La estrella del diablo (30 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

BOOK: La estrella del diablo
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Otto escuchó. Parecía un encargo fácil. Pero, puesto que debía de haber muchos pisos cerca del objetivo, intuyó que andaban tras un pez gordo. Y en aquellos momentos sólo había un pez gordo en el agua.

—¿Es el asesino de la bicicleta? —preguntó sentándose con cuidado en la cama para que no se le abriesen las patas. Debería haberla cambiado por una nueva. No estaba seguro de que el constante aplazamiento se debiese a razones económicas. Quizá fuera por sentimentalismo. En cualquier caso, si aquella conversación cumplía lo que prometía de momento, pronto podría comprarse una cama ancha y sólida. Una de esas redondas, a lo mejor. Y quizá también podría intentar una nueva aproximación a Aud Rita. Nils pesaba ahora ciento veintiocho, tenía una pinta asquerosa.

—Es urgente —dijo Waaler sin contestar, aunque a Otto le valió como respuesta—. Quiero tenerlo todo montado esta noche.

Otto se rió de buena gana.

—¿El portal, el ascensor y todos los pasillos de un edificio de cuatro plantas con cobertura de sonido e imagen, todo montado en una noche?
Sorry,
compañero, no va a poder ser.

—Se trata de un asunto de la máxima prioridad, contamos con…

—N-O-P-U-E-D-E-S-E-R. ¿Comprendes?

La idea hizo reír tanto a Otto que la cama empezó a moverse.

—Si es tan urgente, lo haremos durante el fin de semana, Waaler. Y te prometo que estará listo el lunes por la mañana.

—Comprendo —dijo Waaler—. Perdona mi ingenuidad.

Si Otto hubiese sido tan bueno interpretando voces como grabándolas, habría comprendido por el tono de voz de Waaler que al comisario no le había gustado lo más mínimo que le deletreara la respuesta. Pero en aquel momento estaba más preocupado por reducir la urgencia e incrementar las horas de trabajo del encargo.

—Bien, entonces estamos en la misma onda —dijo Otto mientras buscaba los calcetines bajo la cama, donde sólo encontró bolas de polvo y latas de cerveza vacías—. Tengo que calcular un plus de nocturnidad. Y, por supuesto, un recargo por fin de semana.

«¡Cerveza! ¿Y si compraba una caja e invitaba a Aud Rita para celebrar el encargo? O, si ella no podía, a Nils.»

—Y también un extra por el equipo que debo alquilar, no tengo aquí todo lo necesario.

—No, claro —dijo Waaler—. Supongo que se encuentra en Asker, en el granero de Stein Astrup.

Otto Tangen estuvo a punto de dejar caer el auricular.

—Vaya —continuó Waaler en voz baja—. ¿He dado en un punto flaco? ¿Hay algo que hayas olvidado contarme? ¿Algo sobre un equipo que llegó en un barco procedente de Ámsterdam?

La cama se fue al suelo con estrépito.

—Nuestros hombres te ayudarán con la instalación —concluyó Waaler—. Mete tus grasas en un pantalón, llévate el autobús milagroso y preséntate en mi despacho para la puesta al día y la revisión de los planos.

—Yo… yo…

—… reboso gratitud —completó Waaler—. Muy bien, los buenos amigos colaboran, ¿no es verdad, Tangen? Piensa inteligentemente, mantén la boca cerrada, procura que éste sea el mejor trabajo que hayas hecho nunca, y todo irá estupendamente.

25
Viernes. Glosolalia

—¿Vive usted aquí? —preguntó Harry desconcertado.

Desconcertado porque el parecido era tan llamativo que dio un respingo cuando ella abrió la puerta y pudo ver su anciana cara blanca. Eran los ojos. Irradiaban exactamente la misma calma, el mismo calor. Sobre todo, los ojos. Pero también la voz con la que le confirmó que, en efecto, era Olaug Sivertsen.

—La policía —explicó al tiempo que le mostraba la tarjeta de identificación.

—¿Ah, sí? Espero que no haya ocurrido nada malo…

Un aire de preocupación se perfiló en la red de arrugas y finas líneas que marcaban su rostro. Harry pensó que estaría preocupada por alguien. Tal vez lo pensó porque se parecía a ella, porque también ella se había preocupado por los demás.

—No —dijo automáticamente, repitiendo la mentira y negando con la cabeza—. ¿Podemos entrar?

—Por supuesto.

Ella abrió la puerta del todo y se hizo a un lado. Harry y Beate entraron. Harry cerró los ojos. Olía a jabón de fregar y a ropa vieja. Lógico. Cuando volvió a abrirlos, vio que ella lo observaba con una media sonrisa de curiosidad. Harry le correspondió sonriendo a su vez. Era imposible que ella supiera que él había esperado un abrazo, una caricia en la cabeza y una voz que le anunciase entre susurros que el abuelo los esperaba a él y a Søs en el salón con alguna chuchería.

