—Policía —anunció Harry preparándose para subir las escaleras.
Cuando llegó al rellano jadeando, se le presentó a la vista una extraña aparición que lo aguardaba en el umbral de la puerta: un hombre con una cabellera increíblemente abundante y alborotada y la barba negra, la cara de color rojo borgoña y una vestimenta similar a una túnica que lo cubría desde el cuello a los pies, enfundados en un par de sandalias.
—Estupendo que hayáis podido venir tan rápido —se congratuló el hombre tendiéndole la pata. Porque una pata era su mano, tan grande que cubrió por completo la de Harry cuando el hombre se presentó como Willy Barli.
Harry se presentó e intentó retirar la mano. No le gustaba el contacto físico con hombres y aquel apretón de manos parecía más un abrazo. Pero Willy Barli sujetó a Harry como si de un salvavidas se tratase.
—Lisbeth ha desaparecido —murmuró con una voz sorprendentemente clara.
—Sí, Barli, hemos recibido el aviso. ¿Entramos?
—Vamos.
Willy precedía a Harry al interior de otro ático, pero, en tanto que el de Camilla Loen era pequeño y estaba amueblado de forma estricta y minimalista, éste era enorme, suntuoso y ostentoso en su decoración, una especie de pastiche neoclasicista, pero con una exageración que recordaba a una orgía. En lugar de muebles normales para sentarse, en este apartamento había unos artefactos para tumbarse, como en una versión de Hollywood de la antigua Roma, y las vigas de madera estaban recubiertas de escayola imitando columnas dóricas o corintias. Harry nunca aprendió a diferenciarlas, aunque reconoció los relieves en la escayola aplicada directamente sobre la pared blanca de cemento del pasillo. Cuando eran pequeños, su madre los llevó una vez a Søs y a él a un museo de Copenhague donde vieron la obra de Bertel Thorvalsen
Jasón y el vellocino de oro.
Era obvio que acababan de reformar el apartamento. A Harry no le pasaron inadvertidos los listones recién pintados ni los trozos de cinta adhesiva y también notó el agradable olor a disolvente.
En el salón había una mesa baja puesta para dos personas. Harry siguió a Barli por una escalera que los condujo a una terraza grande con suelo de baldosas, que daba a un patio interior cerrado por cuatro edificios. El estilo allí fuera era noruego actual. Tres chuletas carbonizadas humeaban en la barbacoa.
—En los áticos hace mucho calor por las tardes —explicó Barli a modo de excusa señalando una silla blanca de plástico.
—Ya me he dado cuenta —convino Harry antes de acercarse al borde para mirar al fondo del patio.
Por lo general, no tenía problemas con las alturas, pero después de un largo periodo de mucho beber, incluso alturas relativamente pequeñas podían causarle mareos. Vio dos bicicletas viejas y, quince metros más abajo, una sábana blanca tendida meciéndose al viento, antes de tener que apartar la vista.
En una terraza con la barandilla negra de hierro forjado, dos vecinos alzaron las botellas saludando. La mesa que tenían delante estaba casi repleta de botellas marrones. Harry les devolvió el saludo. No se explicaba que hiciera viento en el patio y no allí arriba.
—¿Un vino tinto?
Barli ya se estaba sirviendo uno de una botella medio vacía. Harry observó que le temblaba la mano. «Domaine La Bastide Sy», se leía en la botella. El nombre era más largo, pero unas uñas nerviosas habían arrancado el resto de la etiqueta.
Harry se sentó.
—Gracias, pero no bebo cuando estoy de servicio.
Barli hizo un gesto y dejó la botella en la mesa con brusquedad.
—Por supuesto que no. Tienes que perdonarme, pero estoy tan nervioso. Dios mío, yo tampoco debería beber en una situación como ésta.
Se llevó el vaso a la boca y bebió mientras unas gotas le caían en la túnica, en la que una mancha roja empezó a extenderse despacio.
Harry miró el reloj para que Barli se diera cuenta de que debería ir al grano cuanto antes.
—Sólo bajó a la tienda a comprar ensaladilla de patatas para las chuletas —sollozó Barli—. No hace más de dos horas, estaba sentada ahí mismo, donde tú estás ahora.
Harry se encajó las gafas de sol.
—¿Tu mujer lleva
dos horas
desaparecida?
—Sí, ya sé que no es mucho tiempo, pero es que sólo iba a la tienda Kiwi, la que está en la esquina.
Las botellas de cerveza de la otra terraza enviaban sus destellos. Harry se pasó la mano por la frente, se miró los dedos mojados preguntándose qué iba a hacer con el sudor. Entonces los posó en el ardiente brazo de plástico de la silla y notó que la humedad se disipaba despacio.
—¿Has llamado a amigos y conocidos? ¿Has bajado a mirar en la tienda? A lo mejor se encontró con alguien y se fue a tomar una cerveza. A lo mejor…
—¡No, no, no! —Barli levantó las manos con los dedos separados—. ¡No ha hecho eso! Ella no es así.
—¿Cómo que no es así?
