—¿Y tú qué hiciste?
—¿Qué iba a hacer? Recé las cinco avemarías y los tres padrenuestros.
—¿Y si conseguiste acabar tan pronto, por qué no volviste antes?
—Se me estropeó el coche y se hizo tarde. ¿Cómo quedamos?
—Hagamos lo que dice el cura. Tú, mañana a las seis menos cuarto, vas a ver qué te dice y vienes a contármelo. Si ha dicho que la cosa se puede hacer cuando oscurezca, significa que será entre las seis y media y las siete. Actuaremos según lo que él te diga. Iremos cuatro en un solo coche, así no habrá jaleo. Yo, Mimì, tú y Gallo. Nos llamamos mañana, ahora tengo cosas que hacer.
Fazio se retiró y Montalbano marcó el número de Ingrid.
—Tú habla «ki» yo escucha —dijo la voz de la sirvienta.
—Habla el de antes. Soy hortelano.
Dio resultado. Ingrid se puso al teléfono medio minuto después.
—¿Qué ocurre, Salvo?
—Ha habido una contraorden, lo siento en el alma. Mañana por la noche no nos podremos ver.
—Entonces ¿cuándo?
—Pasado mañana.
—Un beso.
Así era Ingrid, y por eso Montalbano la apreciaba y la quería: nunca pedía explicaciones, pero ella tampoco las daba. Se limitaba a tomar nota de la situación. Jamás había visto a una mujer tan femenina como Ingrid que fuera al mismo tiempo tan poco femenina.
«Por lo menos, según la idea que nosotros los hombres tenemos de las mujeres», pensó Montalbano, dando por terminada su reflexión.
Al llegar a la altura de la
trattoria
San Calogero, el comisario, que caminaba apurando el paso, se detuvo en seco como hacen los burros cuando, por misteriosas razones, deciden pararse y no moverse por muchos azotes o puntapiés que les den en la tripa. Consultó el reloj. Eran sólo las ocho. Demasiado pronto para cenar. Pero el trabajo que lo esperaba en Via Cavour sería muy largo y seguramente le llevaría toda la noche. Podía empezar e interrumpir su tarea sobre las diez... Pero ¿y si le entraba apetito antes?
—¿Qué hace, señor comisario, se decide o no se decide?
Era Calogero, el dueño de la
trattoria
, mirándolo desde la entrada. No esperaba otra cosa.
El local estaba completamente vacío; cenar a las ocho de la tarde es cosa de milaneses; los sicilianos empiezan a tomar en consideración la idea de cenar pasadas las nueve.
—¿Qué tenemos de bueno?
—Fíjese en eso —contestó con orgullo Calogero, señalándole el mostrador refrigerado.
La muerte se les nota a los peces en los ojos, se los empaña. Aquéllos, en cambio, aún los tenían vivos y brillantes como si todavía estuvieran nadando.
—Hazme cuatro lubinas.
—¿No quiere nada de primero?
—No. ¿Qué tienes de aperitivo?
—Unos pulpitos que se deshacen en la boca. No tendrá que usar los dientes.
Era verdad. Los pulpitos eran tan tiernos que se le disolvieron en la boca. Con las lubinas, tras haberlas aliñado con unas cuantas gotas del «condimento del carretero», es decir, aceite aromatizado con ajo y guindilla, se lo tomó con calma.
El comisario tenía dos maneras de comer el pescado. La primera, que adoptaba de mala gana y sólo cuando tenía poco tiempo, consistía en quitarle las espinas, recoger en el plato sólo las partes comestibles y empezar a comérselas. La segunda, que le producía mucha más satisfacción, consistía en quitar las espinas a cada bocado ya aliñado en el momento de comérselo. Cierto que tardaba más, pero aquel tiempo de más servía de rodaje: durante la limpieza del bocado aliñado, el cerebro hacía entrar en acción los sentidos del gusto y del olfato de tal forma que uno tenía la sensación de comerse el pescado dos veces.
