La estrella del diablo (2 page)

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Authors: Jo Nesbø

Tags: #Policíaco

BOOK: La estrella del diablo
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Vibeke había dejado de fumar hacía dos años, cuando Anders entró en su vida. Y no porque él se lo hubiese impuesto, al contrario. Cuando se conocieron en Gran Canaria, él le pidió un cigarrillo. Sólo por gusto. Y un mes después de regresar a Oslo, cuando se fueron a vivir juntos, una de las primeras cosas que dijo fue que su relación debería cargar con la culpa de que Vibeke lo convirtiera en un fumador pasivo, que los investigadores del cáncer seguramente exageraban un poco y que, con el tiempo, se acostumbraría a que su ropa oliese a tabaco. Vibeke tomó la decisión al día siguiente y unos días más tarde, cuando él le dijo mientras almorzaban que hacía mucho que no la veía con un cigarrillo, ella le contestó que nunca se había considerado fumadora. Anders se inclinó y le acarició la mejilla con una sonrisa.

—¿Sabes qué, Vibeke? Ésa fue también mi impresión.

Vibeke oía el agua hervir a borbotones en la cacerola, a su espalda, y miró el cigarrillo. Tres caladas más. Dio la primera. No sabía a nada.

No recordaba bien cuándo había empezado a fumar otra vez. Quizás el verano anterior, cuando las ausencias de Anders por viajes de trabajo empezaron a prolongarse. ¿O fue después de Año Nuevo, cuando Anders empezó a hacer horas extras casi todas las noches?

¿Era porque se sentía desgraciada? ¿Acaso era desgraciada? Nunca discutían. Tampoco hacían el amor muy a menudo, pero eso, según le dijo Anders, dando así el tema por zanjado, era por lo mucho que él trabajaba. Tampoco es que ella lo echase tanto de menos. Las escasas ocasiones en que hacían el amor sin mucho entusiasmo era como si él no estuviera allí. De modo que Vibeke había decidido que ella tampoco tenía por qué estar presente.

Sin embargo, no discutían. A Anders no le gustaba que se levantase la voz.

Vibeke miró el reloj. Las cinco y cuarto. ¿Dónde estaría? Por lo menos solía avisar cuando se retrasaba. Apagó el cigarrillo y lo dejó caer al suelo del patio interior, se dio la vuelta y le echó un vistazo a las patatas. Pinchó la más grande con un tenedor. Casi listas. Unos pequeños grumos negros flotaban en el agua que hervía a borbotones. ¡Qué raro! ¿Serían de las patatas o de la cacerola?

Intentaba recordar para qué la había utilizado la última vez, cuando oyó la puerta de entrada y enseguida una respiración jadeante y el ruido de alguien que se quitaba los zapatos. Al cabo de un instante, Anders entró en la cocina y abrió el frigorífico.

—¿Y bien? —preguntó.

—Hamburguesas.

—Vale —Anders elevó el tono al final, como marcando una interrogación cuyo significado ella conocía aproximadamente: «¿Otra vez carne? ¿No deberíamos comer pescado más a menudo?».

—Seguro que está rico —continuó Anders con poco entusiasmo, inclinándose sobre los fogones.

—¿Qué has estado haciendo? Estás empapado en sudor.

—No voy a poder entrenar esta tarde así que he recorrido en bicicleta el trayecto de ida y vuelta al lago Sognsvann. ¿Qué son esos grumos negros que flotan en el agua?

—No lo sé —admitió Vibeke—. Acabo de verlos.

—¿Que no lo sabes? ¿No decías que estuviste a punto de ser cocinera?

Dicho esto, cogió raudo uno de los grumos entre el índice y el pulgar y se lo metió en la boca. Ella le miraba el cogote de hito en hito. El pelo fino y castaño que tanto le gustó al principio. Corto y bien cuidado. Con la raya al lado. Tenía un aspecto tan decente. Como de alguien con futuro. Para más de una persona.

—¿A qué sabe? —preguntó Vibeke.

