La estrella del diablo (31 page)

Read La estrella del diablo Online

Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

BOOK: La estrella del diablo
2.3Mb size Format: txt, pdf, ePub

Harry negó con la cabeza.

—Sólo estoy sobrio.

Un cielo abovedado vestido de gala cubría a Harry mientras se dirigía a su casa.

En la acera, a la luz de la señal de neón que colgaba sobre la entrada de la pequeña tienda de ultramarinos Niazi, junto al edificio de Harry, había una mujer con gafas de sol. Tenía una mano puesta en la cadera y en la otra llevaba una de las bolsas blancas de plástico de Niazi, sin logotipo. Sonreía y parecía que estuviera esperándolo.

Era Vibeke Knutsen.

Harry comprendió que estaba interpretando un papel, una broma en la que quería que él participara. Así que moderó los pasos, intentando devolverle una sonrisa que trasmitiera algo parecido. Que había esperado verla allí. Y por extraño que pudiera parecer, así era, aunque no lo comprendió hasta ese momento.

—No te he visto en el Underwater últimamente, querido —dijo ella levantando las gafas y cerrando un poco los ojos a la luz del sol que todavía aparecía suspendido justo encima de los tejados.

—He estado intentando mantener la cabeza por encima del agua —respondió Harry al tiempo que sacaba el paquete de cigarrillos.

—Vaya, tienes ingenio lingüístico —respondió Vibeke estirándose.

Aquella noche no llevaba puesto ningún animal exótico, sino un vestido de verano azul muy escotado que la joven llenaba de sobra. Le ofreció el paquete y ella cogió un cigarrillo que se puso entre los labios de un modo que Harry no pudo calificar más que como indecente.

—¿Qué haces aquí? —preguntó—. Creía que solías hacer la compra en Kiwi…

—Está cerrado. Es casi media noche, Harry. Tuve que venir hasta tu barrio para encontrar algo abierto.

Vibeke Knutsen exhibió una sonrisa más amplia aún y entrecerró los ojos como un gato amoroso.

—Éste es un vecindario algo peligroso para una niña un viernes por la noche —advirtió Harry encendiéndole el cigarrillo—. Podías haber mandado a tu hombre si era una compra tan urgente…

—Refrescos —aclaró ella levantando la bolsa—. Para que las copas sean menos fuertes. Y mi prometido está de viaje. Pero, si esto es tan peligroso, ¿no deberías llevar a la chica a un lugar seguro?

Hizo un gesto hacia el edificio donde él vivía.

—Te puedo invitar a una taza de café —dijo Harry.

—¿Ah, sí?

—Café soluble. Es todo lo que puedo ofrecer.

Cuando Harry entró en la sala de estar con el hervidor de agua y el tarro de café, Vibeke Knutsen estaba sentada en el sofá, con los zapatos en el suelo y las piernas dobladas debajo del trasero. La piel, blanca como la leche, relucía en la penumbra. Encendió otro cigarrillo, uno de los suyos en esta ocasión. Eran de una marca extranjera que Harry nunca había visto. Sin filtro. A la luz temblona de la cerilla, vio que se le había descascarillado el esmalte de las uñas de los dedos de los pies.

—No sé si aguantaré más —confesó Vibeke—. Ha cambiado tanto… Cuando llega a casa, siempre está intranquilo y anda de un lado para otro en la sala de estar y, si no, se va a entrenar. Parece que le cuesta esperar al próximo viaje. Intento hablar con él, pero me corta o me mira como si no entendiera nada. Desde luego, somos de dos planetas completamente diferentes.

—La suma de la distancia de los planetas y la fuerza de atracción entre ellos es lo que los mantiene en su órbita —explicó Harry sirviendo el café liofilizado.

—¿Más ingenio lingüístico? —Vibeke retiró una hebra de tabaco de la punta de la lengua, húmeda y rosada.

Harry sonrió.

—Algo que leí en una sala de espera. A lo mejor tenía la esperanza de que fuera cierto. En mi caso.

