La evolución Calpurnia Tate (14 page)

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Authors: Jacqueline Kelly

Tags: #Aventuras, infantil y juvenil

BOOK: La evolución Calpurnia Tate
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A
mi amiga Lula Gates le llevó mucho tiempo olvidar la ignominia de ponerse mala en público en el recital de piano. Se pasó semanas sin poder hablar de otra cosa. Yo ya me estaba cansando y le dije que podía haber sido peor, que una vez al maestro Frédéric Chopin le había pasado lo mismo en una actuación para el rey y la reina de Prusia.

—¿De verdad? —dijo Lula, animada por fin.

No. Me lo acababa de inventar. Pero hizo que se sintiera mejor y, por lo tanto, que se callara de una vez.

Supongo que Lula era guapa, aunque en esa época yo no era consciente de ello. Hebras de plata y miel se entrelazaban en su larga trenza rubia, que le caía por la espalda y oscilaba con vida propia cuando tocaba una pieza vigorosa al piano. Tenía los ojos de un curioso color claro, entre el azul y el verde, cuyo tono dependía del color de su cinta para el pelo. Había en ella algo extraño que yo encontraba fascinante: siempre, tanto en invierno como en verano, tenía el puente de la nariz empañado por una delicada capa de transpiración. Apenas bastaba para humedecer la yema de un dedo, pero si se lo secabas, reaparecía de inmediato. Sonará poco atractivo, pero era más divertido que desagradable. De pequeña, me quedaba allí quitándoselo y viendo cómo le volvía a salir durante todo el rato que ella me dejara. No parecía haber ninguna explicación.

Pensaréis que tener a Lula de amiga sería un gran alivio para mí, que sólo tenía hermanos, y normalmente era así, pero a veces podía ser un poco sosa. No recogía especímenes conmigo en el embalse (serpientes). No iba conmigo andando hasta el viejo campo de entrenamiento confederado (ampollas y serpientes). No se bañaba en el río (desnudarse y serpientes). Pero compartíamos pupitre en la escuela desde siempre. Así había empezado nuestra amistad y en parte continuaba por eso, supongo. Además, creo que su madre la favorecía; consideraba una ventaja social para Lula el hecho de ser amiga de alguien de la familia Tate. ¿Acaso abrigaba también la esperanza de que Lula pescara algún día a uno de los chicos Tate como marido? Es posible. Es verdad que teníamos más dinero que otras familias del condado, pero la familia de Lula parecía bastante acomodada. Su padre poseía establos, se podían permitir pagar clases de piano y tenían criada, aunque no cocinera. Sólo tenía ese hermano, Toddy, que era deficiente; no iba al colegio, sino que se pasaba el día en un rincón de su habitación, aferrado a los restos harapientos de un viejo edredón y balanceándose sin cesar. Era pacífico a no ser que le quitaras su trozo de edredón, porque entonces se disgustaba y emitía unos mugidos horribles y muy fuertes hasta que lo recuperaba. A su familia le parecía demasiado complicado para que mereciera la pena lavárselo, y en consecuencia olía fatal. Aparte de eso, la casa de los Gates resultaba tranquila comparada con la mía.

Lula ganaba premios por sus labores de bordado, mientras que las mías eran descuidadas y lamentables. Yo no comprendía su poder de concentración a la hora de hacer un nudo francés o de trabajar un cuello destrozado en clase de costura.

—Es como aprenderse una pieza de piano, Callie —me decía ella—, y eso lo haces bien. Sólo has de practicar una y otra vez hasta que te salga.

Pensé en ello y decidí que tenía razón. Pero entonces, ¿por qué la música me parecía tan diferente de las labores? Al tocar el piano, las notas se desvanecían en el aire al cabo de un segundo y te quedabas sin nada, y aun así, la música aportaba alegría incluso cuando las notas se evaporaban, y si sonaba un ragtime todo el mundo se alborozaba hasta el punto de ponerse a saltar por el salón. ¿Qué aportaban los bordados? Algo decorativo y permanente y alguna que otra vez útil, sí, pero yo lo encontraba un trabajo aburrido y sosegado, adecuado para un día de lluvia con la sola compañía del monótono tic—tac del reloj del salón. Un trabajo de mojigatos.