—A nada —respondió Anders aún inclinado sobre la placa—. A huevos.

—¿A huevos? Pero si fregué bien esa cacerola la última vez…

Vibeke se interrumpió de pronto.

Él se dio la vuelta.

—¿Qué pasa?

—Está… goteando —dijo señalándole la cabeza con el dedo.

Anders frunció el entrecejo y se pasó la mano por el cogote. Entonces ambos levantaron simultáneamente la vista al techo, de donde pendían dos gotas. Vibeke, que era un poco miope, no habría distinguido las gotas si éstas hubieran sido trasparentes. Pero no lo eran.

—Parece que Camilla tiene una fuga —constató Anders—. Tendrás que subir a avisarle mientras yo busco al portero.

Vibeke entornó los ojos con la vista aún en el techo y luego observó los grumos en la cacerola.

—Dios mío —susurró sintiendo otra vez las palpitaciones.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó Anders.

—Tú vete a buscar al portero. Y luego vais los dos a casa de Camilla. Entre tanto, yo llamaré a la policía.

2
Viernes. Lista de vacaciones

La comisaría general de Grønland, sede principal del distrito policial de Oslo, está situada en la loma que se extiende desde Grønland hasta Tøyen, con vistas a la zona este del centro de la ciudad. Se construyó en acero y cristal y la terminaron en 1978. No presenta ninguna inclinación, se halla perfectamente nivelada y les valió un diploma a los arquitectos Telje, Torp y Aasen. El montador de telecomunicaciones responsable del cableado de los dos largos pasillos flanqueados de despachos en los pisos séptimo y noveno recibió una pensión y una bronca de su padre cuando se cayó del andamio y se fracturó la columna.

—Nuestra familia lleva siete generaciones de albañiles que se pasaron la vida haciendo equilibrios entre el cielo y la tierra, hasta que la gravedad ha terminado siempre por aplastarnos contra el suelo. Mi abuelo intentó escapar a la maldición, pero ésta lo persiguió y cruzó con él el mar del Norte. Así que, el día que tú naciste, me prometí que no permitiría que sufrieras el mismo destino. Y creí que lo había logrado. Montador de telecomunicaciones. ¿Qué coño hace un montador de telecomunicaciones a seis metros del suelo?

En cualquier caso, precisamente a través del cobre de los cables instalados por el hijo del albañil pasó aquel día la señal que, desde la Central de Emergencias, atravesó los empalmes entre las plantas construidas con una mezcla de cemento de fabricación industrial, hasta alcanzar el despacho de Bjarne Møller, jefe del grupo de Delitos Violentos, situado en el sexto piso. Justo en aquel momento cavilaba Møller sobre si le hacía o no ilusión pasar las inminentes vacaciones en la cabaña que la familia había alquilado en Os, a las afueras de Bergen. En el mes de julio, Os significaba, con un alto grado de probabilidad, un tiempo de perros. En realidad, Bjarne Møller no tenía inconveniente en cambiar por algo de lluvia la ola de calor anunciada en Oslo, pero entretener a dos chiquillos muy activos cuando caían chuzos de punta sin más medios que una baraja a la que le faltaba la jota de corazones era todo un reto.

Bjarne Møller estiró sus largas piernas y escuchó el mensaje mientras se rascaba detrás de la oreja.

—¿Cómo lo descubrieron? —preguntó.

—La vecina tenía una gotera —respondió la voz de la Central de Emergencias—. El portero y el vecino fueron a su casa y nadie les abrió. Sin embargo, la puerta no estaba cerrada con llave, así que entraron.

—Bien, enviaré a dos de nuestros hombres.

Møller colgó, exhaló un suspiró y pasó el dedo por la lista de turnos de guardia que tenía debajo del cartapacio de plástico del escritorio. La mitad del grupo estaba ausente, como era habitual durante las vacaciones de verano, lo que no significaba que los habitantes de Oslo corriesen peligro, ya que, al parecer, a los malos de la ciudad también les gustaba disfrutar de algún descanso en julio, un mes que, decididamente, era temporada baja para los delitos que correspondían a su grupo.