—¿Sabes qué es lo más extraño? No le gusto. Y aun así, sé que nunca permitirá que me vaya.

—¿Qué quieres decir?

—Me necesita. No sé exactamente para qué, pero es como si hubiese perdido algo y me utiliza para sustituirlo. Sus padres…

—¿Sí?

—No mantiene contacto con ellos. Nunca me los ha presentado, creo que ni siquiera saben que existo. Hace poco sonó el teléfono y era un hombre que preguntaba por Anders. Enseguida tuve la sensación de que se trataba de su padre. No sé cómo, pero se oye en la forma en que los padres pronuncian el nombre de sus hijos. Por un lado, es algo que han dicho tantas veces que resulta el sonido más natural del mundo y, al mismo tiempo, es algo íntimo, una palabra que los desnuda. Y lo pronuncian rápidamente y como avergonzados. «¿Está Anders?» Pero cuando le dije que tenía que despertarlo, la voz empezó a hablar en un idioma extranjero, o… bueno, extranjero no, sino como tú y yo hablaríamos si tuviéramos que inventar palabras sobre la marcha. Igual que hablan en los templos cuando entran en trance.

—¿Glosolalia?

—Sí, creo que se llama así. Anders ha crecido con esas cosas, pero nunca habla de ello. Me quedé un rato escuchando. Primero oí palabras como Satán y Sodoma. Luego empezó a pronunciar palabras más soeces. Coño y puta y esas cosas. Entonces colgué.

—¿Qué dijo Anders al respecto?

—Nunca se lo comenté.

—¿Por qué no?

—Yo… Existe un espacio al que nunca he tenido acceso. Y, seguramente, tampoco quiero tenerlo.

Harry apuró el café. Vibeke no había probado el suyo.

—¿Te sientes solo, Harry?

Él levantó la vista.

—Como si estuvieras solo —insistió Vibeke—. ¿No desearías veces estar saliendo con alguien?

—Son dos cosas diferentes. Tú sales con alguien. Y te sientes sola.

Vibeke se estremeció como si una corriente helada hubiese cruzado la habitación.

—¿Sabes qué? —dijo ella—. Tengo ganas de tomar una copa.

—Lo siento, no me queda nada.

Ella abrió el bolso.

—¿Puedes traer dos vasos, querido?

—Sólo necesitamos uno.

—Vale.

Abrió la petaca, inclinó la cabeza hacia atrás y bebió.

—No me dejan moverme —dijo riéndose mientras una gota dorada rodaba brillante por el mentón.

—¿Cómo?

—Anders no quiere que me mueva. Y tengo que quedarme totalmente quieta. Y no decir ni una palabra, ni suspirar siquiera. A decir verdad, preferiría que fingiera estar dormida. Dice que, si yo le pongo de manifiesto que tengo ganas, a él se le quitan.

—¿Y?

Tomó otro trago y enroscó el tapón lentamente, sin dejar de mirarlo.

—Es una representación casi imposible de ejecutar.

Lo miraba de forma tan directa que Harry tomó aire en un acto reflejo y se irritó al notar los golpecitos de la erección incipiente en el interior de los pantalones.

Ella enarcó una ceja, como si también pudiera notarlo.

—Ven a sentarte en el sofá —le invitó.

Su voz se había vuelto áspera y ronca. Harry vio que la arteria carótida se movía azul en su blanco cuello. Sólo era un reflejo, pensó Harry. Un perro de Pavlov que se levantaba babeando al oír la señal de la comida, una reacción condicionada, eso era todo.

—No creo que deba —respondió.

—¿Me tienes miedo?

—Sí —confesó Harry.

Una dulzura gimiente le inundó las entrañas, como el triste llanto del miembro viril.

Ella se rió a carcajadas, pero calló al ver su mirada. Con un mohín infantil, le dijo en tono de niña suplicante:

—Pero Harry…

—No puedo. Estás muy buena, pero…

La sonrisa de Vibeke quedó intacta, pero guiñó un ojo, como si la hubiera abofeteado.