—Es de las que… vuelven.
—Bien…
—Primero llamé a su móvil, pero se lo había dejado en casa. Entonces llamé a la gente que conocemos con quienes se podía haber encontrado. He llamado a la tienda, a la comisaría general, a otras tres comisarías, a todos los servicios de urgencias y a los hospitales Ullevål y Rikshospitalet. Nada.
Nothing. Rien.
—Comprendo que estés preocupado, Barli.
Barli se apoyó en la mesa. Los labios húmedos le temblaban entre la barba.
—No estoy preocupado, estoy aterrado. ¿Conoces a alguien que salga a la calle sólo con el biquini y un billete de cincuenta coronas mientras las chuletas están en la barbacoa, y que haya pensado de pronto que es una buena oportunidad para pirarse?
Harry dudó un instante. Cuando acababa de decidir que, después de todo, aceptaría un vaso de vino, Barli vertió el resto del vino en su propio vaso. ¿Así que por qué no se levantaba, decía algo tranquilizador sobre la cantidad de casos similares que ocurrían, casi todos ellos con una explicación lógica y desprovista de dramatismo, se despedía y le pedía a Barli que llamara si ella no se presentaba antes de la hora de dormir? A lo mejor era lo del biquini y el billete de cincuenta coronas. O a lo mejor era porque Harry llevaba todo el día esperando que ocurriese algo y que esto era una excusa para aplazar lo que le esperaba en su propio apartamento. Pero, sobre todo, era por el pavor de Barli, desmesurado en apariencia. Harry le había restado importancia a la intuición en otras ocasiones, tanto a la ajena como a la propia, y la experiencia siempre le había costado muy cara.
—Tengo que hacer un par de llamadas —dijo Harry.
Beate Lønn apareció en la calle Sannergata, en el apartamento de Willy y Lisbeth Barli, a las siete menos cuarto de la tarde y, un cuarto de hora más tarde, se presentó un señor de la patrulla canina en compañía de un pastor alemán. El hombre se presentó a sí mismo y al perro como Ivan.
—Pero es casualidad —explicó el hombre—. Éste no es mi perro.
Harry notó que Ivan esperaba algún comentario chistoso, pero no se le ocurrió ninguno.
Mientras Willy Barli iba al dormitorio a buscar alguna foto reciente de Lisbeth y algo de ropa que Ivan el perro pudiese olfatear, Harry se dirigió a los otros dos muy rápido y en voz baja.
—Vale. Esa mujer puede estar en cualquier sitio. Puede que lo haya dejado, puede haber sentido un malestar súbito, puede que haya dicho que iba a otro sitio y él no lo entendió bien. Existe un millón de posibilidades. Pero también puede que ahora mismo esté drogada en un asiento trasero mientras la violan cuatro jóvenes a los que se les fue la olla porque vieron un biquini. Pero yo quiero que no os imaginéis ni lo uno ni lo otro, sólo que busquéis.
Beate e Ivan asintieron con la cabeza, en señal de que lo habían entendido.
—La patrulla de Seguridad Ciudadana no tardará en llegar. Beate, recíbelos tú y les dices que controlen el vecindario, que hablen con la gente. Sobre todo en la tienda a la que se dirigía. Luego, tú misma hablas con la gente que vive en este portal. Yo voy a ver a los vecinos que están en la terraza del otro edificio.
—¿Crees que saben algo? —preguntó Beate.
—Tienen una vista perfecta de este lado y, a juzgar por la cantidad de botellas vacías, llevan ahí un buen rato. Según el marido, Lisbeth Barli ha pasado todo el día en casa. Quiero saber si la han visto en la terraza y cuándo.
—¿Por qué? —preguntó el policía tironeando de la correa de Ivan.
—Porque me parecería muy sospechoso que una señora en biquini en este horno de apartamento no hubiera salido a la terraza.
—Por supuesto —murmuró Beate—. Sospechas del marido.
—Sospecho del marido por norma —confirmó Harry.
—¿Por qué? —repitió Ivan.
Beate sonrió en señal de aprobación.
—Siempre es el marido —dijo Harry.
—La primera norma de Hole —añadió Beate.
Ivan miró varias veces a Harry y a Beate alternativamente.
—Pero… ¿no ha sido él quien ha dado el aviso?
—Sí —admitió Harry—. Pero de todas formas, siempre es el marido. Por eso, Ivan y tú no vais a empezar a rastrear en la calle, sino aquí dentro. Invéntate una excusa si es necesario, pero primero quiero tener controlados el apartamento y los trasteros del desván y del sótano. Después podéis seguir en el exterior. ¿De acuerdo?
El agente Ivan se encogió de hombros mirando a su tocayo, que le correspondió con una mirada de desánimo.
Las dos personas de la terraza resultaron no ser dos chicos, como Harry había pensado cuando las vio desde la terraza de Barli. Harry sabía que ser una mujer adulta, tener fotos de Kylie Minogue en la pared y compartir piso con una mujer de su misma edad con el pelo de punta y una camiseta estampada con la leyenda «El águila de Trondheim», no significaba necesariamente ser también lesbiana. Pero, de momento, se imaginaba que sí. Estaba sentado en el sillón enfrente de las dos mujeres, igual que cinco días antes con Vibeke Knutsen y Anders Nygård.
