron a rastras a la mujer.
El comisario se acercó al doctor Pasquano, que estaba agachado junto a la cabeza del muerto.
—¿Bien?
—Es evidente que bien no está —contestó el forense en tono más desabrido que el de Montalbano—. ¿Necesita que le explique yo la faena? Han efectuado un solo disparo. Justo en medio de la frente. En la parte posterior, el orificio de salida se ha llevado por delante medio cráneo. ¿Ve aquellos pequeños grumos? Son una parte del cerebro. ¿Le parece suficiente?
—¿Cuándo ha ocurrido, a su juicio?
—Hace unas cuantas horas. Sobre las cuatro, quizá a las cinco.
Muy cerca de allí, Vanni Arquà examinaba con mirada de arqueólogo que acabara de tropezarse con un hallazgo del paleolítico, una piedra de aspecto absolutamente normal. A Montalbano no le caía nada bien el nuevo jefe de la Policía Científica, y la antipatía era claramente compartida.
—¿Lo han matado con eso? —preguntó el comisario, señalando la piedra con aire inocente.
Vanni Arquà lo miró con visible desprecio.
—¡No diga bobadas! Fue un disparo de arma de fuego.
—¿Han encontrado la bala?
—Sí. Alojada en la madera del portal, que todavía estaba cerrado.
—¿Y el casquillo?
—Mire, comisario, yo no tengo por qué contestar a sus preguntas. La investigación, por orden del jefe superior, será dirigida por el jefe de la Móvil. Usted deberá limitarse a prestar apoyo.
—¿Y qué estoy haciendo? ¿Acaso no presto apoyo, aguantándolo a usted con más paciencia que un santo?
Al juez suplente Tommaseo todavía no se le había visto el pelo en el escenario del crimen y, por consiguiente, aún no se podía llevar a cabo el levantamiento del cadáver.
—Fazio, ¿cómo es posible que el subcomisario Augello no esté aquí?
—Está en camino. Ha dormido en Fela en casa de unos amigos. Lo hemos localizado a través del móvil.
¿En Fela? Aún tardaría media hora en llegar a Vigàta. ¡Y cualquiera sabía en qué estado se presentaría! ¡Muerto de sueño y de cansancio! Unos amigos, ¡una mierda! Seguramente había pasado la noche con una mujer cuyo marido habría ido a rascarse los cuernos a otro sitio.
Se acercó Galluzzo.
—Acaba de telefonear el juez suplente Tommaseo. Dice que si lo vamos a recoger con un coche. Se la ha pegado contra un poste a tres kilómetros de Montelusa. ¿Qué hacemos?
—Ve a recogerlo.
Nicolò Tommaseo raras veces conseguía llegar a un sitio con su automóvil. Conducía como un perro drogado. Al comisario no le apetecía esperarlo. Antes de irse, echó un vistazo al muerto, un chaval de poco más de veinte años, vaqueros, cazadora, coleta y pendiente. Los zapatos le debían de haber costado un dineral.
—Fazio, yo me voy a la comisaría. Espera tú al suplente y al jefe de la Móvil. Nos vemos luego.
Sin embargo, decidió irse al puerto. Dejó el coche en el muelle, y echó a andar pasito a pasito por el ramal de levante hacia el faro. El sol ya había salido, pletórico de fuerza, aparentemente satisfecho de haber conseguido una vez más su propósito. En la línea del horizonte se distinguían tres puntitos negros: unos pesqueros que regresaban a puerto con retraso. Abrió la boca y aspiró una gran bocanada de aire. Le gustaba el
sciàuro
, el olor del puerto de Vigàta. «Pero ¿qué dices? Todos los puertos huelen igual de mal», había replicado un día Livia. No era verdad, cada puerto de mar olía de una manera distinta. El olor del de Vigàta era una proporción perfecta de jarcias mojadas, redes puestas a secar al sol, yodo, pescado podrido, algas vivas y muertas y alquitrán. Y muy de fondo, un olor residual de gasóleo. Incomparable. Antes de llegar a la roca plana que había al pie del faro, se agachó y cogió un puñado de grava.
Llegó a la roca y se sentó. Contempló el agua y le pareció ver borrosamente en ella el rostro de Carlos Martel. Le arrojó con rabia el puñado de grava. La imagen se fragmentó, se estremeció y desapareció. Montalbano encendió un cigarrillo.
—¡
Dottori, dottori
, ah,
dottori
! —lo asaltó Catarella en cuanto lo vio aparecer en la entrada de la comisaría—. ¡Ha llamado tres veces el
dottori
Latte, ese al que lo llaman como una palabrota que termina con ese! ¡Quiere hablar personalmente en persona con usted! ¡Dice que es un asunto de urgencia urgentísima!
Ya se imaginaba lo que diría Lattes, el responsable del gabinete del jefe superior, apodado el «leches y mieles» por sus empalagosos y clericales modales.