Convencí a Lula de que tocase conmigo una cosa de Sousa con arreglos para cuatro manos, y no lo hicimos mal: sacamos el doble de música en un verdadero torrente de acordes de riguroso tempo, cosa que resultó altamente gratificante.

Una tarde, mi hermano de trece años Lamar se me acercó con sigilo mientras yo estaba sentada en el porche contando lepidópteros.

—Callie. . .

—¿Qué?

—¿Tú crees que le intereso a Lula? 

—Claro, Lamar.

—No, me refiero a si crees que... le intereso.

Fue toda una sorpresa. Lamar nunca había mostrado ningún interés por las chicas.

—¿Por qué me lo preguntas? —dije—. ¿Por qué no se lo preguntas a ella?

Pareció aterrado. 

—No, no podría. 

—¿Por qué? 

—Pues... no lo sé —contestó sin convicción.

—Entonces no sé qué decirte. —Tuve un golpe de inspiración—. ¿Por qué no lo hablas con Harry.?

Se quedó más aliviado.

—Sí —respondió—, buena idea. Pero no se lo dirás a Lula, ¿verdad?

—No.

—Y a los demás tampoco, ¿verdad?

—No.

—Vale. Gracias, Callie.

No pensé demasiado en esta conversación hasta unos días después, cuando Sam Houston, el de catorce años, vino hacia mí en el pasillo y me dijo entre dientes:

—Oye, Callie, tengo que hablar contigo. ¿Crees que a Lula Gates le gusto?

—¡¿Qué?! —exclamé. 

Él se estremeció.

—No te pongas así. Sólo me preguntaba si puede ser que le guste, ya está.

—Caray, Sam. 

—¿Qué? —dijo. Me entró un leve pánico.

—Tal vez deberías preguntárselo a ella. 

Pareció consternado.

—No puedo.

—Pues mejor que hables con Harry: él lo sabe todo de estos temas —le aconsejé. ¿Quién dijo que la inspiración nunca llama dos veces?

—Tienes razón, Callie. Hablaré con él. No le dirás nada a Lula, ¿verdad?

—No, nunca lo haría. 

—¿Prometido? 

—Prometido.

—¿Lo juras por tu vida y que si no te mueras? 

—Lo juro por mi vida y si no, que me muera.

—¿Doble juramento de hermanos de sangre y que si no te mueras?

—Doble juramento.

—No cuenta si no lo dices todo. 

—Saaaam...

—Vale, vale. Pero dilo, va.

—Doble juramento de hermanos de sangre y que si no me muera —repetí—. Y ahora déjame en paz.

—Jo, seguro que serás una vieja gruñona —dijo, y se alejó, sin duda en busca de Harry. Me froté las sienes, donde empezaba a instalarse un dolor de cabeza.

Un par de días más tarde, estaba leyendo en un rincón tranquilo cuando mi hermano de diez años, Travis, apareció con una extraña expresión en la cara. Me lo quedé mirando y solté: 

—¿Qué quieres?

Pareció herido. 

—Preguntarte una cosa.

—Vas a preguntarme si le gustas a Lula Gates, ¿no? 

Ahogó un grito y la cara se le transformó de miedo. 

—¡¿Qué?! —exclamó—. No, no, sólo quería saber si le gustan los gatos, nada más.

—No tengo ni idea de si le gustan los gatos, o tú o lo que sea. Ya estoy harta. Ve a pedirle consejo a Harry. —Recogí mis libros y me esfumé mientras farfullaba—: Esto ya pasa de la raya.

—¿Harta de qué? ¿De qué estás hablando? ¿Qué es lo que pasa de la raya? —gritó a mi espalda.