Cuando se levantó de la mesa, ya eran las nueve y media. Decidió dar un paseo por el puerto. La verdad era que no le apetecía ver lo que esperaba ver en Via Cavour. En el barco de la línea regular de Sampedusa estaban subiendo unos cuantos camiones de gran tonelaje. Pasajeros, muy pocos, y turistas, ninguno; aún no era la temporada. Dio un paseo de una hora y después se decidió.
* * *
Nada más entrar en el apartamento de Nenè Sanfilippo, se cercioró de que las ventanas estuvieran bien cerradas y no dejaran filtrar la luz, y después se dirigió a la cocina. Entre otras cosas, Sanfilippo tenía allí todo lo necesario para la preparación del café, y Montalbano utilizó la cafetera más grande que encontró, de cuatro tazas. Mientras subía el café, echó un vistazo al apartamento. Al lado del ordenador que había utilizado Catarella, había un estante lleno de disquetes, CD-ROM, discos compactos y videocasetes. Catarella había colocado en orden los disquetes del ordenador y entre ellos había introducido una hoja, en la cual figuraba escrita en letras de imprenta la siguiente indicación: «Disquetes guarros.» O sea, material porno. Montalbano contó los videocasetes, eran treinta. Quince de ellos habían sido adquiridos en algún sex-shop y tenían etiquetas de vivos colores y títulos inconfundibles; cinco habían sido grabados por el propio Nenè y titulados con varios nombres de mujer: Laura, Renée, Paola, Giulia, Samantha. Los diez restantes eran cintas originales de películas, todas rigurosamente americanas, con unos títulos que permitían adivinar sexo y violencia. Cogió los videocasetes con nombres de mujer y se los llevó al dormitorio, donde Nenè Sanfilippo tenía un televisor gigante. El café ya estaba hecho. Se bebió una taza y volvió al dormitorio; se quitó la chaqueta y los zapatos, introdujo en el vídeo la primera cinta que le vino a la mano, «Samantha», se tumbó en la cama con dos almohadas detrás de la espalda y puso en marcha el aparato mientras encendía un cigarrillo.
La escenografía consistía en una cama de matrimonio, la misma en la cual estaba tumbado el comisario. La toma estaba hecha con encuadre fijo: la cámara aún estaba colocada sobre la cómoda de siete cajones, lista para otra grabación erótica que ya no tendría lugar. Arriba, justo por encima de la cómoda, había dos pequeños focos que se encendían en el momento necesario. La vocación de Samantha, pelirroja y de estatura no superior al metro cincuenta y cinco, era de carácter acrobático, pues se movía tanto y adoptaba unas posturas tan complicadas que a menudo se salía del campo. Nenè Sanfilippo, en aquella especie de repaso general del «Kama-sutra», parecía encontrarse completamente a sus anchas. El sonido era pésimo, las escasas palabras apenas se oían, pero, en contrapartida, los lamentos, los gruñidos, los suspiros y los gemidos surgían de golpe a todo volumen, como ocurre en la televisión cuando sale la publicidad. La grabación total duraba tres cuartos de hora. Presa de un aburrimiento mortal, el comisario puso la segunda cinta, la titulada «Renée». Apenas tuvo tiempo de observar que la escenografía era la misma y que la tal Renée era una veinteañera muy alta y delgada, con unas tetas enormes y en modo alguno depilada. No le apetecía ver toda la cinta, y por eso se le ocurrió pulsar en el mando a distancia la tecla de avance rápido para detenerse después de vez en cuando. Se le ocurrió porque, en cuanto vio a Nenè penetrar a la peluda Renée, una irresistible sensación de sueño lo golpeó en la nuca como un mazazo, le hizo cerrar los ojos y lo obligó a hundirse sin remisión en un profundo sueño. Su último pensamiento fue que no hay mejor somnífero que la pornografía.