El dedo de Møller se detuvo en el nombre de Beate Lønn. Marcó el número de la Científica, cuyas oficinas se hallaban en la calle Kjølberggata. Nadie contestó. Esperó hasta que transfirieron la llamada a la centralita.

—Beate Lønn se encuentra en el laboratorio —dijo una voz clara.

—Soy Møller, de Delitos Violentos. Búscala.

Y se dispuso a esperar. Fue Karl Weber, el recién jubilado jefe de la policía Científica, quien se había llevado a Beate Lønn de Delitos Violentos a la Científica. Møller lo consideró otra prueba más de la teoría de los neodarwinistas que promulgaba que el único impulso del individuo es perpetuar sus propios genes. Y al parecer, en opinión de Weber, Beate Lønn los tenía de sobra. A primera vista, Karl Weber y Beate Lønn podrían parecer muy diferentes. Weber era taciturno e irascible, Lønn, en cambio, era una joven tranquila y discreta que, cuando llegó de la Academia de Policía, se sonrojaba en cuanto alguien le dirigía la palabra. Pero sus genes policiales eran idénticos. Ambos pertenecían al tipo del policía pasional que, cuando huele una presa, es capaz de aislarse de todo y de todos y de concentrarse sólo en una pista técnica, en un indicio, en una grabación de vídeo, en una descripción vaga, hasta que, al final, empieza a verle alguna lógica. Las malas lenguas difundían la opinión de que el lugar idóneo para Weber y Lønn era el laboratorio, más que el trabajo con personas, donde los conocimientos del investigador sobre la naturaleza humana eran, pese a todo, más importantes que una huella de pisada o una fibra.

Weber y Lønn estaban de acuerdo en lo del laboratorio y en desacuerdo en lo de las huellas y las fibras.

—Aquí Lønn.

—Hola, Beate. Soy Bjarne Møller. ¿Estás ocupada?

—Por supuesto. ¿Qué pasa?

Møller le refirió brevemente el motivo de su llamada y le dio la dirección.

—Yo también enviaré a dos de mis chicos —dijo.

—¿A quién?

—Pues a ver a quién encuentro, ya sabes, las vacaciones.

Møller colgó y siguió pasando el dedo por la lista.

Se detuvo en el nombre de Tom Waaler.

La casilla de vacaciones no estaba marcada. Bjarne Møller no se sorprendió. Uno podía pensar que el comisario Tom Waaler nunca cogía vacaciones, incluso que prácticamente no dormía. Como investigador, era una de las mejores cartas del grupo. Siempre disponible, siempre en acción y casi siempre aportaba resultados. Y, a diferencia del otro as del grupo de investigación, en Tom Waaler se podía confiar. Su hoja de servicios era intachable y contaba con el respeto de todos. Resumiendo, una joya de subordinado. A ello se unían sus indiscutibles dotes de mando: las cartas predecían que, llegado el momento, él ocuparía el puesto de Møller como jefe de grupo.

La señal de llamada de Møller sonaba a través de los tabiques.

—Aquí Waaler —contestó una voz sonora.

—Soy Møller. Tenemos…

—Un momento, Bjarne. Tengo que terminar otra conversación.

Bjarne Møller se puso a tamborilear con los dedos en la mesa mientras esperaba. Tom Waaler podía llegar a ser el jefe del grupo de Delitos Violentos más joven de la historia. ¿Era su edad lo que infundía en Møller cierta inquietud al pensar que aquella responsabilidad recaería precisamente en Tom? ¿O quizás eran los dos tiroteos en los que se había visto envuelto? El comisario Waaler había hecho uso del arma en dos ocasiones durante sendas detenciones y, puesto que era uno de los mejores efectivos del Cuerpo, había acertado fatalmente las dos veces. Sin embargo, Møller sabía también que, paradójicamente, esos dos episodios podrían resolver la elección del nuevo jefe a favor de Tom. La investigación llevada a cabo por Asuntos Internos no había descubierto nada que refutase que Tom hubiese disparado en defensa propia, al contrario, concluyeron que Waaler había demostrado buen juicio e iniciativa en situaciones críticas. ¿Y qué mejor calificación podría otorgarse al solicitante de un puesto de jefe?