El jefe superior, Luca Bonetti-Alderighi, del marquesado de Villabella, se había mostrado muy duro y explícito. Montalbano jamás lo miraba a los ojos sino ligeramente por encima de ellos, pues siempre lo hechizaba la cabellera de su jefe, muy espesa y con un grueso mechón retorcido en la parte superior, semejante a ciertas cagarrutas de persona que a veces se encuentran abandonadas por el campo. Aquella vez, al ver que no lo miraba, el jefe superior se había llamado a engaño, pensando que finalmente había conseguido atemorizar al comisario.
—Montalbano, se lo digo de una vez por todas con ocasión de la llegada del nuevo jefe de la Brigada Móvil, el señor Ernesto Gribaudo. Usted deberá ejercer funciones de apoyo. Su comisaría sólo se encargará de los asuntos sin importancia, y dejará que de los importantes se encargue la Móvil en la persona del señor Gribaudo o del subjefe de la brigada.
Ernesto Gribaudo. Legendario. Una vez, tras haber examinado el tórax de un hombre asesinado con una ráfaga de kalashnikov, había sentenciado que el tipo había muerto a causa de doce puñaladas asestadas en rápida sucesión.
—Perdone, señor jefe superior, ¿me podría dar algún ejemplo concreto?
Luca Bonetti-Alderighi se había llenado de orgullo y satisfacción. Montalbano permanecía de pie delante de él al otro lado del escritorio, ligeramente inclinado hacia delante y con una humilde sonrisa en los labios. Por si fuera poco, el tono de su voz había sido casi implorante. ¡Lo tenía en un puño!
—Explíquese mejor, Montalbano. No he entendido qué ejemplos quiere usted.
—Quisiera saber qué asuntos tengo que considerar sin importancia y qué otros importantes.
Montalbano también se había felicitado por su actuación: la imitación del inmortal personaje de Fantozzi del actor cómico Paolo Villaggio le estaba saliendo de maravilla.
—¡Qué pregunta, Montalbano! Pequeños hurtos, peleas, trapicheo de poca monta, reyertas, control de extracomunitarios, ésos son los asuntos sin importancia. El homicidio no, eso es un asunto importante.
—¿Me permite tomar apuntes? —preguntó Montalbano, sacándose del bolsillo un trozo de papel y un bolígrafo.
El jefe superior lo miró, perplejo. Y, por un instante, el comisario se asustó: a lo mejor se le había ido la mano en la tomadura de pelo y el otro se había dado cuenta. Pero no. El jefe superior hizo una mueca de desprecio.
—Faltaría más.
Y ahora Lattes remacharía las órdenes tajantes del jefe superior. Un homicidio no entraba en sus atribuciones, era asunto de la Brigada Móvil. Marcó el número del jefe del gabinete.
—¡Montalbano queridísimo! ¿Cómo está? ¿Cómo está? ¿Qué tal la familia?
¿Qué familia? Era huérfano, y ni siquiera estaba casado.
—Todos muy bien, gracias, señor Lattes. ¿Y la suya?
—Todos bien, gracias a la Virgen. Oiga, Montalbano, en cuanto al homicidio que ha habido esta noche en Vigàta, el señor jefe superior...
—Ya lo sé, señor Lattes. No tengo que ocuparme del asunto.
—¡No, por Dios! ¿Qué dice? Yo lo he llamado precisamente porque el señor jefe superior desea, por el contrario, que se encargue usted de él.
Montalbano estuvo a punto de desmayarse. ¿Qué significaba todo aquello?
Ni siquiera conocía la identidad del muerto. ¿A que ahora resultaría que el chaval asesinado era hijo de algún personaje importante? ¿Acaso le estaban endilgando un engorro monumental? ¿No una patata caliente sino un tizón ardiendo?
—Disculpe,
dottore
Lattes. Yo me he personado en el lugar de los hechos, pero no he iniciado la investigación. Como usted comprenderá, no quería inmiscuirme en algo que no me compete.
—¡Lo comprendo muy bien, Montalbano! ¡Gracias a la Virgen, en nuestra Jefatura nos tratamos con personas de exquisita sensibilidad!
—¿Por qué no se encarga del asunto el señor Gribaudo?
—¿No lo sabe?
—No sé absolutamente nada.
—Verá, el señor Gribaudo tuvo que irse la semana pasada a Beirut para asistir a una importante reunión sobre...
—Lo sé. ¿Se ha tenido que quedar en Beirut?
—No, no, ya ha regresado, pero, nada más llegar, sufrió una grave disentería. Temíamos que se tratara de una variedad de cólera, ya sabe, por aquella zona no es insólito, pero después, gracias a la Virgen, resultó que no.
Montalbano también dio las gracias a la Virgen por permitir que Gribaudo no pudiera alejarse más de medio metro del retrete.
—¿Y el subjefe Foti?
—Fue a Nueva York para asistir a la reunión convocada por Rudolph Giuliani, ya sabe, el alcalde de la «tolerancia cero». La reunión trataba de la mejor manera de mantener el orden en una metrópoli...
—Pero ¿eso no terminó hace un par de días?
—Sí, claro, claro. Pero, verá usted, antes de regresar a Italia, el señor Foti quiso darse un garbeo por Nueva York. Le pegaron un tiro en la pierna para robarle la cartera. Está ingresado en el hospital. Gracias a la Virgen, nada grave.