Se despertó de golpe sin saber si la causa habían sido los gritos de Renée presa de un orgasmo telúrico o bien los fuertes puntapiés contra la puerta mezclados con el sonido ininterrumpido del timbre. ¿Qué pasaba? Atontado por el sueño, se levantó, paró la cinta y, mientras se dirigía a abrir la puerta tal como estaba, despeinado, en mangas de camisa, con los pantalones a punto de caérsele (pero ¿cuándo se los había desabrochado para estar más cómodo?) y descalzo, oyó una voz que en un principio no reconoció, gritando:
—¡Abran! ¡Policía!
Se quedó definitivamente estupefacto. Pero ¿la policía no era él?
Abrió y se quedó horrorizado. Lo primero que vio fue a Mimì Augello en correcta posición de disparo (piernas flexionadas, trasero ligeramente proyectado hacia atrás, brazos extendidos, ambas manos en la culata de la pistola); a su espalda, a la señora Concetta Burgio, viuda de Lo Mascolo, y, detrás de ellos, una muchedumbre que se apretujaba no sólo en el rellano sino también en los tramos de escalera que conducían a los pisos superiores e inferiores. De un solo vistazo, reconoció a la familia Crucillà al completo (el padre, Stefano, jubilado, en camisa de dormir; su señora, con un albornoz de rizo; la hija, Samanta sin hache intercalada, con un provocador jersey largo; el señor Mistretta, en calzoncillos, camiseta e, inexplicablemente, con la deformada bolsa negra en una mano; Pasqualino de Dominicis, el chavalillo pirómano, entre su papaíto, Guido, en pijama, y su mamaíta, Gina, enfundada en un vaporoso y anticuado picardía.
Al ver al comisario, ocurrieron dos fenómenos: el tiempo se detuvo y todos se quedaron petrificados. De ello se aprovechó la señora Concetta Burgio, viuda de Lo Mascolo, para improvisar en tono dramático un monólogo didáctico-explicativo.
—¡María, María, María, pero qué susto tan grande me he llevado! ¡Justo cuando me acababa de dormir, de repente, me pareció oír la sinfonía de cuando el difunto vivía! ¡La puta que decía «ah, ah, ah, ah» y él que gruñía como un puerco! ¡Exactamente igual que las otras veces! Pero ¿cómo, un fantasma vuelve a su casa con una puta? ¿Y se pone, con perdón, a follar como cuando estaba vivo? ¡Helada me quedé! ¡Muerta de miedo! Entonces llamé a los guardias. Cualquier cosa me habría podido imaginar menos que se tratara del señor comisario que había venido aquí a hacer lo que le daba la gana. ¡Todo me lo habría podido imaginar!
La conclusión a la que había llegado la señora Concetta Burgio, viuda de Lo Mascolo —que era la misma de todos los presentes—, se basaba en una lógica férrea. Montalbano, ya totalmente pasmado, no tuvo fuerzas para reaccionar. Se quedó en la puerta, paralizado. Quien reaccionó fue Mimì Augello, que, tras haberse guardado la pistola en el bolsillo, empujó violentamente al comisario hacia el interior del apartamento mientras empezaba a dar tales voces que todos los vecinos emprendieron una precipitada huida.
—¡Basta! ¡Váyanse a dormir! ¡Circulen! ¡No hay nada que ver!
Después cerró la puerta a su espalda y, con la cara ensombrecida por la furia, avanzó hacia el comisario.
—¡Pero cómo coño se te ha ocurrido venir aquí con una mujer! Hazla salir, a ver cómo la sacamos del edificio sin provocar otro alboroto.
Montalbano no contestó. Se dirigió al dormitorio seguido de Mimì.
—¿Se ha escondido en el cuarto de baño? —preguntó Augello.
El comisario puso nuevamente en marcha el vídeo, pero bajó el volumen.
—Aquí tienes a la mujer —dijo.
Se sentó en el borde de la cama. Augello contempló la pantalla del televisor y después se dejó caer de golpe en una silla.