—Lo siento, Møller. El móvil. ¿Qué puedo hacer por ti?

—Tenemos un caso.

—Por fin.

El resto de la conversación duró diez segundos. Ahora sólo faltaba el último.

Møller había pensado en el agente Halvorsen, pero en la lista ponía que estaba de vacaciones en su casa de Steinkjer.

Continuó con la lista en orden descendente. Vacaciones, vacaciones, baja por enfermedad.

El comisario dejó escapar un hondo suspiro cuando el dedo se detuvo en un nombre que había deseado evitar.

Harry Hole.

El solitario. El borracho. El
enfant terrible
del grupo. Pero, junto con Waaler, el mejor investigador del sexto piso. De no ser por esa circunstancia, y por el hecho de que, a lo largo de los años, Bjarne Møller había desarrollado una inclinación perversa a jugarse el cuello por ese gran agente alcoholizado, Harry Hole habría sido expulsado del Cuerpo de Policía hacía tiempo. En condiciones normales, Harry habría sido el primero al que Møller habría llamado para un trabajo como aquél, pero las condiciones no eran normales.

O mejor dicho, eran más anormales que de costumbre.

Las cosas terminaron por complicarse del todo cuatro semanas atrás. En efecto, desde que, el pasado invierno, retomó el viejo asunto del asesinato de su colega Ellen Gjelten, liquidada a golpes a orillas del río Akerselva, Hole había perdido el interés por todos los otros casos. El problema era que el caso de Ellen llevaba ya mucho tiempo resuelto, pero Harry se mostraba cada vez más obsesionado hasta el punto de que Møller empezó a preocuparse por su salud mental. La situación había llegado al límite hacía un mes, cuando Harry se presentó en su despacho y le expuso su teoría sobre una espeluznante conspiración. Sin embargo, en resumidas cuentas, resultó que no disponía de pruebas que hicieran plausibles sus fantasiosas acusaciones contra Tom Waaler.

A partir de aquel momento, Harry desapareció sin más. Al cabo de unos días, Møller llamó al restaurante Schrøder, donde le confirmaron lo que ya temía, que Harry había recaído de nuevo. Møller incluyó a Harry en la lista de los que estaban de vacaciones, para encubrir su ausencia. Una vez más. Por regla general, Harry terminaba dando señales de vida a la semana de ausentarse. En esta ocasión habían transcurrido cuatro. Se le habían terminado las vacaciones.

Møller miró al auricular del teléfono, se levantó y se colocó junto a la ventana. Eran las cinco y media y, aun así, el parque que se extendía ante la comisaría estaba casi vacío, con la única presencia de algún amante del sol ocioso que desafiaba al calor. En la plaza de Grønlandsleiret no había más que unos tenderos solitarios bajo los toldos de sus quioscos con sus verduras por toda compañía. Hasta los coches —cero atascos de hora punta— circulaban más despacio. Møller se alisó el pelo hacia atrás, una costumbre de toda la vida, aunque su mujer le había advertido que debía dejarlo, porque la gente podía sospechar que estuviera colocándose bien la cortinilla. ¿De verdad que no tenía más alternativa que Harry? Møller siguió con la vista a un hombre que bajaba haciendo eses por Grønlandsleiret. «Apuesto a que intenta entrar en el Raven. Apuesto a que no se lo permiten. Apuesto a que terminará en el Boxer. El mismo lugar en que se puso punto final al caso de Ellen. Y quizá también a la carrera policial de Harry Hole.» Møller se sentía bajo presión, tenía que tomar una decisión sobre cómo resolver el problema «Harry». Pero eso sería a largo plazo, ahora debía centrarse en aquel caso.

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