Fazio apareció pasadas las diez.
—¿Cómo venís tan tarde?
—¡Por el amor de Dios,
dottore
, no me diga nada! ¡Primero hemos tenido que esperar al suplente del juez suplente! Después...
—Espera. Explícate mejor.
Fazio elevó los ojos al cielo, pues tener que hablar del asunto le volvía a poner los nervios de punta.
—De acuerdo. Cuando Galluzzo fue a recoger al juez suplente Tommaseo, que había chocado contra un árbol...
—Pero ¿no era un poste?
—No,
dottore
, a él le pareció un poste, pero era un árbol. Resumiendo, Tommaseo se había hecho una herida en la frente y le salía sangre. Entonces Galluzzo lo acompañó al servicio de urgencias de Montelusa. Desde allí, Tommaseo telefoneó para que lo relevaran, pues le dolía la cabeza, pero era muy pronto y en el Palacio de Justicia no había nadie. Tommaseo llamó al teléfono particular de un compañero suyo, el juez Nicotra. Y por eso hemos tenido que esperar a que el juez Nicotra se despertara, se vistiera, se tomara el café, se pusiera al volante del coche y llegara. Pero, entre tanto, el señor Gribaudo no aparecía. Y el subjefe, tampoco. Cuando por fin ha llegado la ambulancia y han retirado el cadáver, me he quedado diez minutos esperando a los de la Móvil. Y después, al ver que no venía nadie, me he largado. Si el señor Gribaudo quiere algo de mí, que venga a buscarme aquí.
—¿Qué has averiguado acerca del asesinato?
—¿Y a usted qué coño le importa,
dottore
, con el debido respeto? De eso se tienen que encargar los de la Móvil.
—Gribaudo no vendrá, Fazio. Está encerrado en un retrete cagando a lo bestia. A Foti le han pegado un tiro en Nueva York. Me ha llamado Lattes: de este asunto nos tenemos que encargar nosotros.
Fazio se sentó con un brillo de alegría en los ojos. Inmediatamente se sacó del bolsillo una hoja de papel cubierta por una apretada escritura. Y empezó a leer.
—Emanuele Sanfilippo, llamado también Nenè, hijo del difunto Gerlando y de Natalina Patò...
—Ya basta —dijo Montalbano.
Le molestaba lo que él llamaba «el complejo de registro civil» que padecía Fazio. Pero le molestaba todavía más el tono de voz con que éste enumeraba fechas de nacimiento, parentescos y matrimonios. Fazio lo comprendió de inmediato.
—Perdone, señor comisario.
Pero no volvió a guardarse la hoja en el bolsillo.
—La conservo como recuerdo —explicó para justificarse.
—¿Cuántos años tenía ese Sanfilippo?
—Veintiuno y tres meses.
—¿Era drogadicto? ¿Se dedicaba al trapicheo?
—No consta.
—Trabajaba.
—No.
—¿Vivía en Via Cavour?
—Sí, señor. En un apartamento del tercer piso: sala de estar, dos habitaciones, cuarto de baño y cocina. Vivía solo.
—¿De compra o de alquiler?
—De alquiler. Ochocientas mil liras al mes.
—¿El dinero se lo daba su madre?
—¿Ésa? Es una pobre desgraciada,
dottore
. Vive con una pensión de quinientas mil liras mensuales. En mi opinión, ha ocurrido lo siguiente: hacia las cuatro de la madrugada, Nenè Sanfilippo aparca el coche justo delante del portal, cruza la calle y...
—¿Qué coche es?
—Un Punto. Tenía otro en el garaje. Un Duetto. ¿Me explico?
—¿Era un ocioso?
—Sí, señor. ¡Y hay que ver lo que tenía en casa! Todo de último modelo: televisor con antena parabólica en la azotea, ordenador, vídeo, cámara de vídeo, fax, frigorífico... Y tenga en cuenta que no he mirado con detenimiento. Hay videocasetes, y discos compactos y disquetes para el ordenador... Habrá que examinarlo.
—¿Hay noticias de Mimì?
Fazio, que se había embalado, se desorientó.
—¿Quién? Ah, sí, el subcomisario Augello; apareció poco antes de la llegada del suplente del juez suplente. Echó un vistazo y se fue.
—¿Sabes adónde?
—Cualquiera sabe. Volviendo a lo de antes, Nenè Sanfilippo introduce la llave en la cerradura y, en aquel momento, alguien lo llama.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque le han disparado a la cara,
dottore
. Al oír que lo llaman, Sanfilippo se vuelve y se acerca a la persona que lo ha llamado. Cree que será cuestión de pocos minutos porque deja la llave en la cerradura, no se la vuelve a guardar en el bolsillo.
—¿No ha habido pelea?
—Parece ser que no.
—¿Has examinado las llaves?
—Había cinco, señor comisario. Dos de Via Cavour: portal y puerta del apartamento. Dos de la casa de la madre: portal y puerta del apartamento. La quinta es una de esas llaves ultramodernas que los que las venden aseguran que no se pueden duplicar. No sabemos de qué puerta era.