—¿Cómo es posible que no se me haya ocurrido antes?
Montalbano paró la cinta.
—Mimì, la verdad es que tanto tú como yo nos hemos tomado las muertes de los viejecitos y la de Sanfilippo a la ligera, olvidando ciertas cosas que hubiéramos tenido que hacer. A lo mejor, es que tenemos la cabeza distraída con otros pensamientos. Estamos más ocupados en nuestros asuntos que en las investigaciones. Asunto cerrado. Vámonos. ¿Te has preguntado alguna vez por qué razón Sanfilippo había introducido en su ordenador el epistolario con su amante?
—No, pero, puesto que él trabajaba con ordenadores...
—Mimì, ¿tú has recibido alguna vez cartas de amor?
—Por supuesto.
—¿Y qué hiciste con ellas?
—Algunas las guardé y otras no.
—¿Por qué?
—Porque algunas eran importantes y...
—Alto ahí. Has dicho «importantes». Por el contenido, naturalmente, pero quizá también por cómo estaban escritas, por la grafía, los errores, las tachaduras, las mayúsculas, los puntos y aparte, el color del papel, la dirección del sobre... En resumen, contemplando aquella carta, te era fácil evocar a la persona que la había escrito. ¿Es verdad, sí o no?
—Es verdad.
—Pero, si tú la introduces en un ordenador, la carta pierde valor, puede que no todo el valor, pero sí una buena parte. Pierde incluso el valor de prueba.
—¿En qué sentido, y perdona que te lo pregunte?
—En el sentido de que ni siquiera puedes pedir a un perito un informe caligráfico. Pero, de todos modos, tener una copia de las cartas a través de la impresora del ordenador siempre es mejor que nada.
—Perdona, pero no te entiendo.
—Supongamos que la amistad de Sanfilippo fuera una amistad peligrosa, no a lo Laclos, naturalmente...
—¿Quién es ese Laclos?
—Dejémoslo. Decía peligrosa en el sentido de que, de haberse descubierto, habría podido terminar fatal, con un asesinato. «Quizá —debió de pensar Sanfilippo—, si nos descubren, la entrega del epistolario original nos podrá salvar la vida.» Resumiendo, él introduce el texto de las cartas en el ordenador y deja el paquete de las originales bien a la vista, listo para el intercambio.
—Que, sin embargo, no se produjo, pues las cartas originales han desaparecido y a él lo han matado de todas maneras.
—Ya. Pero yo estoy seguro de una cosa: de que Sanfilippo infravaloró el peligro que corría manteniendo aquella relación, a pesar de saber que lo corría. Tengo la impresión, sólo la impresión, que conste, de que no se trata sólo de la posible venganza de un marido cornudo. Pero sigamos. He pensado: si Sanfilippo se priva de las posibilidades de evocación que ofrece una carta autógrafa, ¿cómo es posible que de su amante no haya conservado ni siquiera una fotografía, una imagen? Y entonces me acordé de los videocasetes que se guardaban aquí.
—Y viniste a verlos.
—Sí, pero olvidé que, en cuanto empiezo a mirar una película porno, me entra sueño. Estaba viendo las que él mismo había grabado aquí dentro con distintas mujeres. Pero no creo que fuera tan tonto.
—Y eso, ¿qué quiere decir?
—Quiere decir que habrá tomado precauciones para evitar que un extraño descubriera inmediatamente quién es ella.
—Salvo, puede que sea el cansancio, pero...
—Mimì, las cintas son treinta y hay que verlas todas.
—¡¿Todas?!
—Sí, y te explico por qué. Las cintas son de tres tipos. Las grabadas por Sanfilippo, que dan fe de sus hazañas con cinco mujeres distintas. Quince son videocasetes porno adquiridos en algún sitio. Diez son de películas americanas, vídeos de videoclub. Tal como te he dicho, hay que verlas todas.