Los condujo hasta un salón, pero nadie aguardaba allí sentado. El salón, o mejor dicho, los salones, pues había tres consecutivos, tenían en el techo rosetas de las que colgaban arañas de cristal y muebles antiguos y señoriales. Al igual que las alfombras, estaban desgastados, pero todo se veía muy limpio y ordenado como únicamente puede verse en una casa donde vive una persona sola.

Harry estaba pensando en por qué había preguntado si ella vivía allí. ¿Era por la forma en que abrió la puerta? ¿Y por cómo los dejó entrar? De todas formas, casi había esperado ver a un hombre, al señor de la casa, pero parecía que el censo tenía razón. No había nadie más.

—Sentaos —los invitó—. ¿Café?

Parecía más un ruego que una invitación. Harry carraspeó, un tanto incómodo. No estaba seguro de si debía contarle cuanto antes el motivo de su visita.

—Es una buena idea —dijo Beate sonriendo.

La señora le devolvió la sonrisa y se fue a la cocina. Harry miró agradecido a Beate.

—Me recuerda a… —comenzó.

—Ya lo sé —respondió Beate—. Te lo he visto en la cara. Mi abuela también era un poco como ella.

—Ya —dijo Harry mirando a su alrededor.

Eran pocas las fotos de familia que había en la sala. Sólo un par de caras serias en otras tantas fotos desvaídas en blanco y negro, seguramente de antes de la guerra, y cuatro fotos de un niño a diferentes edades. En la foto de adolescente tenía la cara llena de granos, llevaba un peinado de principios de los años sesenta, los mismos ojos de oso de peluche que acababan de encontrarse en la entrada y una sonrisa que era exactamente eso, una sonrisa. Y no sólo ese gesto dolorido que Harry a duras penas había logrado componer a esa edad.

La señora mayor entró con una bandeja, se sentó, sirvió el café y ofreció una bandeja con galletas Maryland. Harry esperó a que Beate terminase para felicitarla por su café.

—¿Ha leído en los periódicos las noticias sobre las chicas asesinadas en Oslo estas últimas semanas, señora Sivertsen?

Ella negó con la cabeza.

—Aunque me he enterado de lo ocurrido, porque venía en la primera página del
Aftenposten.
Pero nunca leo esas cosas.

Las arrugas que le ribeteaban los ojos apuntaban en oblicuo hacia abajo cuando sonreía.

—Y me temo que soy una señorita mayor, no una señora.

—Lo siento, creía… —Harry miró hacia las fotos.

—Sí —confirmó la mujer—. Es mi hijo.

Se hizo un profundo silencio. El viento les trajo los ladridos remotos de un perro y una voz metálica que anunciaba que el tren con destino a Halden estaba listo para partir del andén número diecisiete. Soplaba tan débil que apenas movía las cortinas que colgaban delante de la puerta abierta del balcón.

—Bueno —dijo Harry levantando la taza de café, pero se dio cuenta de que, si iba a hablar, lo mejor sería volver a dejarla en la mesa—. Tenemos razones para creer que la persona que mató a las chicas es un asesino en serie, y que una de sus próximos objetivos es…

—Unos pasteles deliciosos, Sra. Sivertsen —interrumpió Beate de repente, con la boca llena. Harry la miró sorprendido. Desde las puertas del balcón se oía el zumbido de los trenes que llegaban a la estación.

La señora mayor sonrió algo confundida.

—Ah, sólo son pasteles comprados, no los he hecho yo —respondió la mujer.

—Permítame que empiece de nuevo, señora Sivertsen —dijo Harry—. En primer lugar, le diré que no hay motivo para inquietarse, tenemos la situación totalmente controlada. En segundo lugar…

—Gracias —dijo Harry cuando bajaban por la calle Schweigaardsgate, ante cobertizos y los edificios bajos de las fábricas. El chalé y el jardín, como un oasis de verdor, contrastaban con la negra gravilla que les rodeaba.

Beate sonrió sin ruborizarse.

—Sólo pensaba que deberíamos evitar una rotura de fémur mental. Está permitido dar rodeos de vez en cuando. Presentar los hechos de una manera más suave.

—Sí, eso dicen. —Harry encendió un cigarrillo—. Nunca se me ha dado bien hablar con la gente. Se me da mejor escuchar. Y puede que…

Guardó silencio.

—¿Qué? —preguntó Beate.

—Puede que me haya vuelto insensible. Puede que haya dejado de preocuparme. Puede que sea hora de… hacer otra cosa. ¿Te importa conducir?

Le tiró las llaves por encima del techo del coche.

Ella las cogió y se quedó observándolas con una arruga de asombro en la frente.

A las ocho en punto, los cuatro responsables de la investigación se hallaban con Aune congregados otra vez en la sala de reuniones.

Harry informó de la visita a Villa Valle y contó que Olaug Sivertsen se lo había tomado con serenidad. Por supuesto que se quedó impresionada, aunque lejos de sentirse presa del pánico al saber que, posiblemente, se encontraría en la lista mortal de un asesino en serie.

—Beate le propuso que se fuese a vivir con su hijo una temporada —dijo Harry—. Pienso que es una buena idea.

Waaler negó con la cabeza.

—¿Ah, no? —preguntó Harry sorprendido.