—No es a ti a quien quiero —dijo Harry.

Su mirada vagaba por la habitación. Las comisuras de los labios se movían como si fuese a romper a reír de nuevo.

—¡Ja! —exclamó ella.

Lo hizo con la intención de ser irónica, habría sido una exclamación de un histrionismo exagerado. Pero quedó en un suspiro cansino y resignado. Había terminado la función, ambos abandonaban sus papeles.


Sorry
—dijo Harry.

Los ojos de Vibeke se anegaron de llanto.

—Ah, Harry —susurró.

Harry habría preferido que no lo hubiese hecho. Así podría haberle dicho que se marchara enseguida.

—Lo que quiera que busques en mí, no lo tengo —le dijo—. Ella lo sabe. Y ahora, lo sabes tú también.

CUARTA PARTE
26
Sábado. El alma. El día

Otto Tangen repasaba por última vez la mesa de mezclas la mañana del sábado cuando el sol asomaba por la colina de Ekebergåsen con la promesa de otro récord de calor.

El autobús estaba oscuro y el aire cargado, con un olor a tierra y a ropa podrida que ni Wunderbaum ni el tabaco de liar de Harry eran capaces de ahuyentar. A veces se imaginaba sentado en un búnker, en una trinchera. Con el hedor a muerte en las fosas nasales, pero apartado de lo que ocurría justo afuera.

El bloque de apartamentos se encontraba en medio de un terreno rústico por encima de Kampen, con vistas a Tøyen. A cada lado, y casi paralelamente al viejo edificio de ladrillo de cuatro plantas, había dos bloques de pisos más altos, de los años cincuenta. Habían utilizado la misma pintura y colocado el mismo tipo de ventanas en los apartamentos que en los pisos, probablemente en un intento de otorgar a la zona un aire de conjunto. Pero la diferencia de edad no se dejaba camuflar y seguía dando la impresión como si un tornado hubiese llevado el bloque de apartamentos en volandas y lo hubiera depositado despacio en medio de la comunidad de vecinos.

Harry y Waaler habían acordado dejar el autobús en el aparcamiento, junto con los demás coches, justo enfrente de los apartamentos, donde las condiciones de recepción eran buenas y el autobús no llamaba mucho la atención. Aquéllos que, pese a todo, lo mirasen al pasar, constatarían que el oxidado autobús Volvo de color azul con las ventanas cubiertas de poliestireno pertenecía a la banda de rock Kindergarten Accident, tal y como se leía pintado en negro a ambos lados, con una calavera como punto sobre las íes.

Otto se limpió el sudor y comprobó que todas la cámaras funcionaban, que todos los ángulos estaban cubiertos y que todo lo que se movía fuera de los apartamentos quedaría registrado como mínimo por una cámara, a fin de seguir un objetivo desde que entrase por el portal hasta la puerta de cualquiera de los ochenta apartamentos que se sucedían por los ocho pasillos y las cuatro plantas.

Se habían pasado la noche dibujando planos, calculando y montando cámaras en las paredes. Otto aún notaba aquel sabor amargo y como metálico de mortero seco en la boca y en los hombros de su sucia chaqueta vaquera se veía una capa amarilla como de caspa.

Al final, Waaler había seguido su consejo y había admitido que, si querían terminar a tiempo, debían prescindir del sonido. No influiría en la detención y sólo perderían pruebas en el caso de que el objetivo dijera algo de interés.

Tampoco sería posible filmar dentro del ascensor. El hueco de hormigón no permitía la salida del número suficiente de señales para enviar una foto decente hasta el autobús por medio de una cámara inalámbrica, y el problema con los cables era que, los tirasen como los tirasen, quedarían a la vista o se enrollarían con los del ascensor. Waaler no insistió, ya que, de todos modos, el objetivo se encontraría solo en el ascensor. Los inquilinos habían recibido órdenes de no revelar nada a nadie y de permanecer en sus casas entre las cuatro y las seis.