Yo le ignoré. Seguro que en el pueblo no había plagas de hermanos incordiando a sus hermanas sobre si le gustaban o no a Callie Vee. De todos modos, ¿qué más daba? ¿Me importaba? A mí no. No. Claro que no.

Harry entró en mi habitación una hora después, riéndose. 

—Tienes que parar de enviármelos: no me dan ni un respiro. Ofréceles el don de tu propio y sabio consejo.

—No sé qué contestarles. Es la Lula de siempre. ¿Se puede saber qué les ha dado?

—Una epidemia de enamoramiento. Están en la edad. 

—Pues ya pueden dejarlo correr.

—Imposible, llegado a este punto —dijo—. Y la cosa irá a peor. Por curiosidad: ¿le gusta alguno de ellos?

—No especialmente, que yo sepa. ¿Se lo pregunto?

—Si te apetece meterte en plena batalla campal... Yo de ti me mantendría alejada.

Pensé que tenía razón y dije:

—Sí, Harry, es lo que haré. Fingiré no saber nada.

—No te será complicado —señaló, y se escabulló por la puerta.

—¡Muy gracioso! —grité. Le habría lanzado algo, pero lo que más a mano me quedaba era mi precioso cuaderno, y eso nunca lo tiraría.

El siguiente día de clase quedé con Lula en la calle principal, como de costumbre, e hicimos juntas el último medio kilómetro hasta la escuela mientras charlábamos de cualquier cosa. Se me ocurrió mirar atrás y ahí estaban mis tres hermanos, repartidos detrás de nosotras a intervalos regulares y con los ojos fijos en ella. Madre mía, aquello era peor de lo que pensaba. Ese cambio repentino que experimentaban me hacía sentir incómoda. ¿No eran demasiado jóvenes para eso? ¿Por qué no podía tener una familia normal como las otras chicas? ¿Por qué les tenía que pasar a todos a la vez?

A la hora del recreo, los tres se buscaron una excusa para estar cerca de la línea invisible que, por un acuerdo no escrito, dividía el lado de las chicas del de los chicos. Se apoyaban en los árboles del patio con aspecto de holgazanes despistados pero clavando la mirada en Lula con estudiado descuido, para después cruzarlas entre ellos como si fueran asesinos.

Lula y yo jugábamos a la rayuela. Su trenza plateada lanzaba destellos bajo la luz del sol, como si estuviera viva. Las enaguas se le hinchaban hasta llegarle a las rodillas, lo que produjo un grito ahogado por parte de Lamar. Le lancé una mirada. Un mes antes, si Lula se hubiera paseado en camisola por el patio él ni se habría enterado. Ahora, en cambio... Se avecinaban tiempos difíciles.

—Lula —dije al lanzar mi piedra. 

—¿Qué?

—Nada, da igual.

—No, ¿qué, Callie? 

—Que... ¿Tú... ?

Lo había jurado por mi vida y no me iba a chivar. Y aunque no conocía a nadie que hubiera muerto después de romper una promesa, no valía la pena arriesgarse.

—¿Yo qué? —me preguntó. 

Pensé deprisa.

—¿Crees que habría que preguntarle a Dovie si quiere jugar?

—Creía que no te caía bien.

—Bueno —repliqué mientras saltaba—, yo nunca he dicho que Dovie me cayera mal...

—Sí, sí lo dijiste, Callie. La semana pasada. Exactamente con estas palabras.

—Es de buenas cristianas invitarla, ¿no crees? 

Lula me observó con curiosidad.

—Si quieres.

No quería (no podía soportar a Dovie), pero me acerqué a ella. Iba a preguntarle si quería jugar cuando la señorita Harbottle hizo sonar la campana. Dovie me miró extrañada. Por lo visto, estaba de moda mirarme raro. Y yo no me merecía esas miradas.

Desfilamos hacia el aula, las chicas en una cola y los chicos en otra. Empezaba a temer el trayecto a casa después de clase y traté de inventarme una excusa para irme sola. A la señorita Harbottle no se le escapó mi estado distraído y me preguntó una cantidad exorbitante de veces sobre la historia de Texas; preguntas que yo no supe responder, para gran entretenimiento de la clase.