—El asesino puede estar vigilando los futuros escenarios. Si empiezan a ocurrir cosas extrañas, tal vez lo pongamos en fuga.

—¿De verdad opinas que vamos a utilizar a una señora mayor e inocente como… como… —Beate intentó ocultar su indignación, pero se puso como un tomate y tartamudeó—:…cebo?

Waaler le sostuvo la mirada. Y, por una vez, ella no apartó la suya. Al final, el silencio se hizo tan opresivo que Møller abrió la boca para decir algo, cualquier cosa, una constelación de palabras al azar. Pero Waaler se le adelantó.

—Sólo quiero estar seguro de que cogeremos a ese tío. Para que todos puedan dormir tranquilos por la noche. Y por lo que yo sé, a la viejecita no le toca hasta la semana que viene.

Møller soltó una risa estentórea y forzada. Y, cuando se dio cuenta de que en realidad no suavizaba nada, se rió aún más alto.

—Da igual —intervino Harry—. Se va a quedar en casa. El hijo vive demasiado lejos, en el extranjero.

—Bien —dijo Waaler—. En cuanto al edificio de los estudiantes, ahora en vacaciones está bastante vacío, como es natural, pero a todos los inquilinos con los que hemos hablado se les ha ordenado que permanezcan en sus viviendas mañana, y poco más al respecto. Hemos dicho que se trata de un ladrón que queremos atrapar con las manos en la masa. Esta noche instalaremos un equipo de vigilancia. Y esperemos que el asesino esté durmiendo.

—¿Y los chicos del grupo de Operaciones Especiales? —preguntó Møller.

Waaler sonrió.

—Están entusiasmados.

Harry miró por la ventana. Intentaba recordar cómo era estar entusiasmado.

Cuando Møller dio por finalizada la reunión, Harry decidió que las manchas de sudor a ambos lados de la camisa de Aune habían adquirido la forma de Somalia. Los tres se quedaron sentados.

Møller sacó cuatro Carlsberg que guardaba en la nevera de la cocina.

Aune asintió con un destello feliz en la mirada. Harry negó brevemente con la cabeza.

—Pero ¿por qué? —preguntó Møller mientras abría las botellas de cerveza.

—¿Por qué nos da libremente la clave que revela su próxima jugada?

—Está intentado decirnos cómo podemos cogerlo —explicó Harry al tiempo que abría la ventana.

Por ella entraron los sonidos que llenaban la ciudad en la noche estival y la actividad desesperada de los efímeros efemerópteros: música procedente de coches descapotables que circulaban despacio, risas exageradas, tacones altos que repiqueteaban raudos contra el asfalto. Gente con ilusiones.

Møller miró incrédulo a Harry y luego a Aune, como para obtener su confirmación de que Harry estaba loco.

El psicólogo juntó las yemas de los dedos delante de su pajarita.

—Puede que Harry tenga razón —admitió—. No es raro que un asesino en serie rete y ayude a la policía porque lo que en el fondo desea es que lo atrapen. Hay un psicólogo, Sam Vatkin, según el cual los asesinos en serie desean que los cojan y los castiguen para justificar su superego sádico. Yo me inclino más por la teoría que dice que necesitan ayuda para detener al monstruo que llevan dentro. Que ese deseo de que los descubran se debe a cierto nivel de comprensión objetiva de la enfermedad.


¿Saben
que son enfermos mentales?

Aune hizo un gesto afirmativo.

—Eso… —dijo Møller levantando la botella—… debe de ser un infierno.

Møller se fue a devolver la llamada a un periodista del
Aftenposten
que quería saber si la policía apoyaba la recomendación del Defensor del Menor, que pedía que los niños se mantuviesen dentro de sus casas.

Harry y Aune se quedaron sentados escuchando los sonidos remotos de los gritos inarticulados de una juerga y oyendo a The Strokes, interrumpidos por una llamada a la oración que, por alguna razón, de repente, resonaba metálica y quizá blasfema, pero también extrañamente bella, todo lo cual entraba por la misma ventana abierta.

—Sólo por curiosidad —dijo Aune—. ¿Cuál fue el factor desencadenante? ¿Cómo se te ocurrió lo del cinco?

—¿Qué quieres decir?

—Sé algo acerca de los procesos creativos. ¿Qué pasó?

Harry sonrió.

—Vete a saber. Lo último que vi antes de dormirme esta mañana fue que el reloj de la mesilla mostraba tres cincos. Tres mujeres. Cinco.

—El cerebro es una herramienta extraña —admitió Aune.

—Bueno —dijo Harry—. Según una persona que sabe de claves, necesitamos la respuesta a la pregunta cómo, antes de que hayamos descifrado la verdadera clave. Y esa respuesta no es cinco.

—Entonces, ¿por qué?

Harry bostezó y se estiró.

—El porqué es tu terreno, Ståle. Yo me conformo con que lo cojamos.

Aune sonrió, miró el reloj y se levantó.

—Eres una persona muy extraña, Harry.

Se puso la chaqueta de
tweed.

—Ya sé que últimamente has estado bebiendo, pero tienes mejor pinta. ¿Ha pasado ya lo peor, por esta vez?

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