Otto Tangen manipulaba el mosaico de pequeñas fotos que aparecían en las pantallas de los tres ordenadores, ampliándolas hasta que compusieron un todo lógico. En el ordenador de la izquierda, los pasillos que iban hacia el norte, la cuarta y última planta, y la primera. En el centro, el portal. Todos los rellanos y las puertas del ascensor. A la derecha, los pasillos que discurrían hacia al sur.

Otto le dio a «Guardar», entrecruzó los dedos tras la cabeza y se apoyó en el respaldo con un gruñido de satisfacción. Tenía vigilado todo el edificio. Lleno de jóvenes estudiantes. Si hubiesen tenido más tiempo, a lo mejor habría podido instalar algunas cámaras dentro de los apartamentos. Sin que lo supieran quienes vivían allí, claro está. Ojos de pez diminutos colocados en lugares donde nunca nadie los descubriría. Junto con los micrófonos rusos. Estudiantes de enfermería
aus Norwegen,
jóvenes y cachondas. Podía haberlo grabado en cintas y habérselo vendido a sus contactos. A la mierda el capullo de Waaler. Sólo Dios sabe cómo se habría enterado de lo de Astrup y el granero de Asker. Una idea aleteó cual mariposa por la cabeza de Otto, pero se esfumó enseguida. Hacía mucho que sospechaba que Astrup pagaba a alguien para que vigilara sus operaciones con mano protectora.

Otto encendió un cigarrillo. Las imágenes parecían fotos fijas, ningún movimiento en los pasillos ambarinos ni en el portal revelaba que se tratase de una retransmisión en directo. Quienes pasaban el verano en el bloque de apartamentos aún estarían durmiendo. Pero sí esperaba un par de horas, quizá viese al hombre que había entrado con la tía del 303 hacia las dos de la madrugada. Parecía borracha. Borracha y preparada. Él sólo parecía preparado. Otto pensó en Aud Rita. La primera vez que la vio fue tomando una copa en casa de Nils, que ya le había puesto encima sus manazas. Ella le tendió a Otto la suya, pequeña y blanca, balbuciendo su nombre: «Aud Rita».

Otto exhaló un profundo suspiro.

El capullo de Waaler había estado allí con los agentes del POT, revisándolo todo hasta la medianoche. Otto vio a Waaler y al jefe del grupo discutir fuera del autobús. Más tarde, los chicos del grupo de Operaciones Especiales se apostarían de tres en tres en cada uno de los apartamentos situados al fondo del pasillo de cada planta, un total de veinticuatro agentes vestidos de negro, encapuchados, con los MP3 cargados, gas lacrimógeno y máscaras antigás. En cuanto recibiesen la señal desde el autobús, entrarían en acción si el objetivo llamaba a la puerta o trataba de acceder a alguno de los apartamentos. La mera idea hizo que Otto temblara de expectación. Los había visto en acción en dos ocasiones y esos chicos eran increíbles. Hubo estallidos y luces como en un concierto de rock duro y en ambas situaciones, los objetivos se habían quedado tan paralizados que todo terminó en un par de segundos. A Otto le habían explicado que eso era lo que pretendían, asustar tanto al objetivo que no le diese tiempo de preparase mentalmente para oponer resistencia.

Otto apagó el cigarrillo. La trampa estaba preparada. Sólo había que esperar a la rata.

Los agentes se presentarían allí hacia las tres. Waaler había prohibido que nadie entrara o saliera del autobús tanto antes como después de esa hora. Sería un día largo y caluroso.

Other books

The Oak and the Ram - 04 by Michael Moorcock
His Vampyrrhic Bride by Simon Clark
Let Sleeping Dogs Lie by Rita Mae Brown
BirthControl by Sydney Addae
Seducing Sam by Verdenius, Angela
Restless Spirits by Shyla Colt
A Dolphin's Gift by Watters, Patricia