—Calpurnia Tate, ¿te estamos interrumpiendo? —dijo. 

—¿Interrumpirme, señorita? Si no estoy haciendo nada. 

—Exacto. ¿Dónde tienes hoy la cabeza?

—Me la habré dejado en casa, señorita Harbottle —contesté. Hubo risitas por toda la clase.

—Precisamente —replicó ella—. Y no seas descarada conmigo, Calpurnia. Vete al rincón. Una hora. Otro comentario y probarás la vara.

Me quedé en el rincón de la vergüenza, de cara a la pared, una hora entera; estuve pensando en la situación de mis hermanos, pero no obtuve ninguna respuesta. Luego llegó la hora de comer.

Nos llevamos nuestra comida afuera y nos dispersamos bajo los árboles. Lamar y Sam Houston se sentaron con sus respectivos amigos. Sentí pena por Travis, el más joven y sensible del grupo, que se puso a comer a solas mientras le lanzaba a Lula unas miradas lastimeras y soñadoras. Ella lo notó y dijo: 

—¿Qué le pasa a Travis? ¿Está enfermo?

—Me parece que es fiebre primaveral.

—Pero si no es primavera —replicó, y me miró extrañada—. ¿Le pedimos que coma con nosotras? Se le ve muy solo.

—No creo que sea muy buena idea, Lula.

—¿Por qué no? Desde luego estás muy rara, Callie Vee. 

«¿Rara yo? —pensé—. Si tú supieras...»

—No te preocupes, Lula, Travis está bien. Será mejor que lo dejes tranquilo.

Pero ya era demasiado tarde, pues se dirigió hacia él, que abrió más y más los ojos y se puso más y más rojo a medida que ella se le acercaba. Lamar y Sam Houston, por su parte, pusieron cara de pocos amigos.

Lula se agachó para hablarle. No oí lo que decía, pero él se puso en pie de un salto y la siguió hasta nuestro sitio. Parecía que a Lamar y Sam Houston les fuera a dar un ataque. Travis se sentó y me dio la sensación de que iba a estallar de contento.

—Hola, Callie. Lula me ha pedido que venga. 

—Ya lo sé, Travis.

—Es un buen sitio para comer, ¿no crees? Habéis elegido un sitio buenísimo. Lula, ¿quieres la mitad de mi sándwich? Viola los ha hecho de ternera asada, está muy rico. Si quieres, lo compartimos. Y tengo pastel. ¿Quieres compartir mi pastel, Lula? O si quieres puedo darte el trozo entero. Me parece que es de melocotón. Espera, que lo miro. Sí, de melocotón.

—Gracias, Travis —contestó ella con gentileza—, pero ya me he traído suficiente comida.

—Oye, Lula —continuó él—, ¿te gustan los gatos? Nuestra vieja gata del establo, Ratonera, tuvo gatitos y tengo que cuidarlos a todos yo mismo. Lo dijo mi madre. También les he puesto los nombres. ¿Quieres saber cómo se llaman?

Suspiré. ¿Os parece divertido saber cómo alguien de diez años intenta ligar?

—Y Jesse James, y Billy el Niño, y Doc Holliday, y... —siguió con la cantinela hasta recitar los ocho nombres. De hecho, Lula parecía interesada—. Mi preferido es Jesse James. Tiene todo de rayas excepto en los dedos de los pies, que tienen manchas blancas. Parece que lleve calcetines. —Soltó una risita—. Es muy simpático, me deja llevarle en todos mis petos. Oye, Lula, ¿quieres ver a mis gatitos algún día?

—Estaría muy bien, Travis. Me gustan los gatos. Nosotros teníamos uno, pero mi madre no le dejaba entrar en casa. Desapareció y no volvió nunca.

Casi pude oír los engranajes funcionando en la cabeza de mi hermano.

—Oye, Lula, a lo mejor puedes quedarte uno de mis gatitos —dijo despacio—. Si quieres.

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