—Siento pediros que dejéis el balcón —dijo Harry.
La mujer que se había presentado como Ruth se puso la mano en la boca para moderar un eructo.
—No importa, ya hemos tenido bastante —aseguró—. ¿Verdad?
Ruth hizo la pregunta dándole a su compañera un manotazo en la rodilla. De una forma un tanto masculina, observó Harry al tiempo que recordaba lo que Aune, el psicólogo, le había explicado en una ocasión: que los estereotipos se acentúan a sí mismos porque buscan inconscientemente aquello que les sirve para afirmarse. Por esa razón los policías, basándose en lo que llamaban experiencia, opinaban que todo delincuente era tonto.
Harry les expuso un breve resumen de la situación. Las mujeres lo miraban con sorpresa.
—Seguramente todo se arreglará, pero la policía tiene que hacer estas cosas. De momento, intentamos comprobar algunas indicaciones horarias.
Muy serias, las dos mujeres asintieron con la cabeza.
—Bien —dijo Harry probando la «sonrisa Hole», que era el nombre que Ellen le había dado a la mueca que formaban los labios de Harry cada vez que intentaba aparentar un talante amable y jovial.
Ruth contó que, efectivamente, se habían pasado toda la tarde en el balcón. Habían visto a Lisbeth y a Willy tumbados en la terraza hasta las cuatro y media, hora a la que Lisbeth se fue adentro. Al cabo de un rato, Willy encendió la barbacoa. Le gritó a Lisbeth algo sobre una ensaladilla de patatas y ella le contestó desde el interior. Él entró y volvió a salir con los filetes —Harry la corrigió: eran chuletas—, más o menos veinte minutos más tarde. Algo más tarde, calcularon que sería a las cinco y cuarto, vieron a Barli llamando desde el móvil.
—El sonido se transmite bien en este tipo de patios interiores —explicó Ruth—. Y oíamos cómo sonaba el móvil en el interior del apartamento. Barli daba la impresión de estar muy atribulado, porque arrojó el móvil contra la mesa.
—Aparentemente, intentaba llamar a su mujer —intervino Harry.
Observó que las dos mujeres intercambiaban una mirada elocuente y se arrepintió de haber dicho «aparentemente».
—¿Cuánto se tarda en comprar ensaladilla de patatas en la tienda de la esquina?
—¿En Kiwi? Yo puedo ir y volver corriendo en cinco minutos, si no hay cola.
—Lisbeth Barli no corre —dijo la compañera en voz baja.
—Así que la conocéis, ¿no?
Ruth y «El Águila de Trondheim» se miraron como para coordinar la respuesta.
—No, pero sabemos quiénes son.
—¿Y?
—Bueno, supongo que has visto el extenso artículo que publicó el periódico
VG
sobre Barli, que ha alquilado el Teatro Nacional este verano para montar un musical, ¿no?
—Ruth, sólo era una nota.
—No lo era —dijo Ruth contrariada—. Lisbeth va a ser la protagonista. El artículo incluía fotos de gran tamaño y eso, es imposible que no lo hayas visto.
—Ya —murmuró Harry—. Este verano mi lectura de los periódicos ha sido… algo floja.
—Se armará un gran revuelo. El mundillo cultural consideraba indigno que se estrenara una revista de verano en el Teatro Nacional. ¿Cómo se llama la obra?
¿My Fat Lady?.
—
«Fair» Lady
—la corrigió en voz baja «El Águila de Trondheim».
—¿Así que se dedican al teatro? —quiso saber Harry.
—Bueno, al teatro… Willy Barli es uno de esos tipos que se dedican a todo. Revistas, películas y musicales y…
—Él es productor. Y ella canta.
—¿Ah, sí?
—Seguro que te acuerdas de Lisbeth antes de que se casara, entonces se llamaba Harang.
Harry negó con la cabeza y Ruth exhaló un hondo suspiro.
—Entonces cantaba con su hermana en Spinnin' Wheel. Lisbeth era una verdadera muñeca, un poco como Shania Twain, y tenía verdadera fuerza en la voz.
—No era tan conocida, Ruth.
—Bueno, en cualquier caso, cantó en el programa aquel de Viciar Lønn-Arnesen. Y vendieron un montón de discos.
—Eran cintas, Ruth.
—Yo vi a Spinnin' Wheel en la feria de Momarkedet. Todo muy en serio, ¿sabes? Incluso iban a grabar un disco en Nashville. Pero entonces la descubrió Barli. Iba a convertirla en una estrella de musicales, pero parece que está tardando.
—Ocho años —aclaró «El Águila de Trondheim».
—Bueno, Lisbeth Harang dejó lo de Spinnin' Wheel y se casó con Barli. El dinero y la belleza. ¿Te suena?
—¿Así que la rueda dejó de girar?
—¿Qué?